Relevancia antropológica de la reconciliación
Pocos términos como el de la reconciliación remiten inmediatamente al carácter relacional del ser humano. En efecto, la reconciliación presupone siempre una ruptura relacional precedente.
Bien sabido es que la reflexión filosófica contemporánea, sobre todo gracias al personalismo, ha revalorizado ampliamente la noción de relación, poniéndola en conexión con la de identidad y haciendo así una aportación decisiva a la superación de interpretaciones de la identidad acríticamente fundadas en el individualismo y en el subjetivismo modernos, a los que, comprensiblemente, les costó dar razón de la relevancia antropológica de la reconciliación.
Por eso debemos detenernos primeramente en esta decisiva valorización de la relación. En efecto, solo a la luz de la íntima ligazón entre relación e identidad podrá emerger con claridad cómo la reconciliación, en la medida en que restablece relaciones antes interrumpidas, no es en modo alguno un elemento secundario, un simple «hacer las paces» con los demás y con Dios, sino que, por el contrario, toca la identidad más profunda del hombre. Con la reconciliación está en juego su mismo ser.
El ser humano existe estructuralmente en relación, en el sentido de que se constituye como hombre y como mujer justamente a partir y gracias a la red de relaciones en las que está concretamente inserto. Y esto es así desde el comienzo de su vida. En efecto, no solo desde el punto de vista biológico, sino también desde el social y antropológico el ser humano es fruto de una relación que vincula entre sí a un hombre y una mujer. El hijo y la hija son como la encarnación de su relación. Por lo tanto, el ser humano no se debe a sí mismo, sino a la relación que une entre ellos a sus padres. Y esta relacionalidad, genéticamente filial, está inscrita en su misma carne mediante la condición masculina o femenina, que, por tanto, no son un dato solo biológico y cultural, sino también antropológico, justamente porque dicen, con el lenguaje del cuerpo, un ser-en-relación con y para alguien, un ser-en-relación de carácter estructural que toca a todo ser humano.
Y es altamente significativo que los términos utilizados para expresar la identidad de cada nuevo ser humano sean todos vocablos cuyo sentido se estructura semánticamente desde la relacionalidad, comenzando por el más fundamental de hijo y de hija: en efecto, se dice hijo e hija y siempre y solo en relación a un padre y a una madre, términos que, a su vez, son relacionales.
Y también el mismo nombre personal, que expresa la irreductible identidad del hijo y de la hija respecto de todos los otros componentes de la familia y de la sociedad, le es atribuido por otros, por sus padres. Y será justamente ese nombre, con el cual los demás lo llaman y a partir del cual él mismo es llamado a relacionarse con ellos, el que permite al hijo y a la hija tomar conciencia de sí y de su unicidad. Por tanto, del ser llamado depende para el hijo y para la hija la posibilidad de dar expresión a la propia identidad, no solamente social, sino también irrepetiblemente personal. Si puede decir «yo», puede hacerlo no a partir de una mirada cartesiana solipsística sobre sí mismo, sino solo porque otros lo llaman por su nombre.
La importante cuestión del nombre abre, al mismo tiempo, la visión hacia el más amplio y complejo fenómeno del lenguaje, que define la dimensión más propia del ser humano, la simbólica, mediante la cual, desde la prehistoria, el ser humano se relaciona con la realidad de manera absolutamente original en contraste con los demás seres vivientes. Por otra parte, el lenguaje —que es en sí mismo una estructura de signos— no se da nunca como no sea en el seno de relaciones que desde la familia se extienden a la sociedad, la cual, a su vez, es una densa y compleja red de relaciones[1].
Por último, no hay que olvidar que todas las relaciones que constituyen al ser humano son realidades complejas, contextualmente dinámicas y, por tanto, sometidas a continuos desafíos, cambios, tensiones, progresos o regresiones, y a la posibilidad de rupturas y fracasos también definitivos.
Lo que hemos dicho nos permite afirmar que cuando se verifican rupturas y fracasos relacionales estos tocan de manera fundamental la identidad personal y social del que está implicado, aunque de maneras diversas dependiendo de la importancia y profundidad de las relaciones que están en juego. Por eso, el tema de la reconciliación es vital para el ser humano, justamente porque en él se juega la identidad de cada uno/a, de su poder ser reconocido/a o no por los demás, y también por sí mismo/a.
¿Una nueva puesta en discusión líquido-moderna de la relación?
A primera vista, hoy esta valorización fundamental de la dimensión relacional de la identidad humana parecería estar puesta radicalmente en discusión por lo que, a partir del conocido sociólogo Zygmunt Bauman, suele definirse como «la sociedad líquida posmoderna». En efecto, en ella asistimos a un rápido debilitamiento de las relaciones, también de las tradicionalmente consideradas como las más fundamentales: las sexuales. Estas son reducidas a objeto de rápido consumo emotivo, de modo que se suceden frenéticamente unas a otras según las modalidades del «usar y tirar» de la sociedad de consumo, de la cual son una expresión significativa.
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Eso repercute inevitablemente en la identidad de la persona, que en este contexto termina por asumir contornos cada vez más débiles y fluidos. Este es un proceso ampliamente favorecido también por la porosidad de los límites entre lo real y lo virtual que la explosión de los nuevos medios de comunicación objetivamente ha provocado, hasta alentar un juego mimético de roles que puede asumir a veces dimensiones incluso patológicas. Este fenómeno toca efectivamente las relaciones individuales y su ligazón con la identidad personal y social, hasta el punto de hacer percibir como socialmente problemáticas las relaciones tradicionales en cuanto caracterizadas por una estabilidad y por una inmutabilidad que obstaculizan el juego posmoderno de los roles.
En realidad, aunque afecta a las relaciones individuales, este juego de roles no hace mella alguna en la que podríamos definir como la «relacionabilidad» del ser humano, o sea, su estar y poder estar ontológicamente constituido por relaciones. De hecho, la pone aún más de relieve, dilatándola en una perspectiva tendencialmente infinita. En efecto, justamente la frenética licuefacción posmoderna de la identidad muestra a las claras que, sin relaciones, el ser humano está destinado —tanto en el plano social como en el individual— a la muerte antropológica, que nace del miedo a permanecer privado de toda relación, en total soledad.
Y justamente al miedo a esta muerte antropológica hay que atribuir la ansiedad típicamente posmoderna ligada a la fatiga psíquica que el juego de roles en la sociedad líquida parece imponer hoy cada vez más a los actores sociales. De ese modo, ella hace emerger la dimensión ontológicamente relacional de la identidad humana.
Y todo esto no puede no influir en la reconciliación, en el sentido de que si, por una parte, relaciones e identidades líquidas parecerían debilitar la necesidad de reconciliación, en cuanto la ruptura de las relaciones se torna en la condición misma de su ansiógeno consumo, por la otra, justamente la frenética búsqueda posmoderna de identidad permite situar la reconciliación en su nivel más profundo: el nivel de la relacionabilidad misma del ser humano, con ese carácter tendencialmente infinito que posee y que mantiene inquieto su corazón, constantemente amenazado como está por la muerte antropológica.
Esto hay que decirlo con la expectativa de comprender mejor las consecuencias que la actual crisis del modelo consumista de sociedad, fundado en el falso presupuesto de un crecimiento ilimitado, tendrá inevitablemente también en la relación entre identidad y relaciones[2].
La alianza con Dios, fundamento de la relacionabilidad
Viéndolo en la perspectiva de la relacionabilidad del ser humano, es altamente significativo el hecho de que el Antiguo Testamento privilegie ampliamente la categoría de alianza para expresar la relación del ser humano con Dios. Se trata de una realidad que traspasa los condicionamientos culturales dentro de los cuales se ha originado y de la cual dependen las categorías que en las Escrituras de Israel expresan más directamente la reconciliación con Dios. Se trata de las categorías de expiación y de remisión de los pecados, presentes en el Levítico y en el documento sacerdotal.
En efecto, ya el simple recurso a la alianza dice cómo la relación con Dios tiene que ver justamente con aquella relacionabilidad que, en el plano antropológico, funda la compleja identidad de todo hombre y de toda mujer. En esta perspectiva, la relación con Dios se presenta como el fundamento último de tal relacionabilidad, que, no por casualidad, es tendencialmente infinita. Se trata de un fundamento caracterizado por una esencial gratuidad. En efecto, la iniciativa de la alianza es siempre y solo de Dios. Él la propone no en atención al hombre y a sus verdaderos o presuntos méritos, sino solo por fidelidad a sí mismo.
Así pues, en esta gratuidad relacional, en la que todo el actuar del hombre se torna en reconocida respuesta a un amor divino precedente y fundante, el ser humano puede encontrar aquella garantía última que le permite considerar fiable su relacionabilidad, para así poder atravesar el problema, a veces también la dramaticidad del acontecer relacional concreto del cual está tejida su propia vida.
Pero, como toda otra relación, también la relación con Dios está sometida, a su vez, a una tensión y corre el peligro de la ruptura o del fracaso. En el fondo, todo el Antiguo Testamento no es otra cosa que el relato de los turbulentos sucesos ligados a esta relación fundamental, de la cual, sin embargo, emergen siempre la gratuidad del amor de Dios y su fidelidad a toda prueba.
Hay que señalar de inmediato que la ruptura de la relación con Dios no toca solo una dimensión entre otras, a saber, la religiosa —como podría sugerir una mirada meramente sociológica al fenómeno religioso—, sino que hiere la relacionabilidad misma del ser humano, es decir, su poder y querer ponerse y reconocerse puesto en una red relacional: un poder y querer que constituyen la dimensión ontológica de su identidad personal y social.
En este contexto se hace altamente significativo que Gén 3, el texto clásico sobre la ruptura de la relación con Dios, hable del respecto haciendo referencia explícita a la relación antropológicamente más significativa, a saber, la que se da entre el hombre y la mujer. Ya en Gén 1-2, el ser creados a imagen y semejanza de Dios se asocia estrechamente al ser varón y mujer, hasta expresar, justamente en el ser-uno de su carne, el ser-Uno de Dios, confesado en el Shemá Israel[3].
Además, este simbolismo nupcial está estrechamente ligado al tema de la alianza, puesto que, como nos enseña la exégesis contemporánea, todo el relato de Gén 2,4b-3,24 hunde sus raíces justamente en la interpretación nupcial de la alianza entre Dios e Israel expresada por los profetas. Los dramáticos acontecimientos de esa alianza, que culminaron en el exilio en Babilonia, son aquí universalizados y proyectados por la tradición sapiencial a la alianza primordial de la humanidad con el Creador, en diálogo crítico con la cultura mesopotámica de la época[4].
Así, la relación con Dios y la relación hombre-mujer se encuentran estrechamente ligadas entre sí. La ruptura de la alianza con Dios ha herido profundamente la primera y fundamental relación que hace del ser humano la imagen y semejanza de Dios, la relación nupcial, y ha producido inevitables repercusiones en las más amplias relaciones familiares y sociales, como aparece en la continuación del relato del Génesis.
Por eso en Israel la afirmación del matrimonio monogámico no se da a partir del contexto social, en el que resulta incluso bastante problemático, como puede atestiguarlo no solo la poligamia de los patriarcas, sino también el caso mucho más tardío de Elcaná, padre bígamo del profeta Samuel (cf. 1 Sam 1,1-8). Y ello por no hablar de los reyes, comenzando por David. La lenta percepción del valor del matrimonio monogámico, tendencialmente indisoluble, se produce en estrecha relación justamente con la contestación profética de la idolatría y con el surgimiento de la dramática e indisoluble fidelidad de Dios a la alianza con su pueblo infiel. Esta culminará en el anuncio profético de la nueva alianza en Jeremías y en Ezequiel, pero sus efectos sociales no serán automáticos, como lo muestra la disolubilidad del matrimonio monogámico admitida por Dt 24,1-4.
Una relación triádica gravemente comprometida por la idolatría
Entrando ahora más directamente en el relato de Gén 3 podemos poner de relieve cómo, al comer del árbol del bien y del mal, símbolo de la sabiduría que nace de la Torá, la mujer, figura del pueblo infiel, hace de sí misma el fundamento de la relación, atribuyéndose lo que pertenece solamente a Dios, único verdadero origen del bien y de la vida (cf. Gén 3,6). La ruptura nace aquí de haber prestado oídos al mendaz engaño de la serpiente en el sentido de poder ser dios (cf. Gén 3,1-5). Consecuentemente, al dar el fruto al hombre, la mujer se presenta como el origen de la Ley y, por tanto, como sustituto de Dios, es decir, como ídolo.
Por su parte, el hombre, al comer sin objeciones el fruto que ella le ofrece, le reconoce estúpidamente a la mujer este falso estatuto divino, haciendo de ella su propio ídolo y perdiendo de ese modo el juicio y la sabiduría, como le ocurre al viejo Salomón, que fue la causa remota del exilio babilónico y cuya figura parece resonar justamente en Adán.
Así pues, si antes de la ruptura el hombre, en un sueño extático, recibió de manos de Dios a la mujer con extasiado y agradecido asombro por su belleza, casi como involucrando a Dios mismo en su enamoramiento (cf. Gén 2,21-23), ahora el acto del hombre de haber querido hacerse dios, redujo, en realidad, a la mujer, obra maestra de la creación, a la condición de presa y objeto de su concupiscencia y de su poder machista y violento (cf. Gén 3,16). Por tanto, la ruptura de la relación con Dios ha inducido al hombre y a la mujer a hacerse dios uno del otro, relegando al olvido el haberse recibido ambos de Dios y atribuyéndose así recíprocamente ilusorias prerrogativas divinas que, en realidad, nunca tuvieron.
Pronto descubrirán que su relación, privada de la plenitud de vida sin fin que viene solo de Dios, se vuelve idolátrica, atribuyendo falsamente a sí y al otro o a la otra el fundamento de la relacionabilidad, cuya fiabilidad resulta así gravemente comprometida. En efecto, en esta relación idolátrica, el otro o la otra, no percibido/a ya como don de Dios, se torna solo en una presa y es a su vez percibido/a como predador del cual defenderse, protegiendo en primer lugar el propio cuerpo de una exposición indiscreta por estar puesto bajo la mirada concupiscente e instrumentalizadora del otro o de la otra (cf. Gén 3,7).
En realidad, lo único que reina aquí sin oposición es el miedo obsesivo a perderse, ese miedo antropológico a la muerte que encuentra precisamente en la ruptura de la relación con Dios su verdadero origen. La pérdida de la referencia a Dios, único garante de la fiabilidad de una relacionabilidad que, como tal, aun así nunca desaparece, hace ahora imposible una donación desamada y gratuita de sí mismo al otro o a la otra por lo que él o ella verdaderamente es, con sus valores y sus límites. Vista a esta luz, la frenética búsqueda posmoderna de la identidad desvela su dimensión más ocultamente idolátrica, por lo menos en la medida en que, justamente mediante tal búsqueda, el yo solo pretende alimentar el dominio de su propio narcisismo y sobre los demás.
Sin embargo, a pesar de todo, la mujer conservará su papel crucial en el plan divino. En efecto, precisamente ella se convertirá en depositaria de una promesa de salvación y, como Eva, será madre de todos los vivientes, demostrando así que el pecado no ha podido apoderarse de la vida (cf. Gén 3,15.20). Y justamente para impedir esta desastrosa eventualidad, los primeros padres son expulsados del Edén (cf. Gén 3,22-24): es una clara alusión al exilio, que se convertirá en un nuevo éxodo, y a la promesa de la nueva alianza, que alimentará la esperanza de los exiliados y renovará la fe de Israel.
La reconciliación es anunciada en el momento de la ruptura de la alianza dejando entrever sus efectos también en la relación hombre-mujer, que se ha convertido entretanto en símbolo privilegiado de la alianza misma. Tal reconciliación podrá darse solo en virtud de la gratuita fidelidad de Dios al pacto, detrás de la cual se entrevé la fidelidad de Dios a su creación. La reconciliación termina así por asumir una dimensión estructuralmente triádica.
Jesús, un cumplimiento sorprendente
Pasando al Nuevo Testamento, no puede dejar de impresionar el hecho de que en él la noción de alianza pierde la centralidad que tenía en el Antiguo. Ahora el centro de la escena no es más el Dios de la alianza, sino el Padre, cuyo reino anuncia Jesús: un reino que, a menudo, tiene características explícitamente nupciales, como surge de los banquetes y de no pocas parábolas, en las que, sin embargo, el Esposo de Israel ya no es Dios, sino el mismo Jesús.
Notemos, además, que el término «Padre», que en el Nuevo Testamento, salvo pocas excepciones, se torna en sinónimo de Dios[5], posee una dimensión aún más radicalmente relacional que la que ya tenía el término alianza. Pues afirmar que Dios es Padre significa decir que ponerse en relación forma parte del ser mismo de Dios, como más tarde sostendrá la tradición dogmática y teológica, que habla del Hijo como homooúsios (de la misma sustancia) del Padre, y de la relación subsistente en el seno de la Trinidad (la relatio subsistens de santo Tomás).
Aquí se nos desvela cómo la relacionabilidad del hombre hunde sus raíces en el misterio mismo del Dios Uno y Trino. No extraña, pues, el hecho de que justamente la sanación de las relaciones, es decir, la reconciliación, es lo que más importa al Padre de Jesús, cuya característica más importante es un amor que abarca a justos e injustos y en el cual justicia y misericordia se encuentran hasta identificarse (cf. Mt 5,43-48). Ahora Jesús anuncia y hace presente de manera nupcial el reino de este Padre, pero presentándose, a diferencia de los rabinos de su tiempo, como célibe.
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En este punto se hace decisivo comprender bien el significado exacto de este paradójico celibato jesuánico. Dicho celibato debe vincularse ante todo al profético de Jeremías, que posee un carácter explícitamente nupcial, en cuanto Dios impone al profeta el celibato para significar la infecundidad de la alianza inicial con Israel que Él querría que fuese fecunda. De esta manera, Jeremías lleva inscrito en la carne de su masculinidad célibe el drama de la alianza nupcial con Dios que está por romperse (cf. Jer 16,1-13), análogamente a lo que ya había sucedido con la problemática vida familiar de Oseas.
En esta perspectiva, el celibato de Jesús debe asociarse ante todo a Israel y expresa bien, como el del profeta Jeremías, el profundo deseo de Dios de establecer una relación nupcial con su pueblo. Pero en Jesús esto asume significados diferentes que en Jeremías, en cuanto en su caso se trata de un celibato por el reino del Padre. Fiel a la tradición profética, para la cual el único verdadero rey de Israel es Dios, Jesús hace presente esa realeza mediante palabras y signos, pero, al mismo tiempo, la anuncia como escatológica.
Así pues, la masculinidad célibe de Jesús hace presente el profundo deseo divino de comunión con su pueblo y, al mismo tiempo, proyecta su plena realización a un horizonte escatológico. Por tanto, este celibato profético y escatológico de Jesús no constituye, como demasiado a menudo se afirma, un elemento de ruptura respecto de la tradición judía.
No obstante, en los sinópticos, y más aún en Juan y en Pablo, Jesús es mucho más que un profeta: es ante todo el Hijo del Padre. Por eso su celibato tiene un significado profundamente filial. Jesús, en su masculinidad virginal, dice su ser todo desde y del Padre (el Hijo engendrado del Padre, dirá el Concilio de Nicea). En el caso de Jesús estamos frente a un celibato proféticamente nupcial en relación con Israel y filial en relación con el Padre. En él la masculinidad virginal expresa el deseo divino de una plenitud nupcial escatológica con Israel, y el Hijo toma el lugar del Esposo, que en la tradición profética estaba reservado solo a Dios.
En esta perspectiva, el anuncio del reino se convierte para el hombre en anuncio de la posibilidad de una plenitud relacional con Dios capaz de sanar todas las otras relaciones, en primer lugar la que se da entre el hombre y la mujer. Si la ruptura de la relación con Dios ha determinado una relación entre hombre y mujer sustancialmente idolátrica, la reconciliación con Dios, posibilitada por el Hijo y Esposo hecho «eunuco por el reino», reabrirá el camino hacia el «principio». Esto es anunciado por Jesús mismo en Mt 19,1-12, y ocurrirá mediante su muerte y resurrección.
«Por nuestra causa fue crucificado bajo Poncio Pilato, padeció y fue sepultado»
En estas palabras del símbolo niceno-constantinopolitano reconocemos, expresada de manera sintética y normativa, la convicción de la Iglesia según la cual hay una relación muy estrecha entre la muerte de Jesús en la cruz y la reconciliación con Dios. Después, esta convicción será interpretada de distintas maneras por la tradición teológica a lo largo de los siglos.
A la luz de todo lo que hemos visto podemos afirmar que la muerte de Jesús es salvífica para nosotros porque él la vivió a partir de la plenitud de su relación filial con el Padre y con el profundo deseo de reabrir la comunión nupcial de Dios con la humanidad, es decir, justamente mediante los dos elementos que están en la base de su masculinidad virginal.
Por lo que respecta a la plenitud de la relación filial de Jesús con el Padre podemos decir que, para el Hijo, se trata de verificar justamente en el dramático choque con la muerte la fiabilidad de su relación filial y, por tanto, del amor del Padre. Y justamente porque se trata de una muerte marcada por la ruptura humana de la relación con Dios, el Hijo se encuentra de hecho en nuestro lugar, el de los pecadores, como la tradición ha procurado expresar mediante el concepto de «sustitución vicaria»: concepto retomado de diferentes maneras también por no pocos teólogos contemporáneos[6].
Esta perspectiva encuentra en el grito de abandono de Jesús en la cruz (cf. Mc 15,34) su expresión al mismo tiempo más sintética y profunda, a través de la cual se trasluce aquel ser Uno de Jesús con el Padre que recuerda el Shemá Israel. Esto sucede justamente en el momento del máximo alejamiento de Jesús del Padre, en un abandono vivido con amor solidario con el hombre, que se había alejado voluntaria y pecaminosamente del Padre, seducido por la mentira del demonio.
Ahora bien, justamente esta solidaridad expresa también la radicalidad de la dimensión nupcial del amor divino por cada ser humano, sea hombre o mujer. En efecto, en el madero de la cruz el Hijo, como nuevo Adán, se vuelve una sola carne también con la humanidad perdida en los abismos del mal, dándose a sí mismo por ella para hacer de ella su Esposa sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5,25-27).
Y justamente aquí tenemos la plena realización del movimiento kenótico iniciado con la encarnación y sugerentemente definido por los padres como admirabile commercium o, también, commercium caritatis (Agustín). Este commercium se celebra en la eucaristía, que es el memorial de la muerte y resurrección de Jesús, pero también un banquete nupcial en el cual el nuevo Adán entrega su cuerpo y su sangre, es decir, se entrega por entero a su Esposa, la nueva Eva, para formar con ella una sola carne. De este modo, él puede hacer propias, con toda verdad, las asombradas palabras del primer Adán frente a la mujer que le había sido dada por Dios en el jardín del Edén: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gén 2,23).
Ahora el cuerpo de la Esposa está llamado, mediante la reiteración del sacramento, a pertenecer cada vez más profundamente al Esposo, para así llegar a ser cada vez mejor cuerpo de Él. Por tanto, para el cristiano, ser en Cristo significa participar de su amor filial al Padre, llegar a ser ontológicamente «hijo en el Hijo» —para utilizar otra expresión de los padres—. Y significa llegar a ser de manera nupcial cada vez más una sola cosa con Él. Y esto no en abstracto, sino dentro de una nueva y concreta red de relaciones, la Iglesia, colocada en el papel de Esposa respecto del Hijo, confirmando así el primado de la figura femenina ya contenida en Gén 3,15. En efecto, con respecto al Padre, cada uno es singularmente hijo o hija, pero lo es como miembro de un cuerpo que pertenece nupcial y escatológicamente al Hijo Esposo, confiriendo así a la reconciliación su esencial dimensión eclesial y social, en la que ella encuentra la verificación última de su verdad relacional.
Este primado de la femineidad en las relaciones humanas con Dios y la redescubierta centralidad de la metáfora nupcial, por las cuales hoy «los creyentes pueden hacer al respecto la experiencia de lo que se llama el progreso de la revelación»[7], muestran que la reconciliación entre hombre y mujer pasa a través de una reconsideración de la masculinidad y de la femineidad. Estas ya no deben comprenderse como dos realidades rígidamente separadas entre ellas y en perenne lucha por el poder, sino como dos polaridades relacionales, de tal modo que la una no puede darse nunca sin la otra.
Esto desvela cómo, en realidad, el rígido juego de roles que se da en no pocas sociedades tradicionales —también cristianas—, denunciado por la cultura feminista y aún antes por el relato de Gén 3, como también la liquidación posmoderna de la misma distinción sexual, tienen en común una idéntica exclusión de la relación con Dios. Ambas posturas se presentan así, justamente en su recíproca oposición, como «verdades enloquecidas» (Chesterton), cuyas respectivas inquietudes solo podrán encontrar su apropiada colocación si son repensadas y vividas a partir de la reencontrada fiabilidad de la relacionalidad que Dios nos ha regalado en el nuevo Adán.
En espera de la venida del Esposo
En el curso de la historia, el memorial de las bodas es continuamente reiterado por la Esposa en espera de la venida del Esposo. Esto es así porque, en el tiempo de la Iglesia, su ser cuerpo eclesial de Cristo debe reedificarse continuamente, luchando contra las fuerzas del mal que tienden a disgregar esta nueva red de relaciones reconciliadas nacidas de la muerte y resurrección del nuevo Adán. Esta reconciliación hallará su pleno cumplimiento solo con la parusía, que no destruirá, sino que transformará escatológicamente la carne con la potencia del Espíritu, como ya ha sucedido en el cuerpo masculino del Hijo resucitado. Un cuerpo que ha conservado su masculinidad filial y proféticamente nupcial, mostrando así que «la identidad sexual de la persona no es una construcción cultural o social. Pertenece al modo específico en el que existe la imago Dei»[8], que se extiende hasta la eternidad, donde el Hijo resucitado «continúa siendo un hombre» y su madre «sigue siendo una mujer»[9].
Y si la resurrección de los muertos del Hijo y la asunción al cielo de la Madre han realizado ya definitivamente la dimensión respectivamente filial y materna de su identidad sexual, no podemos decir lo mismo de su dimensión proféticamente nupcial, en cuanto ella se define en estricta relación con la nueva Eva, figura de la humanidad redimida.
Así pues, la corporeidad humana, con su masculinidad y femineidad, constituye el eje de la salvación (caro cardo salutis[10]). Ella remite a aquella relacionabilidad que es parte constitutiva del misterio mismo de aquel Dios que puede decir su ser Uno solo a partir de la distinción de las tres personas divinas. De Él tuvo origen toda la historia de la salvación, que hallará su plena realización solo cuando, en el Espíritu, todo el cuerpo de la Esposa sea transformado en la fuerza del Espíritu.
En efecto, solo entonces, cuando el mal y la muerte hayan sido derrotados para siempre, todas nuestras relaciones —ante todo las relaciones hombre-mujer—, a menudo profundamente heridas a lo largo del accidentado camino de la historia, podrán hallar finalmente su definitiva reconciliación. Solo en ese momento todas las relaciones estarán finalmente custodiadas en la intimidad de la una caro, que unirá indisolublemente y para siempre al nuevo Adán y a la nueva Eva, para gloria de Dios Padre.
- Cf. P. P. Donati, Sociologia della relazione, Bolonia, il Mulino, 2013. ↑
- S. Latouche, Salir de la sociedad de consumo. Voces y vías del decrecimiento, Barcelona, Octaedro, 2012. ↑
- Este nexo fundamental entre Gén 2,24 y el Shemá Israel es puesto agudamente de relieve por G. Bernheim, Mariage homosexuel, homoparentalité et adoption: Ce que l’on oublie souvent de dire, pp. 22s, disponible en https://web.archive.org/web/20121021034657/http://www.grandrabbindefrance.com/mariage-homosexuel-homoparentalit%C3%A9-et-adoption-ce-que-l%E2%80%99-oublie-souvent-de-dire-essai-de-gilles-bern. ↑
- Cf. G. Castello, «Il racconto delle origini», en Rassegna di Teologia 53 (2012) pp. 17-28; íd., Genesi 1-11. Introduzione e commento alla storia delle origini, Trapani, Il Pozzo di Giacobbe, 2013, pp. 25-45. ↑
- Cf. K. Rahner, «Theos en el Nuevo Testamento», en íd., Escritos de Teología I, Madrid, Taurus, pp. 93-166. ↑
- Podemos recordar aquí, por la parte protestante, a K. Barth y a J. Moltmann; por la católica, a G. Martelet y, sobre todo, a H. U. von Balthasar y a N. Hoffmann. ↑
- G. Mazzanti, Uomo e donna. Mistero grande, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2013. ↑
- Comisión Teológica Internacional, Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios (2005), n. 32, disponible en http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20040723_communion-stewardship_sp.html. ↑
- Ibíd., n. 35. ↑
- Cf. Tertuliano, De resurrectione carnis VIII, 2: CCL 2, 931. ↑
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