La sigilosa propagación del virus SARS-CoV-2 sorprendió a las autoridades locales e internacionales y, con su llegada, denunció la escandalosa ausencia de políticas efectivas para la prevención de enfermedades contagiosas, las enormes desigualdades existentes en el mundo y la falta de coordinación en las estrategias sanitarias a escala mundial[1]. Ante esta amenaza vírica, silente y desconocida, se propagó en la población el miedo, el estupor y una profunda sensación de indefensión. No solo se comenzó a experimentar una inusitada lucidez sobre la propia vulnerabilidad física y psicológica; sino que, dado el colapso de los sistemas sanitarios, el desplome de la economía, la inseguridad laboral, los cambios en las rutinas y el distanciamiento social, sumada la muerte como posibilidad próxima, se instaló en el mundo un clima generalizado de incertidumbre.
Dicho lo anterior, cabe preguntarnos: ¿esta incertidumbre encuentra su origen en la situación pandémica actual o en realidad solo se ha visto reforzada por ella? De otra manera, ¿es novedosa esta ausencia de certeza que experimentamos o ya habíamos preparado el terreno para que brote con fuerza a nivel individual y social? Esta situación, que se describe como generalizada, ¿da por supuesto que todos compartimos la misma incertidumbre? Estas preguntas han de responderse necesariamente de modo interdisciplinar, a lo cual nos avocaremos a continuación.
Partimos exponiendo las premisas que sostienen nuestra argumentación. La primera es que hemos de reconocer que muchos de los habitantes de nuestro planeta ya llevan muchos años —demasiados— situados en la incerteza propia de la pobreza, de la marginación, la precariedad y la exclusión social. La segunda es que la Modernidad tardía, allí donde se ha asentado con sus múltiples dinámicas sociales e individuales, provoca un constante estado de incertidumbre en buena parte de la población. Dicho de otra manera, la incertidumbre que hoy experimentamos de forma generalizada a raíz de la crisis sanitaria, ha encontrado un humus socio-cultural donde enraizarse y, por tanto, si hemos de buscar una solución a esta crisis, debemos mirar más allá de la superación de la amenaza vírica que actualmente vivimos, formulando respuestas que reconozcan la diversidad de las incertidumbres actuales y las estructuras sociales y culturales que las nutren y fomentan.
La pobreza como condición preexistente
Hemos visto como el coronavirus se ha ensañado con las personas de mayor edad y también con aquellos que tienen condiciones previas de salud como la diabetes o la hipertensión, pero existe una condición previa que sobrepasa lo clínico y se instala en lo socio-económico, afectando todas las dimensiones de quien la vive: la pobreza[2]. Donde la protección social y los servicios básicos no llegan, la vulnerabilidad[3] aumenta, la muerte irrumpe con frecuencia y la incertidumbre se transforma en un estado de vida. Así, la pobreza se convierte en una condición preexistente en la vida de millones de personas, exacerbando con su presencia la dureza del virus, a la vez que alimenta y hace crecer, cual caldo de cultivo, la brecha de desigualdad en muchos países. Basta una rápida mirada sobre los datos ofrecidos por las Naciones Unidas para constatar la honda incertidumbre que supone vivir en pobreza extrema. Dice este organismo internacional: «La pobreza va más allá de la falta de ingresos y recursos para garantizar unos medios de vida sostenibles. Es un problema de derechos humanos. Entre las distintas manifestaciones de la pobreza figuran el hambre, la malnutrición, la falta de una vivienda digna y el acceso limitado a otros servicios básicos como la educación o la salud. En 2015, más de 736 millones de personas vivían por debajo del umbral de pobreza internacional. Actualmente, alrededor del diez por ciento de la población mundial vive en la pobreza extrema y tiene dificultades para cubrir sus necesidades más básicas, como la salud, la educación y el acceso al agua y al saneamiento, entre otras cosas. Hoy en día, hay 122 mujeres de entre 25 y 34 años que viven en la pobreza por cada 100 hombres del mismo grupo de edad, y más de 160 millones de niños corren el riesgo de seguir viviendo en la pobreza extrema en 2030»[4].
Conviene subrayar, entonces, que la incertidumbre no es una experiencia novedosa para una buena parte de la población mundial. La incerteza que viven los que experimentan los duros embates de la extrema pobreza no es fruto de una repentina lucidez sobre la propia finitud física o el descubrimiento sorpresivo de la vulnerabilidad de las estructuras sociales básicas, es el fruto de una estructura de marginación, precarización y exclusión[5] que les roba las oportunidades necesarias para alcanzar una vida digna[6]. El coronavirus no ha hecho más que acentuar esta situación.
«La pandemia está exacerbando y profundizando las desigualdades preexistentes —dice la ONU—, dejando expuestas vulnerabilidades en los sistemas sociales, políticos, económicos y de biodiversidad, que a su vez amplifican las consecuencias de la pandemia»[7]. De ese modo, entre la pandemia, la exclusión y la marginalidad termina existiendo una nefasta simbiosis que transforma en utopía el sueño de un futuro digno para los empobrecidos. Nueva vez, para millones de personas la Covid-19 no ha significado el advenimiento de una sensación de incertidumbre, sino que ha acentuado su presencia.
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Frente a lo anterior brota la pregunta: ¿será que todos podremos salir de la incertidumbre generalizada que experimentamos hoy como humanidad? Lamentablemente, de manera intuitiva, nos inclinamos a dar una primera respuesta negativa. Lo hacemos, no por un mero sentimiento pesimista ni fruto del cansancio pandémico, sino por dos motivos: primero, como podemos intuir de la situación de los empobrecidos, la incertidumbre que experimentamos como general, tiene raíces y efectos distintos según los grupos sociales y las culturas que examinemos, por lo cual, han de plantearse soluciones diferenciadas según dicha diversidad. Segundo, que a diferencia de las prolongadas situaciones sanitarias de muchos países del llamado «sur del mundo» (malaria, dengue, cólera, ebola, zika, VIH, etc.), la notoriedad alcanzada por la crisis sanitaria actual al alero de sus estragos en los países desarrollados, induce a que la reflexión sobre la incertidumbre tienda a centrarse en una dimensión distinta a la surgida a raíz de la marginalidad, la exclusión social, la pobreza y la precarización. «La crisis del Covid —afirma el Papa Francisco— parece única porque afecta a la mayoría de la humanidad. Pero es especial solo por su visibilidad»[8].
Lo dicho hasta aquí supone que, si se pretende tener una salida común a la crisis actual, la misma ha de partir del reconocimiento de la diversidad epistémica[9] de la incertidumbre que se experimenta y, como consecuencia, integrar la interdisciplinariedad y la multidimensionalidad en el análisis de la situación y en la formulación de las propuestas de solución a la misma. No basta, pues, con la eficiencia de las vacunas, la disponibilidad de respiradores o con el control medicamentoso de los efectos del virus. Tampoco es suficiente una mera vuelta a la normalidad ya que ésta dejaría a una buena parte de la población mundial en la incertidumbre, fruto de las estructuras sociales que generan desigualdad.
En consecuencia, si hemos de buscar modos de examinar esta realidad que vivimos, considerando su diversidad epistémica, debemos hacer examen de la Modernidad tardía, con su cultura y dinámicas propias. A partir de dicho examen, podremos comprender el modo en que acoge, comprende y lidia con el surgimiento, repentino e impredecible, de una situación de vulnerabilidad en la que nos vemos sumergidos a raíz de la situación sanitaria actual. Esto, por tanto, también influirá en las respuestas que podamos dar a la necesaria pregunta por cuáles son las certezas sobre las que deseamos construir y dar sostenibilidad a nuestro futuro.
Modernidad tardía o el autocultivo de la incertidumbre
No podemos negar que en la cultura contemporánea, como en todo proceso humano, conviven elementos positivos y negativos. Por tanto, el hecho de que nos centremos en algunos aspectos que nos conducen a la incertidumbre, no indica que sean las únicas características de esta época, pero sí son aquellas que, en este tiempo de pandemia, adquieren relevancia de cara a la búsqueda de soluciones a las diversas crisis provocadas por esta situación sanitaria.
Quizás sea adecuado, ante todo, hacer referencia al presupuesto antropológico desde el que Janine Puget, psiquiatra y psicoanalista, intenta comprender la incertidumbre: «Todo sujeto necesita pensarse sobre bases coherentes, previsibles, estables, como una forma de protegerse de la intromisión de lo “ajeno” con su correlato de imprevisibilidad, lo que se torna defensa contra la incertidumbre. En su soledad y en sus vínculos el sujeto sostiene ilusoriamente una exigencia de certeza, de verdad y de saber que hace posible soportar las alternativas de la vida diaria. […] En distintas circunstancias perder la ilusión de previsibilidad no produce derivaciones trascendentes, las certezas caen y se sustituyen por otras. En otras la pérdida de dichas ilusiones produce sufrimiento que se experimenta como un estado de la mente caracterizado por desconcierto, vacilación, desorientación y angustia que adquiere tanto la forma de pánico como de miedo con diversas repercusiones […]»[10].
Teniendo como trasfondo esta reflexión de Puget y esa ilusión del ser humano de tener certezas, podemos afirmar que el individuo posmoderno lleva sobre sí un enorme peso vital[11]. Dada la comprensión generalizada de la imposibilidad de una condición humana compartida, el sujeto se ve empujado a la construcción continua de su propia identidad[12] y a sustentar, sin ayudas, sus propias certezas. El sujeto tendrá que elegir constantemente sin referentes —ni tradiciones, ni autoridades externas[13]— que garanticen cierta firmeza a sus decisiones.
Esto en medio de una temporalidad sin rumbo, atomizada[14], que provoca una identidad fragmentada[15] y una ausencia de narratividad[16]. De este modo, el individuo contemporáneo carga sobre sí el lastre del extendido individualismo cultural en el que se crea «la necesidad de buscar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas»[17] y se arroja a la persona a un solipsismo radical en el que la autonomía, la autodeterminación y la independencia se transforman en valores cardinales que conducen a la autorreferencialidad, corriendo el peligro de desembocar, de este modo, en dinámicas deshumanizantes. De otra manera, la cultura contemporánea termina alimentando, con su marcado acento individual y su afán de generar vidas autosuficientes, lo que desea contrarrestar: la inseguridad. Es lo que afirma Niklas Luhmann: «Todas estas estrategias en aras de una mayor seguridad obedecen, por lo general, a las incertidumbres de la forma de vida propia de este mundo»[18]. Aquí nos topamos con la imposibilidad de un desarrollo de la autonomía tal como la Modernidad la ha pensado y exigido, y por tanto con una merma y deterioro fundamental de la libertad y su ejercicio en forma de libertades.
Es que, la persona, en tanto que humana, está llamada a ser desde el encuentro[19], a la sociabilidad[20], a caminar junto a otros para hacer de la vida una experiencia sostenible y fecunda; sin estas características pierde dimensiones constitutivamente humanas como el cuidado mutuo[21], la confianza[22], la capacidad de empatía, de solidaridad y diálogo, entre muchas otras. En la pretensión cultural de generar vidas autosuficientes se gestan dinámicas deshumanizadoras. Entre dichas dinámicas se encuentran: el aislamiento, la sospecha, la mezquindad, la indiferencia ante la realidad del otro, los prejuicios como clave de lectura de la situación ajena, la descalificación sin el justo intento de comprensión, la esperanza de seguridad a base de una obtusa rigidez o la violencia como respuesta a lo distinto[23].
Con ello, ese no saber que reclama certidumbre, difícilmente encontrará respuestas adecuadas, ya que la certeza, para ser integradora, ha de ir unida a la búsqueda de la verdad y esta, a su vez, presupone encuentro, diálogo y búsqueda del bien[24]. Si las certezas renuncian a la búsqueda de la verdad es muy fácil caer en la absolutización del único segmento del poliedro de la realidad que logramos apreciar, es decir, se tornan en ideologías desde donde se facilitan los sectarismos y fanatismos, esos que a la larga alimentan la incertidumbre, el miedo y la violencia.
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Por otro lado, una tentación de este tiempo es la de intentar saciar el anhelo de certidumbre a través de la revolución del consumo. Esto puede llevar a confundir la capacidad adquisitiva con la libertad y la suma de las experiencias placenteras con tener un sentido de vida. «Los comercializadores de servicios y bienes de consumo —afirma Bauman— publicitan sus mercancías como remedios infalibles contra la abominable sensación de incertidumbre e indefinidas amenazas»[25]. De hecho, ya no se trata de la mera acumulación de cosas materiales, hoy publicitadas bajo el atractivo propio de lo personalizado[26], sino que se comercializan experiencias y esto bajo la insaciable búsqueda de intensidad que solo logra aquietarse temporalmente, pero que una y otra vez exige renovarse con mayor viveza[27]. Un impulso velado al hedonismo que atraviesa las relaciones con las cosas y las demás personas[28] encerrándonos en nosotros mismos y conduciéndonos a la insatisfacción constante.
Por último, entre las características que podemos mencionar de la Modernidad tardía que conducen a la incertidumbre, será importante destacar la excitada desconfianza. No es que no existan razones, la ruptura de las instituciones tradicionales deja a la intemperie muchos de los límites establecidos entre los peligros y riesgos normales y la ausencia de seguridad[29]. Basta con mirar los escándalos de corrupción política o las públicas historias de abuso de poder, sexual o de conciencia cometidos en instituciones que anteriormente se consideraban como absolutamente creíbles como las iglesias. Aunque resulta paradójico que hoy, a mayor cantidad de información disponible y capacidad de acceso a ella, exista una mayor desconfianza en el mundo[30]. Tenemos más datos, pero existe mayor suspicacia.
La explicación que sobre ello expone Byung-Chul Han resulta iluminadora: «En el panóptico digital no es posible ninguna confianza, y ni siquiera es necesaria. La confianza es un acto de fe, que queda obsoleto ante informaciones fácilmente disponibles. La sociedad de la información desacredita toda fe. La confianza hace posibles las relaciones con otros sin conocimiento exacto de estas. La posibilidad de una obtención fácil y rápida de información es perjudicial a la confianza. Desde este punto de vista, la crisis actual de la confianza se debe a los medios de comunicación. La conexión digital facilita la obtención de información, de tal manera que la confianza como praxis social pierde importancia en medida creciente. Cede el puesto al control. Así, la sociedad de la transparencia está cerca estructuralmente de la sociedad de la vigilancia. Donde las informaciones pueden obtenerse con gran facilidad y rapidez, el sistema social de la confianza pasa al control y a la transparencia»[31].
Ciertamente no podemos demonizar las redes sociales, pero sí debemos reconocer la necesidad de una mayor capacidad de pensamiento crítico para que se puedan examinar las informaciones recibidas y que así estas puedan acogerse o rechazarse en aras de una sana convivencia humana[32]. En esto, el rol de la filosofía se hace imprescindible. Ahora bien, el pensamiento crítico, la mirada reflexiva[33], ha de ir unido a la convicción de que lo humano, como dice Esquirol, es «desbordante de significación», —es decir, implica— «la irreductibilidad a la mera constatación o a la explicación causal»[34]. El encuentro entre humanos presupone confianza[35], esto es, la renuncia a la pretensión del control absoluto sobre las personas y los acontecimientos; control cuya necesidad y búsqueda constante genera sospecha y recelo, en definitiva, alimenta la incertidumbre y la violencia[36]. Por ello, la proliferación de las fake news es un peligroso síntoma de una dinámica cultural más honda que puede degenerar, como lo ha hecho en muchas ocasiones, en intolerancia, racismo, fundamentalismos de todo tipo o incluso en actos de terrorismo.
Las dinámicas culturales antes descritas, y otras que se podrían añadir, reclaman respuestas lúcidas por parte de los diversos actores sociales e instituciones, si es que se desea salir con fruto de esta incertidumbre generalizada. Han resonado mucho las frases de que «todos vamos en el mismo barco» o que «no podemos dejar a nadie atrás» en estas crisis. ¿Cómo hacer posible ese anhelo de unión y de solidaridad? ¿De dónde han de brotar las certezas que den respuestas a las crisis actuales?
Notas para la esperanza
Las respuestas a las diversas incertidumbres que se solapan en este tiempo de crisis sanitaria, si desean ser adecuadas y sostenibles en el tiempo, han de partir reconociendo dicha heterogeneidad y, por tanto, se han de explorar los mecanismos y aprendizajes que surgen de esas experiencias de incerteza. Más aún, será adecuado estar abiertos a aprender de aquellos que tienen una vasta experiencia en el manejo cotidiano de la incertidumbre: los empobrecidos. En este sentido, proponemos tres notas que podemos tomar en cuenta, desde la experiencia de los marginados, para construir las certezas en las que sostener el futuro pospandémico.
La primera nota es la interdependencia. Los pobres se saben interdependientes, puesto que ignorarlo deliberadamente resulta en la imposibilidad de sobrevivir. Ciertamente esta verdad se convierte hoy en reclamo para el mundo en general: no podemos alentar a vivir como si no necesitásemos de los demás, inducir a vivir desde la autosuficiencia o desde un deshumanizante egoísmo que busque la sobrevivencia aislada. Una certeza humanizadora y sostenible es la de reconocernos interdependientes y, por tanto, convocados a la fraternidad, a la solidaridad y a la corresponsabilidad (cfr FT 106). Buenas prácticas que nos permitan entrar en dinámicas de recuperación del vínculo social.
Una segunda nota para la esperanza que podemos colocar es la de abrir paso a la creatividad y la imaginación. Los excluidos de nuestras sociedades no pueden quedarse paralizados ante las incertidumbres del día a día, la pasividad no es opción pues supone desaprovechar las oportunidades que surgen en la austeridad del presente. Responder a la crisis actual debe pasar por abrirnos a pensar nuevos modos de organizar los sistemas políticos y económicos, además de la responsabilidad por lo común en términos de salud, educación, ecología, etc. Las incertidumbres no se contrastan con la repetición de las dinámicas que la fomentan. El anhelo por lo anterior, por lo habitual, por la normalidad, nos puede llevar a reproducir aquello de lo que ahora huimos.
Por último, como tercera nota, será importante descubrir a la vulnerabilidad como posibilitadora de unión y necesaria complementariedad, es decir, la vulnerabilidad no solo entendida como estado de precariedad o debilidad carencial sino de posibilidad de sacar la mejor energía del ser humano (cfr FT 56-96). En un mundo en el que los prejuicios y las desconfianzas levantan muros y dinamitan solidaridades naturales, es importante volver la mirada a la fragilidad, esa debilidad compartida que nos ha enrostrado la pandemia y que se manifiesta de muchas maneras. Dicha fragilidad ha de ponernos de frente con la pregunta por los paradigmas de justicia que han de regir las relaciones en un mundo donde las amenazas se vuelven globales y, por tanto, los mecanismos para prevenirlas han de ser compartidos solidariamente entre todos. El fomento de una obstinada autosuficiencia es tan dañino que necesitamos despertar al reconocimiento de las vulnerabilidades compartidas, que abren paso a la necesidad del encuentro y entrena la capacidad de confianza, rasgos profundamente humanos.
Contrarrestar la incertidumbre actual, presupone reconocer las dinámicas que han servido de caldo de cultivo para su eclosión generalizada, para que así no volvamos a sembrar en el terreno de nuestra historia aquello que hoy, en la sorpresa de lo imprevisto, cosechamos con perplejidad[37].
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Esto no es una novedad, solo hay que recordar la crisis del ébola. Cfr Joseph E. Stiglitz, La gran brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales, Barcelona: Taurus, 2015, 207-209. Sobre el efecto de la desigualdad en la salud de las poblaciones: Cfr Angus Deaton, El gran escape. Salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad, México: Fondo de Cultura Económica, 2015, 123-147. Cristian Peralta, «I filosofi del contagio. Come gli intellettuali hanno capito il Covid-19», La Civiltà Cattolica 4079 n.o 6 (giugno 2020): 417-428. ↑
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Sobre la difícil tarea de definir la pobreza y sus diversos modos: Cfr Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia, Barcelona: Paidós, 2017, 125-137. Stephanie Baker Collins, «An understanding of poverty from those who are poor», Action Research 3, n.o 1 (2005): 9-31. ↑
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«Se podrían distinguir dos grupos de vulnerables: aquellos que son vulnerables por su situación en la vida: madres, niños y personas de edad avanzada, discapacitadas o en riesgo para la salud debido a dónde viven y trabajan o cómo viven y trabajan; y aquellos que se vuelven vulnerables debido a su condición socioeconómica y las formas en que la sociedad trata con ellos». Council for International Organizations of Medical Sciences, «Health Policy, Ethics and Human Values – An International Dialogue», en Organization, activities and members Switzerland: CIOMS, 1994: 25. ↑
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Naciones Unidas, «Acabar con la pobreza», https://www.un.org/es/sections/issues-depth/poverty/index.html. Consultado el 09 de marzo de 2021. ↑
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«El problema masivo es más bien el de la precariedad, el de la multiplicación de individuos o de grupos vulnerables que se ven debilitados, que carecen de los recursos suficientes para garantizar su independencia económica y social y que en última instancia, pueden caer en lo que llamamos la exclusión». Robert Castel, «Los riesgos de la exclusión social en un contexto de incertidumbre», Revista Internacional de Sociología (RIS) 72, n.o 1 (2014): 17 (15-24). ↑
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«La pobreza inflige una injusticia a las personas porque es muy dañina para su bienestar. Este daño se conoce como violencia estructural, que es una violencia dosificada desde la distancia a través de las condiciones y consecuencias de la pobreza. La pobreza a menudo afecta a las personas que ya son vulnerables. […] La pobreza es una injusticia porque en medio de la capacidad humana de producir tanta riqueza y recursos excedentarios, simplemente no tiene por qué existir y, por lo tanto, la pobreza es indicativa de un fracaso económico, político y moral». Lynelle Watts y David Hodgson, Social Justice Theory and Practice for Social Work. Critical and Philosophical Perspectives, Singapore: Springer, 2019, 8. ↑
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Naciones Unidas, «Marco de la ONU para la respuesta socioeconómica inmediata ante el COVID-19», Abril 2020, 3. https://cutt.ly/VzN2ok9. Consultado el 09 de marzo de 2021. ↑
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Papa Francisco. Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor. New York: Simon & Schuster, 2020, 5. ↑
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«Las experiencias vividas por los grupos vulnerables se definen por una forma de injusticia epistémica: el rechazo del conocimiento de sus propias vidas y necesidades que experimentan los grupos socialmente marginados. […] La vulnerabilidad se produce en la brecha de la salud mundial entre quienes tienen el poder de definir y descartar los conocimientos y necesidades, y quienes están siendo definidos y descartados. Una pandemia puede ser un llamamiento para que se reconozcan y reparen las rupturas socioculturales, sociopolíticas y sociohistóricas que generan vulnerabilidad dentro de categorías específicas de grupos marginados». Ayesha Ahmad, et al., «What does it mean to be made vulnerable in the era of COVID-19?», The Lancet 395, n.º 10235 (9-15 de mayo de 2020): 1481-1482. ↑
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Janine Puget, «Qué difícil es pensar. Incertidumbre y perplejidad», Revista de la APdeBA 24, n.o 1-2 (2002): 136 (129-145). ↑
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«Hoy en día vivimos en una época muy marcada por el estrés, la prisa, la angustia, la depresión, la frustración, la ansiedad, la sobrecarga sobre el individuo, el riesgo constante, la amenaza permanente de un fracaso existencial culpable, solo imputable a nosotros mismos». Gabino Uríbarri Bilbao, La vivencia cristiana del tiempo, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2020, 13. ↑
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Cfr Fernando Vidal, La última modernidad. Guía para no perderse el siglo XXI, Sal Terrae: Santander, 2018, 15. ↑
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Cfr Pascal Bruckner, La tentación de la inocencia, Barcelona: Anagrama, 1999, 21. ↑
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Cfr Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Barcelona: Herder, 2013, 62. ↑
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Cfr Byung-Chul Han, El aroma del tiempo: un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, Barcelona: Herder, 2015, 9-10. ↑
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Cfr Francisco J. Alarcos Martínez, «Religión y ética ante la incertidumbre», en Religión, espiritualidad y ética para tiempos de incertidumbre, ed. por Francisco J. Alarcos Martínez, Madrid: PPC, 2013, 7-36 (pp. 32-33). ↑
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Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernhein, La individualización. el Eindividualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas, Barcelona: Paidós, 2003, 31 [cursivas de los autores]. ↑
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Niklas Luhmann, «El concepto de riesgo», en Las consecuencias perversas de la modernidad, ed. por Josetxo Beriain, Barcelona: Anthropos, 1996, 150. ↑
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En esta concepción destaca el magisterio del Papa Francisco, a modo de ejemplo: Cfr Evangelii Gaudium 220; Christus vivit 169.183.222; Fratelli Tutti n. 30.47-48. ↑
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«[…] somos desde buen principio interdependientes, y esa interdependencia es una característica constitutiva de quienes somos, aun si la ideología del individualismo nos lleva a negar este hecho, aun si las ideologías de dominación niegan esta recoprocidad» Judith Butler, Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy, Barcelona: Taurus, 2020, 60. ↑
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Cfr Eva Kattay. Love’s labor: essays on women, equality, and dependency, New York: Routledge, 1999. ↑
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Cfr Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, Madrid: Alianza, 1994, 40. ↑
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«Y precisamente porque la generación nos es lo más propio, lo peor y más inquietante está en las mil formas de degeneración. La violencia es la principal, y su extensión es vastísima: comprende desde los homicidios más pavorosos y las vejaciones más brutales hasta las incontables modalidades, manifiestas o encubiertas, de la injusticia y de la indiferencia». Josep Maria Esquirol, La penúltima bondad: Ensayo sobre la vida humana, Barcelona: Acantilado, 2018, 4 [cursivas del autor]. ↑
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Cfr Julio L. Martínez, Conciencia, discernimiento y verdad, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2019, 287-378. ↑
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Zygmunt Bauman, Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global, México: Fondo de Cultura Económica, 2011, 24. ↑
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Cfr Gilles Lipovetsky, Gustar y emocionar. Ensayo sobre la sociedad de seducción, Barcelona: Anagrama, 2020, 264-266. ↑
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Cfr Gilles Lipovetsky, La felicidad paradójica: ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo, Barcelona: Anagrama, 2008, 90. ↑
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«La ausencia total de negatividad hace que el amor hoy se atrofie como un objeto de consumo y de cálculo hedonista». Byung-Chul Han, La agonía del eros, Barcelona: Herder, 2014, 34. ↑
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Cfr Ulrich Beck, «Teoría de la modernización reflexiva», en Las consecuencias perversas de la modernidad, ed. por Josetxo Beriain, Barcelona: Anthropos, 1996, 251. ↑
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Cfr Francesco, Enciclica Fratelli tutti, n. 15. ↑
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Byung-Chul Han, En el enjambre, Barcelona: Herder, 2014, 99. ↑
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«Alvin Toffler ya advertía en El shock del futuro que la saturación informativa podía crear mecanismos de defensa en la gente, que necesitaría simplificar tanto el mundo para comprenderlo que acabaría reafirmando sus prejuicios. Era 1970». Marta García Aller, Lo imprevisible. Todo lo que la tecnología quiere y no puede controlar, Barcelona: Planeta, 2020, 19-20. ↑
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Cfr Josep Maria Esquirol, Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita, Barcelona: Acantilado, 2021, 14-15. ↑
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Esquirol, La penúltima bondad, 7. ↑
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«En circunstancias de incertidumbre y de opciones múltiples, las nociones de confianza y riesgo tienen una aplicación particular. La confianza, así lo sostengo, es un fenómeno crucial para el desarrollo de la personalidad como para la potenciación de aspectos distintivos y específicos en un mundo de mecanismos desmembradores y sistemas abstractos. En sus manifestaciones genéricas, la confianza está directamente referida a la consecución de un cierto sentido primario de seguridad ontológica». Anthony Giddens, «Modernidad y Autoidentidad», en Las consecuencias perversas de la modernidad, ed. por Josetxo Beriain, Barcelona: Anthropos, 1996, 36. ↑
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Resultan interesantes los estudios desde la psicología sobre la «intolerancia a la incertidumbre». Cfr Manuel González Rodríguez et. al., «Adaptación española de la escala de intolerancia hacia la incertidumbre: procesos cognitivos, ansiedad y depresión», Psicología y Salud 16, n.o 2 (2006): 219-233. ↑
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Este artículo es fruto de una ponencia realizada en la XXV Conferencia Internacional de Filosofía («Thinking the Incertitude»), que tuvo lugar entre el 13 y el 15 de abril de 2021 en la Universidad Pontifica Comillas de Madrid. ↑