PSICOLOGÍA

Dinero y felicidad­

© Freddie Collins / Unsplash

El dinero, símbolo de felicidad

Uno de los símbolos más arraigados en el imaginario del hombre moderno es el que asocia felicidad y riqueza, con sus múltiples derivaciones (consumismo, poder, acumulación). Incluso cuando el sueño no se hace realidad, se mantiene la convicción de que sigue siendo el mal menor. Como señala Woody Allen, «el dinero no da la felicidad, y mucho menos la miseria»[1].

Sin embargo, la historia de todos los tiempos demuestra que el afán de lucro desenfrenado es la causa de los peores males para la humanidad. Daniel Bell, en su agudo análisis de la cultura capitalista, muestra la antítesis radical entre la tendencia al beneficio personal, fruto de la mentalidad industrial, y las decisiones orientadas al bien común, indispensables para la sociedad. Esta contradicción irreconciliable está en el origen de crisis económicas cada vez más graves, de las cuales la de 2008 es la más llamativa: unos pocos ricos se han enriquecido aún más a costa de una multitud cada vez más pobre. Pero lo más grave es que esos pocos ricos no se dan cuenta de que han abierto un abismo en el que ellos mismos corren el riesgo de caer.

Joseph Stiglitz, ganador del Premio Nobel de Economía en 2001, tras mostrar cómo gran parte de la riqueza en Estados Unidos se concentra en manos del 1% de la población más rica, comenta: «Los miembros del 1% más rico tienen las casas más bonitas, la mejor educación, los mejores médicos y el estilo de vida más agradable, pero hay una cosa que el dinero no parece haber comprado: la comprensión de que su destino está ligado al del otro 99%. Como muestra la historia, esto es algo que el 1% superior acaba entendiendo. Sin embargo, a menudo lo aprenden demasiado tarde»[2].

Lo más interesante es observar por qué la asociación entre riqueza y felicidad es tan resistente a cualquier posible cuestionamiento, a pesar de todas las pruebas que tiene en contra. Parafraseando a Descartes, podría decirse que si el hombre moderno ha aprendido a dudar de todo, nunca ha dudado del dinero: ésta es la primera verdad, una idea clara y distinta que sustenta el edificio de las sociedades occidentales.

¿Cuál puede ser entonces la razón que hace que esta asociación sea tan resistente a cualquier posible cuestionamiento?

El deseo mimético como resorte de la acción

Entre las diversas hipótesis posibles, el análisis de René Girard es especialmente interesante en este sentido. Basándose en los aportes de autores anteriores (Alexis de Tocqueville y Adam Smith), identificó la tendencia a asociar a las personas felices con las ricas a través del mecanismo de la imitación (lo que denomina «deseo mimético») y del valor simbólico del dinero, sinónimo de seguridad y reconocimiento social.

Pensemos en el fenómeno de la moda y la publicidad: lo que está en juego es, más que la necesidad de sobrevivir, ser apreciado y reconocido. Las personas de estos sectores son maestros en despertar deseos inducidos, y no es casualidad que sean objeto de considerable estudio e inversión económica: al presentar figuras de personas realizadas, atractivas y admiradas, la publicidad vincula estas características a un producto, transmitiendo el mensaje de que el consumidor puede llegar a ser como ellas. Se trata de un mensaje subliminal, no lógico, pero que en realidad anima a la gente a comprar cosas que no necesita – y que ni siquiera querría – sólo porque ven que otros lo hacen.

Los padres están familiarizados con este mecanismo: piensen en las insistentes demandas de sus hijos, que quieren algo sólo porque lo tienen sus amigos o un personaje de la televisión, para abandonarlo pronto por otra cosa o un modelo más actual. Desde la Revolución Industrial, esta dinámica se ha vuelto cada vez más poderosa e invasiva.

Adam Smith señala que la tendencia a acaparar bienes se debe no tanto al deseo de una vida mejor, que nunca se cumple, como a la preocupación por la consideración de los demás: «¿A qué fin se dirige todo el trabajo y los cuidados de este mundo? ¿Cuál es el objetivo de la avaricia y la ambición, de la búsqueda de la riqueza, el poder y el dominio? ¿Es para satisfacer las necesidades naturales? […] ¿Creen que sus estómagos están mejor, o que su sueño es más profundo en un palacio que en una choza? Se ha observado tan a menudo lo contrario, que no hay nadie que lo ignore. Pero entonces, ¿de dónde viene esa emulación que recorre todos los diferentes rangos de la humanidad, y cuáles son las ventajas que buscamos en el gran fin de la vida humana que llamamos la mejora de nuestra condición? Ser observado, recibir atención, ser considerado con simpatía, complacencia y aprobación, son todas las ventajas que se obtienen. Lo que nos interesa es la vanidad, no el bienestar ni el placer»[3].

El costo del mimetismo

La idea de que la felicidad está asociada a ganar y tener cada vez más conduce a un aumento del estrés y la infelicidad, a la deshumanización y a la pérdida de la propia dignidad, porque genera lo que se ha llamado «la carrera de los ratones». Para describir este mecanismo, Robert Kiyosaki, un empresario estadounidense, utiliza la imagen de un ratón que corre en la rueda de una jaula y nunca llega a ninguna parte: el esfuerzo de quienes aspiran a un estatus de bienestar cada vez mayor respecto del que han conseguido los deja finalmente en el punto de partida. Cuanto más ganas, más pobre te sientes. La imagen también sugiere la inquietante degradación a la que el ser humano acaba por prestarse, hasta el punto de convertirse en un conejillo de indias amaestrado. Kiyosaki aplica esta imagen a todo un modelo de vida impuesto a las poblaciones occidentales por astutos especuladores desde los años sesenta y adoptado acríticamente por la gente, que se encuentra al final de su vida con la sensación de haber malgastado sus energías y de haberse visto privada de sus sueños.

Pero lo peor es que la rueda sigue girando, y la ilusión se transmite a la siguiente generación sin cuestionar la bondad de las promesas y los costos reales de esa carrera: «Trabajan para los dueños de la empresa en la que están empleados, para los impuestos que mantienen al Estado, para pagar sus tarjetas de crédito y para pagar la hipoteca que han pedido al banco. Mientras tanto, exhortan a sus hijos a que “estudien mucho, saquen buenas notas y encuentren un trabajo estable”. No aprenden nada sobre el dinero, pero mucho sobre los que se aprovechan de su ingenuidad, y acaban trabajando como esclavos toda su vida. El proceso se transmite a la siguiente generación de “trabajadores”. Esta es la carrera de los ratones»[4].

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El mimetismo es un poderoso mecanismo de persuasión y comportamiento. Sin embargo, también revela un vacío interior, en su mayor parte inconsciente, que las personas tratan de llenar con algo que no desean realmente. Cuando las personas tienden a centrarse en los bienes materiales, lo hacen en detrimento de otros bienes, que quedan así desatendidos, dejando una frustración interior, que a su vez intentan compensar con otros bienes ofrecidos por el mercado: la insatisfacción es una importante fuente de beneficios. Pero el resultado final es que uno termina lejos de haber logrado lo que esos bienes parecían prometer. La acumulación de bienes materiales – de hecho, un intento de hacer frente a la inseguridad psicológica – tiende así a exacerbar los mismos sentimientos de inseguridad que se pretendía eliminar. De esta forma, el aumento de la tendencia a acumular es inversamente proporcional a la calidad de vida y a la satisfacción percibida. Aumenta la infelicidad.

El intervalo de Salomón

Nadie niega la importancia de los bienes materiales. Pero la sobriedad es indispensable para disfrutarlos – al igual que la comida – con libertad. En la Biblia, el rey Salomón pide al Señor la gracia de darle lo que necesita, no menos, pero tampoco más, porque ambos extremos ponen en peligro la calidad de su vida: «Dos cosas te he pedido, concédemelas, por favor, antes de que muera: aleja de mí la falsedad y la mentira; no me des riqueza ni pobreza, tan solo dame el pan necesario; no sea que al estar satisfecho llegue a renegar de ti y decir: “¿Y quién es el Señor?”, o que, siendo pobre, llegue a robar y deshonre el nombre de Dios» (Pr 30, 7-9).

Los estudios han demostrado la eficacia de lo que se ha llamado «intervalo de Salomón», especialmente en su lado «alto», el límite por encima del cual la felicidad, en lugar de aumentar, disminuye, trayendo consigo la tristeza, la desesperación y la muerte. Como hemos visto con la «carrera de los ratones», es sorprendente el estrés que supone la búsqueda de beneficios y sus efectos sobre la calidad de vida, pero también sobre su duración. Puede parecer extraño, pero los países más ricos no tienen una mayor esperanza de vida que los más pobres: la media en EEUU es inferior a la de los países europeos de ingreso bajo, como Grecia, y los afroamericanos de Harlem llegan a los 65 años en menos ocasiones que los habitantes de Bangladesh[5].

La veracidad del «intervalo de Salomón» se confirma de generación en generación. Se ha calculado varias veces y se ha actualizado en relación con el costo de la vida. Uno de los estudios más recientes, realizado por la Purdue University (EEUU), lo sitúa entre 45.000 y 77.000 euros al año. Los autores encuestaron a 1,7 millones de personas en 164 países de todo el mundo. Por encima de ese umbral, el nivel de satisfacción no aumenta, sino que tiende a empeorar[6].

Esto no sólo se aplica al dinero. Incluso aquellos que experimentan un repentino golpe de suerte, o un colapso igualmente repentino, muestran la misma tendencia a la homeostasis, una forma constante y casi uniforme de afrontar la vida, presente en los estratos superiores e inferiores de la población, en los buenos y en los malos tiempos. «Los estudios sobre personas que han ganado la lotería, o que han tenido un día especialmente bueno en las carreras, reflejan los resultados de las víctimas de accidentes: tras un breve periodo de euforia, vuelven invariablemente, como una ola, a su punto de partida, oscilando en torno a lo que los psicólogos llaman el “punto de equilibrio” del “termostato” del estado de ánimo»[7].

Einstein observó que es más fácil dividir el átomo que superar un prejuicio. La identificación del dinero con la felicidad es, en efecto, un preconcepto muy difícil de refutar: la confianza incuestionable en el dinero, como señaló Kiyosaki, se transmite casi intacta de padres a hijos, alimentando lo que de Tocqueville llamó «desigualdad imaginaria». Y es precisamente esta sensación de desigualdad la que afecta más a la salud que a los ingresos, ya que configura la autopercepción.

El British Medical Journal realizó una amplia investigación en los años 90 sobre los factores que influyen en la relación entre la posesión de bienes y la calidad de vida, incluida la mortalidad. La conclusión de la investigación se publicó en una editorial de 1996 con el significativo título de «La gran idea»: «La gran idea es que los niveles de mortalidad y salud de una sociedad están influidos no tanto por su riqueza global como por la forma en que se distribuye esa riqueza. Cuanto más uniformemente se distribuya la riqueza, mejor será la salud de la población»[8].

El aspecto más interesante de la «gran idea» es que es toda la sociedad la que se beneficia, no sólo los pobres, al igual que la desigualdad es perjudicial para la salud y la calidad de vida incluso del sector más rico de la población, aunque sólo sea porque a medida que aumenta la desigualdad, también lo hacen la delincuencia y la violencia. De ahí el aumento de la inseguridad y el estrés, con el miedo a estar en una situación de peligro constante.

¿Todo tiene un precio?

Uno de los efectos más perjudiciales de esta mentalidad es creer que todo se puede convertir en dinero, que todo tiene un precio, desde los óvulos hasta los riñones, pasando por las personas y el ocio. Pero cuando esto ocurre, la calidad de vida tiende a desaparecer, porque es irreductible a la «dictadura del PIB».

Arlie Russell Hochschild, profesora de sociología en Berkeley, estudió la cuestión de los «límites de lo comercializable» mediante un experimento. Envió a 70 alumnos de su curso un correo electrónico sobre un aviso publicitario. En el aviso se solicitaba una «masajista guapa, inteligente y con experiencia, de entre 22 y 32 años»; a la que se le pedían servicios concretos y una lista de precios: «Recibir invitados en la casa (40 dólares por hora); dar masajes suaves y sensuales (140 dólares por hora); acompañar a eventos sociales (40 dólares por hora); viajar juntos (300 dólares por día más gastos); ocuparse de algunas tareas domésticas como recados y pagos de facturas (30 dólares por hora)»[9]. El anuncio excluía explícitamente las insinuaciones sexuales.

Las reacciones de los estudiantes fueron variadas, pero una en particular impactó a Hochschild, porque captó con precisión la novedad de este enfoque de la existencia, la pérdida de los sentimientos, de esa dimensión romántica y un tanto ingenua que caracteriza al enamorado y que sigue siendo una de las experiencias más bellas e irrepetibles de la vida: «El maravilloso entretejido del amor, con los dos miembros de la pareja cuidándose mutuamente, amándose y vinculándose espiritualmente, se reduce a un servicio pagado, mecanizado y sin emoción. ¿Es de extrañar que haya tanta ira en este mundo sin gracia?»[10]. La mayor posibilidad de tenerlo todo deja una frustración interior, una decepción, que es una especie de protesta contra algo que nos han robado, o despreciado, pero que al mismo tiempo sigue siendo indispensable para vivir bien.

El aspecto inicuo de la comercialización del bien no es sólo el aumento de la desigualdad, configurando una sociedad en la que los ricos pueden permitirse todo y los pobres nada, limitándose a soñar con lo que los ricos poseen. El problema es que en ambas situaciones el bien se corrompe, irremediablemente. El bien tiene un carácter esencialmente gratuito: en el momento en que se monetiza, perece. Las cosas más bellas no tienen precio, aunque estén en oferta. La Divina Comedia o Hamlet tienen un precio de portada, pero su valor – la creatividad y el genio expresados en esas páginas – nunca podrá cuantificarse. No son reproducibles, porque la belleza no es reducible a una técnica, en el sentido industrial.

Michael Sandel señala, en un libro con un título significativo (Lo que el dinero no puede comprar), que: «asignar un precio a las cosas buenas puede corromperlas. Esto es así porque los mercados no sólo distribuyen bienes: también expresan y promueven determinadas actitudes hacia los bienes que se intercambian»[11].

Hace cincuenta años, el sueño de un hombre rico era poder comprar una bonita casa, un coche de lujo o permitirse unas vacaciones en lugares exóticos con su familia. El imaginario actual permite comprar a toda la familia (en el momento y lugar que se determine), alquilar personas para que cuiden de los familiares ante cualquier eventualidad (enfermedad, fiestas de cumpleaños, visitas a domicilio). Cualquier ámbito de la vida ordinaria puede ser ocupado por personal remunerado, que puede realizar las tareas de forma más eficiente y cualificada. Pero de este modo, incluso los aspectos más íntimos de la vida se ceden a otros para que los gestionen: no sólo la limpieza de la casa, sino hacer fotos familiares, organizar una fiesta, visitar a los parientes. Basta con pagar a alguien para que lo haga por nosotros.

Así que ya no hay personas, sino servicios. Y de este modo, como señalaron los estudiantes encuestados, el dinero acaba restringiendo el abanico de relaciones posibles: separa el rendimiento sexual y el sentimiento, elimina las reglas emocionales y el compartir la intimidad, conduciendo a lo que Hochschild llama «la cultura de la frialdad».

Cuando intentamos monetizar un bien, lo perdemos. Pagar a un niño para que lea un libro puede fomentar la lectura, pero le quita el placer de leer, que es esencialmente gratuito. Quizá lea más, pero sólo libros cortos y fáciles que pueda terminar lo antes posible. Ha perdido la dinámica de la motivación y el deseo. Si un profesor sabe entusiasmar a sus alumnos, éstos aprenderán mucho más que si se les obliga por medios coercitivos. Esto no significa que no haya recompensa, sino que es de otro tipo. Esta es una de las razones por las que los juegos aplicados a la educación pueden motivar a un niño que a primera vista es incapaz de prestar atención a las materias a comprometerse y adquirir conocimientos complejos.

La polaridad ganancia/pérdida acaba extendiéndose a todos los ámbitos de la vida: pagar a alguien para que haga cola en nuestro lugar, tatuar nuestro cuerpo con anuncios de los más variados productos, vender sangre, alquilar nuestros vientres, ofrecer servicios sexuales. Cuando el ser humano tiende a convertirse en un producto para la venta, pierde sus características peculiares, a las que sólo puede acceder en la gratuidad: la creatividad, el afecto, la generosidad, la entrega, la pasión, el altruismo, la intimidad, la ternura, el compartir, todo, en fin, lo que hace que la vida sea humana y bella. Lo mismo ocurre con el voluntariado o las profesiones de ayuda: en el momento en que son remuneradas, la calidad de la relación se deteriora inevitablemente.

La comercialización de los bienes tiene otra grave consecuencia: hace que la gente sea más estrecha de miras y esté menos dispuesta a dar, con el resultado de que los bienes, en lugar de estar más disponibles, acaban siendo más escasos. Esta mentalidad mata el mundo de la gratuidad y la sociedad en su conjunto sufre al verse privada de servicios esenciales. Se ha observado que un bien como la donación de sangre se vuelve más escaso en el momento en que se decide pagar por él: al dejar de ser un acto de solidaridad, también cesa la satisfacción que procuraba. Las virtudes civiles que cimentan el sentido de pertenencia a una nación desaparecen: todo se confía simplemente a la lógica del mercado, que anula la dignidad del donante, penaliza el sentido de la donación e incluso la mata[12].

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Los primeros en darse cuenta son los más pequeños. Hochschild se dio cuenta de la gravedad de esta forma de pensar cuando su hija descubrió que su fiesta de cumpleaños había sido organizada por alguien pagado por su madre. La decepción en su rostro fue más elocuente que cualquier discurso. Por muy impecable que fuera la organización, era artificial, sin corazón; en ella, junto a los sentimientos, se habían perdido personas: «“Supe en ese momento que había cruzado la línea” […], la línea de haber cruzado la frontera de lo comercializable trazada por la hija […]: esposas que no son madres, madres que no son esposas, segundas esposas y madrastras»[13]. Y el límite es la voluntad de perder el tiempo, sin costo alguno, con las personas que queremos.

«Hay más alegría en dar que en recibir»

Reflexionar sobre lo que realmente nos hace felices nos lleva a cuestionar algunos de los axiomas básicos de las sociedades actuales: la riqueza, el individualismo, la carrera por el éxito, la acumulación. La dimensión comunitaria de la felicidad refuta su evaluación en términos de bienes personales o de consumo. Paul Ricœur ha reflexionado ampliamente sobre esta dimensión, jugando con el doble sentido de la palabra «reconocimiento». El nivel más alto de la relación está estrechamente ligado a la polaridad gratuidad/gratitud. Uno puede conocer al otro cuando simplemente lo re-conoce libremente en su ser distinto a mí. Esto es fundamental para construir la relación. No por casualidad la categoría de «don» nace en este contexto; nunca puede reducirse a un contrato comercial, a una contrapartida para obtener alianzas o devolver favores recibidos. Quienes han reflexionado sobre la gratuidad también han señalado que el don no es sinónimo de ausencia de motivación: está íntimamente ligado al interés por el otro. El carácter peculiar del don es mostrar una posibilidad de relación irreductible a él, lo que Alain Caillé llama «el tercer paradigma», no reductible a lo que se intercambia materialmente entre el donante y el donatario[14].

La dimensión relacional y afectiva es indispensable para la felicidad, precisamente porque pertenece a la categoría de la gratuidad, de lo que no tiene precio[15]: cuando tiende a comercializarse, se pervierte, generando malestar.

La investigación económica ha aclarado la asociación entre el dinero y la felicidad en el sentido del dicho atribuido a Jesús: «¡Somos más dichosos al dar que al recibir!» (Hch 20,35). Una investigación llevada a cabo por el equipo de la British University of Columbia (EEUU) ha demostrado que no hay relación entre el dinero gastado en uno mismo y la alegría de vivir. Por el contrario, la tristeza se siente al final. Pero cuando se compra algo para otros, uno se siente más feliz que antes. Y esto es así independientemente de los ingresos percibidos.

Los investigadores trataron de comprobar esta diferencia dando una suma de dinero (unos 5.000 dólares) a 16 empleados, preguntándoles lo felices que se sentían (en una hipotética «escala de felicidad») un mes antes de recibir el dinero, y luego un mes y dos meses después de gastarlo. Los que se sentían más felices, no sólo en relación con el resto del grupo sino también en relación con el periodo anterior, eran los que habían utilizado el dinero para hacer felices a los demás. «La forma de gastar la suma de dinero impactaba en el grado de felicidad de los beneficiarios en mayor medida que la cuantía de la propia suma»[16]. No satisfechos, los autores del estudio realizaron la misma encuesta a 46 estudiantes, con los mismos resultados: la suma recibida, por modesta que fuera (de 5 a 20 dólares), hacía más feliz a su dueño cuando se utilizaba para las necesidades de los demás.

Dar hace feliz. Esto es un hecho que se encuentra en todas las culturas y sociedades[17]. Sin embargo, cuando se pregunta con qué se asocia la felicidad, la mayoría de la gente dice: cuando se recibe dinero y se gasta en uno mismo. Se trata de dos supuestos que son erróneos, pero que están presentes en cada uno de nosotros. Para los investigadores, este es un ejemplo típico de «distorsión cognitiva», o pensamiento automático sobre la interpretación de la realidad. Lo que pensamos sobre la felicidad en el papel es lo contrario de lo que ocurre en la realidad. Lo mismo sucede con el sentido de la justicia, que está muy claro sobre el papel pero que se olvida casi siempre en las circunstancias concretas, sobre todo cuando hay presión social[18].

En realidad, uno sólo es feliz cuando se propone hacer felices a los demás. Para alcanzar la felicidad, hay que pasar primero por una «conversión intelectual» en cuanto a los criterios con los que se lee la vida. Dar a los demás hace que uno sea feliz, siempre: pobre o rico, da igual.

De hecho, ocurre a veces que los pobres son más generosos que los ricos. Extraño, pero cierto: en el Evangelio los gestos generosos provienen de quienes parecen no contar nada, como en el pasaje de la pecadora perdonada (cfr Lc 7,36-50). Los ricos son más reacios a dar, suelen dar lo superfluo, de mala gana, y haciéndolo valer. Jesús, observando las ofrendas que se echaban en el tesoro del templo, señala que la única persona capaz de dar un regalo gratuito es una viuda pobre que dio todo lo que tenía para vivir, dio toda su vida (cfr Mc 12,44), a diferencia de los que la rodeaban. «Parece extraño que la mujer lo dé todo precisamente desde su miseria, desde esa limitación que en cambio podría invocarse como excusa, como deuda injusta, precisamente para ahorrarse el dar. La enseñanza del Evangelio va en sentido contrario: sólo los que no poseen, los pobres, pueden dar de verdad. Tal vez sea éste el sentido de la bienaventuranza evangélica de los pobres de espíritu […]. Sólo quien es pobre, quien no pretende poseer y reconoce con gratitud lo que recibe, puede dar de verdad, convertirse en don»[19].

  1. Sobre este tema cfr G. Cucci, «La felicità. Un gustoso anticipo di eternità», en Civ. Catt. 2017 I 401-413.

  2. J. Stiglitz, Il prezzo della disuguaglianza. Come la società divisa di oggi minaccia il nostro futuro, Turín, Einaudi, 2014, 453. Cfr Th. Piketty, El capital en el siglo XXI, Madrid, Fondo de cultura económico de España, 2014; D. Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism, New York, Basic Books, 1996, 237 s.

  3. A. Smith, Teoria dei sentimenti morali, Milán, Rizzoli, 2016, 150. Cfr R. Girard, Les origines de la culture. Entretiens avec Pierpaolo Antonello et João Cezar de Castro Rocha, París, Desclée de Brouwer, 2004, 9 s.

  4. R. T. Kiyosaki, Padre ricco padre povero. Quello che i ricchi insegnano ai figli sul denaro, Turín, Gribaudi, 2004, 9 s.

  5. Cfr C. McCord – H. P. Freeman, «Excess mortality in Harlem», en The New England Journal of Medicine, n. 322, 1990, 173-177; P. Wickramaratne et Al., «Age, period and cohort effects on the risk of major depression: results from five United States communities», en Journal of Clinical Epidemiology, n. 42, 1989, 333-343; P. M. Lewinsohn, «Age-cohort changes in the lifetime occurrence of depression and other mental disorders», en Journal of Abnormal Psychology, n. 102, 1993, 110-120.

  6. Cfr A. T. Jebb – L. Tay – E. Diener – S. Oishi, «Happiness, income satia­tion and turning points around the world», en Nature Human Behavior, n. 2, enero 2018, 33–38. Investigaciones similares fueron llevadas a cabo en el pasado: cfr R. Inglehart, «Globalization and Postmodern Values», en The Washington Quarterly, n. 23, 2000, 215-228; E. Diener – S. Oishi, «Money and happiness: Income and subjective well-being across nations», en E. Diener – E. M. Suh (eds), Culture and Subjective Well- Being, Cambridge (MA), The Mit Press, 2000, 185-218.

  7. D. Mcmahon, Storia della felicità. Dall’antichità a oggi, Milán, Garzan­ti, 2007, 513. Cfr M. E. P. Seligman, Authentic Happiness. Using the New Positive Psychology to Realize Your Potential for Lasting Fulfillment, New York, Free Press, 2002, 47 s; R. Layard, Felicità. La nuova scienza del benessere comune, Milán, Riz­zoli, 2005, 52.

  8. Editor’s choice, «The Big Idea», en British Medical Journal, n. 312, 20 de abril de 1996; cfr https://doi.org/10.1136/bmj.312.7037.0/ K. Pickett – R. G. Wilkinson, La misura dell’anima. Perché le disuguaglianze rendono le società più in­felici, Milán, Feltrinelli, 2009, 89-95.

  9. A. Russell Hochschild, Per amore o per denaro. La commercializzazione della vita intima, Boloña, il Mulino, 2006, 45.

  10. Ibid, 48.

  11. M. J. Sandel, Quello che i soldi non possono comprare. I limiti morali del mercato, Milán, Feltrinelli, 2015, 16.

  12. Cfr R. M. Titmuss, The Gift Relationship. From Human Blood to Social Policy, New York, Pantheon, 1971, 223 s; 270; 274; 277.

  13. A. Russell Hochschild, Per amore o per denaro…, op. cit., 55-58.

  14. «En el don […], lo principal es que el vínculo es más importante que el bien. El don es […] al mismo tiempo y paradójicamente obligatorio y libre, interesado y desinteresado» (A. Caillé, Il terzo paradigma. Antropologia filosofica del dono, Turín, Boringhieri, 1998, 6 s). Para profundizar en el tema cfr G. Cucci, Altruismo e gratuità. I due polmoni della vita, Asís (Pg), Cittadella, 2014, cc. IV-V.

  15. P. Ricoeur, Percorsi del riconoscimento, Milán, Cortina, 2005, 272. Cfr G. Salvini, «Il malessere nella società del benessere», en Civ. Catt. 2006 II 332-344.

  16. E. W. Dunn – L. B. Aknin – M. I. Norton, «Spending Money on Others Promotes Happiness», en Science, n. 319, 21 marzo 2008, 1687 s.

  17. Cfr L. B. Aknin et Al. «Prosocial Spending and Well-Being: Cross-Cultural Evidence for a Psychological Universal», en Journal of Personality and Social Psychology, n. 104, 2013, 635-652.

  18. Cfr G. Cucci – A. Monda, L’ arazzo rovesciato. L’ enigma del male, Asís (Pg), Cittadella, 2010, 50-63.

  19. E. Parolari, «Debito buono e debito cattivo. La psicologia del dono», en Tredimensioni 3 (2006) 42-44.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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