¿Es posible confiar en los jóvenes? ¿No es acaso arriesgado dar responsabilidades a quien no tiene una experiencia madura? ¿Puede la confianza en un joven ser mal correspondida? A estas preguntas parece responder el Eclesiastés, cuando afirma: «¡Ay del país si su rey es un muchacho (na‘ar)!» (Ecl 10,16). También el profeta Jeremías, frente a la misión que Dios le confía, se protege y se opone, tomando por motivo su corta edad: «¡Ah, Señor, Dios! Yo no tengo autoridad para hablar; soy muy joven» (Jr 1,6). Debido a su juventud, Jeremías no se siente apto ni maduro para hablar y para cumplir la misión profética. En ambos caso se usa la palabra na‘ar, que generalmente designa un hombre no adulto, un joven, un adolescente, pero también puede referirse a un niño o a un bebé[1].
Pero, ¿puede la juventud, por sí sola, ser un signo de incompetencia e insuficiencia? A la perplejidad de Jeremías responde Dios mismo: «No digas “soy muy joven”; porque tú irás a donde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,7). Como en otros pasajes de la Biblia, el Señor muestra aquí que los propios criterios de elección van más allá de la mera edad legal. Dios no actúa como un seleccionador en búsqueda de currículums que ofrezcan un amplio abanico de experiencias maduras. Tal como recordó el Papa Francisco en el reciente encuentro pre-sinodal con los jóvenes: «En muchos momentos de la historia de la Iglesia, así como en numerosos episodios bíblicos, Dios ha querido hablar por medio de los más jóvenes […]. En los momentos difíciles, el Señor hace ir adelante la historia con los jóvenes»[2].
En efecto, veremos cómo el Señor no teme confiar la suerte de su pueblo a los jóvenes.
El más pequeño de los hijos de Jesé: David
La monarquía en Israel tiene una historia accidentada y compleja. Después del largo período de los jueces, los ancianos piden a Samuel un rey que los gobierne como lo hacen en otros pueblos (cfr 1 Sm 8,5). La elección recae en Saúl, quien, tras un inicio prometedor, se vuelve un soberano desobediente y rebelde: durante las guerras contra los filisteos y los amalecitas, Saúl rechaza la palabra del Señor (cfr Sm 13-15).
Como resultado de las transgresiones del rey, Dios llega a arrepentirse de haberlo colocado en el trono de Israel. Samuel se dirige a Saúl, anunciándole que «El Señor se ha buscado un hombre como él lo desea y lo ha constituido jefe sobre su pueblo» (1 Sm 13, 14). Más adelante el profeta interpela al rey con palabras igualmente duras y claras: «El Señor ha rasgado hoy tu reinado de Israel y se lo ha entregado a uno mejor que tú» (1 Sm 15, 28). Samuel anuncia una nueva elección por parte de Dios. La tensión narrativa crece, mientras el lector se pregunta quién será este hombre acorde al corazón de Dios, que demostrará ser mejor que el rey Saúl. ¿Será este un valeroso guerrero, de linaje noble, alto y apuesto como Saúl (cfr 1 Sm 9, 1-2)?
Mientras llora el rechazo de Saúl por parte del Señor, el profeta recibe la orden divina de ungir a otro rey: «Llenarás tu recipiente de aceite y partirás. Yo te envío a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he escogido un rey» (1 Sm 16,1). Dios escoge un rey para sí. Esta nota personal de parte del Señor diferencia la nueva elección de David respecto de la de Saúl, cuya tarea era la de reinar para el pueblo (cfr 1 Sm 8,22)[3]. Esta vez la elección divina implica una relación personal y una afinidad electiva entre Dios y el nuevo soberano.
Samuel se dirige, entonces, a Belén para ofrecer un sacrificio y ver al rey que Dios se ha escogido. En el capítulo la raíz hebrea r’h, «ver», aparece seis veces como verbo y dos veces como sustantivo, y tiene un papel central en la narración[4]. Hay un sutil juego en el que se alternan el punto de vista de Dios y el de los hombres: ¿qué ve Samuel? ¿Qué ve el Señor? ¿Qué ve el resto de los personajes?
Entre los hijos de Jesé el profeta ve a Eliab, pero sus certezas se desmoronan ante las palabras de Dios: «No te fijes en su apariencia o en su estatura, lo he rechazado, pues no se trata de lo que ve el hombre: el hombre mira las apariencias, pero el Señor, el corazón» (1 Sm 16,7). En hebreo, la frase es compleja y difícil de traducir. La última parte podría traducirse literalmente así: el hombre ve «los ojos», «en los ojos», «según los ojos», pero el Señor ve «el corazón», «en el corazón», «según el corazón»[5]. En hebreo, la palabra «corazón» designa la sede del pensamiento y de la voluntad[6], el lugar en el que reside la capacidad de escoger[7].
Dios no solo ve el corazón, sino de acuerdo al corazón, es decir, a través de una visión profunda, no superficial, que se detiene en la apariencia. Del mismo modo, también el profeta está invitado a no detenerse en lo que ven sus ojos. Saúl había sido elegido en base a su fuerza y linaje, a su belleza y estatura (cfr 1 Sm 9, 1-2). Tal vez era el más apuesto de los hijos de Israel, pero ciertamente no era el mejor de los reyes posibles[8].
Entonces Samuel pasa revista a los hijos de Jesé, uno tras otro, pero el Señor no posa su mirada en ninguno de ellos. Se le presentan al profeta siete jóvenes. La mención de este número da a entender que el conjunto de los hijos de Jesé ha desfilado frente al profeta en su totalidad, pero ninguno es escogido.
«Samuel preguntó a Jesé: “¿Son estos todos tus hijos?”. Jesé respondió: “Todavía queda el más pequeño; está cuidando el rebaño”» (1 Sm 16,11). El profeta – y con él el lector – descubre que falta un hijo, que debía parecer tan insignificante a los ojos del padre que ni siquiera fue invitado al sacrificio junto al resto de sus hermanos. Es como si para Jesé este hijo no existiera. Será Dios quien lo vea, escogiendo para sí al más joven[9].
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David es «el hijo que queda». El verbo que se usa aquí se conecta con un tema muy importante del Antiguo Testamento, el del «resto de Israel». La persona de David alude al pequeño resto que permanece fiel Señor y que será salvado para que retorne a la Tierra Prometida y adore al Señor su Dios. Por lo tanto, el término «resto» atribuido a David hace pensar en todo el pueblo de Israel, el pueblo más pequeño, pero amado por Dios (cfr Dt 7,7-8)[10].
«Jesé mandó a buscarlo y lo trajeron. Era rubio, de bellos ojos y de buena presencia. Entonces el Señor dijo: “Levántate, úngelo, ese es”» (1 Sm 16,12). Los ojos del profeta siguen viendo el aspecto exterior, mientras el secreto del corazón de David solo lo ve y conoce Dios, que ha elegido al joven pastor como rey, según su corazón (cfr 1 Sm 13,14).
«Samuel tomó el recipiente de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Entonces, desde aquel día, el espíritu del Señor se apoderó de él» (1 Sm 16,13). El más pequeño de la casa de Jesé se convierte en soberano en medio de sus hermanos. El que pastoreaba el rebaño, ahora está llamado a pastorear el pueblo de Dios, Israel. Después de la unción, el espíritu de Dios irrumpe en él y le da un reconocimiento público en su familia.
El espíritu que desciende sobre David corresponde al espíritu que se retira de Saúl (cfr 1 Sm 16,14), que está aterrado y asustado por un espíritu maligno. Uno de sus criados le sugiere que David, con la música de su arpa, lo podría poner mejor: «Justamente, yo conozco [he visto] a un hijo de Jesé, el de Belén, que sabe tocar el arpa; es valiente, buen soldado, hábil orador, de buena presencia y el Señor está con él» (1 Sm 16,18). Aquí se repite una vez más el verbo «ver». Se trata del punto de vista del criado[11] de Saúl, que ve en el hijo de Jesé la solución a los problemas del rey. El retrato que se realiza, aun cuando no menciona directamente a David, anticipa algunos aspectos del joven hijo de Jesé que volverán más adelante en el relato.
De hecho, Saúl reconoce a David gracias a la descripción del siervo y lo llama para tenerlo consigo. En el curso de la narración, David tendrá que mostrar fuerza y coraje, habilidad con las armas y sabiduría, sabiendo que el Señor está con él. Solo la mirada de Dios y la de un siervo son capaces de ver en un muchacho la anticipación de lo que llegará a ser.
El gigante y el muchacho
En el capítulo 17 del primer libro de Samuel, se presenta nuevamente a David en la historia[12]. El contexto es la guerra entre Israel y los filisteos. De las filas filisteas emerge un campeón, llamado Goliat, un gigante de casi tres metros de altura, que lleva puesta una armadura de casi 50 kg. Goliat desafía en combate a un campeón entre los hijos de Israel, pero el rey Saúl, como todos los israelitas, se cohíbe y tiene miedo delante de él (cfr 1 Sm 17,11.24). ¿Qué sucederá? ¿Quién podría intervenir para combatir contra Goliat y salvar al pueblo?
Mientras el lector se plantea esta pregunta, el joven pastor David se presenta en el campamento de Israel, enviado por el padre para llevar provisiones a los hermanos que partieron a la guerra. Cuando llega, no se limita a obedecer el mandato del padre, sino que se informa sobre la recompensa prometida a quien abatiese al gigante filisteo.
La presencia del muchacho en el campo de batalla provoca reacciones encendidas en los demás personajes, suscitando irritación, incredulidad e indignación. El hermano mayor se exaspera: «¿A qué viniste acá? ¿A quién has encomendado ese puñado de ovejas en el desierto? Conozco muy bien tu presunción y atrevimiento. A mirar la batalla es a lo que has venido» (1 Sm 17,28). Eliab interpreta de manera maliciosa la presencia de David en el campo de batalla, como una intrusión molesta. De hecho, a sus ojos, el corazón de David le parece arrogante y malvado. En realidad, el lector sabe que David acudió al campamento por orden de su padre, y no por ambición o vanidad.
E incluso Saúl, ante David que quiere combatir contra Goliat, reacciona con desconfianza y escepticismo. «Saúl le respondió: “No puedes ir a pelear contra ese filisteo, porque tú eres joven (na’ar) y él es un hombre entrenado para el combate desde su juventud”» (1 Sm 17,33). Saúl ve en David solo un muchacho, que lo pone ante la paradoja de un desafío imposible, entre un joven sin experiencia y un hombre adulto, adiestrado y experimentado, que combate desde su juventud. Sin embargo, David no se arredra, rechaza la pesada armadura de Saúl y enfrenta el desafío con las propias armas: una honda y guijarros del torrente. No quiere ponerse la armadura del rey, sino que, liberado de ella, encontrarse libre y ligero, fiarse de su propia habilidad y, sobre todo, de la ayuda del Señor.
Frente al joven David, también la reacción de Goliat es de burla y desprecio: «El filisteo miró y, al divisar a David, lo despreció: era un muchacho rubio y de buena presencia» (1 Sm 17,42). A ojos del gigante, la corta edad, la belleza y los cabellos rubios de David son motivos suficientes para mirarlo con arrogancia y superioridad. Los criterios de Goliat son puramente exteriores y superficiales[13].
Pero el hijo de Jesé no se desanima ni pierde la calma, y responde al filisteo revelando su secreto: «Tu vienes contra mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy contra ti en el nombre del Señor todopoderoso, el Dios de los ejércitos de Israel que tú has desafiado. […] Toda la tierra sabrá que hay un Dios a favor de Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no es con la espada ni con la lanza con lo que el Señor salva, pues el Señor es el dueño de la guerra y él los entregará en nuestro poder» (1 Sm 17,45-47).
El joven cuestiona su verdadera fuerza: su arma es aquel que lo ha elegido y lo ha ungido rey. El Señor no ha juzgado a David según las apariencias – como han hecho los adultos Eliab, Saúl y Goliat –, sino que ha apostado por un muchacho para liberar a su pueblo.
Si la fuerza de David esta en el Señor, ¿cuál es concretamente el instrumento con el que obtendrá la victoria? La honda, por supuesto, con la que derrotará a Goliat, pero sobre todo su agudeza e inteligencia, con las que revertirá su suerte y la del pueblo. Si David no fuera ingenioso e inteligente, moriría a manos de Goliat. El joven sabe que ha sido elegido por el Señor, pero esto debe combinarse con su habilidad, de lo contrario sería solo un inconsciente y un loco. La elección divina se une a los talentos de David, que son también dones de Dios.
David obra con gran habilidad y astucia, y este es el motivo de su victoria sobre Goliat. Pero, más allá de la causalidad ejercida por los hombres, aquí se manifiesta también la causalidad de Dios en cuanto Señor de la historia, Dios de Israel, en cuyo nombre obra David (cfr 1 Sm 17,35.45-47)[14].
¿Un rey demasiado joven? Salomón
El relato de la elección de David (cfr 1 Sm 16-17) no es el único de la Biblia en el que se pone al centro a un joven llamado por Dios e investido de una responsabilidad sobre el pueblo de Israel. También Salomón, hijo de David, se siente solo un «joven muchacho» (na’ar qāṭōn) cuando sobre sus jóvenes hombros recae el peso del reino paterno.
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La hora de la muerte se acerca para David. Le ha llegado el momento de dejar en testamento sus propias disposiciones[15]. Le dice a Salomón: «Yo me voy por el camino de todos: debes hacerte fuerte y ser valiente. Guarda las disposiciones del Señor, tu Dios, siguiendo sus caminos, cumpliendo sus leyes y mandamientos, sus normas y preceptos, como están escritos en la Ley de Moisés, para que prosperes en todo aquello que hagas y en todo aquello a lo que te dediques. Así, el Señor mantendrá su palabra, como me lo ha prometido: “Si tus hijos cuidan su conducta, caminando en mi presencia con fidelidad, con todo su corazón y con toda su alma, no será arrancado ningún sucesor tuyo del trono de Israel”» (1 Re 2,2-4).
Algunos ven en esta primera parte del discurso de David (vv. 2-4) una intervención posterior del redactor[16], para mitigar la segunda parte (vv. 5-9), que es muy cruel y en la que David pide a su hijo ejecutar acciones sangrientas para arreglar cuentas con quienes se le han opuesto durante su reinado. En realidad, desde un punto de vista narrativo, esta primera parte es fundamental, pues el viejo rey desempeña finalmente su papel de padre, entregando a la siguiente generación la ley de Moisés y la promesa del Señor, que aquí se recuerda (cfr 2 Sm 7).
Al nivel del macrorrelato, David cumple su paternidad[17]: transmite lo que el pueblo ha recibido a través de Moisés y la promesa que le había sido confiada. Como el padre descrito en el libro del Deuteronomio (cfr Dt 6,1-9), David transmite a su hijo la ley; como un rey según el corazón de Dios, tiene delante de sus propios ojos la ley del Señor (cfr Dt 17,18-20).
Más adelante, el narrador nos dirá que Salomón ama al Señor y cumple lo que el padre le ha prescrito, pero su fe en Dios es todavía incierta: en efecto, la devoción al Señor va acompañada de sacrificios realizados en las alturas, lugares en los que se llevan a cabo prácticas de idolatría (cfr 1 Re 3,3)[18].
Fue precisamente durante uno de estos sacrificios, en Gabaón, que el Señor se reveló a Salomón. La transmisión generacional de la fe del padre al hijo no es suficiente: se necesita también que Salomón tenga una experiencia viva del Dios de su padre.
«En Gabaón se le apareció el Señor a Salomón en un sueño nocturno y le dijo: “Pídeme cualquier cosa y te la concederé”» (1 Re 3,5). Las palabras del Señor son sorprendentes: no son un reproche ni una condena al hecho de que Salomón realice sacrificios de tipo idólatra; Dios más bien se presenta ante él como el que da.
También la actitud de Salomón es sorprendente: paradojalmente su sabiduría empieza en este preciso momento, al mostrar un espíritu humilde y sensato, que lo dispone a acoger la Sabiduría[19]. Sabe qué es lo que hay que pedir: «Por eso ahora, Señor, mi Dios, has hecho rey a tu servidor en lugar de mi padre David. Pero yo soy un muchacho joven (na‘ar qāṭōn) que no sabe conducirse […]. Por lo tanto, concede a tu servidor un corazón capaz de escuchar, para juzgar a tu pueblo y comprender la diferencia entre el bien y el mal, porque, ¿quién podría juzgar a un pueblo tan importante como el tuyo?» (1 Re 3,7-9).
Salomón se presenta como siervo del Señor y reconoce que es solo un muchacho joven, inexperto a causa de su corta edad. Su reacción recuerda la reacción de Jeremías frente a la misión que Dios le confía: «¡Ah, Señor, Dios! Yo no tengo autoridad para hablar; soy muy joven (na‘ar)» (Jr 1,6). Su juventud volvería incapaz a Salomón de asumir las obligaciones públicas y militares[20]; es este el sentido de la confesión: «soy un muchacho joven que no sabe conducirse». Sin embargo, el muchacho se muestra ya sabio en lo que pide: un corazón que escucha.
De hecho, para el creyente israelita, el oído es el órgano principal de la percepción. El verbo «escuchar» aparece en la Biblia más de mil veces. Israel está llamado a escuchar la palabra de Dios. La oración cotidiana del creyente israelita comienza con el imperativo: Šema‘ Yisrā’ēl: «Escucha, Israel» (Dt 6,4). El pueblo que escucha la palabra de Dios es obediente a la Torá y emprende el camino de la vida.
Salomón es inexperto y todavía sabe poco de la vida. Así, un corazón que escucha se convierte en el requisito para que el joven rey pueda ejercitar la justicia y el discernimiento para gobernar el pueblo de Israel. ¿Podrá Salomón ser un rey según el corazón de Dios, como lo fue su padre David? El modelo monárquico que dejan ver sus palabras permite abrigar esperanzas. Salomón aparece como un rey que quiere servir a Dios y a Israel, no como un soberano egoísta volcado en sí mismo, que se aprovecha del pueblo para perseguir sus propios intereses (véase el discurso de Samuel en 1 Sm 8,11-18).
Por eso, al Señor le gusta la petición de Salomón: «Porque has pedido esto y no has pedio para ti larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino que has pedido la capacidad de discernir para administrar justicia, te concedo tu petición: te doy un corazón sabio y entendido como no lo hubo antes de ti y como tampoco lo habrá después» (1 Re 3,11-12). Como Salomón ha hecho a Dios la petición más importante de todas, el Señor le concederá todo, riquezas y gloria, como a ningún otro.
Una vez despierto, Salomón volverá a Jerusalén con una nueva conciencia; el signo exterior de este cambio interior es que no realizará sacrificios en las alturas, sino que estará ante el arca del Señor[21].
Conclusiones
En el libro de los Proverbios, ser joven está asociado a inexperiencia y falta de juicio: «vi a un grupo de jóvenes inexpertos, y entre ellos observé al más falto de entendimiento [literalmente: sin corazón]» (Pr 7,7). Las elecciones de David y de Salomón invierten decididamente esta perspectiva.
Recordando la historia de Israel, San Pablo afirma: «[Dios] les suscitó como rey a David, del que dio testimonio diciendo: “Encontré a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que cumplirá todos mis deseos» (Hch 13,22). La mirada de Dios llega muy lejos y así apuesta a largo plazo por un joven de cuyo descendencia nacerá el Mesías para Israel y para todos los pueblos de la tierra.
También Salomón, hijo de David, cuando se convierte en rey, se siente solo un muchacho. Interrogado en sueños por Dios, expresa su preocupación de ser abrumado por responsabilidades demasiado pesadas para sus frágiles hombros, pero sabe qué debe pedir: un corazón que escucha.
En la historia de la Salvación el señor se fía de los jóvenes e incluso confía a algunos de ellos el destino de su pueblo. Es la revelación de un Señor que tiene confianza en el futuro y en la vida, y que no teme la novedad que trae consigo el mañana: «Miren, yo realizo algo nuevo. Ya despunta, ¿no lo notan?» (Is 43,19).
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Cfr L. Alonso Schökel – M. Zappella, Dizionario di ebraico biblico, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2013, 554. No hay completa certeza en la Biblia sobre cuándo empieza la edad adulta. En algunos textos el límite de la juventud se pone en los veinte años (Ex 30,14; Nm 1,3.18; 14,29); en otros casos puede llegar hasta veinticinco (Nm 8,24) o hasta treinta (Nm 4,3.23; 1 Cr 23,3): cfr H. F. Fuhs, «na‘ar», en G. J. Botterweck – H. Ringgren (eds), Grande lessico dell’Antico Testamento, V, Brescia, Paideia, 2005, 926-940. ↑
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Francisco, Discurso en la reunión pre-sinodal con los jóvenes, 19 de marzo de 2018, en www.vatican.va ↑
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Cfr J.-P. Sonnet, L’alleanza della lettura. Questioni di poetica narrativa nella Bibbia ebraica, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2011, 146. ↑
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Cfr R. Alter, The David Story. A Translation with Commentary of 1 and 2 Samuel, New York, W. W. Norton & Company, 1999, 85. ↑
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Sobre las posibles traducciones de la partícula l’, cfr L. Alonso Schökel – M. Zappella, Dizionario di ebraico biblico, cit., 408-411. ↑
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Cfr R. D. Nelson, I e II Re, Torino, Claudiana, 2010, 40. ↑
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De acuerdo a la mentalidad hebrea, los afectos residen, en cambio, en las vísceras o en el seno materno: cfr A. Sisti, «Misericordia», in P. Rossano – G. Ravasi – A. Girlanda, Nuovo dizionario di teologia biblica, Cinisello Balsamo (Mi), Paoline, 1988, 978-984. ↑
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La palabra ṭôb en hebreo tiene el doble significado de «bello» y «bueno». Meir Sternberg dedica interesantes páginas al tema de la ambivalencia del «aspecto bello» en los libros de Samuel: cfr M. Sternberg, The Poetics of Biblical Narrative. Ideological Literature and the Drama of Reading, Bloomington, Indiana University Press, 1985,
354-364. ↑
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En el relato de Gn 4, Dios «mira» la ofrenda de Abel y no la de Caín, así como entre Jacob y Esaú el Señor escoge al más pequeño. Después, José será el príncipe entre sus hermanos y Gedeón será erigido como el salvador de Israel, aun siendo el más pequeño en la casa de su padre (cfr Jue 6). ↑
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Cfr M. Gargiulo, Samuele. Introduzione, traduzione e commento, Milano, San Paolo, 2016, 175. ↑
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Con la palabra na‘ar se puede designar tanto a un joven como a un criado o un siervo. cfr L. Alonso Schökel – M. Zappella, Dizionario di ebraico biblico, cit., 554. ↑
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Son dos los relatos que introducen a David en la historia de Israel. Probablemente detrás de esta narración hay dos tradiciones diferentes, que fueron conservadas en la Biblia. Ambos textos son importantes para comprender la relevancia del personaje de David. De acuerdo a Robert Alter, 1 Sam 16 se concentra en la llamada del joven David de parte de Dios, a quien pertenece toda la iniciativa, mientras que 1 Sam 17 tiene una perspectiva horizontal: el hijo de Jesé interactúa, habla, lucha, y no parece que hubiera una acción directa del Señor (cfr R. Alter, The David Story…, cit., 110 s) ↑
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Cfr M. Gargiulo, Samuele…, cit., 189. ↑
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Sobre el nexo entre causalidad humana y causalidad divina en el relato bíblico, cfr Y. Amit, «The Dual Causality Principle and Its Effects on Biblical Literature», en Vetus Testamentum 37 (1987) 385-400. ↑
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Cfr Gn 28,1-4 y 49,29; 2 Re 20,1. ↑
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Cfr R. Alter, The David Story…, cit., 374. ↑
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Cfr F. Ficco, «”Sii forte e mostrati uomo”. La paternità di Davide in 1 Re 1–2», en Rivista Biblica 57 (2009) 257-272. ↑
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Cfr J. T. Walsh, 1 Kings, Collegeville, The Liturgical Press, 1996, 72. ↑
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A la oración de Salomón en el primer libro de los Reyes hacen eco las palabras del hijo de David en el libro de la Sabiduría: «Por eso supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La prefería a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella consideré que la riqueza no vale nada. No la comparé con ninguna piedra preciosa, porque, ante ella, todo el oro es como un poco de arena, y a su lado la plata es como barro. La amé más que a la salud y a la belleza, y preferí tenerla como luz, porque su resplandor es incesante» (Sab 7,7-10). ↑
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Cfr M. Cogan, I Kings: A New Translation with Introduction and Commentary, New York, Doubleday, 2001, 186. ↑
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Cfr M. Cogan, I Kings…, cit., 188. ↑