En un tiempo en que la cultura científica parece haber conquistado el lugar más importante en la oferta escolar y formativa, con un objetivo a menudo meramente utilitario, se vuelve todavía más urgente acercar a los jóvenes a la cultura humanista. Una consideración indispensable, además, para que puedan identificar los criterios necesarios para discernir lo bueno de lo menos bueno en la cultura en la que viven, y para suscitar en ellos las preguntas e inquietudes fundamentales en el camino de maduración.
En este sentido, es interesante conocer la experiencia personal – en la escuela y frente a la cultura de su tiempo – de dos padres de la Iglesia: Agustín y Basilio.
El ejemplo de San Agustín
En sus Confesiones[1], Agustín rememora sus primeros años de escuela, en cuyo sistema se recurría gustosamente a restricciones y castigos. Como todos los niños, Agustín prefería jugar antes que estudiar; pero para hacer estudiar a los niños, los maestros no dudaban en infligirles sanciones incluso corporales: «me pusieron a la escuela para que aprendiese a leer y escribir: en lo que yo no advertía qué utilidad pudiese haber y, no obstante, me azotaban cuando era negligente en aprender» (I 9.14).
Más tarde, Agustín comprenderá que la escuela de hecho sirve para preparar a los jóvenes para hacer carrera en el mundo, para comprar honores y riquezas. ¿Pero es esta la verdadera escuela? Agustín observa una contradicción en el sistema: si los niños prefieren jugar con la pelota que estudiar, entonces son castigados; si, en cambio, los adultos juegan sus «sucios juegos», nadie dice nada, porque para esto han sido preparados precisamente desde la escuela (cfr I 9.15).
El problemas es, por tanto, el de «hacer buen uso» (bene uti) de la educación (I 10.16). ¿Pero quién enseña a usarla bien y para el bien? Desde adolescente, Agustín se sintió atraído por poetas como Virgilio, pero odiaba estudiar gramática. Sin embargo se pregunta: «¿Qué es más útil? ¿Saber cómo y por qué Dido se quitó la vida o aprender a leer o a escribir?».
El programa escolar contemplaba además el conocimiento de una lengua extranjera que, por entonces, era el griego. Pero Agustín siempre sintió una fuerte aversión por ese idioma. Más tarde se arrepentirá. Reconoce que «para aprender estas cosas conduce más una curiosidad voluntaria que el temor y la violencia» (I 14.23), pero admite que ambas vías son necesarias, pues no se puede estudiar solo lo que a uno le gusta: hay «cosas amargas que hacen bien» (salubres amaritudines) y «cosas deleitosas que hacen mal» (iucunditate pestífera) (ibid).
¿Es posible, cuando se estudia – se pregunta Agustín – separar la forma del contenido? Los maestros se preocupan de que los alumnos no cometan errores de gramática o de sintaxis. Sin embargo, al mismo tiempo enseñan a través de los poetas las fábulas de una mitología que no duda en traspasar a los dioses las más torpes pasiones humanas, y estas son las cosas que más gustan a los estudiantes (cfr I 16.25). No obstante, dice Agustín, aun cuando esté escondida, siempre permanece la voz de la conciencia: «Y a fe que no es tan íntima a su alma la ciencia de las letras como es la conciencia propia suya» (I 18.29).
Una vez que llega a Cartago para realizar los estudios superiores, Agustín se sumerge en la cultura citadina: teatros, espectáculos, amores. «Amar y ser amado» (III 1.1): ese era su proyecto de vida. Pero no se trata de un verdadero proyecto, porque está guiado únicamente por emociones fuertes que, al final, solo producen una «hinchazón ardiente y una inflamación con materia y corrupción lastimosa» (III 2.4). Y entonces viene la pregunta: «¿era vida eso?» (ibid). Agustín reconocerá luego, dirigiéndose a Dios, que incluso en medio de ese desorden moral «vuestra misericordia, fiel siempre conmigo, andaba como volando alrededor de mí, aunque a lo lejos» (III 3.5), aun cuando tomase la forma de ardientes frustraciones interiores: «disponíais que en todos mis desórdenes hallase mi castigo» (ibid).
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Gracias a su inteligencia, Agustín llegó a ser el primero de la clase, lo que lo volvió orgulloso y lo llenó de sí mismo, pero no lo hizo caer en los actos de prepotencia que sus compañeros llevaban a cabo con los estudiantes de primer año (cfr III 3.6). Hubo, sin embargo, un suceso que gatilló en su vida algo nuevo, prometedor, algo que despertó las profundidades de su corazón, y este acontecimiento fue la lectura de un libro, el Hortensio, de Cicerón. No era un libro religioso, sino una invitación a la filosofía, y por primera vez – Agustín tenía entonces 19 años – las palabras de un libro le llegaron al corazón y le abrieron los ojos: «al punto se me hicieron despreciables mis vanas esperanzas y con increíble ardor de mi corazón deseaba la inmortal sabiduría» (III 4.7). Fue, en todo caso, solo el inicio de un largo, difícil y borrascoso camino[2].
Agustín pensó en primer lugar en leer la Biblia, seguro de encontrar en ella al Cristo que su madre le había enseñado a invocar. Pero lo decepcionó. Se acercó a la Escritura como un intelectual y, leyéndola, le pareció que se trataba de una obra: «que no merecía compararse […] con la dignidad y excelencia de los escritos de Cicerón» (III 5.9). En realidad, Agustín escribe: «mi hinchazón y vanidad rehusaba acomodarse a la sencillez de aquel estilo, y por otra parte no alcanzaba mi perspicacia a penetrar lo que interiormente contenía» (ibid)[3]. Terminó por adherir a la secta de los maniqueos, que hablaban mucho de verdad, pero no seguían la razón. Como sucede todavía a menudo hoy, Agustín, que se creía un intelectual, llegó a abrazar creencias ridículas, creencias de una religión esencialmente supersticiosa, en la que sin embargo permaneció atrapado durante nueve años. También fue tentado por la astrología y los horóscopos, pero solo ocasionalmente (cfr IV 3.4).
Luego sufrió la muerte de un amigo muy querido, coetáneo suyo, y comenzó a preguntarse por el sentido de la vida, sobre por qué se sentía tan triste, al punto de que en todo cuanto miraba «no veía otra cosa sino la muerte» (IV 4.9); pero no encontraba respuesta: «yo mismo me volví para mí un gran problema» (ibid). Mientras tanto, continuaba sus estudios, que hoy llamaríamos «universitarios» y que en esa época tenían una dimensión enciclopédica: elocuencia, dialéctica, geometría, música y aritmética; muchos saberes, pero todos orientados a la adquisición de poder y prestigio en la sociedad.
Finalizados los estudios y llegado a Italia desde África, primero a Roma y después a Milán, Agustín abandonó el maniqueísmo, pasó por un período de escepticismo, y luego, tras el contacto con las prédicas del obispo Ambrosio, comenzó a acercarse a la fe. Una vez más, fueron los libros los que removieron en él los últimos obstáculos intelectuales. Eran los libros escritos por filósofos neoplatónicos traducidos al latín. Entonces Agustín comprendió qué era lo real: no solo lo que se ve, sino lo que es verdadero. Comprendió que Dios es la verdadera realidad, no porque poseyera una dimensión espacial mayor o porque estuviera en lo alto, en el cielo, sino porque es la fuente del ser: «Todo esto sirvió de amonestarme que volviese hacia mí mis reflexiones y pensamientos, y guiándome Vos, entré hasta lo más íntimo de mi alma […] y con los ojos de mi alma (tales cuales son) vi sobre mi entendimiento y sobre mi alma misma una luz inconmutable […] muy distinta y superior infinitamente a todo lo que vemos […]. El que conoce la verdad, conoce esta soberana luz; y el que la conoce, conoce la eternidad. La caridad es quien la conoce. ¡Oh, eterna Verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Vos sois, Dios mío» (VII 10.16).
Pero todavía le quedaban tres etapas por completar: deponer su soberbia y reconocer a «Jesucristo, que se había humillado tanto [y] nos enseñaba vistiéndose de nuestra flaca y débil naturaleza» (VII 18.24); experimentar la gracia que libera de la esclavitud del pecado (cfr VIII 12.29); y, finalmente, entrar en la Iglesia de Cristo con el bautismo, que recibirá de parte del obispo Ambrosio en la Vigilia pascual del año 387 (cfr IX 6.14).
Aquí termina el camino de la juventud de Agustín. Este se incluye entre quienes: «en el umbral de la adolescencia o después de haber rodado mucho por el mar, sin embargo, ven unas señales, y en medio del oleaje mismo recuerdan su dulcísima patria; y sin desviarse ni detenerse, emprenden derechamente el retorno»[4].
Basilio y los jóvenes
Alrededor de treinta años antes de Agustín, en Capadocia, un joven formado en las escuelas de Atenas recibía el bautismo. Aunque provenía de una familia profundamente cristiana, Basilio, como se hacía frecuentemente en esa época, había postergado el bautismo. La decisión de recibirlo no fue para él una simple adhesión a la fe de sus padres, sino una verdadera conversión. En un pasaje autobiográfico, escrito hacia el final de su vida, afirma: «desperdicié mucho tiempo al servicio de la vanidad y gasté casi toda mi juventud en trabajos inútiles, pues la dediqué a la adquisición de enseñanzas de una sabiduría que Dios había tachado de locura[5]. De repente, un día, como despertándome de un sueño profundo, levanté los ojos hacia la maravillosa luz de la verdad del Evangelio, vislumbré así la inutilidad de la sabiduría de los dirigentes de este mundo condenados a la destrucción (1 Cor 2,6) y, lamentando amargamente mi miserable vida, oré para que me fuera concedida una guía que me orientara hacia los principios de la piedad» (Ep 223,2).
Aquí Basilio habla de su período de estudios en Atenas: estudios que comprendían filosofía, matemática, astronomía, medicina y, sobre todo, literatura y retórica. Considera todo esto «vanidad», basándose incluso en dos textos de Pablo contra «la sabiduría de este mundo». Este pasaje, sin embargo, debe leerse en su contexto, que es el de una carta dirigida a su antiguo maestro de ascesis. Habría estado fuera de lugar elogiar la sabiduría profana, entre otras cosas porque esta no puede, de todas formas, competir frente a la del Evangelio; pero Basilio tampoco la condena: solo dice que no es realmente útil para orientar la vida.
Para comprender bien el pensamiento de Basilio sobre la cultura clásica, es necesario referirse a una obra muy singular, dirigida a los jóvenes para ayudarlos en sus estudios. El problema que Basilio enfrenta aquí es el de la educación[6]. En la escuela se estudiaban los autores clásicos (sobre todo poetas), pero sus obras hablan a menudo de los dioses de la mitología griega y ponen en escena episodios moralmente reprochables. ¿Cómo, entonces, debe comportarse un estudiante cristiano? ¿Debe renunciar a estudiar? Basilio lo excluye, porque significaría renunciar a la cultura. Lo que se necesita es poseer un criterio de discernimiento, que consiste en tener claro cuál es el fin último de la vida, es decir, lo que caracteriza la existencia como existencia cristiana. Si no se tiene claro esto, ningún contacto resulta fructífero, no hay discernimiento. ¿Pero dónde ubica Basilio la identidad cristiana?
Para acceder al pensamiento profundo del gran capadocio, debemos releer el exordio de su discurso a los jóvenes. Basilio les dice[7]: «Queridos hijos», así los llama, están apunto de entrar en la vida; tengo más experiencia que ustedes, aprendí que en la vida existen altibajos y que se requiere orientación, de otra forma uno se pierde. Yo, como un padre, puedo ayudarlos; pero depende de ustedes pertenecer a la categoría de los «buenos para nada», como dice el poeta Hesíodo, o esforzarse seriamente, sea aprendiendo a mirar dentro de ustedes mismos, sea estando dispuestos a aceptar mis palabras. Por tanto, ante todo, amen los libros, porque no son objetos muertos, sino que, a través de ellos, «se entretienen con los hombres más ilustres de la antigüedad» (I,5). Pero no los sigan «dócilmente» dejando en sus manos «el timón de su mente, sino, acogiendo cuanto tienen de útil, sepan también discernir lo que es necesario descartar» (I,6).
Por lo tanto, para leer los libros sin extraviarse, continua Basilio, deben intentar vivir a la altura de su deseo más profundo, el deseo de la verdad, del bien, de la belleza, es decir, de la contemplación de la realidad, de lo que es, de ese ser que son ustedes mismos y de las cosas creadas que los rodean. Pero no caigan en el error de pensar que este deseo puede cumplirse en las cosas creadas, por muy bellas y atractivas que sean, porque estas realidades que forman al objeto de los anhelos humanos no son las realidades últimas: «No es la posesión de antepasados ilustres, no es el tener un cuerpo hermoso, fuerte y robusto; no es el éxito en todas las áreas o llegar a la cima del poder político: en suma, incluyan todo lo que quieran del ámbito humano», nada de ello podrá satisfacer «nuestras esperanzas» (II, 2). Lo que debemos «amar y buscar con todas nuestras fuerzas» (II,3) es «prepararnos para una vida de otro tipo», una donde la felicidad, el bien y la verdad son eternas, a diferencia de los bienes de aquí abajo, que solo son «sombra» y «sueño» respecto a las «realidades verdaderas» (II, 5).
Me extendería demasiado, continua Basilio, si les explicara en qué consiste esta «verdadera vida», porque ustedes son todavía muy jóvenes. Lo comprenderán asimilando las Sagradas Escrituras. Pero ya pueden ejercitarse a través de los libros clásicos, pues contienen muchas cosas útiles para la vida; o mejor dicho, predisponen a la batalla de la existencia, porque la vida es una «batalla», incluso «las más grande de todas las batallas» (II, 8), y se necesita estar bien preparados para afrontarla. Acostumbrándose a observar los reflejos de la verdad, del bien, de la virtud presentes en esos autores, al final podrán fijar la mirada «en la luz misma» (II, 10).
La perspectiva de Basilio tiene algo singular: más que en el plano dogmático o doctrinal, sitúa la identidad cristiana en la capacidad de saber cuál es el sentido último de la vida, aquello para lo que hemos sido hechos, aquello a lo que estamos destinados. En ausencia de este horizonte último, que sin embargo nunca se aleja de Jesús, sino que se funda en él, la exposición de Basilio correría el riesgo de volverse un discurso moralista, no muy diferente a los pronunciados por los estoicos.
Sentada esta base, es posible leer a los autores clásicos sin ningún peligro, más bien con discernimiento y provecho. La ganancia está en el hecho de que la cultura profana, a pesar de sus límites, cuando se basa en la naturaleza humana, que está hecha para el bien, a menudo se manifiesta como una confirmación de la doctrina moral cristiana, y puede volverse de gran ayuda para fortalecerse en la fe.
Todo lo que es auténticamente humano es cristiano, y todo lo que es cristiano es también auténticamente humano. A partir de este principio, según Basilio, es posible un encuentro entre la cultura profana y la cristiana. La misma Biblia ofrece un ejemplo en la figura de Moisés: educado en la sabiduría de los egipcios, tuvo luego la gracia de una revelación divina sobre la realidad del ser (es decir, sobre las cosas que son, pues han recibido el ser de Aquel que es); finalmente, puso toda su experiencia (humana y divina, o sea, una verdadera sabiduría) al servicio del pueblo de Dios como legislador y educador (cfr III, 3).
Basilio ve reflejada en la historia de Moisés su propia historia: primero se forma en la sabiduría humana (estudios en Atenas), luego descubre la belleza de la sabiduría divina, revelada en las Sagradas Escrituras, y por fin acepta el cargo del episcopado al servicio del pueblo de Dios[8].
Conclusiones
Los jóvenes pasan gran parte de su tiempo en la escuela. Y es en la escuela que reciben la cultura de base que los volverá luego ciudadanos activos y protagonistas en la sociedad. Sin cultura, el joven es dejado fuera, no tiene futuro. Sin embargo, no todos los jóvenes del mundo tienen un acceso fácil a la educación. En algunos países todavía está vigente una fuerte herencia ancestral que excluye a las niñas de la escuela[9]. En cualquier caso, estudiar y aprender son también compromisos que exigen esfuerzo y aplicación. Por esto, muchos jóvenes que podrían tener acceso a una escuela la dejan o la frecuentan pasivamente, sin obtener frutos. Además, es importante decir que la cultura no es solo aprender una ciencia también es conocer un oficio.
Generalmente se hace una distinción entre la cultura científica y la cultura humanista. Las materias científicas, tales como la matemática y la biología, son iguales en todas partes, son transculturales: la física que se enseña en México es igual a la que se enseña en Nigeria. Actualmente en las escuelas domina la cultura científica, mientras que la humanista se encuentra en una fuerte crisis.
Además, mientras la escuela es prácticamente la única proveedora del saber científico, a la cultura en sentido amplio contribuyen varios agentes de diverso valor: primero que todo la familia, pero enseguida la pertenencia religiosa, los partidos políticos, las asociaciones, los medios de comunicación, internet, etc. Todo esto crea costumbres sociales en las que, junto a cosas buenas, se pueden encontrar otras menos buenas o absolutamente reprochables, que condicionan el comportamiento de las personas. Basta pensar en las culturas mafiosas, que practican la corrupción y la intimidación; en aquellas que, si bien no de derecho pero sí de hecho, niegan la libertad de palabra y la libertad religiosa. Hay, por tanto, necesidad de un «discernimiento». ¿Pero quién lo enseña a los jóvenes? ¿Quién enseña a saber distinguir lo verdadero, lo justo, lo bueno de lo falso, lo engañoso, lo destructivo?
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Por esta razón, es muy importante poner en contacto a los jóvenes con la cultura humanista, sobre todo si tienen una formación predominantemente científica. Por «cultura humanista» no solo entendemos los grandes autores «clásicos» – y cada pueblo tiene los suyos –, sino también los de nuestro tiempo. Un verdadero autor se interroga sobre el hombre, parte de las preguntas del hombre, de sus problemas, de sus dramas, y no puede hablar sin tener el presentimiento de la presencia de un Misterio. En este sentido, se debe incluir no solo a los escritores, sino también a los artistas, que se expresan en pintura, escultura, arquitectura, música, etc. Ninguno de ellos puede tener la respuesta, pero lo importante es que plantee preguntas y suscite interrogantes. Un joven tiene necesidad de esto si no quiere ser manipulado por las falsas culturas y la dictadura del pensamiento único. Pero no es fácil hacer emerger las interrogantes de fondo presentes en un texto de literatura o en una obra de arte[10]. Para transmitir esta cultura humanista se requiere también de maestros que hayan realizado un camino personal.
Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas, porque no en todas partes y no siempre se garantiza una verdadera libertad de enseñanza. En muchas partes del mundo esta libertad no existe, pues los gobiernos controlan las escuelas e imponen a menudo su ideología, plegando la realidad a sus ideas en lugar de adecuar sus ideas a la realidad. Por otra parte, tampoco en el llamado «mundo libre» se encuentra siempre un pluralismo de pensamiento real. A veces, incluso en la universidad, se margina y se silencia a quien se aparta del pensamiento único dominante. A pesar de todo, la Iglesia ofrece todavía uno de los pocos espacios de libertad, aun cuando también ella es acallada.
Los ejemplos de Agustín y Basilio que hemos traído al lector muestran la importancia de una cultura humanista. Una cultura que no debe necesariamente ser religiosa, siempre que sea verdaderamente humana, es decir, que permita que emerjan las preguntas y las inquietudes que convierten a los jóvenes de hoy en personas capaces de ejercer la libertad y la responsabilidad. Y que luego podría incluso revelarse como un camino hacia la plena Verdad.
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Cfr San Agustín, Confesiones, td. E. Ceballos, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc639p3 ↑
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«La navegación es una metáfora inquietante del extravío del hombre, en la que los acontecimientos autobiográficos se entrelazan con la dificultad de la reflexión: la nostalgia de un arribo seguro, despertada en Agustín por la lectura de Cicerón, no basta, por sí sola, para salir de la neblina que lo condenaba a andar a la deriva, si bien constituye una primera e indispensable forma de orientación» (L. Alici, «Introduzione generale», en San Agustín, La dottrina cristiana, Roma, Città Nuova, 1992, XX). ↑
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Sobre la base de esta primera experiencia negativa, Agustín expondría más tarde en detalle cómo acercarse fructíferamente a la Sagrada Escritura, liberándose tanto de la esclavitud del fundamentalismo como de la falsa libertad de la libre interpretación, dos caminos que desvían del verdadero fin de las Escrituras, que consiste en «inculcar la caridad». Cfr E. Cattaneo, Evangelo, Chiesa e carità nei Padri, Roma, AVE, 1995, 85-98. ↑
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San Agustín, De la vida feliz 1, 2. Disponible en: https://www.augustinus.it/spagnolo/felicita/index2.htm ↑
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Cfr 1 Cor 1,20: «¿Dónde está el sabio, el maestro erudito, el experto en las cosas de este mundo? ¿No convirtió Dios en locura la sabiduría de este mundo?». ↑
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Cfr M. Naldini (ed.), Basilio di Cesarea. Discorso ai giovani (Oratio ad adolescentes), Firenze, Nardini, 1990. ↑
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No es una traducción literal, sino más bien una paráfrasis. ↑
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También San Agustín podría reconocerse plenamente en el planteamiento de Basilio. De hecho, se dirige «a los jóvenes apasionados por el saber, dotados de inteligencia y temor de Dios», y sabe que lo que estos buscan con todo su ser es la «felicidad» (beatam vitam); pero este deseo no los debe dejar «tranquilos», como si las «ciencias» o las «instituciones humanas» fueran suficientes para darles la felicidad que buscan: todo debe ser evaluado «con mente lúcida y con diligencia», mirando a Cristo. Cfr San Agustín., La dottrina cristiana, cit., II, 39, 58. ↑
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Conocida y ejemplar es la historia de la niña pakistaní Malala Yousafzai. El 9 de octubre de 2012, a la edad de 15 años, fue gravemente herida en la cabeza por una bala disparada por dos milicianos talibanes que habían subido a un autobús escolar para intentar silenciarla. Su único defecto fue haber denunciado la oposición de los talibanes a la educación de las niñas (cfr. G. Pani, «Il caso “Malala”: l’istruzione contro la violenza», en Civ. Catt. 2015, I, 391-399). Ahora, desde Inglaterra, donde vive con su familia, promueve una campaña mundial en favor del derecho de las niñas a la educación, no sólo en la enseñanza primaria, sino también en los grados superiores. En su intervención en la sede de las Naciones Unidas, dijo: «Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo» (cfr. M. Yousafzai, «Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo», en www.unicef.ie/ 20 de agosto de 2013). ↑
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Cfr un buen ejemplo en F. Castelli, El gran teatro del mundo. Scenografie letterarie, Città del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 2012. ↑