Como es sabido, el nacimiento de Jesús abre el relato de los Evangelios de Mateo y de Lucas, con connotaciones diferentes, vinculadas a los contextos históricos en los que estos tomaron forma. El Antiguo Testamento no da referencias explícitas sobre el acontecimiento, aunque está impregnado por la espera del Mesías, pero una serie de pasajes puede ayudarnos a descubrir el sentido del relato evangélico. Estos, en su conjunto, se centran en el tema bíblico de la venida de Dios para la salvación del pueblo, y atraviesan la liturgia del Adviento en preparación para la solemnidad de Navidad.
El libro más recurrente es el del profeta Isaías, que presenta cuatro oráculos de distinta época y de diversos géneros literarios, pero unidos por una línea de fondo: un castigo angustiante y dramático se cierne sobre el pueblo de Dios, y es de tal gravedad que pareciera que no hay escapatoria. En el momento en que ya no queda ninguna esperanza, llega de improviso la salvación, que supera cualquier experiencia histórica y renueva el gesto creador de Dios al inicio del mundo. La intervención divina se une misteriosamente al nacimiento de un niño cuyo nombre es «Emmanuel», que significa «Dios con nosotros».
«Una virgen dará a luz un hijo…» (Is 7,14)
En el primer oráculo (7, 1-17), Isaías invita al rey Ajaz a pedir un signo. Se trata de un hecho singular, porque normalmente es Dios el que da los signos. En su respuesta, el rey parece discreto y temeroso: «No quiero tentar al Señor» (v. 12), pues pedir un signo implicaría forzar la voluntad divina. En realidad, Ajaz rechaza la oferta porque piensa en un Dios lejano a su vida e indiferente a las necesidades del hombre. Isaías considera esta aparente piedad una actitud hipócrita, porque el rey está a punto de pedir ayuda al poder de Asiria, pues no confía en el Señor. «Si ustedes no creen firmemente, no se mantendrán firmes» (v. 9), afirma el profeta, para decir que solo gracias a la fe el pueblo tendrá vida.
A pesar de la evasión de Ajaz, el Señor no abandona su propósito y manda al rey un signo: el nacimiento de un niño. «La joven está encinta y dará a luz un hijo, que llamará Emmanuel: “Dios con nosotros”» (v. 14). La joven es la esposa del rey, que no ha tenido un hijo todavía. El nacimiento realiza la promesa, asegura la continuidad de la dinastía, ligada al trono de David, y anuncia la salvación. El niño se alimentará de leche y miel, signos de la tierra prometida y de la bendición divina.
En el texto hebreo, la joven (‘almah) es una mujer en edad de casarse. Como tal, es «virgen», y así fue comprendido e interpretado incluso antes de la era cristiana, como registra la versión griega de la Septuaginta («una virgen [parthenos] dará a luz»). El nacimiento del hijo de Ajaz, Ezequías, asegura la continuidad del linaje y encuentra su cumplimiento en las siguientes generaciones, porque Dios es fiel a sus promesas. El heredero de David, el Mesías, será Emmanuel (cfr Mt 1,22-23; 28,20), el Dios con nosotros, que se manifiesta en la historia. Pero lo que el texto destaca es la iniciativa divina, que se despliega a pesar del rechazo y de la resistencia del rey. Nada puede detener el proyecto salvífico de Dios y la eficacia de su presencia en medio de los hombres.
Emmanuel, presagio de salvación
En el segundo texto (Is 8,1-15) vuelve a aparecer el nombre de «Emmanuel». Primero en un oráculo condenatorio, motivado por la arrogancia de Rasín, rey de Damasco, y del hijo de Romelías, rey de Israel, que quieren conquistar Jerusalén. Pero la amenaza de condena desemboca en un oráculo de liberación: habrá una invasión dramática y merecida, pero los proyectos de los invasores fracasarán, porque el nombre del niño – Emmanuel – es presagio de salvación (vv. 8.10).
El tercer oráculo (8,23 – 9,6) evoca los anteriores a través del nombre del niño. Aunque no se explicita el sujeto, la forma pasiva del verbo indica que el don del niño viene de Dios. La profecía alude a un tiempo de oscuridad, tinieblas y sufrimiento: el rey asirio ha sembrado el terror en el Reino del Norte, en la tierra de Zabulón y de Neftalí, a lo largo del camino del mar. Ahora la opresión ha terminado y la guerra llegó a su fin. Isaías anuncia: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz» (v. 1); y explica la razón: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (v. 5). La luz trae alegría y esperanza, y los nombres del niño anuncian un poder real: «Consejero de obras maravillosas, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (v. 5). Apelativos que dan sentido y espesor al nombre «Emmanuel» y abren un horizonte infinito, en el que la promesa hecha a David se cumple en proporciones ilimitadas en la paz que no tendrá fin «sobre el trono de David y sobre su reino» (v. 6). El nacimiento de un niño prepara, así, un futuro grandioso y expresa los rasgos y el carácter del obrar divino en la historia de los hombres: Dios escoge lo que es débil, lo pobre, lo que no cuenta, para revelar su poder (cfr 1 Cor 1,27-28).
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El oráculo es claramente mesiánico y afirma que el futuro Mesías no es un simple mensajero divino, sino que participa de la naturaleza misma de Dios. Se trata de uno de los raros textos del Antiguo Testamento en los que la Palabra de Dios se expresa con discreción y con gran sobriedad sobre un tema nuevo y al mismo tiempo delicadísimo, por el riguroso monoteísmo que lo caracteriza. Sin embargo, misteriosamente, es una alusión a la naturaleza divina del que viene a liberar al pueblo: es el «Dios fuerte».
Para nosotros, la profecía adquiere hoy su pleno significado en Cristo, mientras que en el Antiguo Testamento solo da voz a una esperanza y a una tensión hacia el futuro. No es casualidad que los exégetas judíos asignen los primeros tres títulos a Dios y el cuarto – Príncipe de la paz – al Mesías. Los antiguos cristianos, en cambio, siempre aplicaron los títulos a Cristo y los explicaron de la manera más simple. San Bernardo escribe: el Mesías es «admirable en el nacimiento, consejero en la predicación, Dios en el perdón, fuerte en la pasión, padre de la era futura en la resurrección, príncipe de la paz en la felicidad eterna».
El reino glorioso del Mesías
El cuarto oráculo (Is 11,1-13) integra el anterior y profetiza que «saldrá un brote del tronco de Jesé […]. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría, y discernimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y temor del Señor» (vv. 1-2). Jesé es el padre de David, y su dinastía, que ahora está siendo humillada por la prepotencia de Asiria, parece un tronco roto. Pero de este tronco nacerá un brote real: es un retoño y evoca algo delicado, tierno, frágil, y es al mismo tiempo la vara, es decir, el cetro del rey. Él tendrá el Espíritu de Dios, y, con este, cuatro atributos (sabiduría, discernimiento, consejo y fortaleza) que dibujan la imagen de Dios, mientras los últimos dos (conocimiento y temor) lo alzan como modelo de los hombres. Su obra se manifestará en la salvación, sobre todo a favor de los oprimidos y de los pobres. Sus marcas distintivas serán la justicia y la fidelidad, y llevará la paz a los hombres. Él «no sentenciará por apariencias ni decidirá por los rumores que oiga. Juzgará con justicia a los pobres y sentenciará con rectitud a los desamparados del país» (v. 3-4). Se trata, pues, de un rey mesiánico: lleva en el corazón a los pobres y a los abandonados, a los que – oprimidos y humillados – se reconocen necesitados de ser liberados. La obra del Mesías es descrita con términos sugerentes: «El lobo habitará con el cordero, la pantera descansará junto al cabrito, el ternero y el león comerán juntos […]. El niño de pecho jugará junto al escondite de la serpiente» (v. 6-8). Es la nueva creación de una humanidad reconciliada consigo misma y con el mundo que la rodea, en la que incluso los animales y la naturaleza sarán pacificados con el hombre, es casi un nuevo paraíso.
El Mesías inaugurará este reino glorioso, y el retoño de Jesé se alzará como una «bandera para todos los pueblos», porque «todo el país estará lleno del conocimiento del Señor, así como las aguas llenan el mar» (vv. 9-10). El oráculo tiene realmente una inspiración universal, se refiere a todos los pueblos de la tierra, dando alegría y esperanza para un mundo renovado.
La encarnación: Jesús asume nuestra carne y la redime amándola
La historia del Antiguo Testamento es retomada por el Nuevo en las dos genealogías de Jesús, en Mateo (1, 1-18) y en Lucas (3, 23-38).
Mateo, a partir de la genealogía, da título a todo el Evangelio (literalmente: Libro de la génesis de Jesucristo). Esta parte de Abraham, para llegar, a través de David, a Jesús. De esta forma, su «génesis» es divina y humana, porque Jesús es hijo de su pueblo según la carne e hijo de Dios según el Espíritu (1, 18-25): en él se cumple la bendición de Abraham. Mateo insiste desde la primera página en el cumplimiento de las Escrituras en el Señor Jesús, culminación del plan divino del pueblo de Israel en una perspectiva clara: Dios entra en la historia del hombre y el hombre en la vida de Dios.
La genealogía de Lucas, ubicada al inicio de la predicación evangélica de Jesús e inmediatamente después del bautismo, está construida, en cambio, hacia atrás, pues empieza con José, esposo de María, y remonta hasta Adán, «hijo de Dios». Así, Lucas universaliza el nacimiento de Jesús: «Cristo es de todos». Su ubicación después del bautismo da una clave de lectura: Jesús se pone en la fila y se mezcla con los que se reconocen pecadores y necesitados de conversión. Sobre sus hombros que se sumergen en el agua bautismal reposa el peso de todas las generaciones que lo precedieron; el que no ha pecado se hace pecador, toma sobre sí las maldiciones de la culpa, en un gesto de amor y de solidaridad. La genealogía, para los hombres de la Biblia, corresponde a lo que para nosotros es el documento de identidad: registra quien es la persona, de quien es hijo, cuál es su familia, cuáles son sus antepasados.
¿Qué significan estas genealogías? En primer lugar, revelan que el proyecto de salvación de Dios no es algo improvisado: detrás del plan divino hay una historia que se prepara desde hace siglos, hecha de hombres y mujeres, acontecimientos y esperanzas, expectativas y derrotas. Dios prepara la venida del Mesías y Jesús nace en la plenitud de los tiempos.
Hay un hecho que llama la atención en la genealogía de Mateo: ella está formada por una historia humana desconcertante, de infidelidades y pecado, fracasos y miserias, pobreza y sufrimientos, prostitución y traiciones, ambigüedad y compromiso. Todos los personajes, desde Abraham en adelante, llevan consigo una historia pesada.
Y las mujeres no están exentas. Tamar es culpable de incesto, ya que, para convertirse en madre en Israel, se prostituye con el suegro Judá; Raab, la cananea que salva a los espías hebreos, es la prostituta de Jericó; Betsabé, la mujer de Urías el hitita, está involucrada en el adulterio de David; Rut es moabita, una extranjera, y por tanto es mal vista por los hebreos. Son las mujeres del escándalo. Se trata, pues, de una serie de historias que no tienen nada de bueno y que no permiten esperar nada muy distinto del futuro.
María es el punto de llegada, y desde ella la historia se iluminará con el nacimiento de Jesús. El Salvador, paradójicamente, nace en esta humanidad pecadora, se encarna en esta descendencia y la hace suya, convirtiéndose en hombre. Y aunque es una historia marcada dramáticamente por el pecado, acepta nacer y asumir esa carne. La toma, la acoge, la hace suya, la ama y, amándola, la redime. Porque solo se puede redimir lo que se ama de verdad.
La genealogía de Jesús, su identidad, es la esperanza de nuestra salvación: porque el Mesías, Emmanuel, el Dios con nosotros, nace en nuestra misma historia y se hace en todo semejante a nosotros, incluso en nuestra carne pecadora, y lo hace con un gesto de infinito amor y solidaridad.
La novedad absoluta
De esta forma, el misterio de la Navidad aparece en toda su verdad y con toda su luz. La absoluta novedad reside en el hecho de que es una iniciativa que viene solo de Dios, que en Jesús se rebaja hasta el extremo, apropiándose de todos los acontecimientos, las penas y los fracasos del hombre. El Señor Jesús, que es Dios, se hace nada y se convierte en uno de nosotros para estar cerca en la vida de los hombres: no solo en las alegrías y los éxitos, sino ante todo en el abatimiento, los sufrimientos y los dramas, para dar la salvación no como algo que viene de lo alto, sino como signo de verdadera comunión y fraternidad.
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Este es, pues, el significado cristiano de la Navidad: Jesús se hace pequeño y pobre, y desde su pobreza interviene en la historia, cada vez de manera más visible y dramática. De modo que la pobreza, el ser «nada» y el no contar para «nada», se vuelven el terreno común en el que Dios y el hombre se encuentran efectivamente; y se encuentran de manera más veraz cuanto más radical es la pobreza. El que no es nadie y no pretende ser alguien, el que no tiene nada suyo que aportar, el que no reivindica para sí lo que es puro don, recibido gratuitamente por iniciativa de Dios, este se encuentra en una situación privilegiada para acoger y vivir la Navidad del Señor.
Jesús nace pobre, porque todos los hombres son pobres; nace en una cueva, para estar cerca de quien no tiene una casa ni un lugar digno en el cual refugiarse; nace en la humillación, porque todos los hombres sufren humillaciones que los hieren; nace solo, porque la soledad carcome el corazón de las personas; nace en una situación precaria, porque no hay lugar para él en el hospedaje; se lo acomoda en un pesebre, porque falta una cuna; nace necesitado de cuidados, como todos los niños que se abren a la vida, para estar al lado del hombre necesitado; nace infante (in-fans, que no sabe hablar), para estar cerca de quienes no tiene derecho a la palabra; nace hijo de María, porque también nosotros podemos tenerla como madre; nace hijo «legal» de José, para hacernos entender que el verdadero padre es el que ama y lleva en el corazón a sus hijos.
Jesús nace también como peregrino y extranjero, pues sus padres vienen de Nazaret; nace en la periferia de Belén, lejos del centro habitado, adonde van los animales a refugiarse cuando llueve. Aunque el Mesías es, en la historia, la esperanza de Israel, Jesús parece ser el «esperado inesperado», pues en su «nacimiento», las expectativas de los hombres apuntan a otro lado: se espera un Mesías victorioso, glorioso, fuerte, capaz de liberar al pueblo de la opresión romana. Pero a Belén ese día, la primera «navidad» de la historia, los descendientes de David, los notables del templo, los doctores y los escribas no acuden. Solo los pastores, tras el mensaje del ángel, llegan a ver el signo luminoso que les fue dado: «¡No teman, porque les anuncio una buena noticia que será una gran alegría para todo el pueblo! Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esta será la señal para ustedes: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 10-12).
La verdad de la Navidad, en una reflexión más madura, es tal vez lo opuesto de lo que generalmente se piensa: no somos nosotros los que esperamos al Señor, es más bien Él quien nos espera a nosotros.
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