SOCIOLOGÍA

Populismo y terrorismo

Los herederos bastardos del nihilismo

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El siglo XXI ya ha alcanzado con creces su mayoría de edad, y aunque a veces parezca que todavía es joven, los acontecimientos vividos a nivel mundial nos muestran que su devenir puede ser casi tan apasionante como lo fue el del siglo XX. Probablemente en los anales de la historia, los inicios se recordarán marcados por retos globales como la crisis económica, el cambio climático y, por supuesto, la Covid-19.

Sin embargo, echando la vista atrás podemos detectar dos males endémicos que han sufrido nuestras democracias y que de alguna forma siempre pueden volver a aparecer: el terrorismo y el populismo. No es exagerado afirmar que conviene acercarse a sus causas y a sus consecuencias con detenimiento, al menos si queremos intentar que este siglo sea mucho menos violento que el anterior.

En primer lugar, este artículo describe, por separado, cómo son y cómo afectan ambos fenómenos a las democracias, y cómo pretenden imponer su visión del mundo a cualquier precio. En segundo lugar, veremos cómo encuentran su génesis filosófica en Dostoyevski, Nietzsche y Sartre, continúan con los totalitarismos y se perpetúan en la época de la posverdad. Y finalmente, mostraremos cómo el nihilismo induce a ambos fenómenos a compartir con el totalitarismo rasgos comunes, por extraño que esto pueda parecer[1].

Los dos fantasmas de nuestras democracias

El primer fantasma y más claro es el terrorismo. En la retina de los ya no tan jóvenes está la imagen de los atentados del 11 de septiembre de 2001, que, como un inverosímil prólogo, nos introducían en una de las grandes lacras que ha azotado la democracia y que se ha llevado por delante la vida de millares de ciudadanos en todo el mundo. Sin embargo, la pesadilla no se redujo al gran número de fallecidos, a los heridos y a sus familiares, sino que fue mucho más allá. El virus del terrorismo a su vez atacó con fuerza España, Reino Unido, Noruega y Francia, llegando a cobrarse en 2014 un total de 44.490 víctimas en todo el mundo[2]. Desgraciadamente, pese a que el impacto en Europa y América es enorme, actualmente las regiones más afectadas son, con mucho, Medio Oriente, África y el Sudeste asiático, donde el terrorismo es una cruenta realidad y el reguero de muertos es considerablemente mayor[3].

Aunque es un fenómeno complicado de definir por motivos políticos y jurídicos, nadie duda que se trata de un rompecabezas con raíces sociales, económicas y culturales y que además posee numerosas ramificaciones[4]. Sabiendo que cada caso es particular y las comparaciones son odiosas, aún así podemos destacar tres elementos que se repiten constantemente: la violencia política, el razonamiento y el método, y la propaganda[5]. El populismo busca imponer a otros su visión del mundo cueste lo que cueste, pareciéndose en intención y ambición al totalitarismo, ya sea a través de la yihad que defiende al-Qaeda o de la implantación de un estado marxista-leninista-maoísta como soñaba Sendero Luminoso en el siglo XX.

Volviendo al ejemplo del 11-S, las 3.000 víctimas que perdieron la vida en aquel terrible atentado representaban únicamente el 0,12% de las muertes del país ese mismo año[6], pero el impacto de los atentados conmocionó a la sociedad occidental y determinó la política internacional de Estados Unidos y del resto del mundo durante años. Por eso mismo, se trata de un asunto que no se reduce solo a las lágrimas vertidas y a la sangre derramada: el virus del terrorismo cala en la conciencia particular y colectiva, logrando inocular un miedo y un dolor extremo muy difíciles de gestionar.

El panorama político, socioeconómico, ideológico y cultural ha cambiado desde el siglo pasado, y lo mismo ocurre con el terrorismo. Hace varias décadas, esta lacra tenía connotaciones e inspiraciones políticas e ideológicas bien definidas – incluso subvencionadas por regímenes totalitarios en la sombra –, mediante las cuales se pretendía alcanzar objetivos claros y particulares, y solo en ocasiones era trasnacional[7]. Ahora, es el terrorismo internacional el dominante, con tintes religiosos y culturales, de forma que nombres como Boko Haram o el ISIS aparecen con frecuencia en el panorama informativo mundial.

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Al mismo tiempo, en algunos casos la cobertura mediática ha aumentado considerablemente, lo que incidió en la captación de nuevos terroristas y la propagación del miedo. Nuestra época, deslumbrada por las redes sociales, condicionada por una dificultad para distinguir la verdad de la apariencia – y, por consiguiente, el bien del mal – y el hastío existencial de demasiados jóvenes, se ha convertido en un caldo de cultivo perfecto para un fenómeno que, además de los miles de muertos que provoca, puede desestabilizar gobiernos e incluso democracias. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que el terrorismo no es un simple delirio violento y romántico, es un pensamiento que encuentra su lógica, su identidad y su metodología en la violencia sistemática.

El segundo fantasma presente en las democracias contemporáneas es el populismo. En 2002 nos escandalizamos con la presencia de Jean-Marie Le Pen en la segunda ronda de las elecciones presidenciales de Francia. Hoy en día el populismo es una constante en casi todos los países de amplia tradición democrática y en algunos casos ha logrado llegar hasta el poder con relativa facilidad, como hemos podido ver a lo largo de esta última década. Según el politólogo Jan-Werner Müller el populismo es «la sombra permanente de toda democracia representativa»[8].

Un fenómeno político que, aunque de manera distinta, se manifiesta tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda, y que paulatinamente socava nuestros sistemas de democracia representativa. No es una ideología rigurosa, sino un modo simple de comprender la realidad y el juego político, que requiere un colectivo desafectado para prosperar, y que siempre propone soluciones fáciles a problemas complejos.

Esta «enfermedad» entra en los parlamentos de forma silenciosa, en ocasiones a través de elecciones a priori poco trascendentes para la ciudadanía, como las primeras rondas o las elecciones europeas. No obstante, la repercusión mediática es grande y pueden colarse en el poder ante el estupor y el asombro de muchos. Cruza Europa de este a oeste y llega incluso hasta las tradición democrática americana. Infecta a nacionalismos clásicos y a conservadurismos, a colectivos sociales y hasta religiosos, y, por supuesto, a grupos de izquierdas y de derechas sin que los partidos tradicionales puedan o sepan anticiparse. Las secuelas pueden ser impredecibles y desestabilizadoras para la democracia si no se actúa rápido, porque las tensiones que genera pueden llevar, por ejemplo, a rupturas de tratados internacionales, al cuestionamiento de la soberanía nacional, a la ineficacia de las respuestas políticas, al desprecio de las instituciones, a la polarización social o a las crisis socioeconómicas. Supuestamente, todo ello construido sobre el espíritu legítimo de un pueblo insatisfecho al que otros impiden crecer en plenitud y que solo ellos saben proteger del enemigo[9].

Si volvemos la vista hacia el siglo XX, podemos ver cómo encontramos referentes del populismo en los totalitarismos que tantas vidas han costado. Hannah Arendt entendía el totalitarismo como «una idea romantizada, dogmatizada y teologizada de lo que un país, una cultura o una sociedad debe ser: una idea por la que morir y que otros mueran»[10]. Quizás ahora mismo no nos enfrentamos ante los mismos sistemas totalitarios que surgieron en la vieja Europa y que se exportaron a todo el mundo. No obstante, si no estamos atentos muchas dinámicas se pueden repetir, y las secuelas ya las conocemos todos.

La genealogía de la nada

Después de ver cómo son y cómo actúan estos dos males, conviene revisar cuál es su «material genético». Y es que tanto el terrorismo como el populismo comparten un mismo origen que, como consecuencia, los lleva a manifestar ciertas características comunes sin importar el tiempo ni las fronteras, como una saga de película en la que los parientes lejanos -aunque bien distintos – siguen presos de los instintos de sus genes. Un itinerario rico para la literatura, determinante para la filosofía, pero de consecuencias dramáticas para el pensamiento contemporáneo. Después de todo, no podemos olvidar que la violencia comienza en las palabras.

El inicio de esta curiosa dinastía podríamos situarlo en Dostoyevski. En el pasaje de «la Rebeldía» de Los Hermanos Karamazov, el maestro ruso pone de relieve el tema de Dios, de la moral y del libre arbitrio[11]. La línea de salida tiene que ubicarse en la pregunta por el mal y el sufrimiento, como ocurre en muchas ocasiones. Es la cólera, el dolor, y la indignación la que nos sitúa en su kilómetro 0: ¿por qué existe el mal? ¿Por qué Dios lo permite? ¿Qué hace el orden establecido? No se trata de un origen envenenado, consiste en una pregunta legítima que vuelve una y otra vez. Por consiguiente, es lógico pensar que en la indignación ante el sufrimiento encontramos la génesis nihilista, algo que, por otra, parte ocurre tanto en el populismo como en el terrorismo.

El siguiente paso también lo descubrimos en la misma obra, en concreto en el célebre relato de «El Gran Inquisidor»[12]. Ambientado en Sevilla de forma magistral, a través de un diálogo ficticio entre un oscuro inquisidor y Cristo, se presenta la dialéctica entre una autoridad que pesa pero une y una libertad que no se sabe ejercer y aboca necesariamente al sometimiento. Es la tensión entre la heteronomía y la autonomía moral, en la que Dostoyevski opta por la segunda: la libertad en contraposición al orden moral impuesto. Se pone así encima de la mesa una reflexión[13] fundamental para nuestro tiempo: si Dios no existe, «¿todo está permitido?»[14]. En el momento en que perdemos la brújula de la bondad y de la verdad, no solo perdemos el sentido, sino el criterio objetivo para distinguir lo que está bien de lo que está mal, lo aparente de lo verdadero. Para algunos, la verdad y el bien se pueden devaluar como una moneda en tiempos de crisis, haciendo que toda la realidad pierda valor al mismo tiempo[15].

La puerta al nihilismo se abre con Friedrich W. Nietzsche[16]. Si en el «Gran Inquisidor» el hilo conductor era la libertad del hombre, en Nietzsche lo será la voluntad débil[17], y, a su vez, se pasa de la necesidad del perdón al resentimiento. Con respecto a la cuestión del dolor, el autor alemán plantea la «muerte de Dios» como una visión del mundo que ya no tiene sentido[18]. No obstante, no es solo un concepto, una frase icónica o un lema atractivo para adolescentes transgresores, supone tirar a la papelera una cosmovisión y una idea de verdad, de bondad y de belleza imprescindible para el ser humano. Declara que la nada es la única opción válida. El nihilismo de Nietzsche opta por una voluntad fuerte, dejando atrás el colapso de la moral cristiana, para dar paso a un nuevo escenario para el hombre.

Posteriormente, Nietzsche asumirá una idea de voluntad más allá de la razón, algo muy ligado a lo afectivo, como todo lo que ocurre en nuestro tiempo[19]. El reto del perdón de Dostoyevski, en Nieschtze se transforma en resentimiento, algo que a su vez aparece en el terrorismo y el populismo. Y además de la cuestión de la «muerte de Dios», se suma el problema de la «voluntad de verdad», pues según él es imposible conseguir una verdad neta, lo falso está incluido en el mundo como parte de la verdad y no se puede separar[20].

Ya bien entrado el siglo XX, encontramos el último eslabón de esta extraña genealogía, coincidiendo incluso en el tiempo con algunos totalitarismos. Pese a que en teoría pertenece a otra corriente, Jean-Paul Sartre hunde sus raíces en el propio nihilismo. A través del prólogo a la obra de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, su texto se convierte en un grito de rabia en nombre de una África herida. Para el autor francés, el resentimiento se transforma en una violencia necesaria, como un recurso terapéutico[21]. Por otro lado, considera que la violencia es producto de una infidelidad a la verdad, en la que la religión se vuelve cómplice del establishment reinante. Sartre añade su visión dialéctica de la Historia, dividida en fases hasta una gran victoria, en la que unos luchan contra otros. Curiosamente, la visión moralista que tenía Dostoievsky, Sartre la achaca al pensamiento burgués de la vieja Europa.

A lo largo del siglo XX los herederos de esta genealogía nihilista se encarnaron en la forma de líderes totalitarios que, a pesar de tener ideologías totalmente opuestas, tenían varios puntos en común. Pretendían hacer de su visión particular un absoluto y acabar así con todo lo que oliese a diversidad. Los sistemas totalitarios asumieron algunos de los fundamentos del nihilismo y no tuvieron reparos en pasar por encima de la razón y acabar con la vida de millones de seres humanos por imponer su visión del mundo. El resentimiento, la insatisfacción, el poder de grupo, el desprecio por los débiles, la violencia como opción recurrente y la devaluación de la verdad y de la libertad entre otras características, convirtieron este mundo en un infierno para millones de personas.

En nuestro siglo XXI esta genealogía parece no terminar, ahora bajo la forma del terrorismo y el populismo que suelen buscar inspiración en sus antecesores más directos. En este tiempo convulso sus genes se cruzan con los de la posverdad, donde la confusión es mayor y el bien y la verdad siguen devaluándose. Por otro lado, las redes sociales han robado la cartera a los medios de comunicación y se ha cambiado el rigor y el razonamiento por la emoción y el trending topic. Como resultado, este nuevo contexto supone un caldo de cultivo perfecto para que sigan emergiendo herederos de esta saga, poniendo así en riesgo la estabilidad de nuestras democracias.

Mismos genes, mismas características

Después de rastrear su árbol genealógico, vamos a ver qué patrones de comportamiento desarrollan los herederos del nihilismo.

Para analizar las características comunes del terrorismo y del populismo, quizás podríamos volver al mismo origen del nihilismo: el sufrimiento. La Gran Depresión contribuyó al surgimiento de totalitarismos en la vieja Europa, así como la pobreza y la desigualdad despertó el terrorismo en América Latina[22], por no hablar de la relación de la crisis del 2008 con el despertar de los populismos en la década pasada o del hecho de que la mayoría de los terroristas no provienen precisamente de los barrios más acomodados de nuestras ciudades. No es extraño afirmar que las situaciones de sufrimiento, corrupción, miedo a la desaparición, extrema pobreza y, sobre todo, desigualdad generan una necesidad de respuestas que a veces la política clásica y la cultura no logran dar.

Esta insatisfacción genera desconfianza, hastío existencial y resentimiento hacia las personas y, sobre todo, hacia las instituciones. Y si no se reconoce, denuncia y canaliza la insatisfacción, la reacción puede llegar a ser la violencia. El caso del terrorismo es muy claro; y el populismo, por su parte, suele recurrir a un lenguaje directo, agresivo y amenazador que dista bastante del respeto y la educación existente en las democracias más maduras, llegando a crispar y a dividir a toda la sociedad. La violencia como único y último camino que responde al resentimiento, y que Sartre ya proclamaba en el prólogo a Los condenados de la tierra.

Siguiendo esta línea podemos ver cómo ambos fenómenos llevan a una lucha de los unos contra los otros en el seno de una misma sociedad, y los ejemplos de polarización son numerosos: los buenos y los malos; los nuestros y los otros. Se suelen apoyar en grupos identitarios claramente autodefinidos, en lucha contra otros aparentemente opuestos y menos definidos: los auténticos patriotas contra los globalistas, el pueblo trabajador contra los imperialistas, los precariados contra los oligarcas y así una lista interminable en la que cada idioma y sociedad podría aportar bastantes neologismos. El agravante es que la violencia implica una fuerza centrípeta – acelerada actualmente por las redes sociales – que lleva a cada ciudadano a tener que posicionarse en casi todos los aspectos de su vida, fracturando así la sociedad y renunciando a una visión holística imprescindible para avanzar de forma pacífica y reconciliada. El adversario no se convierte solo en un rival político, pasa a ser un enemigo al que conviene eliminar, pues en ocasiones ambos fenómenos – populismo y terrorismo – tiñen de odio y resentimiento toda la realidad.

Asimismo, en ambos fenómenos aparece la figura del líder salvador, pues, en ausencia de un dios en quien confiar, se requieren nuevas realidades ante las cuales postrarse. Las hemerotecas conservan nombres de personajes que suponen una mancha para la historia de cada país y que en su momento fueron considerados, por el pueblo y por ellos mismos, héroes y salvadores de la patria. El populismo sigue surtiendo a los parlamentos de partidos y corrientes personalistas que difícilmente pueden prosperar cuando el líder casi omnipotente desaparece de la escena.

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Es la misma actitud mesiánica que seduce, anima y refuerza al joven de una banlieue parisina cuando decide inmolarse, a ciudadanos anónimos norirlandeses para ingresar en el IRA durante los años setenta o al propio Osama bin Laden. En el horizonte hay un futuro utópico demasiado optimista, que en realidad es un mañana irreal al que se quiere llegar cueste lo que cueste. La opción del nihilismo lleva a renunciar a los referentes tradicionales y busca opciones rápidas y accesibles. Es por eso que los mensajes simples y emotivos del populismo, o las decisiones contundentes y duras del terrorismo, crean tantos adeptos, porque hoy más que nunca la emoción inmediata tiene más peso que el mejor de los razonamientos elaborado a fuego lento.

Al mismo tiempo, conectan con la visión de Nietzsche de la voluntad que va más allá de la razón, dando paso a una emoción que se puede volver en contra. El poder del grupo adquiere una dimensión y una identidad cualitativa. Por eso los totalitarismos no tienen reparos en abarrotar estadios con masas eufóricas o concentrar multitudes deseosas de mostrar su unidad y su fuerza, llegando incluso a idolatrar ciertos símbolos colectivos como banderas o himnos. Puede ser que el ejemplo más claro sean las manifestaciones pacíficas que acaban en incidentes violentos, donde la fuerza de las turbas se convierte en un absoluto incapaz de razonar, y acaba por pasar por encima de la dignidad de las personas con las que se cruzan por delante.

Por otro lado, el terrorismo también encuentra en el poder de grupo un fuerte respaldo. En la novela española Patria, basada en el drama del terrorismo vasco, Fernando Aramburu relata con realismo cómo los jóvenes terroristas y sus afines encuentran en el grupo y en las diversas manifestaciones el respaldo y la justificación para seguir actuando, creando en consecuencia un silencio cómplice que anestesia la conciencia de la sociedad, que les consiente seguir actuando.

No es extraño que los líderes salvadores o el fragor de las multitudes encuentren enseguida un chivo expiatorio. El ejemplo más paradigmático es el bulo de los Protocolos del Priorato de Sión, un documento falso que desde el inicio del siglo XX sirvió de excusa para culpar a los judíos de numerosos males[23]. Cada grupo encuentra en una minoría étnica o social la causa de todos sus males: inmigrantes, policías, religiosos, políticos, jueces, periodistas, masones y así una lista tan cruel como ingeniosa, cuestionando la libertad y abriendo la puerta a la censura y la caza de brujas en pro de la preservación del pueblo.

Muy próxima a esta costumbre de culpar a ciertas minorías están las teorías conspirativas, que se caracterizan por sacar grandes conclusiones con muy pocos o ningún indicio, y que las redes sociales, la prensa amarilla y la mala literatura abrazan sin pudor. Una creencia que hace pensar que la realidad está manipulada por un grupúsculo oculto con intereses claros que mueve sus tentáculos sin escrúpulo en el seno de la sociedad. Al mismo tiempo, dado que estos grupos son inexistentes como tales, no hay réplica posible, y nada impide que la mentira y el odio contra sectores sociales de pertenencia sigan difundiéndose sin freno alguno. Por eso ahora se habla en exceso de oligarquías, de globalismo, del virus chino, de lobbies… El nihilismo no puede dar sentido a la realidad, aunque algunos busquen demostrar lo contrario, y estos grupos intentan ofrecer una interpretación lógica sobre el origen del mal y del sufrimiento, y lamentablemente todavía hay gente que les cree.

El nihilismo además tiene repercusiones en cómo nos aproximamos a la información, a la razón y al conocimiento científico, que se agravan aún más en la época de la posverdad. Ya comentamos que Nietzsche pone en duda la necesidad de la búsqueda de la verdad y el rol de la ciencia, pues lo aparente y lo verdadero están íntimamente unidos y no se podían separar. No es exagerado afirmar que nuestra cultura ha perdido el sentido de la verdad y somete los hechos a sus intereses particulares[24]. La ridiculización de los efectos del cambio climático y la repercusión de los movimientos antivacunas en plena pandemia muestran que el negacionismo es algo bastante actual. Incluso el terrorismo tiene una seria dificultad a la hora de negar el dolor cometido contra las víctimas y contra el conjunto de la sociedad, como si esas fueran cuestiones que no les concernieran.

Por desgracia, el problema no se reduce a la negación de la verdad. Existe una manipulación que rehúye el contexto y el debate imprescindible y encuentra en los 280 caracteres de Twitter su gran aliado. Para estos fenómenos una imagen de una pelea de inmigrantes es una prueba clara que justifica su xenofobia y un video de una carga policial es suficiente para denunciar una supuesta opresión estatal. Y en este rechazo a la búsqueda de la verdad está la mentira como recurso. En la campaña del referéndum del Brexit, un llamativo autobús recorría el país denunciando que la UE recibía 350 millones de libras a la semana a costa del National Health Service, el sistema sanitario estatal del Reino Unido. Como en otras tantas fake news tampoco se depuraron responsabilidades. El populismo y el terrorismo buscan siempre releer la Historia a su favor, llegando incluso a negar los hechos.

En cuanto a los comportamientos políticos de ambos fenómenos, no podemos negar que ejercen un desgaste interno o externo sobre el estado de derecho, y, en consecuencia, un desprecio al orden establecido. Ya a mediados del siglo XIX, Napoleón III gobernaba a golpe de plebiscitos, proclamándose a sí mismo el representante de la «causa del pueblo». Al mismo tiempo, la palabra referéndum se ha convertido en un reclamo para muchos ciudadanos e incluso la causa de rupturas traumáticas.

El populismo es consciente de la volatilidad[25] de las elecciones, y se sirve de ella para soslayar los mecanismos legales y democráticos que pretenden compensar los excesos de los respectivos gobiernos e incluyen una perspectiva temporal. El menosprecio a los sistemas políticos se manifiesta en un continuo ataque y reproche, que va desde la jefatura del estado hasta los jueces, pasando por las propias leyes que no les convienen, los medios de comunicación, los tratados y acuerdos internacionales y, por supuesto, los otros grupos parlamentarios.

En el caso del terrorismo el ataque es más directo, pues pocas veces se da desde las propias instituciones. El estado – o varios de ellos – se ve como un enemigo que oprime a los pueblos, y así sus símbolos políticos, económicos y culturales se convierten en un blanco recurrente, pues saben que un atentado en un lugar y momento preciso puede desembocar en una crisis política muy seria y condicionar futuras decisiones.

Ambas estrategias no buscan otra cosa que cambiar el sistema, siempre imperfecto, hacia un nuevo escenario a marchas forzadas.

¿Hay solución?

Como hemos visto en la primera parte, tanto el populismo como el terrorismo, aun siendo distintos entre sí, tienen un origen y puntos en común y, sobre todo, aparecen como males endémicos de nuestras democracias representativas, e incluso se pueden propagar a otros grupos sociales o religiosos. Pese a todo, la historia puede ser una buena escuela para recordar sus consecuencias, evitar sus apariciones y minimizar sus impactos, especialmente en el tiempo de la posverdad.

Ya sea de forma directa o indirecta, la variable económica ha estado presente en alguna parte del proceso[26]. Y es que debemos partir de un punto fundamental: no hay paz sin justicia[27]. Un desarrollo íntegro y la reducción de la desigualdad social – a nivel nacional e internacional – es la mejor vacuna para prevenir el surgimiento de semejantes patologías. Al mismo tiempo, es imprescindible un desarrollo cultural íntegro en nuestras sociedades, para que todo el sufrimiento y la insatisfacción se canalice hacia propuestas creativas y constructivas, de forma que el resentimiento y la violencia no se apropien del corazón de la ciudadanía en ningún lugar del mundo. Y, cómo no, es necesario tener medios de comunicación independientes, libres, rigurosos, que no dejen que las redes sociales hagan la tarea por ellos, ya que su función es imprescindible para tener una percepción nítida e íntegra de la realidad.

No solo es necesario proteger las instituciones: el espíritu democrático de toda la sociedad también es importante, en ocasiones más que la propia seguridad. Sobre todo con la conciencia de que la democracia no es ni eterna ni perfecta, y que por ello conviene cuidarla y conservarla, pues las alternativas nunca han sido mejores. Al mismo tiempo, se requiere reconsiderar y acrecentar el respeto por el rival, la visión local y global, la capacidad de dialogar y de matizar, la educación crítica y reflexiva y la creación de una conciencia democrática que no aleje a los ciudadanos de los responsables políticos y viceversa, y que sea capaz de identificar y denunciar los excesos antes de cruzar la línea roja.

En ningún caso la democracia puede ser un fin en sí mismo. El reto está en continuar como sociedad por la vías de la razón y de la fraternidad (cfr FT 103), y en cambiar la búsqueda del beneficio individual por la promoción de las relaciones justas, el resentimiento por el perdón, la violencia por la reconciliación, elevando la defensa de los pobres y de la vida – en todas sus formas – a primera prioridad. En definitiva: «avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social» (FT 180).

Lamentablemente, todo serán costosos y dolorosos parches de última hora si no se logra ir al meollo de la cuestión y abandonar esa apuesta por la nada que hace que el bien, la verdad y la belleza carezcan de sentido y de valor para millones de personas. Se requiere una propuesta que no se reduzca a lo institucional, sino que pase por la conciencia de cada persona. Todo individuo recrea la democracia cuando construye su vida a la luz de algo que lo saca de sí mismo para abrirlo al resto de la humanidad (cfr FT 88). Nadie sabe cómo será el mundo ni la democracia dentro unas pocas décadas, pero sí sabemos cuáles son los peligros, porque los hijos bastardos del nihilismo todavía siguen al acecho.

  1. Este artículo surge a propósito de las notas y lecturas realizadas en el seminario «Vérité et violence. Étique, politique, religion», que tuvo lugar en el Centre Sèvres de París, entre octubre 2020 y enero 2021.

  2. Cfr H. Ritchie – J. Hasell – C. Appel – M. Roser, «Terrorism», en Our World In Data (www.ourworldindata.org/terrorism), julio 2013.

  3. «De las 26.445 muertes totales por terrorismo incluidas en el Global Terrorism Database, un 95% tuvo lugar en Medio Oriente, África o en el Sudeste asiático. Menos del 2% ocurrieron en Europa, América y Oceanía» (ibid, 2; este dato corresponde a 2017).

  4. Cfr D. Pérez, «Hacia una definición de terrorismo», en Observatorio Internacional de Estudios contra el Terrorismo (cfr www.observatorioterrorismo.com/actividades/hacia-una-definicion-de-terrorismo/), 18 de diciembre de 2020.

  5. Trabajaré con la definición de «acto terrorista» de la Convención Internacional para la Supresión de la Financiación del Terrorismo de las Naciones Unidas (1999): «[acto] destinado a causar la muerte o lesiones corporales graves a un civil o a cualquier otra persona que no participe directamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado, cuando el propósito de dicho acto, por su naturaleza o contexto, sea intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse a hacerlo» (art. 2, 1).

  6. Cfr «How Many People Are Killed by Terrorists Worldwide?», en H. Ritchie – J. Hasell – C. Appel – M. Roser, «Terrorism», cit.

  7. Cfr F. Reinares, «Conceptualizando el terrorismo internacional», en Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos, 2005, 5-6.

  8. J.-W. Müller, Qu´est-ce le populisme? Définir enfin la menace, París, Premier Parallèle, 2016, 22.

  9. «Los grupos populistas cerrados desfiguran la palabra “pueblo”, puesto que en realidad no hablan de un verdadero pueblo. En efecto, la categoría de “pueblo” es abierta. Un pueblo vivo, dinámico y con futuro es el que está abierto permanentemente a nuevas síntesis incorporando al diferente. No lo hace negándose a sí mismo, pero sí con la disposición a ser movilizado, cuestionado, ampliado, enriquecido por otros, y de ese modo puede evolucionar» (Francisco, Fratelli tutti [FT], n. 160).

  10. Frase citada en D. Pérez, «Hacia una definición de terrorismo», cit.

  11. Dostoïevski F., Les frères Karamazov, París, Gallimard, 1952, 256-266.

  12. Cfr ibid, 287 y ss.

  13. Cfr ibid, 663-680. Curiosamente en este capítulo el autor ruso prevé un escenario cultural que se parece mucho al actual en el supuesto de que Dios no exista.

  14. Ibid, 285.

  15. Aunque algunos de sus personajes encarnen formas de nihilismo, la actitud personal de Dostoyevski no fue realmente esa. De hecho, diversos estudiosos, tanto en filosofía como en teología, han definido al escritor como un pensador moderno enemigo del nihilismo.

  16. Cfr F. W. Nietzsche, Le gai savoir, París, Gallimard, 1970, 284-294.

  17. «Mientras menos un individuo sabe liderar, con mayor insistencia apela a alguien para que lidere, y que lo haga con severidad, Dios, príncipe, clase social, médicos, confesores, dogmas, conciencia de partido» (ibid, aforismo 347. Traducción desde el francés).

  18. Cfr ibid, aforismo125.

  19. Cfr F. W. Nietzsche, Généalogie de la morale, París, Flammarion, 169-181.

  20. «Esta toma de conciencia de la voluntad de verdad – no hay duda de ello – significa la muerte de la moral: ese espectáculo grandioso en cien actos, reservado a los siglos venideros en Europa… » (ibid, III, n. 27. Traducción desde el francés).

  21. «Al nivel de los individuos, la violencia desintoxica. Ella desembaraza al colonizado de su complejo de inferioridad, de sus actitudes contemplativas o desesperadas» (J-P Sartre, «Prólogo» a F. Fanon, Les damnes de la terre, París, François Maspero, 1961).

  22. «En efecto, el reclutamiento de los terroristas resulta más fácil en los contextos sociales donde los derechos son conculcados y las injusticias se toleran durante demasiado tiempo» (Juan Pablo II, s. Mensaje por la celebración de la XXXV Jornada Mundial por la Paz, 1 de enero de 2002). Volviendo al caso de determinados populismos, la mayoría de ellos cogieron fuerza cuando muchas clases populares encontraron en ciertos políticos extremistas la solución a sus problemas.

  23. Se trata de un texto antisemita publicado en Rusia en 1903, que documentaba una supuesta conspiración judeo-masónica. Era completamente falso.

  24. «La proliferación de las fake news es expresión de una cultura que ha perdido el sentido de la verdad y somete los hechos a intereses particulares. La reputación de las personas está en peligro mediante juicios sumarios en línea. El fenómeno afecta también a la Iglesia y a sus pastores». (Francisco, Christus Vivit, n 89).

  25. Cfr FT 161.

  26. «El aumento de la desigualdad está desestabilizando las democracias en el mundo entero» (ONU, Informe de Desarrollo Humano 2019).

  27. El título del mensaje de Juan Pablo II en la Jornada de la paz de 2002, que citamos más arriba, era precisamente: No hay paz sin justicia. No hay justicia sin perdón.

Álvaro Lobo Arranz
Jesuita desde 2011 en la provincia de España. Su primera formación fue Enfermería, para luego continuar con Antropología y un Máster en Política y Democracia. Actualmente prepara la Licencia en Teología Moral en el Centro Sèvres. Sus principales áreas de interés son el mundo de la educación y la escritura. Colabora de forma regular en la Pastoral SJ y en otros espacios religiosos y laicos.

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