El año pasado las criptomonedas fueron objeto de un renovado interés que no ha menguado durante lo que va del 2021. ¿La razón? Estas monedas se están desarrollando, están mejor reguladas por las autoridades públicas, siguen asustando a los responsables políticos, que, como contramedida, aplican normativas cada vez más invasivas. Incluso intentan lanzar sus propias criptomonedas, monedas digitales de los bancos centrales.
Los principales aspectos técnicos de estas criptomonedas se pueden identificar fácilmente. Su base – la blockchain («cadena de bloques»), una tecnología de almacenamiento y transmisión de datos digitales – y sus probables desarrollos industriales permiten reducir los intermediarios encargados de revisar y conservar los datos de los trader de manera indeleble y siempre verificable.
El principio de la blockchain es bastante simple: cada transacción es almacenada de modo que integre, por bloques, en su criptograma, el conjunto de todas las transacciones que la precedieron. En materia monetaria, esto impide que alguien pueda pagar sin contar primero con el dinero necesario. Así, desaparecen los cheques rebotados, el miedo a la quiebra de un banco, la necesidad de confiar ciegamente en un intermediario, porque ya no hay intermediarios.
El corolario de esta criptografía es el anonimato, tanto del que paga como del que recibe. Y esto vuelve a las criptomonedas un cómodo medio de pago para todas las operaciones ilegales: transferencias para pagar un rescate en bitcoins, compra de armas cuya venta está prohibida, tráfico de bienes ilícitos, acumulación de plusvalías secretas, etc. La paradoja es que este doble anonimato del que paga y que recibe ocurre en un escenario de total transparencia de las transacciones. Todos los que participan en el intercambio son informados de todas las transacciones.
Una moneda distinta de las otras
A diferencia de las monedas legales emitidas por un banco (central o comercial), las criptomonedas no se apoyan en una autoridad bancaria. De ahí que a veces se les llame «fichas», si bien, por ejemplo, la Corte de Casación Francesa les concede el título de moneda. En cualquier caso, las criptomonedas responden – bastante mal – a las tres funciones económicas de toda moneda: unidad de medida, medio de cambio y reserva de valor. Unidad de medida, porque pueden utilizarse para valorar productos y servicios, y se benefician de un sistema de intercambio que permite traducirlas a dólares, euros, yenes, etc. Las criptomonedas también son un medio de cambio, al menos para los comerciantes, proveedores de servicios o especuladores que están dispuestos a aceptarlas. Los proveedores pueden rechazar bitcoins, ripples, europas o etherum, pero no pueden rechazar pagos en moneda legal. Por último, son una mala reserva de valor, porque cada moneda encriptada lo es en proporción a las variaciones especulativas de su precio y a la seguridad del sistema electrónico que mantiene la trazabilidad.
Aquí el peligro no es de la misma naturaleza que el de los depósitos bancarios, expuestos a hackers o a débitos directos. Al no estar guardadas en una memoria central sino en toda la red de internet, incluso suponiendo que el sistema es lo suficientemente robusto, las criptomonedas pueden perderse si su dueño olvida sus códigos de acceso al sistema, o si su computadora es hackeada, o si pierde la llave USB en la que había transcrito sus claves, etc. En todos estos casos – en los que se manifiesta el aspecto negativo del anonimato –, como sucede con los billetes perdidos o robados, no se tiene la posibilidad de recuperar el crédito.
Las criptomonedas se diferencian de las monedas de curso legal en que las primeras carecen de contrapartidas. La primera de las contrapartidas de las monedas legales – históricamente hablando – es el oro. Aparte del oro y de los metales preciosos, las contrapartidas de la oferta monetaria son principalmente los créditos concedidos por el banco central a la tesorería del Estado (la caja del Estado) y, en su mayor parte, los créditos que los bancos comerciales otorgan a la economía. Esto significa que el valor de una moneda de curso legal varía según la idea que se tiene del valor futuro de estas tres contrapartidas.
Debido a la ausencia de contrapartidas, la especulación de las criptomonedas es de distinta naturaleza. Se basa solamente en la idea de valor futuro de las criptomonedas que tienen quienes intervienen en este mercado. Fundándose exclusivamente en rumores de aumento o disminución de valor, los movimientos de precio de las criptomonedas tienden a autoalimentarse. Esto explica el aspecto errático y de gran alcance observado en estos mercados.
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Para contrarrestar estos movimientos y poder beneficiarse de la tecnología en la que se basan las criptomonedas, sin sufrir el riesgo de movimientos erráticos de precio, se crearon los mercados de criptomonedas. Pero, como todos los sistemas de cobertura (que funcionan como aseguradoras), estos mercados tienen un costo. Por eso la solución más conveniente – que, sin embargo, requiere de un contralor que regule la cantidad de monedas para preservar el valor – consiste en indexar el precio de una criptomoneda a una moneda de curso legal (menos fluctuante), a cestas de monedas, o al precio de commodities como el oro, los diamantes o el petróleo. Así, se obtienen los beneficios de la tecnología (transacciones inmediatas sin intermediarios), evitando el riesgo de una variación demasiado abrupta de los precios. En esos casos se habla de stablecoin (literalmente: «moneda estable»). El estado de Nueva York, por ejemplo, permite realizar pagos administrativos en stablecoins (al menos con las criptomonedas autorizadas por él).
Algunos supuestos profetas de las finanzas especulativas anuncian que las criptomonedas sustituirán al oro como reserva de valor. Así, el jefe de la estrategia de bonos de una de los más grandes administradoras de fondos del planeta (BlackRock, que gestiona activos por 8 trillones de dólares) afirma perentoriamente que el bitcoin se fortalecerá y sustituirá al oro. Con esto olvida que el oro no es una reserva de valor de las más fiables: de 35 dólares la onza el 15 de agosto de 1971, el precio se multiplicó por 10 en los meses sucesivos; osciló entre 300 y 850 dólares la onza por varias décadas antes de cruzar el umbral de los 1.000 dólares en los años 2000; luego tocó los 2.000 dólares para luego volver a los 1.000 dólares, y retornar a los 2.000 en agosto de 2020, y volver a caer más de 10% cuando se anunció el descubrimiento de algunas vacunas contra el Covid-19.
Apostar por el auspicioso futuro de las criptomonedas más importantes, como el bitcoin, significa olvidar que ellas también están a merced de mejoras tecnológicas (algunas de las bitcoin challengers tienen una velocidad de transacción más elevada y son más fáciles de usar). Implica, además, olvidar que el valor de las criptomonedas – al menos de las que no están indexadas – refleja a menudo, invirtiéndolo y amplificándolo, el valor de las monedas legales, y por lo tanto la idea que nos hacemos de la política monetaria de los bancos centrales. Es cierto, por otra parte, que la pandemia del Covid-19, al justificar la creación casi ilimitada de dinero por parte de los bancos centrales, asestó un golpe a la credibilidad de las monedas legales y potenció el valor de las criptomonedas desde fines de 2020. A ello se agregó la posibilidad de utilizar bitcoins en la plataforma de PayPal.
Pensar que las criptomonedas reemplazarán el oro significa, por último, olvidar el fortalecimiento de los controles y de la regulación pública. Algunos años atrás, en septiembre de 2017, bastó que la administración china evocara la posibilidad de prohibir las plataformas de intercambio de criptomonedas en su territorio para que se derrumbara el precio de estas por un período determinado. Y al inicio del verano boreal de 2021, fuimos testigos de una nueva caída provocada por la prohibición de China a la proliferación de criptomonedas en su propio territorio, a través del mining[1] (que consume mucha electricidad).
Una nueva concepción del hombre
La instalación de las criptomonedas en el panorama cultural conlleva un cambio antropológico que en este artículo queremos esbozar. Si nos liberamos de la concepción restrictiva de los economistas, que reducen la moneda a su triple funcionalidad (unidad de medida, medio de cambio y reserva de valor), entonces nos damos cuenta de que la moneda desempeña el papel de una prenda. Una prenda es un objeto simbólico que recuerda una deuda. El euro que tengo en mi mano o en mi cuenta bancaria es el signo de un compromiso contraído por todos los que algún día tal vez tendrán que corresponder a mi contrapartida bajo la forma de un servicio, de un bien o de otra moneda. Por supuesto, no se trata del reconocimiento de una deuda con una persona, una empresa o una administración; además, esta prenda no tiene un plazo determinado. Pero eso no quita que esta sea la promesa recibida de una comunidad que se compromete a satisfacer, llegado el momento, mis necesidades tal como las percibo. Por eso los antropólogos hablan de la moneda como de una «deuda de vida».
En términos más rigurosos, la moneda es un «crédito vista» frente a una comunidad pagadora. Crédito, porque es el signo de una deuda. Vista, porque puedo reclamar la contrapartida en cualquier momento. Frente a una comunidad, porque puedo dirigirme a cualquier miembro de la comunidad, proveedores de bienes o servicios, o especuladores. Pagadora, porque, al dar esta prenda, me libero de una deuda personal sin que por ello se extinga la deuda de la comunidad. De hecho, el pago en dinero es simplemente la transmisión de una prenda a la comunidad, porque el proveedor que recibe el pago adquiere una prenda, signo de una deuda de la comunidad respecto a él. Además, este acepta la prenda como pago solo si está convencido de que, llegado el momento, la comunidad honrará su deuda. Deuda de vida, entonces, porque la moneda moviliza los bienes y las capacidades de la comunidad, al servicio – y según las preferencias personales – de cada uno de sus miembros.
Así, la antropología que subyace a la moneda como reconocimiento de la deuda de una comunidad hacia cada uno, se funda en una relación asimétrica, en una dependencia. Sin embargo, solo una concepción equivocada de la libertad puede ver en esta dependencia de la comunidad pagadora una alienación. Ni siquiera es necesario recurrir a Spinoza para justificar la libertad como una suma de condiciones aceptadas, basta recordar la naturaleza social y política del ser humano en toda la tradición cristiana.
La dimensión política del ser humano parece desvanecerse con el uso de las criptomonedas, al menos en las que no tienen curso legal. Los creadores de las criptomonedas querían subvertir esta estructura antropológica fundamental, cayendo en la corriente individualista radical de la modernidad contemporánea. La criptografía electrónica de la que nacieron las criptomonedas fue inicialmente, a partir de los años ochenta, el terreno de los cypherpunk (palabra compuesta por los términos en inglés cipher «criptografía» y punk: literalmente, los «anárquicos de la criptografía»). Era el momento en que internet dejaba entrever el peligro de un control de la vida privada por parte de una administración pública tentacular, a la manera de los regímenes totalitarios evocados por la conocida novela de George Orwell 1984.
La tecnología usada por las criptomonedas, la blockchain, al eliminar los denominados «intermediarios fiduciarios» (bancos o plataformas de pago), impulsaba al extremo la tendencia cultural del do it yourself («hágalo usted mismo»). Mediante la blockchain se devalúa la instancia política, rehuyendo las normas decretadas por el coordinador central. Así, el individuo adquiere un margen de libertad. A fines de los noventa se dio un paso fundamental, cuando se descubrió la manera para reemplazar al intermediario fiduciario por un control multipolar distribuido en la web. Pues, en las transferencias digitales, la mayor amenaza al anonimato es el robo de la identidad o, por el contrario, su divulgación, que resulta particularmente fácil cuando se accede a la base de datos central responsable de las conexiones entre participantes. Así sucedió con las cuentas escondidas en paraísos fiscales. Con la blockchain no existe ninguna base de datos central, ningún intermediario que controle la identidad de los participantes y la legalidad de la operación. La realización de la transferencia está garantizada sin intervención humana.
La subjetividad que permite la prenda monetaria se extiende hasta el individualismo con el uso de las criptomonedas. Sin embargo, esta subjetividad individualista no está privada de reglas. La autonomía individual en la que se complacen los apasionados de la ideología moderna también está condicionada. En este punto antropológico las criptomonedas difieren de las monedas legales. Como las fichas del casino o las monedas locales, las cerca de 70 monedas locales, por ejemplo, que circulan en Francia valen un euro. Del mismo modo, la unidad de medida en las asociaciones que practican el trueque entre sus miembros – los sistemas locales de intercambio, como suele llamárselos – presuponen, además del conocimiento de los sujetos que intercambian y una contabilidad precisa, un cierto consenso del valor de los servicios intercambiados. En cambio, en el sistema de las criptomonedas, la identidad de los tenedores de derecho permanece desconocida, hasta el momento en que estos quieran convertir su criptomoneda en monedas legales, dólares, yenes, euros. En ese momento la administración pública está al acecho.
La política al acecho
El espíritu anárquico que presidió la emergencia de las criptomonedas permanece, al menos en una parte de sus usuarios. ¿Quiere decir esto que el sistema carece de cualquier tipo de reglas? No. No es posible imaginar una institución – lenguaje, moneda, mercado – que no tenga un mínimo de organización vinculante; o, para usar la fórmula consagrada por las ciencias sociales, una comunidad – por ectoplasmática que sea la de las criptomonedas – sin sociedad. Incluso una asociación de pescadores artesanales, en la que cada miembro participa o se retira según su propio estado de ánimo, está regida por reglas, procedimientos o costumbres que se imponen. Ninguna interacción individual es posible sin líneas guías que encuadren o limiten las iniciativas de cada uno, y esto es válido tanto para las criptomonedas como para cualquier comunidad.
En la comunidad de la deuda recíproca de las criptomonedas, la organización restrictiva es obvia: es la de los protocolos puestos en marcha por los fundadores, el primero de los cuales fue Satoshi Nakamoto, pseudónimo bajo el que se esconde un grupo de informáticos. Estos científicos informáticos crearon el bitcoin y publicaron su protocolo el 31 de octubre de 2008.
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Cada criptomoneda tiene un modo de organizarse. Algunas anuncian un límite total al número de unidades monetarias que se crearán (21 millones para el bitcoin, de las que cuatro quintos están ya en circulación, lo que explica en parte su atractivo); otras, especifican las condiciones requeridas para modificar el protocolo. Se administran los circuitos electrónicos, se deja libres a los usuarios: es también el ideal del liberalismo económico radical.
Como internet, sin el cual no existirían, las criptomonedas se desarrollan al ritmo del capitalismo liberal, al mismo ritmo del individualismo contractual, su soporte cultural. Cada uno se siente obligado a hacer solo aquello a que se ha comprometido contractualmente – o que le ha sido impuesto –, desconfiando de cualquier interfaz que pueda interferir en su libertad individual. Pero como no se puede pasar de la suma de las voluntades individuales a la voluntad general sin algún tipo de mediación, tampoco se pasa directamente de la suma de los interesas individuales al interés general. De ahí ciertos ajustes que hacen necesaria la intervención de los poderes públicos – como demuestran las reacciones esperadas, pero siempre bastante tardías, en la esfera política – para contrarrestar las derivas observadas en el uso de las criptomonedas, como la del mercado.
Ya existen libertades nocivas que son el corolario de la criptografía (el anonimato tanto del pagador como del destinatario). El anonimato convierte a las criptomonedas en un cómodo medio de pago para transacciones ilegales. Estos abusos han llevado a los estados a regular el uso de las criptomonedas de manera cada vez más invasiva. En el Estado Vaticano rige una prohibición general de «prestación de servicios de emisión, venta, transferencia, custodia, depósito, administración, intercambio, negociación e intermediación de monedas criptografiadas, electrónicas, virtuales o sintéticas» (Ley n. XVII del 8 de octubre de 2013, sobre transparencia, vigilancia e información financiera, art. 5). En Francia, en cambio, la posesión y el uso de criptomonedas es legal. Desde el primero de enero de 2020, se debe declarar cualquier cuenta abierta, vigente o cerrada en una plataforma o a través de un intermediario para el intercambio de «bienes digitales» (la categoría en la que caen las criptomonedas según la clasificación de la administración francesa). Ya en 2014 en la normativa fiscal francesa, bajo el título de «unidades de cuenta virtuales conservadas en un soporte electrónico», las criptomonedas obtenidas en el mercado eran imponibles de acuerdo al esquema progresivo del impuesto a la renta, en la categoría de ganancias comerciales. En 2018, en cambio, la administración las clasificó bajo la categoría de bienes inmuebles incorpóreos, imponibles en base a su plusvalía, como los instrumentos financieros (flat tax de 30%). A partir de la ley financiera de 2019, las criptomonedas volvieron a entrar en la categoría de «bienes digitales», definidas como «cualquier representación digital de un valor que no ha sido emitido o garantizado por un banco central o una autoridad pública; que no está necesariamente vinculada a una moneda de curso legal; y que no tiene el status jurídico de una moneda, pero que es aceptada por personas físicas o jurídicas como medio de cambio y que puede ser transferida, conservada o intercambiada electrónicamente».
Lejos del anonimato soñado por los cypherpunks, en varios países desarrollados, entre ellos Francia, quien posee o utiliza una criptomoneda debe identificarse y declarar todas las transacciones que efectúa, junto a sus ganancias y pérdidas. Los bancos son – como en todas las operaciones financieras – celosos auxiliares de la autoridad monetaria y de los servicios fiscales, en particular mediante el monitoreo de la conversión en moneda legal efectuada en plataformas de intercambio, para identificar, entre otras cosas, el blanqueo de dinero.
Cuestiones internacionales
El marco político de las criptomonedas no afecta solo a criminales y contribuyentes que quieren evadir impuestos. Mientras más aumenta la oferta de criptomonedas en el mundo, mayores son los efectos en los sistemas financieros internacionales: efectos capaces de obstaculizar las políticas monetarias públicas. En 2019, a nivel internacional, el peligro de las criptomonedas fue enfrentado por los ministros de finanza del G7. Entonces se hablaba del proyecto de una criptomoneda lanzada por Facebook: la libra (en latín, «balanza»). En 2019, Facebook y otros colosos de internet – Visa, Mastercard, Paypal, que luego se retiraron del proyecto – manifestaron la intención de emitir esa criptomoneda, destinada a cerca de dos mil millones de potenciales usuarios en el mundo. La libra, anunciada para 2020 pero retrasada sine die, recordaba la libra esterlina, de feliz memoria, la moneda inglesa dominante en el siglo XIX. Pero según sus creadores, se basa en la antigua moneda romana.
En la mente de sus creadores su valor no se basaba en una valoración especulativa del mercado, como los bitcoins y otras criptomonedas de valores erráticos, sino en el promedio ponderado de una cesta de monedas, como los Derechos Especiales de Giro (DEG) del Fondo Monetario Internacional (FMI). Así, se trataría de una moneda ya no para los estados, como los DEG, sino destinada a la población y a las empresas, administrada por un ente privado. Bajo la apariencia de argumentos sobre la evasión fiscal y el financiamiento del terrorismo, la razón oculta de los opositores estadounidenses oficiales era que la libra, en cuanto moneda internacional privada, podía reemplazar al dólar en países golpeados por la dolarización, como sucedió hace un tiempo con Israel, y hoy en Argentina y algunos países africanos (cuando la población abandona la moneda oficial devaluada para utilizar el dólar, más resistente).
La difusión de la libra descansaría en la red electrónica global, como en el caso de las criptomonedas, aunque de manera más regulada. En la era del Big data, en que la información útil proviene masivamente de las estadísticas y mucho menos de diagnósticos individualizados, la ventaja potencial es enorme para los amos del sistema – los GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft) – pero no para los fiscalizadores, ni para los ciudadanos preocupados de preservar su privacidad. En efecto, la privacidad de los datos está polarizando la atención de la sociedad civil e incluso, aunque tardíamente, la de las autoridades públicas. Más aún cuando Facebook acaba de ser condenado por la venta de datos comerciales extraídos de sus usuarios. La monetización de los Big Data es una característica del «capitalismo de la vigilancia», cuya información elaborada estadísticamente tiene un precio en los mercados globales. Información que cada uno alimenta con un gesto – un clic – aparentemente sin valor.
El Ministro de Finanzas francés se opuso rotundamente a la libra. El Secretario del Tesoro de Estados Unidos, por su parte, expresó su «gran preocupación». Si algún día la libra viera la luz, prevemos para las criptomonedas un escenario similar al de internet: junto a las promesas de democracia radical y de libre colaboración universal, internet favoreció muy rápidamente el control burocrático, por un lado, y el dominio de GAFAM, por otro. El predominio es cada vez más aceptado por la población, pues viene adornado con los valores de la modernidad: racionalidad, seguridad y rendimiento. Este escenario posible se basa en la lógica de la economía de redes, en la que el más grande – que a menudo es el primero en llegar – tiene mayores probabilidades de hacerse con la mayor tajada, aunque la calidad de su producto o de sus servicios no sea la mejor.
Se comprende, pues, cómo en el juego monetario mundial los bancos centrales buscan mover sus propias piezas antes de que sea demasiado tarde. Entre los países con economías debilitadas por la geopolítica, las Islas Marshall han abierto el camino. Venezuela lanzó en 2018 una criptomoneda, el petro, indexada al precio del barril de petróleo, para eludir las sanciones de Estados Unidos. Por los mismo motivos, Irán había pensado en 2018 crear una criptomoneda nacional, basada en el bitcoin, para contrarrestar el derrumbe de su divisa nacional golpeada por las políticas del presidente Donald Trump. Turquía busca, igualmente, fortalecer su economía lanzando una criptomoneda nacional.
Además de estos países económicamente debilitados, algunas grandes naciones, junto a China, se están preparando para emitir criptomonedas públicas. En Canadá y Singapur se piensa desarrollar sistemas de pago oficiales en criptomonedas. También el Banco Central del Reino Unido quiere crear una criptomoneda indexada a la divisa británica. Por último, el Banco Central Europeo (BCE), en un Informe del 2 de octubre de 2020, impulsó una consulta dirigida a crear un «euro digital», apoyada en el euro, y por lo tanto menos volátil que las criptomonedas no indexadas. En el verano de 2021 el BCE afirmó que: «Ningún obstáculo técnico fue identificado durante la fase preliminar del test». El BCE quiere pasar a la fase siguiente, es decir, a la instalación de un «proyecto piloto» bianual para crear un euro digital. Se dieron como plazo el año 2025.
Las razones señaladas carecen de originalidad, pero no tienen segundas intenciones: adaptarse a la práctica creciente de los usuarios que favorecen la digitalización de los pagos y al mismo tiempo contrarrestar la multiplicación y el peso creciente de las criptomonedas. En definitiva, una mirada antropológica y política al desarrollo de las criptomonedas daría razón al pensamiento según el cual las leyes y las reglas están siempre a la zaga de las evoluciones técnicas y de los mercados. Pero, ¿cómo saber hoy – a menos que seamos adivinos – lo que solo podremos saber mañana?
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El Mining (término acuñado como metáfora de la extracción minera) es un proceso de naturaleza digital mediante el cual podemos obtener criptomonedas, generadas por la red y distribuidas en línea. ↑