Pastoral

La fe en el tiempo de la COVID-19

Reflexiones eclesiales y pastorales

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«Mirad que realizo algo nuevo; […] abriré un camino en el desierto» (Is 43,19). Este texto de Isaías me parece la clave apropiada para iniciar una conversación. Pienso que es vital, aunque no fácil, hablar entre nosotros y a la gente con palabras de Dios para que nuestra voz no se pierda en medio de un coro desordenado. Estoy persuadido de que lo que está sucediendo, y que a algunos les parece el avance de la ruina, es, por el contrario, el comienzo de un nuevo éxodo: ¡nada será como antes!

En estos días he salido varias veces para visitar a los sacerdotes que prestan su servicio en las parroquias. Todavía no he llegado a todos, pero me propongo completar la gira en los próximos días. Encontrar siempre a todos presentes, y a muchos en oración en sus iglesias desiertas, me ha ensanchado el corazón.

Lo que está sucediendo nos lleva de nuevo a dar más espacio a un aspecto de nuestro ministerio que siempre ha estado presente, pero que, tal vez, hoy vivimos con una conciencia renovada: orar e interceder por el pueblo que nos ha sido confiado. En especial por las condiciones en que nos encontramos, esto se presenta como el ministerio más valioso, el primero y fundamental, del cual extraen su fuerza todos los demás. Las circunstancias nos impulsan a regresar al lugar que nos corresponde, prefiriendo a todo lo demás la oración y el anuncio de la Buena Nueva (cfr Hch 6,4). A la gente le agrada encontrarnos en el lugar que más naturalmente asocia a nuestro ministerio, disponibles y dispuestos. Vale sobre todo para aquellos que sienten la necesidad de arrojar a Dios toda su preocupación (cfr 1 Pe 5,7). Entiéndase bien: no pienso que debamos abandonar las otras formas de servicio que el Señor nos sugiere a través de las ocasiones cotidianas, pero encontrar al sacerdote en la iglesia orando e intercediendo ciertamente les devuelve a todos la conciencia de su ministerio más específico, al que todos están siempre invitados a unirse, pero que él no puede delegar.

Hay preguntas…

En estos días, entre compromisos rutinarios menores y nuevos desafíos que absorben de diversas maneras, la reflexión no puede no encontrar espacios nuevos y necesarios… Por mi parte, me estoy interrogando desde hace tiempo sobre las preguntas suscitadas por lo que estamos viviendo y que han involucrado al país y a la Iglesia, barriendo de un golpe con programas articulados y metiéndonos frente a interrogantes que no estábamos habituados a afrontar. Solemos hacerle preguntas a Dios con la (no tan) secreta pretensión de que él responda puntualmente y de manera clara. Hoy es él quien, a través de la crónica, nos pregunta de forma exigente, más aún, dramática. Estas preguntas de Dios nos llegan de manera directa y violenta a través de la percepción del peligro inminente y del miedo que sutilmente se insinúa y nos agita. Es el miedo a enfermar y a no encontrar ayuda, a ser secuestrados en una unidad de cuidados intensivos… y el miedo a morir

Hemos proscrito de nuestra cultura el dolor y la muerte

Hay mucha gente con algún familiar en el hospital o en cuarentena en casa. Muchos han tenido que enfrentar el duelo por un ser querido. Todos nosotros, que hemos crecido en una cultura que ha proscrito el dolor y la muerte, nos encontramos confrontados de pronto con la fragilidad y la impotencia frente al drama que cada uno deberá interpretar como protagonista. La imposibilidad de encontrar un refugio seguro de un enemigo invisible, la ansiedad, el miedo, son los modos en los que cobra forma el dolor que sacude el alma y la mente, para tornarse en rabia o en resignación inmóvil, desesperada, si no logra fluir hacia el cauce de la caridad. El Señor nos ha colocado de nuevo sin muchas consideraciones ante la muerte, el acontecimiento supremo e insostenible que solamente la perspectiva de la Pascua permite afrontar. El miedo a la muerte está en el origen del mal que envenena la vida; es la fuerza malvada que lleva al hombre a aceptar la limitación de la libertad y hasta la renuncia a ella. La fe en una vida que continúa más allá del umbral fatal es el fundamento de la esperanza, de la valentía, del perdón; la vida que será dada y será plena es la meta a alcanzar, el tesoro precioso por el cual se encuentra la capacidad de soportarlo todo: la fe en la resurrección es la fuerza creadora que da vida a una sociedad nueva y más justa. Es por esa fe que Pablo pudo repetir las desafiantes palabras utilizadas antes por los profetas: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1 Cor 15,54-55).

De hecho, es la presencia inminente de la muerte la que impulsa a la búsqueda de una salvación. Por tanto, el Señor está enfocando un tema que habíamos descuidado. Porque, hoy, hablar de resurrección y de vida eterna puede resultar embarazoso. Sin embargo, es preciso volver a hablar de ellas sin temores, aunque habrá, como en Atenas, quienes a causa de ello se marchen sacudiendo la cabeza (cfr Hch 17,4).

La loca sabiduría

No me parece que este sea el tiempo de exhortaciones que se hagan eco del «amémonos», por útiles que sean. La verdadera caridad, que es deber de todos y especialmente de quienes más advierten la gravedad de la situación, no tiene nada que ver con sonrisas empalagosas, caricias afectadas, palmaditas en la espalda y sopas calientes. El mundo espera de la Iglesia algo muy distinto que los primeros auxilios de la limosna: espera razones que ayuden a aceptar y a vivir con madurez lo que está sucediendo, tiene necesidad urgente de motivos serios para esperar, necesita a alguien que sea capaz de abrirle horizontes distintos y verdaderos, porque el telón de fondo sobre el que se han proyectado durante años los delirios de grandeza de esta era nuestra ha sido arrancado de repente y ha desvelado una angustiante oscuridad.

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Es tiempo de que la Iglesia deje de alimentar los dulzones sentimentalismos que hacen insoportable gran parte de nuestra predicación, para decirle finalmente al mundo cosas serias. A quienes hoy, confundidos por lo que sucede, buscan «la» buena razón para vivir y para morir, la Iglesia debe repetirles incansablemente que pueden encontrarla en la muerte y resurrección de Jesús.

En el Antiguo Testamento la historia se interpretaba sobre la base de la doctrina de la retribución. Los acontecimientos naturales, las catástrofes y las guerras, como todo otro acontecimiento adverso, eran atribuidos a la voluntad punitiva de Dios, y el pueblo, al igual que los individuos, debía buscar en su propia vida y en la de su familia la razón de la desgracia. Esta clave interpretativa permitía conferir un orden a las cosas, reconocer responsabilidades precisas, aceptando humildemente el castigo purificador y, finalmente, invertir el camino regresando al Señor. En esta perspectiva, las pruebas del éxodo, las derrotas, la destrucción de Jerusalén y la pérdida de la tierra podían comprenderse como manifestación de la justicia y de la misericordia de Dios.

Este modo de argumentar —por lo demás, tan instintivo— contrasta con la imagen de un Dios al que solamente sabemos concebir como misericordioso en su infinita paciencia, y raras veces en las pruebas con las cuales somos purificados. Destruido el templo y en la imposibilidad de inmolar sacrificios, el pueblo de Dios redescubre la palabra y comienza a leerla, a estudiarla… a escucharla y a oír en ella el susurro de un Dios que ama: «Escucha, Israel…». El Esposo, después de los días de la ira, muestra de nuevo su rostro a la esposa reconquistada, la lleva al desierto para hablarle al corazón (cfr Os 2) y la consuela.

Cuando, según los libros de los Macabeos, Antíoco Epífanes da muerte a los que se negaban a inmolar a los ídolos, Israel se encuentra frente a un problema dramático y se pregunta: si Dios no protege su vida, ¿qué puede hacer el justo? (cfr Sal 10,3). ¿Es que tienen razón los impíos, que se burlan de él preguntando dónde está tu Dios? (cfr Sal 41,4). Es entonces cuando la Sabiduría de Israel descubre y desarrolla la doctrina de la supervivencia del alma, o sea, de una vida que continúa más allá del tiempo. En efecto, Dios no puede permitir que perezca el que ha permanecido fiel a su alianza. La fidelidad del Señor a menudo escapa a los ojos del hombre, pero «aparece» ante la mirada de la fe. En el tiempo de Dios se le hace justicia al justo y al impío se le desvela el horror de su culpa. Entonces, la muerte puede entristecer, pero no tiene el poder de hacer desesperar a quien confía en él.

La Biblia se pregunta por el dolor inocente: el libro de Job es una reflexión sobre el misterio del mal que afecta al justo. En ese drama, la respuesta tradicional, apoyada por los amigos que quisieran consolar a Job llevándolo a reconocer una culpa inexistente, no se sostiene. Hay un momento en el que Dios, que permanece alejado y en silencio, le parece un enemigo a Job, que insiste en declarar su inocencia: efectivamente, Dios no lo defendió en la desventura ni lo sostuvo ante las acusaciones de los amigos. Solo al final aparecerá en escena el Señor y tomará la palabra. No responderá a las preguntas de Job, sino que lo colocará ante el misterio de la Sabiduría creadora. Llegado al fondo de la desventura, condenado también por los que habían ido a consolarlo y que, por el contrario, terminan juzgándolo como arrogante al verlo resuelto en la protesta de su inocencia, Job está finalmente solo delante de Dios.

La escena está como suspendida en un silencio insondable: un pequeño ser de polvo y ceniza está delante de la majestad terrible y fascinante del Señor. La consideración final de Job es sorprendente: «Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). Dios no le ha revelado el misterio del mal, pero Job, a través de todo lo que ha soportado, ha llegado al fondo de la miseria, a la verdad profunda de su condición de criatura, a aquel punto —el único— desde el cual un ser humano puede fijar la mirada en el misterio inefable del Padre y reencontrarse perdiéndose en él.

En el drama que ha trastocado todas las cosas y que ha barrido con sus seres más queridos, Dios se manifestó a Job como aquel que, a pesar de lo que parece, tiene firmemente en sus manos la vida de su siervo. Hoy más que nunca debemos saber proponer la sapientia crucis a quienes están escandalizados por el dolor y por la muerte. Ofrecer al mundo esta sabiduría es misericordia que levanta del polvo y apaga la sed del alma: Dios habita en el desierto.

El Señor nos pide que aprendamos a pensar de una manera nueva

Nos encontramos frente a una situación para nosotros nueva e inesperada que obliga a madurar y a estructurar una manera diferente de pensar, a asumir actitudes nuevas, a buscar caminos nuevos para servir al pueblo de Dios. El Señor habla en la historia y nos pide acoger con confianza su voluntad, que se manifiesta ante todo en la evidencia de los hechos. Pero pasa también a través de la ley positiva promulgada por las autoridades legítimas. Jesús obedeció al proyecto del Padre sometiéndose concretamente a la legítima autoridad de su pueblo y a la abusiva autoridad del Imperio. Hoy más que nunca profesamos que Dios no renuncia a su plan de restaurar en Cristo todas las cosas y que lo hace a través de una regeneración que pasa siempre por el misterio de la Pascua. Por eso, Pablo, en su carta a los Corintios, va directo al grano: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado» (1 Cor 2,2). Es tiempo de que hagamos nuestras esas palabras: quedamente, porque son pesadas, pero sin hacerles quita alguna.

Vestir la debilidad de Cristo

Hemos sido llevados por el Espíritu a vestirnos de la debilidad de Cristo para que pueda aparecer con claridad que aquello que hay de bueno en ella proviene de él. Debe llevar a la reflexión el hecho de que las circunstancias nos hayan «reducido» —por decirlo así— a los sacerdotes a un silencio temporal: todos los que formamos el pueblo de Dios —pastores y fieles— estamos invitados a escuchar al Señor, que quiere hablarnos al corazón haciéndonos pasar a través de una experiencia que espera ser iluminada por su palabra. Esto es lo que la gente tiene derecho a esperar de nosotros. Es aquí donde podremos y deberemos recuperar plenamente nuestra tarea de humildes repetidores del único Maestro: ayudando a los pequeños a «encender» la luz de las Escrituras para captar aquello que el Señor está diciendo a las Iglesias y, por lo que a nosotros respecta, a la Iglesia peregrina en Babilonia (el nombre con el cual el Apocalipsis indica la ciudad de Roma, cfr Ap 17,5).

La experiencia que compartimos con el pueblo que nos ha sido confiado conduce de nuevo a las raíces de la vida y del evangelio: así como no nos hemos dado la vida a nosotros mismos, del mismo modo tampoco podemos darnos la salvación. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial esta es, tal vez, la primera vez que la nación entera se percibe sometida a una amenaza que podría ser fatal. Además, nuestro país mira con preocupación las consecuencias en el plano económico. Seguramente habrá muchas cosas que deberán cambiar, comenzando por el modo de pensar la vida y las relaciones. El asombro por la vida y la salud preservada, aun no teniendo mérito alguno en comparación con quienes habrán sido víctimas del virus, debería impulsar a una verdadera conversión. San Ignacio, al final del camino de la primera semana de los ejercicios espirituales, invita al ejercitante, finalmente consciente de la benevolencia de Dios, a colocarse ante el Crucifijo y a abandonarse: ¿qué puedo hacer por ti, que has hecho tanto por mí? (cfr Ejercicios espirituales, n. 53). Hay que ayudar a cada persona a vivir intensamente esta experiencia de peligro y de salvación: ser salvado es un don.

Para estimular una reflexión: el fracaso de la empresa

«[Los hombres] dijeron: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra”» (Gn 11,4). Según el relato bíblico, los hombres están representados de manera muy semejante a los israelitas cuando eran esclavos en Egipto. Aquí fabrican ladrillos para construir la torre: no se los ha obligado, como a los hijos de Abrahán, sino que lo deciden por su cuenta. El proyecto para el cual trabajan tiene que ver con la construcción de una torre para «hacerse un nombre», es decir, para darse la estabilidad propia de un sistema bien articulado y eficiente. Estos hombres hablan la misma lengua y concuerdan en un proyecto. Se intuye que no se trata de un pueblo, sino de una masa: la diversidad ha desaparecido a favor de la uniformidad. La unidad para sentirse seguros se busca en la homologación, no en la comunión. Con la caída de la torre los hombres son llevados al límite estructural de la condición humana, pero también a las originalidades subjetivas. Al perder la unidad obtenida a costa de la sumisión a una única cultura (lengua/proyecto), pueden recuperar sus diferencias y riquezas y el espacio de la libertad. Los hombres podrán reencontrar la seguridad no en la sumisión, sino en la alianza entre ellos.

Para la civilización occidental, el progreso científico ha tenido y seguirá teniendo un papel de primer orden. En él ha puesto su máxima confianza, haciendo de las certezas alcanzadas con la investigación casi dogmas a los que confiar la propia suerte. El que respira esta cultura no piensa que nunca estará en nuestro poder el agregar un solo día a nuestra vida (cfr Mt 6,27).

Por eso, en momentos como el que estamos viviendo se ponen en evidencia las grietas de la torre que orgullosamente se levanta para tocar el cielo. Los sistemas políticos y económicos que regulan la vida de las naciones y que parecían garantes seguros del bienestar conquistado están ya duramente sacudidos y deben admitir su dificultad (¿o incapacidad?) de resistir. Vemos que también la cultura de los derechos —reales o presuntos— cede sin discutir a cambio de seguridades que hoy parecen más urgentes. Un virus invisible, nacido quién sabe dónde, ha superado todas las defensas y se propaga perturbándolo todo: avanza en silencio golpeando el alma de la comunidad: siembra sospechas y los hermanos se miran con dolor, temiendo que la amenaza potencialmente letal venta de la propia sangre; los amigos están divididos por el miedo de que en las relaciones más queridas se esconda una mordedura venenosa. El virus ha afectado las relaciones entre las personas.

Se está produciendo —y nos daremos cuenta de ello cuando la emergencia haya pasado— una masiva obra de demolición de las certezas que hasta aquí habíamos acumulado. Estamos asistiendo a la preparación de un nuevo comienzo en el que muchas cosas serán puestas nuevamente en discusión. Aparece la vanidad del «nombre» que el hombre quería hacerse construyendo la torre. En efecto, el nombre es don de Dios (cfr Ap 2,17; Is 65,15) y será aquel con el cual él llamará a la vida eterna a los amigos del Hijo. Lo mismo la ciudad: él edificará la ciudad de cimientos sólidos para el pueblo fiel (cfr Heb 11,10; Ap 11); no habrá torre ni templo, porque el Todopoderoso y el Cordero son su templo (cfr Ap 21,22).

Entonces, para poder entendernos habrá que encontrar un lenguaje común, más aún, un lenguaje nuevo que permita comunicarse en la verdad y decir sin fingimientos lo que verdaderamente se vive, y volver a entenderse como personas que comparten la misma historia. La Iglesia conoce bien este lenguaje, porque se lo ha enseñado el Espíritu: más aún, ese lenguaje es el Espíritu mismo, infundido en los corazones, el amor, que «es paciente, es benigno; […] no tiene envidia, no presume, no se engríe; […] no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad…» (1 Cor 13,4-6). Esta es la lengua que cada uno está invitado a balbucear de inmediato, en espera de que resuene en el canto de un pueblo.

En la prueba se desvelan los pensamientos de los corazones

Vivir en lugares estrechos —experiencia de tantas familias—, concebidos para dormir más que para vivir en ellos, pone al desnudo los sentimientos de los corazones, mostrando, entre otras cosas, si la familia es solamente una sociedad de ayuda mutua o, por el contrario, un lugar único en el que cada uno puede sentirse acogido y amado por lo que es. Si verdaderamente nos queremos, se puede vivir también en la estrechez, aunque sea con (mucho) esfuerzo. Pero si no hay amor, el espacio compartido puede ser una prisión insoportable.

Entonces, las circunstancias que nos están impuestas son verdaderamente una llamada exigente e impostergable a una conversión radical: cada uno, si quiere vivir sereno, debe decidir poner de su parte y hacerse prójimo, hermano, compañero en la misma suerte y, finalmente, amigo, porque son las dificultades vividas en común las que hacen nacer y alimentan las amistades: de ello saben algo los esposos. Se descubre que los buenos sentimientos no salen siempre de forma espontánea ni duran mucho tiempo con la misma intensidad, sino que necesitan ser alimentados continuamente, pues de otro modo mueren. La casa nos propone en estos días a cada uno de nosotros una experiencia de vida que, tal vez, podrá resultar difícil. Para todos será una novedad estar tanto tiempo juntos: será seguramente una formidable escuela de humanidad. Se verá con qué resultados.

La prueba purifica la fe

Repetirse que todo irá bien —como se hace con los niños asustados— se ha convertido en un rito para exorcizar el temor de que, por el contrario, todo pueda ir mal… Un temor que, al final, denuncia una desconfianza radical que también afecta a Dios. Pero ese Dios, que a nuestro parecer debería hacer exactamente lo que se esperaría de él, o sea, derrotar el mal en un instante, no existe: es una figura construida por nuestras necesidades y se asemeja mucho al padre que tranquiliza al niño asustado que grita contra la oscuridad. La realidad nos está poniendo frente al Dios verdadero, que escucha el grito de Israel y hace oír su voz a Moisés, que impulsa al pueblo a ponerse en camino y abre el mar a su paso. Pero, en el fondo, este Dios no gusta, porque obliga al que quiere conocerlo de verdad a marcharse al desierto, donde, seguramente, no se cuenta con la comida de Egipto y donde el agua es escasa. Donde, enfrentando la prueba, se convertirá en adulto.

«¡Qué solitaria se encuentra la ciudad populosa!» (Lam 1,1)

«¡Qué solitaria se encuentra la ciudad populosa!» (Lam 1,1). Estas palabras del libro de las Lamentaciones me venían a la mente frente a las imágenes de nuestro obispo Francisco en la vía del Corso en la tarde del 15 de marzo. En estos días, el centro de Roma se presenta envuelto en el esplendor de las luces de la primavera, pero desolado y espectral.

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Muchos lamentan que entre las restricciones impuestas por la situación presente esté también la clausura de las iglesias. Por una parte, están los que argumentan a favor de la decisión con las exigencias de la salud pública. Por la otra, quienes reivindican la libre práctica del culto. Y no faltan quienes dicen que, aunque a la iglesia no va nadie porque a todos se les ha pedido limitar drásticamente los movimientos, la iglesia abierta es un signo de esperanza. Todas razones dignas de respeto. Pero hay que reflexionar sin impulsos emocionales y reconocer que la situación que las autoridades están llamadas a gobernar es de una complejidad nunca vista, de la cual solo podemos captar algunas evidencias, del mismo modo que es preciso reconocer que, aunque el Estado no imponga la clausura de los lugares de culto y de las actividades pastorales, se espera de los pastores aquel sentido de responsabilidad que cada uno debe tener hacia los propios fieles. (Por pastores entiendo aquí principal y específicamente a los obispos, que son los primeros que deben responder ante Dios por el pueblo que les ha sido confiado y a los que los sacerdotes debemos otorgar una confianza sincera.)

Hay que reconocer que no corresponde a la Iglesia, sino al Estado, legislar sobre la salud pública. Frente a un problema de cuya gravedad no todos están aún plenamente convencidos, este es —y solamente este— el plano en el que se deben asumir decisiones sobre el acceso a los lugares de culto, sin invocar principios que tienen mucho de ideológico. En un tiempo de emergencia como el presente, la fe y la devoción deben encontrar caminos nuevos. La iglesia abierta podrá ser también un signo de consuelo, pero si de «signo» se trata, basta que esté abierta la catedral, que es la iglesia madre de la comunidad diocesana. Por último, cómo no recordar lo que sugiere el evangelio del tercer domingo de Cuaresma (año A): «Se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. […] Se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad» (Jn 4,21.23).

Las iglesias son importantes, pero, al final, solamente son instrumentos que esperamos poder volver a ver pronto animados por las comunidades en fiesta. La Iglesia verdadera, la que está hecha de seres humanos que dan gracias a Dios, puede vivir también sin iglesias, como sucedió en los primeros siglos y como sucede ahora en muchas partes del mundo.

Aquí es necesario plantearnos con honestidad y mucho respeto una pregunta de no poca importancia para nosotros, los pastores: si la protesta, incluso vehemente, contra la clausura de las iglesias está animada por la fe o, más bien, por una religiosidad que hay que purificar.

El ayuno eucarístico

¡Es importante no dejarse capturar por el falso celo! Este tiempo nos impone un ayuno eucarístico que para nosotros constituye una novedad, mientras que, lamentablemente, es una triste necesidad en muchas regiones del mundo donde faltan sacerdotes o no se dan las condiciones para celebrar la misa. Estamos asistiendo a una «demanda de eucaristía» que puede resultarnos consoladora (la CEI emanó oportunamente útiles indicaciones al respecto). Casi siempre, dicha demanda expresa un deseo que es fruto de una vida espiritual intensa. Pero la actitud de algunos, aunque sea de buena fe, nos hace comprender que hay aspectos importantes que poner en el centro.

En la petición demasiado insistente de eucaristía a menudo se encuentra una fe sincera… pero no madura. Se olvida que la salvación viene de la fe y no de las obras, aunque sean santas, por lo que se deposita la confianza en las buenas prácticas sin confiar en Dios, hasta el punto de estimar más los dones de Dios que a Dios mismo. Como hacen los niños, uno se aferra ávidamente al regalo sin escuchar las palabras amorosas de quien lo entrega. Uno se concentra más en el propio grito que en el rostro de aquel que se inclina para escucharlo. Esto nos dice que hay un gran trabajo por hacer para ayudar a los fieles a captar el sentido y la profundidad del misterio eucarístico, y que se pueden esperar grandes frutos de una catequesis bien hecha. Pero mientras tanto hay que recordarles a todos que el Señor está realmente presente con su Espíritu en medio de aquellos que están reunidos en su nombre; está presente en la palabra y sigue «alimentando» realmente a quienes la leen y la meditan; el Señor vivo se hace cercano en el pobre y en los necesitados. El Señor está en el deseo mismo de los sacramentos. Pero sobre todo tiene su morada en aquel que observa sus mandamientos y comparte sus sentimientos, sin los cuales tampoco la comunión frecuente puede dar frutos de vida eterna.

Para nosotros, los sacerdotes: hemos sido configurados a Cristo sacerdote

En cuanto a nosotros, los sacerdotes, las palabras «haced esto en memoria mía» nos comprometen de una forma totalmente particular. Gracias a la imposición de las manos que nos ha configurado a Cristo sacerdote, es en nuestra misma persona donde se manifiesta Cristo pastor, que conoce a sus ovejas una por una y cuida de ellas. En este sentido somos constituidos en epifanía y verdadero sacramento de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Por eso, mientras celebramos el Memorial nos comprometemos nosotros mismos y comprometemos todos nuestros recursos. Nuestra presencia se hace portadora de su gracia, nuestra oración se une a la oración de Cristo sacerdote para que el Padre, acordándose del amor de su Hijo, sea misericordioso con su pueblo. Probablemente, hoy nuestro modo de estar en medio de la gente debería manifestar el amor sereno, fuerte y paciente del Señor: un amor que alimenta la confianza. Aquí me viene a la mente una oración que se nos enseñó durante los ejercicios: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta» (EE 234).

Una clave para comprender: «condenados» a la misma pena

Hay un texto del Evangelio de Lucas que puede ayudarnos a comprender el sentido de la condición humana, de los límites que esta impone y de la misma muerte. En su relato el evangelista narra acerca de Jesús clavado en la cruz, flanqueado por dos malhechores crucificados con él, y cómo uno de ellos, desesperado, reprochó a Jesús su inercia diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Jesús calla, pero es el otro compañero de infortunio el que interviene con una expresión que cada uno puede hacer propia: «“¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio este no ha hecho nada malo”. Y decía “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”» (Lc 23, 39-42). Frente al misterio del dolor y de la muerte, de poco sirven las razones sugeridas por la inteligencia. Y no consuela gran cosa pensar que cada uno tiene un poco de responsabilidad en la propia suerte. En cambio, sí consuela darse cuenta de que lo que se está viviendo, sea lo que sea, es compartido por Jesús, que «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

Cada vez que la historia nos hace sentir más agudamente el misterio de nuestro límite, eso debería ayudarnos a comprender que, cualquiera sea la razón, se nos está acercando más al corazón del misterio de Dios. Él, al enviar a su Hijo a asumir la condición humana y al vivirla sin recortes, ha manifestado su cercanía amorosa a la criatura. En esta perspectiva, también el dolor y la muerte son gracia, porque, a la luz de la palabra de Dios, no solamente comprendemos que no se nos ha dejado solos, sino que, más aún, hemos sido llamados a entrar con nuestra carne en el misterio que, desfigurando, transfigura.

¡Dichoso aquel que ha recibido del Espíritu la capacidad de acoger y de vivir en paz esta comunión de vida y de suerte con el Hijo de Dios! En medio del tumulto del mundo, sentirá en su corazón la respuesta a su oración: «Hoy estarás conmigo…» (Lc 23,43). El que acepta vivir la aventura humana en la fe del Hijo de Dios estará siempre con él: el que muere con él, vive con él. Esta es la vida nueva. Esto es lo que tenemos que decir a los hombres, es decir, a la gente a la que hemos sido enviados a servir.

Este año deberíamos inventarnos algo diferente de lo habitual para hacer resonar el anuncio de la Pascua. Algo que, quizá, encuentre, por fin, oídos atentos. No puedo dejar de recordar aquí el Anima Christi, una oración tan cara a san Ignacio: «Alma de Cristo, santifícame. / Cuerpo de Cristo, sálvame. / Sangre de Cristo, embriágame. / Agua del costado de Cristo, lávame. / Pasión de Cristo, confórtame. / ¡Oh, buen Jesús!, óyeme. / Dentro de tus llagas, escóndeme. / No permitas que me aparte de Ti. / Del maligno enemigo, defiéndeme. / En la hora de mi muerte, llámame. / Y mándame ir a Ti. / Para que con tus santos te alabe. / Por los siglos de los siglos. / Amén»[1].

  1. La carta concluye de la siguiente manera: «He retenido largamente a quienes han logrado llegar hasta aquí…pero ¿qué queréis?, los estímulos a la reflexión son muchos. Tened paciencia conmigo. Que el Señor nos sostenga. Que nuestra Madre interceda por nuestro obispo Francisco, por el presbiterio de Roma y por nosotros, para que, cuando abramos la boca, se nos dé una palabra franca para dar a conocer el misterio del evangelio, del cual somos embajadores, y podamos anunciarla con franqueza, como es nuestro deber (cfr Ef 6,19-20)».

Mons. Daniele Libanori
Monseñor Libanori es un sacerdote jesuita ordenado obispo el 13 de enero de 2018. Es obispo Auxiliar de Roma y obispo titular de Buruni. Actualmente es miembro de la Comisión Episcopal de Cultura y Comunicación Social y de la Congregación para las Causas de los Santos.

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