Personajes

El sacerdote y la «maduración universal»

Pierre Teilhard de Chardin sobre eucaristía y cosmos

Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955)

«El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal.» Así se expresa el papa Francisco en su encíclica Laudato si’ (LS), n.º 8. En una nota se hace explícita referencia a las raíces de este pensamiento: «En esta perspectiva se sitúa la aportación del P. Teilhard de Chardin».

Teilhard (1881-1955), jesuita, antropólogo y figura espiritual de gran relieve, atravesó las fuertes tensiones de un siglo XX complejo, marcado por guerras, ideologías y grandes descubrimientos[1]. La suya es una historia singular. Su pensamiento de «frontera», capaz de confrontarse con los fermentos más vivos y complejos de su época, no estuvo exento de malentendidos. Pero lo que hoy nos queda como herencia es su tentativa de reunir el conocimiento de Cristo y la idea de evolución.

Después de haber presentado de forma sumamente sintética su pensamiento, intentaremos ilustrar aquí el itinerario de la recepción que ha tenido en el magisterio pontificio desde Pablo VI hasta Francisco. Después nos concentraremos en un punto que fuera puesto de manifiesto por Benedicto XVI y ha sido retomado en la encíclica Laudato si’, del papa Francisco: el sacerdote y su acción de «salvación universal» que implica el cosmos. En efecto, Teilhard, como sacerdote, oraba de la siguiente manera: «Por mi humildísima parte, Señor, quisiera ser el apóstol y (si se me permite la expresión) el evangelista de tu Cristo en el Universo. Por mis meditaciones, mi palabra, por la práctica de toda mi vida, quisiera desvelar y predicar las relaciones de continuidad que hacen del cosmos en que nos agitamos un medio divinizado por la encarnación, divinizante por la comunión, divinizable por nuestra cooperación»[2].

El universo, un inmenso movimiento ascendente

No es fácil sintetizar el pensamiento de Teilhard. Él habla de la historia del mundo en los términos del desarrollo de un único plan que, partiendo de la creación, se dirige hacia el punto omega, el fin de la historia, indicado por Cristo resucitado, y de ese modo nos acompaña para ver la sucesión de las distintas etapas de la historia de nuestro planeta: está la formación de la litosfera, del núcleo de la Tierra aún sin vida; después, en torno a ella evoluciona la sutil pero dinámica película de la biosfera, vegetal y animal; más tarde, con la hominización y la llegada de la especie humana, tenemos un nuevo estrato, frágil y sutil, en el que se desarrolla el pensamiento: es la noosfera, la esfera del conocimiento. Comentando el pensamiento de Teilhard, el cardenal Christoph Schönborn ha descrito este desarrollo como «un inmenso movimiento ascendente hacia una complejidad e interioridad cada vez más elevada de la materia a la vida y hasta el espíritu».

El movimiento ascendente solo se completa cuando llega a la cúspide, con la aparición de Cristo. Él, prosigue el cardenal, «se torna en el centro visible de la evolución, en su polo y su fin: en el “punto omega”. El Logos encarnado, que en un cierto punto se manifiesta de forma visible en el eje evolutivo, había sido antes el invisible “motor de la evolución”. Cristo es […] realmente la cabeza del cuerpo cósmico, de modo que lleva todas las cosas a plenitud, guía todas las cosas y perfecciona todas las cosas. “El universo entero es modelado ipso facto por su personalidad, determinado por sus elecciones y animado por su forma”». Por tanto, según Teilhard, Cristo se torna en «la energía misma del cosmos». Con su resurrección, Él, liberado de toda restricción de su poder y de la eficacia de su acción, está en condiciones de guiar el desarrollo cósmico hacia la parusía.

El cardenal Schönborn señala en su síntesis que esta visión de «Cristo como motor de la evolución solo podía encontrarse con réplica teológica». No obstante, prosigue, a pesar de las críticas «muchas personas han llegado a captar su inquietud y la han apreciado. Lo que impresiona es su fascinación por Cristo. Su amor a Cristo hizo de él una suerte de “místico de la evolución”. En ello se encuentra muy lejos de los conceptos materialistas del evolucionismo materialista muy extendido hoy en día». Su emprendimiento fue «riesgoso y al mismo tiempo necesario». A través de su obra, «Teilhard de Chardin ha ayudado a muchos científicos a superar el prejuicio de que la fe constriñe la ciencia»[3].

Del «Monitum» del Santo Oficio al juicio de Juan Pablo II

Ya a partir de la síntesis expuesta comprendemos cómo el lenguaje de Teilhard, situado entre lo científico y lo poético, pudo suscitar inquietud hasta el punto de que el Santo Oficio de entonces publicara, el 30 de junio de 1962, un Monitum que advertía acerca de su pensamiento. Ese mismo año, Henri de Lubac, que posteriormente llegaría a ser cardenal, escribió el volumen titulado La pensée religieuse du père Pierre Teilhard de Chardin (ed. en español: El pensamiento religioso del padre Teilhard de Chardin), en donde mostraba la continuidad de Teilhard con la tradición de la Iglesia. Como es obvio, el libro suscitó varias polémicas.

Pero, ya pocos años después, Pablo VI, al visitar el 24 de febrero de 1966 un establecimiento químico-farmacéutico, dijo: «un célebre científico afirmó: “Cuanto más estudio la materia, más encuentro el espíritu”». Después, el Papa revelaba el nombre del cien- tífico: «Teilhard de Chardin, que ha dado una explicación del universo y, entre muchas fantasías, muchas cosas inexactas, ha sabido leer dentro de las cosas un principio inteligente que tiene que llamarse Dios». Pablo VI comprendía que, si se va más allá de las fantasías y de las inexactitudes de este pensador, uno no encuentra «errores», sino la lectura de Dios «dentro de las cosas» del mundo.

Poco tiempo después, el teólogo Joseph Ratzinger, en la sección cristológica de su obra Einführung in das Christentum (1968) (ed. en español: Introducción al cristianismo), a propósito de la relación entre Jesús y la humanidad entera, decía sobre Teilhard: «Hay que reconocer como un mérito importante de Teilhard de Chardin el haber repensado estas interconexiones desde la perspectiva de la actual imagen del mundo y, a pesar de una tendencia hacia el biologismo no del todo incuestionable, el haberlas captado, en general, de forma ciertamente correcta y, en todo caso, el haberlas hecho nuevamente accesibles»[4].

Según Ratzinger, el valor de la aportación de Teilhard consiste en la comprensión del universo orientado hacia un punto trascendente y personal donde el hombre es «como una formación que ha de estar inserta en un “Súper-yo” que no lo extingue, sino que lo contiene; solo en tal unificación puede aparecer la forma del hombre futuro, en la cual la condición humana habrá llegado plenamente a su propia meta. Seguramente podrá decirse que aquí, partiendo de la actual concepción del mundo —y, por cierto, en un vocabulario a veces demasiado biologista—, se ha captado en lo sustancial y se hace nuevamente comprensible la orientación de la cristología paulina»[5].

Así pues, para Ratzinger hay que considerar nuevamente el valor de la intuición teilhardiana como capaz de descubrir en el Cristo-Omega el punto de vista unificador y escatológico de la humanidad. Y por eso se puede también «perdonar» a Teilhard su simpatía por el vocabulario «biologista», porque, desde el punto de vista del contenido, hay allí una coherencia sustancial con la cristología de Pablo. El contenido sustancial del Monitum de seis años atrás había desaparecido de facto. Notemos, para terminar, que justamente el tema de las «interconexiones» a las que se refiere Ratzinger regresa a menudo en la encíclica Laudato si’ del papa Francisco (LS 16; 42; 111; 117; 138).

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

Bajo el pontificado de Juan Pablo II tenemos un documento significativo. En 1981, justamente para el centenario del nacimiento de Teilhard, el cardenal Agostino Casaroli envió en nombre del Papa una carta a Mons. Paul Poupard, por entonces rector del Institut Catholique de Paris, y posteriormente nombrado cardenal. Esta bella misiva —aun sin intervenir en las tomas de posición precedentes de la Santa Sede— apreciaba la tentativa del estudioso jesuita de conciliar fe y razón, sin excluir «el estudio crítico y sereno, tanto en el plano científico como en el filosófico y teológico, de una obra fuera de lo común».

Más tarde, el mismo Juan Pablo II, en una carta enviada con fecha 1 de junio de 1988 al jesuita George V. Coyne, director del Observatorio Vaticano, formuló una serie de preguntas de tenor plenamente teilhardiano: «Si las cosmologías antiguas del Cercano Oriente pudieron purificarse e incorporarse a los primeros capítulos del Génesis, la cosmología contemporánea ¿podría tener algo que ofrecer a nuestras reflexiones sobre la creación? Una perspectiva evolucionista ¿arroja alguna luz aplicable a la antropología teológica, el significado de la persona humana como imago Dei, el problema de la Cristología —e incluso al desarrollo de la misma doctrina—? ¿Cuáles son, si hay alguna, las implicaciones escatológicas de la cosmología contemporánea, atendiendo en especial al vasto futuro de nuestro universo? ¿Puede el método teológico apropiarse con fruto concepciones de la metodología científica y de la filosofía de la ciencia?».

No han faltado pastores que hayan retomado el pensamiento de Teilhard justamente a propósito de estos puntos explicitados por Juan Pablo II. Uno de ellos es, por ejemplo, Mons. Ägidius Johann Zsifkovics, obispo de Eisenstadt, Austria. En su intervención durante el XIII Sínodo Ordinario de los Obispos sobre «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana» (2012), afirmó Zsifkovics sobre Teilhard: «Nos guste o no, hoy los fenómenos globales predichos por Teilhard hace más de sesenta años nos han dado alcance. Vivimos todos en un mundo en que ya se ha hecho cuestionable no solamente la existencia de la persona individual, sino también la de la humanidad entera. Teilhard veía la vida y el universo como un movimiento creativo obrado por Dios, movimiento que no ha llegado aún a su meta. Estoy convencido de que esta visión de la Iglesia y del mundo puede indicar un camino en medio de la crisis y de que tendrá un efecto tan benéfico sobre la división existente entre fe y vida como sobre los problemas de comprensión entre razón cristiana e investigación tecnológica».

El obispo prosiguió señalando la urgencia de una reflexión sobre el pensamiento de Teilhard: «Solo una visión profunda y omnicomprensiva, también cósmica de la persona de Jesús logrará, en el momento en que llegue a arrastrar consigo el alma del hombre moderno, no permanecer en lo individualista, sino que conformará una comunidad en la que este nuevo modo de ver se viva también realmente, comenzando por las familias y la iglesia doméstica, pasando por nuestras comunidades parroquiales, hasta llegar a nuestras Iglesias particulares. Y solo si esa visión se vive podrá formar un estilo de vida nuevo que se experimente como natural y normal y, de ese modo, suscitará también una nueva cultura cristiana que sea capaz de impregnar y transformar todo el orden temporal».

De la reflexión de Benedicto XVI a la encíclica Laudato si’

Joseph Ratzinger, ya pontífice, mencionó dos veces el nombre de Teilhard. La segunda vez fue el 11 de noviembre de 2012, para saludar en la plaza de San Pedro a un grupo de estudiosos que se habían reunido para profundizar en su pensamiento: «Me alegro de saludar a los participantes en el encuentro sobre el Padre Teilhard de Chardin que se realiza en estos días en la “Gregoriana”».

La primera vez la mención fue más extensa, dentro de una meditación sobre la oración final de las vísperas del viernes de la VII semana del Tiempo Ordinario, que en la versión oficial italiana reza, traducida al español: «Padre misericordioso, que has redimido al mundo con la pasión de tu Hijo, haz que tu Iglesia se ofrezca a ti como sacrificio vivo y santo y experimente siempre la plenitud de tu amor». Deteniéndose en la primera parte de la oración, Benedicto XVI reconocía en ella una referencia a dos textos de la Carta a los Romanos: «En el primero, san Pablo dice que debemos llegar a ser un sacrificio vivo (Rom 12,16). Nosotros mismos, con todo nuestro ser, debemos ser adoración, sacrificio, restituir nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo. Y en el segundo, donde Pablo describe el apostolado como sacerdocio (Rom 15,16), la función del sacerdocio es consagrar el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia». Benedicto XVI reconoció que esta era la visión que subyace al pensamiento de Teilhard: «Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva. Roguemos al Señor que nos ayude a ser sacerdotes en este sentido, para contribuir a la transformación del mundo, a la adoración de Dios, empezando por nosotros mismos. Que nuestra vida hable de Dios; que nuestra vida sea realmente liturgia, anuncio de Dios, puerta por la que el Dios lejano se convierta en Dios cercano, y realmente don de nosotros mismos a Dios».

El papa Francisco, en su encíclica Laudato si’, retoma el itinerario de reflexión de sus predecesores, llevándolo a la plenitud e insertándolo en la encíclica, texto que, por demás, pasó por el escrutinio de la misma congregación —entonces el Santo Oficio— que 53 años antes había promulgado el Monitum. Para Francisco, la meta del camino del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal (cf. LS 83). Con su resurrección, Cristo guía el desarrollo cósmico hacia su pleno cumplimiento en la parusía.

Las reflexiones teilhardianas se hacen presentes de manera implícita donde Francisco escribe sobre la eucaristía: «El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un trozo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico» (LS 236). Y aquí Francisco cita a Juan Pablo II, que expresó el mismo pensamiento teilhardiano en su encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003): «¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo» (n.º 8; LS 236). Juan Pablo II citaba aquí el célebre libro de Teilhard La messe sur le monde (La misa sobre el mundo) (1923), escrito en el desierto de Ordos, en China.

La eucaristía, prosigue Francisco, «une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración. En el Pan eucarístico, “la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo” (cita de Benedicto XVI, Homilía en la Misa del Corpus Christi [15 de junio de 2006])» (LS 236).

Esta conexión entre la eucaristía y el cosmos está encuadrada en el camino del universo hacia la plenitud de Dios[6]. Pone de relieve el vínculo entre el sacerdocio cristiano y la «liturgia cósmica», que comprende a Cristo resucitado como plenitud, eje de la maduración universal.

Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo, invitado por el Papa a presentar oficialmente su encíclica Laudato si’, expresó con claridad en una entrevista nuestra que la figura del sacerdote es la más pertinente para indicar la tarea del hombre frente al cosmos[7].

El sacerdote y la liturgia cósmica

Precisamente sobre este tema eucarístico y sacerdotal, Teilhard de Chardin plasma un lenguaje poético. En efecto, frente a lo que contempla no reduce a silencio su capacidad imaginativa y representativa, sino que pliega su discurso en forma de oración poética, que justamente por eso tiene potencia especulativa.

No tenemos reparo en reconocer a Teilhard como hermano de Dante, así como también de un gran poeta cristiano como Mario Luzi, que fuera un ávido lector de Teilhard[8].

En la ya citada meditación titulada Le prêtre, el pensador jesuita ofrece una visión sacerdotal sobre la realidad que se despliega como una obra en cuatro movimientos. Después, él mismo profundizará sobre ella varias veces y en varios lugares. Teilhard escribe este texto en 1918, en plena Guerra Mundial: tiene 37 años, es sacerdote desde hace siete y vive como sacerdote-soldado en el frente, ejerciendo de camillero.

En esta meditación, cuyos contenidos reencontramos en filigrana en algunas reflexiones de los últimos pontífices, tenemos la intención de detenernos[9].

Consagración

La visión se inicia con un fortísimo contraste entre vacíos y llenos: el sacerdote no tiene ni pan ni vino, pero justamente por este vacío de elementos extiende él sus manos sobre la «totalidad del universo» (313), por lo cual la materia del sacrificio pasa a ser su inmensa dimensión. Teilhard ve estas manos que se extienden con su poder de consagración y la atención se dirige de inmediato hacia esa materia. ¿Qué ve, entonces? Lo que Luzi gustaba de llamar «el magma» —es el título de una colección suya—, y que originalmente para Teilhard es «el crisol efervescente en que se mezclan y bullen las actividades de toda sustancia viviente y cósmica» (ibíd.). Las manos del sacerdote se extienden sobre esta efervescencia de fuerzas en ebullición: sobre la vida.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

En Teilhard hay una tendencia hacia el todo, hacia la síntesis, que obliga al lector de esas páginas a tener una visión de gran amplitud, capaz de abarcar toda la realidad en una sola mirada. La visión interior debe ejercitarse, y, por tanto, las palabras requieren una lectura fluida, pero muy calma, para captar la intuición mística que es una «manera de mirar el Mundo» (ibíd.). En él hay pluralidad e incoherencia, y, sin embargo, la mirada sacerdotal ve su unidad viviente, el «círculo infinito de las cosas» —escribe Teilhard— que es «la Hostia definitiva que Tú quieres transformar»; el bullir de sus actividades es «el cáliz doloroso que Tú deseas santificar» (ibíd). El título de esta «obra» en cuatro movimientos es, precisamente, Consagración.

Entonces, el sacerdote es aquel que sabe llevar las cosas a su realización última. Pronunciar las palabras «Esto es mi cuerpo» sobre el pan eucarístico significa hacer caer el obstáculo que impide a Dios llegar a la creación. El pan eucarístico está hecho de granos de trigo prensados y molidos; el pan mismo fue partido antes de ser consagrado en la Última Cena. Estas fuerzas de presión y fractura están dirigidas al crecimiento, a la elevación. La presencia eucarística diviniza lo real, y la «potencia plasmática» (316) del Verbo desciende al mundo para vencer «su nada, su malignidad, su vanidad, su desorden» (ibíd.) Concluye Teilhard: «Cristo es el aguijón que acicatea a la criatura por la vía del esfuerzo, de la elevación, del desarrollo» (317).

Según queda claro, estas páginas ofrecen una visión del mundo y del significado de su desarrollo, así como de las tensiones que lo agitan. En dicha visión Dios ilumina las cosas desde dentro: es como la luz que hace que nuestros ojos vean los colores y los matices del alabastro.

Adoración

El sacerdote que lee las páginas de Teilhard se ve fuertemente impulsado a mirar la realidad de un modo diferente, a colocarse en el mundo de una manera nueva, a comprenderlo con categorías diferentes y a adorar a Dios: este es el segundo movimiento, la adoración. No hay migaja de la realidad que no se pueda reencontrar en la plenitud de Dios. A la inversa, es posible «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas», como escribiera san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales.

Teilhard expresa nuevamente esa convicción con potentes ecos bíblicos cuando escribe: «Mezclado en la atmósfera creada toda, Dios me rodea y me asedia» (318). En esta fulgurante meditación que la poesía y la espiritualidad siempre han hecho propia —desde Pascal en Pensamientos sobre la religión y otros asuntos hasta Foscolo en Ortis, o Whitman y el primer Ungaretti— se expresa la real posición del hombre sobre la tierra. Más aún, de hecho parece ser la respuesta a Foscolo cuando lee a Pascal, cuando el primero escribe en Ortis: «No sé por qué he venido al mundo, ni cómo, ni qué es el mundo: ni tampoco qué soy yo mismo para mí. […] No veo por todas partes otra cosa más que infinidades que me absorben como un átomo»[10]. Sobre esta meditación descienden las palabras de Teilhard que repiten: «Mezclado en la atmósfera creada toda, Dios me rodea y me asedia» (ibíd).

Solo que, en algunos autores, el camino a seguir a partir de esta intuición es la ascesis, la «nada», la vía negativa o, también, un retiro petrarquesco al secretum. En cambio, para Teilhard, el camino es positivo. Su referencia se dirige a la tierra en una tentativa de hacer comprender que no hay que abandonar, sin más, todos sus «gustos más exquisitos» […], sino reencontrarlos en Dios. Aquí parece que el jesuita quiere hacerse cargo de las inquietudes de aquellos que no comprenden el sentido de la realidad sin tomar seriamente en consideración —y mucho más allá del hedonismo— lo que Gide llamaba les nourritures terrestres.

Jesús es «Plenitud» (ibíd.), es la plenitud de mi ser personal (plenitudo entis mei), no la utopía de algo que se alcanza disminuyendo, atenuando el impulso vital bueno de todo ser humano: «En Ti y solo en Ti, como en un abismo sin límites, nuestras potencias pueden lanzarse y expandirse —dar su medida plena— sin chocar con barrera alguna» (ibíd.) Jesús «despierta» (ibíd.) el alma y las energías. Sería reductivo leer estas palabras de manera exteriormente vitalista.

Si se toma en serio lo dicho por Teilhard, con él se llega a comprender que gozar de las bullentes energías de la creación —a saber, de nuestra vocación de criaturas— significa liberarse de su búsqueda egoísta para llegar a un «riguroso desapego» (321) respecto de los vínculos y de la posesividad: todo se ve, porque todas las cosas están iluminadas desde dentro por la luz de Cristo. Todo es diáfano. Aquí está el llamamiento a tomar en serio las palabras del Evangelio de Juan: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10).

Comunión

Esta amplitud de visión es circular, de 360 grados, y abre la mirada y el aliento. La vida del sacerdote es una vida dedicada «a una obra de salvación universal» (328), no a ser un funcionario o un burócrata de lo sagrado. Para Teilhard, el sacerdote está llamado por vocación a respirar a Dios y a percibirlo —según la consideración paulina sobre el Pleroma— como una Persona, pero también como un Mundo (322). Escribe Teilhard respecto de la eucaristía: «La pequeña Hostia se ha vuelto a mis ojos tan vasta como el Mundo, tan devoradora como una hoguera» (323).

Cuando habla de «hoguera» piensa en el fuego, pero su fuego no destruye produciendo una amalgama. Su pensamiento no es hegeliano. Por el contrario, su pensamiento hace tangibles las diferencias y las individualidades: «Tú no destruyes los seres que adoptas, Señor, sino que los transformas conservando todo lo bueno que siglos de creación han elaborado en ellos» (328). Solo en Dios es posible esta coincidentia oppositorum entre unidad y diferencias. Y es una unidad que se realiza en la persona, no solamente en el desarrollo histórico de los sistemas: «Siento que llevo en el punto más secreto de mi ser el esfuerzo total del Universo» (324) —confiesa Teilhard—. «Tú me trabajas, Señor —tú modelas y espiritualizas mi arcilla informe—; tú me cambias en Ti» (ibíd.).

Para Teilhard, el misterio de la eucaristía está en intrínseca relación con el misterio del universo. Este es el tercer movimiento de su obra: comunión. Hacer la comunión es estar en comunión con el devenir, es decir, estar en comunión con Cristo a través de todas las circunstancias de una vida que va hacia la comunión total del universo entero reunido en la totalidad de Dios, «todo en todos» (1 Cor 15,28).

Apostolado

Por este motivo, la vocación del sacerdote no tiene límites o recintos, supera las dimensiones de una grey ordenada y compuesta en un recinto bien defendido del «mundo», de los «otros» que no pertenecen a la grey. En la visión teilhardiana, el pastor va incluso a la madriguera del lobo: «Llevar a Cristo, en virtud de vínculos propiamente orgánicos, al corazón de las realidades consideradas más peligrosas, más naturalistas, más paganas: he ahí mi evangelio y mi misión» (329). Este es el cuarto movimiento de la reflexión de Teilhard: el apostolado.

Para mayor claridad, tal es la indicación que el sacerdote recibe: «A quienes son cobardes, tímidos, pueriles, o bien estrechos en su religión, quiero recordarles que el desarrollo humano es exigido por Cristo y por su Cuerpo, y que, con relación al Mundo y a la Verdad, existe un deber absoluto de investigación» (330).

El sacerdote es un químico que se sumerge en las cosas del mundo y «extrae» (331) de ellas aquello que contienen de vida eterna. No es un químico de «laboratorio», sino uno que se sumerge en las reacciones y forma parte de ellas. Por tanto, no es un observador ni un catalizador simplemente.

En un tiempo posterior Teilhard profundizará en el sentido del deber de investigación para el sacerdote. Sintiéndose movido por un llamamiento del superior general de su orden, se preguntará: «¿Por qué es tan importante para nosotros, jesuitas, participar en la Investigación humana hasta penetrarla e impregnarla de nuestra fe y de nuestro amor por Cristo?». Su respuesta reza: «Porque la investigación es la forma bajo la cual se disimula y opera más intensamente, en la naturaleza a nuestro alrededor, el poder creador de Dios. […] Por tanto, nuestro lugar de sacerdotes está precisamente allí, en el punto de emergencia de toda verdad y de toda nueva potencialidad: para que Cristo dé forma a todo crecimiento del Universo en movimiento a través del Hombre»[11]. Aquí el pensamiento de Teilhard se hace luminoso y ve al sacerdote au point d’émergence de toute puissance nouvelle.

Aquí se encuentra también, expresada con mayor precisión, la vocación sacerdotal de un religioso que ha hecho los votos de pobreza, castidad y obediencia: «Quiero recuperar en la renuncia toda la llama celestial que hay encerrada en la triple concupiscencia: santificar, en la castidad, en la pobreza y en la obediencia, la potencia contenida en el amor, en el oro y en la independencia» (Le prêtre, 332). Y, claramente, la visión de la Iglesia en Teilhard tiende a coincidir con su misión en el mundo: la Iglesia está llamada a comprenderse a sí misma también a la luz de su experiencia en la historia, porque en este devenir está presente Dios de manera siempre activa.

* * *

He aquí, pues, la «función universal» del sacerdote según Teilhard, joven sacerdote-soldado que, en la trinchera —y no frente a paisajes campestres o idílicos—, intenta realizar «la ofrenda a Dios del mundo todo entero» (333). Esta meditación teilhardiana podrá ayudar a comprender mejor el sentido de vocación sacerdotal como parte de aquello que el papa Francisco presenta como el camino de maduración del universo hacia la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado (cf. LS 83).

 

  1. Pierre Teilhard de Chardin nace en Francia, en Sarcenas, el 1 de mayo de 1881. Entra en la Compañía de Jesús en 1899 y es ordenado sacerdote en 1911. Participa en la Primera Guerra Mundial como camillero y, por su heroísmo, lo condecoran con la Legión de Honor. Enseña Geología en el Institut Catholique de París, pero, por su orientación evolucionista, debe abandonar Francia. De 1926 a 1946 su vida se desarrolla en China, donde realiza investigaciones y estudios paleontológicos que le dan fama internacional. Después de la Segunda Guerra Mundial regresa a París. Viaja varias veces a América del Norte y a Sudáfrica. Por último, se traslada a Estados Unidos. Muere en Nueva York el 10 de abril de 1955, en el día de Pascua, como él mismo deseaba. Es autor de numerosos estudios científicos. Gran parte de sus obras de contenido filosófico-religioso ha sido publicada después de su muerte y traducida a muchas lenguas.
  2. P. Teilhard de Chardin, Le prêtre, en íd., Œuvres de Pierre Teilhard de Chardin 12: Écrits du temps de la guerre (1916-1919), París, Seuil, 1976, p. 329.
  3. C. Schönborn, Ziel oder Zufall? Schöpfung und Evolution aus der Sicht eines vernünftigen Glaubens, Friburgo de Brisgovia, Herder, 2007.
  4. J. Ratzinger, Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische Glaubensbekenntnis. Mit einem neuen einleitenden Essay, Múnich, Kösel, 92007 (de la nueva edición, 2000; ed. original, 1968), p. 222 (cursiva nuestra).
  5. Ibíd., p. 224ss.
  6. A este respecto cabe leer I. Zizioulas, Il creato come eucaristía. Approccio teológico al problema dell’ecologia, Qiqajon / Comunità di Bose, 1994 (ed. original en griego, 1992).
  7. Cf. A. Spadaro, «Liturgia cosmica ed ecologia. Intervista al Metropolita ortodosso Ioannis Zizioulas», La Civiltà Cattolica III (2015), pp. 164-176.
  8. Cf. M. Luzi, Nell’oppera del mondo, Milán, Garzanti, 1979.
  9. P. Teilhard de Chardin, Le prêtre, cit. Véase nuestra nota a pie de página n.º 2. En lo que sigue, los números entre paréntesis al final de las citas remiten a las páginas de dicha edición.
  10. U. Foscolo, Le ultime lettere di Jacopo Ortis, carta del 20 de marzo de 1799.
  11. P. Teilhard de Chardin, «Sur la valeur religieuse de la Recherche» (1947), en íd., Œuvres… 9: Science et Christ, París, Seuil, 1965, pp. 256-263 (esta cita en p. 259ss).
Antonio Spadaro
Obtuvo su licenciatura en Filosofía en la Universidad de Mesina en 1988 y el Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana en 2000, en la que ha enseñado a través de su Facultad de Teología y su Centro Interdisciplinario de Comunicación Social. Ha participado como miembro de la nómina pontificia en el Sínodo de los Obispos desde 2014 y es miembro del séquito papal de los Viajes apostólicos del Papa Francisco desde 2016. Fue director de la revista La Civiltà Cattolica desde 2011 a septiembre 2023. Desde enero 2024 ejercerá como Subsecretario del Dicasterio para la Cultura y la Educación.

    Comments are closed.