Biblia

El amor del Señor por los pequeños

La Visitación, Giotto (1306)

Siguiendo las indicaciones del Salmo 136, nos adentramos en la consideración de la misericordia del Señor siguiendo a un cantor sagrado que, evocando las gestas del Creador y Salvador, suscita la alegre aclamación de alabanza por la eterna bondad de Dios. La oración, con su componente intrínseco de escucha de la voz de Dios, debe acompañar, siempre, todo itinerario meditativo, incluso cuando se trata de considerar textos bíblicos que no se presentan como formas preparadas para la recitación litúrgica. En efecto, no se puede respetar la Sagrada Escritura si no se asume una reverente apertura de corazón[1], en plena obediencia a la Palabra de Dios, para que ésta, como una semilla fecunda, penetre en lo más íntimo del ser y transforme la conciencia, haciéndola misericordiosa. Este es el fruto de la escucha en la oración.

En el Salmo 136, la contemplación de la acción benéfica de Dios comienza destacando la grandeza de las obras del Creador, empezando por la inmensidad de los cielos (vv. 4-9); luego evoca la gran epopeya del éxodo, en la que la poderosa mano del Señor obtuvo la victoria sobre los «grandes» reyes de la tierra (vv. 10-22). Sin embargo, el salmo concluye la letanía de acción de gracias con un recordatorio del pequeño regalo del pan de cada día. Esta tensión entre, por una parte, el poder infinito del Señor, celebrado con atributos superlativos ligados a su Nombre («Dios de los dioses, Señor de los señores»: vv. 2-3) y, por otra, la realidad humilde del «servidor» (v. 22) al que se entrega la grandeza divina, da cuenta de una forma paradójica de revelar a nuestro Dios que constituye uno de los núcleos más significativos de la fe bíblica. Y esto provoca nuestra atención reflexiva y nuestra creencia.

Para nosotros, los cristianos, el acontecimiento de la Encarnación, el descenso del Altísimo a la pobre carne humana, representa la cúspide sublime de esta economía divina, completamente impregnada de condescendencia, completamente orientada a la salvación y, por tanto, plenamente expresiva de la misericordia. Pero precisamente para acoger más conscientemente uno de los misterios centrales de nuestro Credo, es bueno seguir los caminos que prepararon proféticamente su advenimiento. En efecto, es necesario comprender que la humillación hasta la muerte en cruz de Aquel que era «de la condición de Dios» (Flp 2,6-8) es el cumplimiento del plan del Señor, escrito desde el principio de la historia.

La narración bíblica, si nos fijamos bien, se presenta como una repetida sucesión de «comienzos», de hechos que han de considerarse como ocurridos «al principio», no sólo de un breve ciclo, sino de todo el proceso histórico, configurándolo según su preciso sentido. Los inicios son múltiples, y la historia narrada por el autor es por tanto compleja, rica en significados complementarios. Hay un comienzo absoluto del mundo (Gn 1), y otro después del Diluvio (Gn 9); hay un comienzo de la historia humana con el pecado de los progenitores y la consiguiente maldición (Gn 3), pero también está la historia de Abraham que inaugura la historia de la bendición, fundada en la fe y la justicia (Gn 12-15). Y así hasta Cristo, para nosotros el principio de la salvación, aunque Pentecostés es un punto de partida innovador, el de la Iglesia llena del Espíritu.

Centraremos ahora nuestra atención en el inicio de la historia del pueblo de Israel, con la convicción de que en este momento «original» se nos muestra el modo en que el Señor actúa constantemente en el tiempo, en todos los tiempos, revelando así su misericordia[2]. Para ello, en lugar de elegir la narración del Génesis, recurriremos al Deuteronomio, porque este libro constituye una síntesis teológica sobre los orígenes de la alianza entre YHWH y su pueblo, y nos permite así una aproximación más orgánica al tema que queremos explorar. Como veremos, alianza y misericordia son conceptos relacionados; precisamente en la alianza eterna jurada por el Señor a nuestros padres se revela claramente la misericordia de nuestro Dios. A partir del Deuteronomio, trazaremos brevemente una línea que mostrará cómo lo inscrito en el acontecimiento inicial se confirma y profundiza a lo largo del recorrido de la historia, en particular cuando aparecen puntos de inflexión que dan a esta misma historia una nueva configuración, o, en otras palabras, cuando los acontecimientos humanos adquieren un nuevo comienzo.

En el libro del Deuteronomio

Vamos a considerar dos textos de gran relevancia, ambos tomados de la sección de los capítulos 5-11, en la que se nos ofrece la reflexión teológica más importante de todo el libro. Son dos textos similares, en los que se reiteran afirmaciones cruciales para entender al Señor. Dos textos que proclaman que Dios ha amado y ama a Israel en su pequeñez, dos textos que, por tanto, nos ayudan a entrar más plenamente en el reconocimiento de la misericordia del Señor.

«No porque sean un gran pueblo» (Dt 7,6-11)

El capítulo 7 del Deuteronomio desarrolla un tema difícil: se prescribe el «exterminio» de los pueblos cananeos y la destrucción total de los signos de sus tradiciones religiosas (Dt 7,1-5,25-26). Para justificar tal mandamiento – que debe interpretarse como la necesidad de evitar cualquier compromiso con la idolatría como una trampa mortal[3] – se adjunta un pasaje admirable, en el que se vincula la cualidad única del pueblo de Israel (su «santidad») con la forma de actuar del Señor en la historia (su amor por el pequeño).

«[Israel, debes tener un solo Dios, el Señor; por tanto, debes eliminar todo lo que sea un obstáculo para esta relación, porque] eres un pueblo santo», «consagrado al Señor, tu Dios» (v. 6). Las palabras de Moisés dirigidas a la asamblea reunida en la llanura de Moab (a punto de cruzar el Jordán y tomar posesión de la tierra prometida) recuerdan las que el propio Dios, en el monte Sinaí, había pedido a Moisés que dirigiera al pueblo: «“Si de veras escuchan mi voz y guardan mi alianza, serán mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece. Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y un pueblo santo”. Esas son las palabras que comunicarás a los israelitas» (Ex 19,5-6).

Israel recibe su identidad del Señor. Es escuchando y aceptando las palabras de su Dios que se convierte en un pueblo especial. Israel es, de hecho, una nación entre otras, sin cualidades ni méritos particulares; lo que la ennoblece es el hecho de estar en relación de alianza con el Señor, lo que la hace especial es el hecho de pertenecer a YHWH. Ser un pueblo «santo» no significa aquí tener una conducta de moralidad intachable o una religiosidad elevada, casi como una especie de carácter espiritual excepcional o al menos superior al de otras etnias de la tierra. Ser «santo» equivale a estar consagrado al Señor, y esto está determinado exclusivamente por la elección: «Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios. Solo a ti te eligió de entre todo los pueblos de la tierra» (v. 6). Dios no elige lo que es santo, sino que santifica a quien elige. En efecto, la elección que hace Dios consiste en separar del resto y ligar a sí mismo a un sujeto, que por esta unión (llamada «alianza») se transforma en la imagen del Señor, el Santo que hace santo.

La elección

Algunas traducciones del pasaje recién citado, dicen: «Por ser un pueblo privilegiado». Ciertamente es un privilegio ser elegido, pero la expresión hebrea debería traducirse con mayor precisión como: «Ser un pueblo que se convierte en la posesión especial del Señor», comparable a su tesoro personal. Dios no santifica enriqueciendo con bienes terrenales. Ciertamente, de la alianza con Él se derivan grandes beneficios, que son el signo de la benevolencia del Señor, y que adoptan la forma de donaciones múltiples y duraderas, como la tierra, la fertilidad, la victoria sobre los enemigos (un texto ejemplar a este respecto es Ez 16,8-14; cf. también Os 2,10). Sin embargo, no es esta generosa dotación la que hace de Israel el pueblo privilegiado. Otras naciones, en la historia antigua y reciente, han demostrado ser más ricas, más sabias y más famosas que el pueblo de Dios. Lo que hace a Israel especial y único es el hecho de ser «del Señor», de haber sido considerado la herencia personal del Dios de toda la tierra (Dt 4,28; 9,26.29; 32,9; Sal 33,12; etc.). Y esto por razón de la elección.

«El Señor, tu Dios, te ha elegido» (v. 6 y v. 7). En el libro del Deuteronomio se desarrolla especialmente el tema de la elección divina, referida al pueblo de Israel (Dt 4,37; 7,6-7; 10,15; 14,2), pero también al rey (Dt 17,15), al sacerdote (Dt 18,5; 21,5) y sobre todo al lugar del santuario (Dt 12,5.11.14.18.21.26; etc.). La elección original, de la que dependen todas las demás, es, sin embargo, la de los «padres»; y ésta conlleva intrínsecamente la elección de sus descendientes, descendientes perpetuos, que recibirán repetidas y diversas manifestaciones preferentes del Señor. Toda elección implica una selección entre muchas; y esta distinción y separación confiere al elegido un estatus especial, ante todo el de estar totalmente ligado a quien hizo la elección.

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De todos los pueblos de la tierra, el Señor eligió a Israel. Esta afirmación es difícil de aceptar, no sólo por la envidia natural de todos los que se sienten excluidos, sino también porque no parece «correcta», no parece digna de Aquel que debería ser imparcial y tratar a todos, individuos o grupos, con igual benevolencia. La Escritura, sin embargo, presenta a un Dios que elige, que se complace en privilegiar ciertas relaciones personales (cf. Is 42,1; Mt 3,17; 12,18; 17,5), y ello porque tales elecciones, y sólo tales elecciones, son capaces de manifestar el amor gratuito. Examinemos este punto con más detenimiento.

La elección, en Dios, es siempre un acto de amor. Es una revelación de la fuente íntima, de la libertad benévola, de la que brota la acción divina. En efecto, el Deuteronomio dice: es porque el Señor «se vinculó» (v. 7) con un lazo de afecto a Israel, es porque lo «amó» (v. 8) que surgió la elección y, en consecuencia, se produjo el acontecimiento benéfico de la liberación de Egipto, acontecimiento fundado en la alianza con los padres y, al mismo tiempo, acontecimiento que fundó la alianza sinaítica con los hijos de Israel (Ex 19,3-4; Dt 5,6; Jer 31,32). El amor – la cualidad que define a Dios, o mejor, la cualidad con la que Dios se identifica (1 Jn 4,7) – es el origen de todo, es el amor el que explica (y justifica) la elección.

Pero, ¿por qué Dios amó y prefirió a Israel entre todas las naciones de la tierra? Aquí tocamos un punto delicado. El verdadero amor, el auténtico amor, el amor divino no está motivado por ninguna realidad externa, no está condicionado ni proporcionado a ningún bien existente, como si Dios fuera una respuesta debida y predecible. La elección de Israel sólo puede entenderse como un acto libre, gratuito y sorprendente del amor del Señor, manifestado a las naciones, para que todos reconozcan que Él ama, porque es amor.

En este misterio insondable del Origen amoroso de toda la realidad, que hay que acoger con reverente adoración cada vez que se manifiesta, sale a la luz otro concepto de gran importancia espiritual, porque nos muestra el modo en que el Señor revela su benevolencia naciente en la historia. Quizá podríamos hablar de los criterios que actúan en las decisiones divinas, o tal vez del estilo o modo de proceder de Dios cuando actúa en la historia. El Deuteronomio, dirigiéndose a Israel, el elegido, dice: Dios no te ha elegido por tu grandeza, ya que eres el más pequeño de los pueblos, sino que te ha elegido por amor.

Nótese la sutileza con la que se expresa el Deuteronomio. No dice que el Señor eligió a Israel porque era pequeño; dar tal razón sería condicionar a Dios en sus elecciones. De hecho, en la historia bíblica vemos que incluso algunos «grandes» a los ojos del mundo (como Saúl, la reina Ester, Nabucodonosor o Ciro) pueden ser el instrumento elegido de la misericordia divina. No es, pues, una consideración exclusivamente sociológica la que resulta decisiva; lo decisivo es más bien lo que una determinada condición social es capaz de «revelar» sobre la naturaleza del Señor en su acción histórica. La elección del pequeño muestra que el verdadero Dios no hace preferencias – aquí está lo paradójico –, es decir, no se deja condicionar por las apariencias externas (1 Sam 16,7), por lo que sería amable y apreciable para todos, y por tanto útil para el fin que se persigue. Por el contrario, Dios se inclina sobre los que «no tienen apariencia ni belleza» para glorificarle (Is 52,13-15), sobre la niña desnuda que lucha con su sangre para hacerla reina (Ez 16,6-8), sobre los pobres e indigentes para hacerlos sentar entre los príncipes (Sal 113,7-8).

Haciendo alto, noble y sublime lo que es humilde y despreciado, atando a sí mismo por puro amor a los abandonados o marginados, Dios manifiesta su misericordia a todos. Porque dice: «yo concedo mi favor a quien concedo mi favor y tengo compasión de quien tengo compasión» (Ex 33,19), y esto se lo dice a Moisés que pidió «ver la gloria» del Señor (Ex 33,18). Por tanto, sólo podemos contemplar el misterio glorioso de Dios si estamos abiertos a acoger esta manifestación gratuita y generosa de la bondad del Señor, que se complace en elevar a los humildes y engrandecer a los pequeños (1 Sam 2,4-8; Lc 1,51-54).

El pequeño

El texto que comentamos habla de Israel como un pueblo pequeño. El adjetivo utilizado propiamente significa «poco» (en contraposición a «mucho»), y en el contexto se especifica como «poco en número», pequeño en cantidad. Este calificativo, que suele ser despectivo cuando se aplica a una nación, pretendía expresar el hecho de que Israel, en el momento de su elección, era una entidad social de escasa fuerza militar y, por tanto, vulnerable. Israel tenía, además, poco potencial económico, ya que la riqueza procede en gran medida del trabajo. Asimismo, una población pequeña carece normalmente de una estructura política y administrativa organizada y, sobre todo, su supervivencia se ve amenazada, ya que en caso de hambruna, peste o baja fertilidad, es fácil que se extinga.

Ahora bien, es precisamente esta débil y precaria realidad humana la que es elegida por el Señor, y la razón de esta elección es «divina». En efecto, cuando un pequeño grupo de personas, afligido por una frecuente esterilidad, situado en territorios sometidos a repetidas hambrunas, privado por imperios prepotentes de los recursos necesarios para desarrollarse, cuando, por lo tanto, este pueblo miserable se multiplica, llegando a ser tan numeroso como las estrellas del cielo, hay que reconocer que la bendición de su Dios actuó en su prodigiosa vitalidad. O cuando una fuerza militar débil y casi insignificante logra una victoria inexplicable sobre ejércitos formidables (como sucedió con el éxodo), será evidente, a los ojos de todos, que ese éxito no puede atribuirse al hombre, sino sólo a la intervención de un poder sobrehumano, el poder del Dios de ese pueblo, que se hizo presente con su eficaz acción misericordiosa. Acción eficaz, que demuestra que ni el arco ni el caballo pueden resistir el brazo poderoso del Señor, y, al mismo tiempo, acción misericordiosa, porque la victoria es el triunfo de los débiles oprimidos, es la salvación para las víctimas de la injusticia, las que, solas, no habrían tenido ninguna oportunidad.

Como veremos, el reducido número de personas que Dios ha elegido es una «figura», es decir, una forma particular, una especie de símbolo de la forma en que el Señor actúa en la historia. En otras palabras, es una de las expresiones de la pequeñez, amada por el Dios de toda la tierra, para revelarse y, en esta revelación, mostrar a todos el camino de la salvación. Lo que es débil, pobre, indefenso, esto será siempre el lugar de la satisfacción de nuestro Dios, esto será siempre el objeto de su misericordia.

«Se ha unido a ustedes»

La elección de Israel por parte de Dios podría considerarse meramente instrumental: el Señor utilizaría a este pequeño pueblo para sus propios fines, fines nobles ciertamente, pero útiles para exaltar sólo a Dios sin transformar el mundo. De hecho, hay textos bíblicos que corren el riesgo de ser interpretados de esta manera; son textos que pretenden frenar la jactancia del elegido, como si el resultado extraordinario del acontecimiento dependiera de él, y no de Dios (cf. Is 10,15; 29,16; 45,9; Rom 9,20-21).

Sin embargo, el Deuteronomio nos ayuda a comprender que Dios no usa a Israel (es decir, a la realidad humana) como un mero instrumento material del que se puede disponer a voluntad, al margen de su conciencia y consentimiento. Por el contrario, Dios entra en una relación personal con su pueblo. Más aun, dice el Deuteronomio que Dios se vincula, con un lazo de afecto, a un sujeto capaz de comprender y adherirse libremente a él. Sin embargo, la iniciativa parte siempre del Señor; es Él quien elige (Jn 15,16), y es Él quien se une para siempre al hombre.

Para hablar de esta unión, el autor del Deuteronomio utiliza un verbo bastante raro (ḥšq), que significa «unir, atar» algo a otra cosa. Además del sentido material, la raíz verbal sugiere un aspecto de deseo (cf. 1 Re 9,1.19; Is 21,4), en particular, ese vínculo sentimental por el que una persona «se apega» a otra porque está enamorada (Gn 34,8; Dt 21,11). Precisamente esta dimensión afectiva, que es el preludio del matrimonio, se pone de relieve en los dos únicos textos en los que Dios es el sujeto del verbo, a saber, en Dt 7,7 y Dt 10,15 (que comentaremos enseguida), donde el Señor expresa la relación jurídica de la alianza con la terminología explícita del amor.

Sabemos que será sobre todo la tradición profética, iniciada por Oseas y luego tematizada por Jeremías, Ezequiel y el Deutero-Isaías (con claras influencias también en el Nuevo Testamento), la que desarrollará el motivo de la alianza entre YHWH e Israel en términos esponsales. Sin embargo, este valor está inscrito en la Torá, en los textos que acabamos de mencionar (Dt 7,7 y 10,15), y en otros donde aparece el verbo «apegarse a» (dbq be), que en el texto fundador de la creación (Gn 2,24) define el vínculo matrimonial indisoluble («el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne»), mientras que en el Deuteronomio se utiliza para calificar el vínculo que Israel debe mantener con su Dios (Dt 4,4; 10,20; 11,22; 13,5; 30,20; etc.).

Este sutil pero importante matiz nupcial no sólo sirve para explicar el valor amoroso, no instrumental, de la elección de Israel por parte de Dios, sino que también es muy significativo al revelar la fidelidad del Señor a esta relación indisoluble. Un instrumento se abandona cuando ya no se necesita; Israel, en cambio, nunca es abandonado por su Señor-esposo, precisamente porque la elección del amor es un vínculo eterno, una relación a la que el Señor ha prestado un juramento (Dt 7,8) que nunca podrá negar. En efecto, la alianza con el pequeño (Israel) se identifica – en Dt 7,9 y 7,12 – precisamente con el ḥesed (el celebrado como eterno en el Salmo 136), que tiene un doble carácter: el de la misericordia, porque existe frente al necesitado; y el de la perpetuidad, porque se funda en el amor original del Señor.

Dios, se dice en nuestro pasaje, «mantiene» su alianza (vv. 9 y 12), «mantiene» su juramento (v. 8): lo que está inscrito en el acto original es de hecho para siempre, porque Dios no se arrepiente del bien que ha hecho, no traiciona, no falla. Leemos en Isaías: «El Señor te llamó como a una mujer abandonada y de corazón abatido, como a la esposa de la juventud que ha sido repudiada, dice el Señor. “Por un instante te abandoné, pero ahora me uno a ti con inmenso cariño”» (Is 54,6-7). Y San Pablo se hace eco de ello cuando escribe: «¿Acaso Dios ha rechazado a su pueblo? ¡De ninguna manera!» (Rom 11,1). Y para el pequeño (Israel) esta certeza es fuente de esperanza y alegría: Dios se ha unido a nosotros, y nadie podrá romper este vínculo. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8,35).

La respuesta del elegido

¿Cómo reacciona la persona que escucha esta consoladora declaración de amor? El que escucha la página del Deuteronomio es el israelita, que, a diferencia de un instrumento material, está llamado a responder, a consentir libremente la oferta de amor y a corresponder a ella con un comportamiento de cierta forma simétrico. Leemos en Dt 26,17-18, en la conclusión del Código Deuteronómico (Dt 12-26):

«Hoy has declarado que el Señor es tu Dios y que seguirás sus caminos observando sus leyes, sus mandamientos y sus normas, y obedeciendo su voz. También hoy el Señor te ha declarado que serás el pueblo de su propiedad, como te lo había prometido, y que cumplirás todos sus mandamientos»

De este texto se desprende la idea de que la elección divina (que hace de Israel un pueblo particular) establece una relación recíproca, por la que los dos sujetos se definen en relación con el otro: el Señor es el Dios de Israel, e Israel es el pueblo del Señor. Pero este pacto de palabra sólo se realiza si ambos miembros de la pareja «cumplen» su palabra, si observan, por tanto, la esencia intrínseca del vínculo, que es el amor. Por eso, el Señor nos invita a reconocer que él es el Dios «fiel», «que guarda la alianza y la misericordia […] por mil generaciones» (v. 9), pero esta bondad se despliega «para los que le aman y guardan sus preceptos» (en el mismo v. 9).

Estas afirmaciones también requieren una aclaración. De algunas expresiones bíblicas se podría inferir erróneamente que el amor misericordioso del Señor se dirige a alguien, a condición de que responda con una actitud similar (cf. Dt 5,10; Sal 103,17-18). En realidad, la palabra de Dios quiere decir más bien que la misericordia del Señor se mantiene históricamente sólo si el pueblo o el israelita individual permanece, a su vez, en el amor, es decir, si permanece en la condición de recibir misericordia. Ahora bien, este recibir (misericordia) se manifiesta si y cuando el elegido se vuelve misericordioso. Esta dinámica se expresa claramente en Dt 10,14-22.

El amor al extranjero (Dt 10,14-22)

Podemos resumir este pasaje diciendo que Israel está sometido a una doble exigencia: la de amar a Dios (Dt 10,12-13: principio del pasaje) y la de amar al extranjero (Dt 10,19: final del pasaje). Esta doble exigencia tiene su origen en la misericordia original del Señor para con el propio Israel (Dt 10,14 s.: en el centro del pasaje). En otras palabras, la alianza se realiza cuando el amor de Dios hace amar al hombre.

En este texto se repite el punto central del capítulo 7, a saber, que Dios «se vinculó a los padres» y los «eligió» junto con sus descendientes por «amor» (v. 15). El elemento nuevo es la insistencia en la grandeza del Señor (cf. también Dt 4,32.34.37-38), el Dios al que «pertenecen el cielo, lo más alto del cielo, la tierra y todo lo que hay en ella» (v. 14). Más que evocar el acto de la creación, que queda implícito, el autor deuteronómico subraya aquí el dominio del Señor sobre toda la creación (cf. Sal 46,11; 47,3.8-9; 99,1-3), en consonancia con lo que Dios había afirmado en el Sinaí: «Serán mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece» (Ex 19,5).

Es este poder soberano el que hace que la elección sea extremadamente significativa. La naturaleza sublime de YHWH se reafirma, de hecho, en el v. 17, con títulos que recuerdan la alabanza divina del Sal 136,2-3: «El Señor (tu Dios) es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, fuerte y terrible». Por tanto, el Dios que eligió a Israel no es una modesta deidad local con poderes circunscritos a un territorio, ni es el patrón de un pequeño grupo étnico hacia el que tiene una preferencia exclusiva porque a cambio recibe el debido homenaje. En efecto, el Señor «no hace preferencias», es decir, no elige porque está condicionado por algún elemento ajeno a su libre decisión, y «no recibe compensaciones ilícitas», no es por tanto corruptible, no actúa en pago. Y por eso – aquí está lo importante – el Señor-YHWH no es el Dios de Israel con exclusión de los demás pueblos. Eligió «sólo» a los padres no porque no se preocupe por el resto de la humanidad de la que es el único soberano, sino porque «defiende al huérfano y a la viuda; ama al migrante, a quien da sustento y vestido» (v. 18). Quien sea huérfano o extranjero será objeto de elección y experimentará siempre la misericordia del Señor.

Aquí, pues, se nos presenta otra declinación o destino del amor misericordioso del Señor, que en todo caso se dirige siempre hacia los pequeños: puede tomar la forma de la gente pequeña (cf. v. 22), pero sobre todo puede identificarse en la forma social del desfavorecido, del que no tiene ayuda en la familia (como el huérfano o la viuda) o no puede recurrir a la protección política (como el migrante). La pequeñez, por tanto, es vista por el Deuteronomio en la figura de los débiles, de los desprovistos de provisión y de defensa, en definitiva, en los desprotegidos; y el Señor es ese Dios que precisamente cuida de estos pequeños, dándoles vida y honor, porque los ama, con amor compasivo.

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Esta revelación del gran Dios que hace justicia a los pobres porque reconoce el derecho de los desheredados es aceptada por Israel como su constitución original. El inmigrante es la figura privilegiada en la que se manifiesta la misericordia divina. Ahora bien, en la medida en que el pueblo se reconoce hoy en el extranjero, es decir, cuando se identifica con los sin tierra, acosados y explotados, expulsados cuando ya no se les necesita, condenados a muerte si se les considera peligrosos, sólo cuando Israel vive espiritualmente esta condición reconoce verdaderamente al Dios de la gracia que los eligió, al Dios de su liberación original.

Sólo entonces vive en alianza con el Señor. El reconocimiento de YHWH se produce ciertamente con el acto de acción de gracias y el himno de alabanza, pues, como dice Dt 10,21, «Él es tu gloria, él es tu Dios». Pero esta declaración verbal es falsa, o incluso blasfema, si no va acompañada de una práctica de comportamiento en la que Israel actúe como Dios, haciéndose santo como Él es santo, misericordioso como el Padre que está en el cielo es santo (Lc 6,36), obedeciendo así el imperativo de «amar al extranjero». Esto es mantener la alianza.

Es interesante reflexionar sobre la motivación del mandamiento que acabamos de mencionar. Dt 10,19 dice: «También ustedes amarán al extranjero, ya que han sido extranjeros en Egipto». En un primer nivel, se podría introducir aquí, como factor causal del precepto, el recuerdo de la propia experiencia de sufrimiento en la época de la esclavitud egipcia, según la indicación de Ex 23,9: «No oprimirás al extranjero. Ustedes saben muy bien lo que significa ser extranjero, ya que lo fueron en Egipto». Por tanto, este recuerdo de los orígenes debe servir de estímulo para expresar sentimientos y actos inspirados en la compasión. Así, incluso en nuestros días, ante la oleada de refugiados que desembarcan en distintos países, se les recuerda a menudo a estos que también ellos fueron alguna vez emigrantes, para fomentar una apertura cordial hacia los necesitados de acogida.

Sin embargo, la mención de la esclavitud en Egipto debe enriquecerse con el recuerdo de la liberación (mencionada explícitamente en el v. 21), reconocida como signo de amor y sello de la alianza entre YHWH e Israel. En efecto, la alianza, de la que habla constantemente el Deuteronomio, tiene su origen (y su sentido permanente) en la elección divina del inmigrante en tierra extranjera, ya sea Abraham que sale de la ciudad caldea de Ur, o Jacob, definido como «el arameo errante» (Dt 26,5), o Israel, que emigró a Egipto. Ahora bien, ser amado por el Señor (y vivir de esta elección benéfica) es reconocer en la condición de extranjero el lugar donde se desarrolla la acción del Señor en la historia. Y esto es porque Él «ama al extranjero» (v. 18). En resumen, sólo reconociendo y amando al extranjero como el Señor lo ha hecho y hace, Israel reconoce y ama a su Dios. Sólo así se conserva la alianza.

La alianza se mantiene porque se observa (en hebreo, los dos conceptos se expresan con el mismo verbo šmr). El amor del Señor por los padres no fue un acto aislado de gracia, sino que se dice que el vínculo de la alianza comenzó con la elección de los padres, pero se «mantuvo» en sus descendientes (v. 15), en una historia que tiende a ser indefinida, porque la fidelidad de Dios (Dt 7,9) es indefectible. Los hijos de Israel están llamados a permanecer «unidos» al Señor (v. 20), porque la alianza es como un vínculo matrimonial, que hace que los dos sean uno. Por lo tanto, si el Señor ama al extranjero, los que están en comunión con Él no pueden tener sentimientos y acciones divergentes sin romper la alianza misma. Si, por el contrario, Israel ama al extranjero, entonces no sólo se «conserva» la alianza, sino que alcanza su pleno sentido, porque revela en la historia que YHWH es amor, que YHWH es ese Dios que, amando a Israel, lo hace amar, de modo que, a través de la actividad humana misericordiosa, el Dios de toda la tierra acude en ayuda de los que esperan compasión. Israel, al amar al extranjero, se convierte en cierto modo, para todos los pueblos, en la encarnación del Dios del amor.

* * *

A modo de conclusión, ofrecemos breves indicios de cómo el motivo de la elección del «pequeño» vuelve en los momentos clave de la historia de Israel, en los que se realizan nuevas alianzas.

David

Los exégetas han observado desde hace tiempo una similitud estructural entre la alianza jurada por el Señor a Abraham y la realizada con David, por tratarse, se afirma, de una promesa absolutamente gratuita, por tanto de carácter eterno (porque no está condicionada por el comportamiento humano), extendida por el «padre» a su descendencia. David representa un nuevo comienzo, marcado por la garantía de un reino eterno. Este paralelismo confirma que lo que se dice en la historia original es válido para toda la historia siguiente. Sin embargo, queremos destacar aquí el hecho de que en la figura del rey fundador de la dinastía davídica se manifiesta la elección del niño por parte del Señor. De hecho, David no sólo es el último de los hijos de Jesé (1 Sam 16,11), y, como tal, parece menos digno de consideración, sino que, sobre todo, es completamente inadecuado para asumir la tarea de liberar a Israel de la opresión filistea.

Si había un hombre apto para ser un rey guerrero en esa época, era Saúl, « joven y apuesto. No había entre los israelitas otro más apuesto que él; de los hombros para arriba, sobresalía por encima de todos los demás» (1 Sam 9,2). Por otra parte, un muchacho joven, enviado a ser pastorcillo (1 Sam 16,11), más inclinado a manejar la cítara que la espada (1 Sam 16,23), ¿cómo podría haber enfrentado el poder abrumador del enemigo representado por el gigante Goliat? (1 Sam 17,33). Sin embargo, es precisamente este «pequeño» el que el Señor ha elegido, porque lo que conviene a los ojos humanos no cuenta con Dios. Dios elige porque ve el corazón (1 Sam 16,7), porque valora la disposición interior del que no confía en sus propias fuerzas, sino que sólo confía en el Nombre del Señor de los Ejércitos. La victoria del desvalido hará que «toda la tierra sepa que hay un Dios para Israel» (1 Sam 17,46).

Conectada con la figura de David está la elección de Sión, la modesta colina donde se ubicará el santuario en el que el Señor morará para siempre (2 Reyes 21,7). Eterno es el trono del pequeño David, eterna es la morada de YHWH en la pequeña colina de Judá: «¿Por qué miran con envidia, montañas escarpadas, a la Montaña que Dios prefirió como Morada? ¡Allí el Señor habitará para siempre!» (Sal 68,17; cf. también Sal 78,68; 132,13). Lo que Dios ama se convierte en objeto de elección, y también para la morada del Señor la pequeñez aparece como criterio de la revelación de Dios en la historia. Cuando las olas amenazantes del enemigo rompan contra la humilde roca de Sión (Sal 46,2-8; 76,2-10), el Señor será conocido y adorado en toda la tierra.

David es el destinatario de una alianza eterna, al igual que el cuerpo sacerdotal que oficia en el Templo de Jerusalén. Sin embargo, el compromiso de Dios con el rey y los levitas, con estas «dos familias» que el Señor ha elegido (Jer 33,24) parece haber sido negado por la historia. Pero la verdad de la promesa divina no se realiza en la permanencia material de una «figura», sino en su cumplimiento espiritual, en la realización del significado que estaba a la sombra en la figura. El exilio, con el fin de la monarquía davídica (Jr 22,30) y la destrucción del santuario de Jerusalén, marcará la desaparición de lo que era «viejo», para permitir que surja un nuevo comienzo, una nueva alianza, que cumple perfectamente las promesas de los orígenes, porque siempre revela que Dios, por amor, elige al pequeño.

El punto de inflexión del exilio y la nueva alianza

Nabucodonosor derriba los muros de Jerusalén, quema el Templo y deporta a la familia real a Babilonia; el anuncio profético del fin se hace realidad (Ez 7,1-9). La ciudad santa está despoblada, el pueblo exhausto ha perdido la esperanza de sobrevivir (Is 40,27; Ez 37,11); el pueblo orante dice entonces en su lamento: «Ya no tenemos príncipe, ni profeta, ni jefe, ni holocausto, ni sacrificio, ni oblación, ni incienso, ni lugar para presentarte las primicias y encontrar misericordia» (Dn 3,38; cf. también Os 3,4; Lam 2,9).

Es precisamente en este momento de la historia, precisamente a este pueblo reducido a un miserable resto, precisamente al Israel comparado por Isaías con un «gusano» y una «lombriz» (Is 41,14), al que se dirige la Palabra de Dios, que habla de elección y satisfacción (Is 42,1): «Porque tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo» (Is 43,4). La figura del «siervo del Señor», despreciado y condenado a muerte por malhechor, es el emblema más representativo de la elección divina del «pequeño»; es el precursor de todos los «pobres de YHWH» (Sof 3,12; cf. Is 61,1), destinatarios de una alianza nueva y eterna.

Una vez más, y de manera definitiva, se realiza el misterio del poder infinito de Dios, que se inclina sobre los miserables para hacer misericordia. Leemos al final del libro de Isaías: «Así habla el Señor: El cielo es mi trono y la tierra, el estrado de mis pies […]. Todo esto lo hizo mi mano y todo me pertenece –oráculo del Señor–. Aquel hacia quien vuelvo la mirada es el pobre, de espíritu acongojado, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,1-2; cf. también 61,1). La nueva alianza se hace con el mísero «resto de Israel», con un pueblo humillado (cf. Sal 136,23), con aquellos que han vuelto a ser pequeños, extraños, desamparados como el Israel de los orígenes.

El Nuevo Testamento (la nueva alianza en Cristo)

El motivo de los pequeños, los pobres, los mansos, recorre todo el Nuevo Testamento como un hilo conductor de inestimable valor. De hecho, tenemos un nuevo comienzo, y una vez más surge el amor del Señor por el pequeño. Se realiza en la figura de María, la humilde esclava del Señor (Lc 1,48), se cumple perfectamente en la Encarnación del Verbo de Dios, humillado hasta la muerte en la cruz (Flp 2,6-8), y se convierte entonces en historia de salvación en la comunidad cristiana, de la que San Pablo dijo: «Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios» (1 Cor 1,26-29).

Recordemos que es un niño el designado por Jesús como el primero en el reino de los cielos (Mt 18,1-4). Pero, ¿podrá el pequeño permanecer como tal, y podrá el orgulloso humillarse haciéndose pequeño como un niño, para que el Señor pueda implementar su misericordia salvadora? Esta es la pregunta que Dios nos hace, para que su gracia obre también en nosotros.

  1. Cfr Pontificia Commissione Biblica, L’interpretazione della Bibbia nella Chiesa, Ciudad del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 1993, 11.

  2. Este sistema expresivo rige generalmente la estructura de la narración bíblica, que en su núcleo inicial contiene las premisas (y promesas) de un desarrollo articulado, que tendrá su cumplimiento en la escatología.

  3. Estas prescripciones son análogas al mandato de Jesús de sacarse el ojo o cortarse la mano para evitar el escándalo (Mt 5,29-30; 18,8-9).

Pietro Bovati
Jesuita desde 1959, fue primero estudiante y luego profesor en el Pontificio Instituto Bíblico, impartiendo numerosos cursos y seminarios en el campo de la Exégesis y la Teología del Antiguo Testamento. De 1997 a 2008 fue vicerrector del mismo Instituto. Actualmente es secretario de la Comisión Bíblica Pontificia.

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