«Jesús, cuando hablaba, usaba un lenguaje simple e imágenes que eran ejemplos tomados de la vida cotidiana, para poder ser comprendidos fácilmente por todos. Por esto lo escuchaban encantados y apreciaban su mensaje que llegaba directo a su corazón; y no era ese lenguaje complicado de entender, el que usaban los doctores de la ley de la época, que no se entendía bien pero que estaba lleno de rigidez y alejaba a la gente. Y con este lenguaje Jesús hacía entender el misterio del Reino de Dios; no era una teología complicada»[1]. En un Angelus dominical de hace algunos años, el papa Francisco hizo un comentario a la parábola del sembrador con esta reflexión acerca del lenguaje de Jesús: un lenguaje simple, que llega directamente al corazón; lo opuesto, dice el Papa, al lenguaje complicado de una teología rígida que aleja a la gente del misterio del Reino.
El discernimiento de los dos lenguajes es claro: el que me acerca directamente al amor de Jesús es del buen espíritu; y el que me aleja del amor de Jesús es del malo. Pero ¿qué sucede con el lenguaje de algunos medios, que también apunta directamente al corazón, pero no para sembrar la semilla buena del trigo sino para sembrar la semilla venenosa de la cizaña?
Cada tanto surge una andanada de artículos con ataques a la Iglesia y al Papa —es un único ataque, aunque algunos digan que atacan al Papa para defender la doctrina de la Iglesia y otros digan que defienden al Papa y atacan a la Iglesia—. El lenguaje que usan no parece complicado; es más, los titulares que hablan de intrigas de poder, venenos, luchas internas, errores clamorosos, ataques a la doctrina son bien claros y directos. Pero un lenguaje simplista no es un lenguaje simple, aunque se parezcan, como la cizaña se parece al trigo. El hombre de la parábola lo discierne al primer golpe de vista: si hay cizaña, quien la sembró es un enemigo (cfr. Mt 13, 28). Y no hay que intentar arrancarla toda antes de tiempo, porque se corre el riesgo de arrancar también algo de trigo. Pero sí es bueno, cuando se ve que el exceso de maleza sofoca al trigo, cortar algunos yuyos para dar aire a las plantas. En una discusión, cuando el tono se alza demasiado y las palabras pasan a ser hirientes, si se quiere seguir dialogando hay que bajar el tono y «cuidar el lenguaje».
Algunos justifican el lenguaje escandaloso diciendo que cuentan «hechos escandalosos». Si se tratara solo de hechos serían los mismos que el Papa señala cuando afirma que hay corrupción en el Vaticano o condena un escándalo. Pero la verdad no solo consiste en hechos que cualquiera dice de cualquier manera sin importar quién esté escuchando o leyendo. Por ello, parafraseando algunos comentarios, podríamos decir que el verdadero ataque de cierto tipo de lenguaje es al «esplendor de la verdad».
Cuidar entre todos el lenguaje que usamos es tan vital como cuidar el aire del planeta. Y el sentido del lenguaje no está, en primer lugar, en los conceptos e imágenes que se utilizan para armar un discurso racional, sino en el consenso respetuoso que se dan entre sí los que dialogan y buscan juntos la verdad.
El lenguaje público se sostiene gracias al consenso tácito que todos nos prestamos, y debe ser custodiado. No como el espacio público, que ante la amenaza de actos terroristas se vigila con el ejército en las calles. El lenguaje público se custodia hablando bien y denunciando el mal uso. Pero toca a cada persona la decisión de no contaminarse ni contaminar el lenguaje común. Para ello, el único camino es crecer en el discernimiento.
No es fácil, dado el grado de sofisticación del lenguaje actual, discernir con nitidez cuándo está en acto un discurso tramposo. Los hay de todo tipo. Desde el lenguaje aparentemente liviano, propio de las revistas de chismes, que se usa para instalar algún concepto o imagen venenosa, hasta el lenguaje aparentemente serio que, utilizando conceptos teológicos —como el demonio usaba la Biblia para tentar al Señor en el desierto—, intenta confundir y torcer la verdad encarnada que es Cristo. Con estos discursos «tramposos» los fariseos y doctores de la ley buscaban «tentar al Señor para encontrar una fisura en su coherencia que posibilite concebir la piedad como un trueque; y entonces se trampea la fe por la seguridad, la esperanza por la posesión, el amor por el egoísmo»[2].
Decir la verdad con el Espíritu de la verdad
Nos ayudaremos en este camino de crecer en el discernimiento del lenguaje con algunos criterios de Pedro Fabro, el jesuita compañero de Ignacio y de Francisco Javier. Fabro, según el juicio de Ignacio, era quien mejor daba los Ejercicios espirituales y tenía el carisma del discernimiento y de la conversación espiritual. Sabía dialogar con todos y tenía un modo especialmente respetuoso y convincente con sus adversarios.
Su primer criterio así lo explica: «Otro deseo sentí en la misa, es a saber, de que todo el bien que yo hubiese de hacer, o pensar, u ordenar, etc., fuese por medio del buen espíritu y no por medio del malo. De allí vine a pensar cómo nuestro Señor no debe de tener por bien de reformar algunas cosas de la Iglesia según el modo de los herejes[3]; porque ellos, aunque muchas cosas, así como también los demonios, dicen verdad, no la dicen con el espíritu de la verdad, que es el Espíritu Santo»[4].
Pedro Fabro hace ver que no basta con decir cosas verdaderas sino que se deben decir con aquel espíritu de la verdad que es el Espíritu Santo. Esto si de verdad se quiere que ayuden a corregir en la práctica un error o un mal comportamiento.
Distingue Fabro, en la práctica, tres «verdades»: las cosas verdaderas, el espíritu de verdad, en cuanto disposición con que se dicen las cosas verdaderas, y el Espíritu de la Verdad como Persona. Entre la verdad de los hechos y el Espíritu de la Verdad está situado ese «espíritu de verdad» o «buen espíritu» que permite que se vinculen los hechos de la vida —también el pecado— con la Gracia, que todo lo ordena para bien.
Es bueno incorporar este discernimiento de manera tal que sea lo primero que uno mira cuando se trata de juzgar si algo es verdad o mentira. En un discurso se debe medir y sopesar la capacidad que tiene, en su conjunto y en cada una de sus palabras, frases y modos, para ser usada para bien por el Espíritu. Y, como contracara, se debe medir y sopesar la capacidad que tiene un discurso, en su conjunto o en alguna de sus partes, para bloquear la acción del buen espíritu o para potenciar el malo.
Un maestro espiritual, cuando un discípulo le contaba algo que le había pasado y, para calificar a otra persona, utilizaba una palabra insultante —por ejemplo: «es un tal por cual»—, preguntaba al discípulo sonriendo: «Y esa palabra ¿dónde se encuentra en la Escritura?». Como siempre venía a la mente el pasaje de Mateo 5,22, en el que los insultos o descalificaciones a un hermano son duramente condenados por el Señor, yo mismo me daba cuenta de que «estaba tentado» por el mal espíritu. En una palabra destemplada se puede discernir el mal espíritu que anima toda una argumentación, que utiliza hechos objetivos y razonamientos innegables… para alimentar el enojo con un hermano.
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La cuestión está en conectar una verdad dicha con buen espíritu con la posibilidad que contiene de ser usada por el Espíritu Santo para hacer un bien o corregir un mal. O, dicho de manera negativa, conectar algo dicho con mal espíritu —sea una mentira o una verdad— con la imposibilidad de que el Espíritu Santo la use para hacer bien a alguien o corregir eficazmente un mal.
También se puede considerar —y resulta muy clarificador— el camino que va de la realidad al discurso. Cuando uno nota —como le sucede a tanta gente que escucha el lenguaje simple de Francisco—, que dentro de sí nace una atracción al bien o se visualiza la posibilidad de corregir algo que anda mal en su vida es señal clara de que el discurso que suscitó tales sentimientos es verdadero. El Espíritu Santo bendijo este lenguaje —aun con sus límites— y lo utilizó para conducir la vida de la Iglesia y/o de una persona en un momento dado.
Si, por el contrario, uno nota, como sucede al leer algún artículo o ver algún programa de televisión, que en nosotros se bloquea el deseo de hacer algún bien, que nuestra mente se oscurece y se nos instala la desesperanza de que alguna vez se solucione algo en concreto, es señal de que está en acto un discurso tramposo, de esos que entristecen al Espíritu Santo porque algo obstaculiza su accionar benéfico.
Más allá de que se pueda desmontar la trampa, se discierne en conjunto. Así como hay trampas que no se pueden desmontar porque explotan, así hay discursos que no se pueden desmontar porque solo son vehículo para que algo malo pase y se incorpore al modo de pensar del otro. Hay un lenguaje que envenena el alma. En estos casos, lo que hay que hacer es alejarse y no tragarse el veneno.
Así, lo que puede parecer una diferencia pequeña —la de decir bien una verdad o la de decirla con burlas, ira o desprecio— en realidad es algo que puede originar un gran cambio. Una verdad dicha con mansedumbre y respeto es una mano tendida que crea puentes. En cambio, una verdad dicha con acritud y falta de respeto es una bofetada que rompe posibilidades de entendimiento.
El espíritu con que uno dice cosas verdaderas influye también en su modo de verlas. Hablar mal lleva a pensar mal y a ver mal; lleva, por tanto, a la ceguera. Utilizar un lenguaje ofensivo termina por ofuscar la propia visión de la realidad.
En definitiva, la verdad no consiste solo en «hechos» o en «definiciones abstractas»; la verdad incluye, como parte esencial, el modo respetuoso y amoroso con que se expresan las cosas, de modo tal que puedan atraer con su esplendor y hacer bien y nunca mal. Todos hemos experimentado alguna vez cómo un tono o una mirada intencionadamente sarcástica es capaz de subvertir totalmente la verdad más inocente o amigable, introduciendo en ella un veneno mortal que muchas veces ni deja rastro. Las cosas verdaderas se dicen con ese espíritu de verdad que es el Espíritu Santo.
Las trampas del «menos»
San Pedro Fabro nos proporciona un segundo criterio para discernir el modo de hablar según el Espíritu de la verdad. Fabro le pide al Señor que le enseñe a hablar bien —bajo el influjo del Espíritu Santo— de las cosas de Dios y discierne algo que tiene que ver con un «menos». Siente que hay algo en su lenguaje que, si no está atento, puede depotenciar la gracia que ha recibido, en el momento en el que comunica esta experiencia a otro. Fabro dice así: «Otro deseo había tenido antes, es a saber, que nuestro Señor me diese gracia de saberme haber acerca de hablar las cosas, que yo he sentido con algún buen espíritu para mí o para otros; porque muchas cosas suelo hablar o escribir o hacer, sin buscar el espíritu con el cual yo antes había sentido aquellas cosas: quiero decir, por ejemplo, que alguna vez hablo alguna cosa con cierto espíritu alegre y familiar, con regocijo exterior, la cual yo había sentido con espíritu de compunción, con algunas lágrimas espirituales; de donde aprovecha menos al que oye, porque no la digo con tan buen espíritu como aquel con que la había recibido»[5].
Fabro describe esta experiencia de una gracia recibida que, cuando la comunica, produce un fruto menor. Lo atribuye a que la expresó con un espíritu menos bueno de aquel con que la recibió. Y ese menor grado de bondad lo nota en lo que podemos llamar un «cambio de tono»: expresó de modo gracioso lo que primero le había provocado compasión.
Podemos aplicar este criterio a todos esos discursos en los que, a alguien —o a alguna cosa— que es más se le roba algo para que sea —o parezca— menos de lo que es. Se trata de esos lenguajes en los que se nota un cambio de tono o de registro que «disminuye» al otro —lo descalifica, lo denigra…— o en los que se tratan cosas importantes, incluso sagradas, de manera simplista o reductiva.
San Ignacio expresa este tipo de tentación con una regla de discernimiento que muestra cómo el mal espíritu no siempre busca el mal mayor. A veces se conforma con algo «distractivo, o menos bueno que lo que uno tenía propuesto hacer, o tira abajo el ánimo, o inquieta o turba, quitando la paz, la tranquilidad y la alegría que uno tenía antes»[6]. Todos estos «menos» son señal de mal espíritu. Más aún, este «mal menor» es a veces buscado de manera decidida por el que ve que, si apuntara a un mal mayor, no tendría éxito. Esto es bastante común en muchos discursos acerca del Papa y sobre la Iglesia, y es la manera más fácil de que mucha gente «se trague» estas medias verdades inadvertidamente.
Para discernir bien este lenguaje que apunta a un mal menor —pero efectivo, porque logra «entrarnos» en el corazón—, hay que reconocer primero la disminución de un bien y conectarla luego con algún «ruido de fondo» producto del tono del discurso que leemos o escuchamos. Un ejemplo: si uno mira las encuestas, el índice de popularidad del papa Francisco, después de cuatro años de pontificado, se mantenía «muy alto»[7] en todo el mundo. Incluso en su país su imagen positiva es muy grande[8]. Sin embargo, si uno lee algunos medios italianos la expresión «la gente está enojada con el Papa» se presenta como obvia y muy real. Si uno se guía por las encuestas, en el corazón de los argentinos no ha disminuido el amor al papa Francisco, pero se ha difundido un modo de pensar que alguien expresó así: «del Papa mejor no hablar mucho ahora, porque sería para discutir». Este es el engaño del «menos».
Esta tentación se la puede reconocer en algunos discursos que se refieren al modo de hacer política de Francisco. Recordemos que el Papa siempre intenta «rehabilitar la política» como la forma más alta de la caridad que busca el bien común[9]. En este sentido, el Papa afirma que todo es política, incluso una homilía. Todo lo que se dice en la «polis», lo que hace al bien común, tiene significado político. ¿A quién puede interesarle «disminuir» al que enaltece la alta política del bien común? Solo a aquellos poderes, cualitativamente menores, que se mueven por «encima de» la política, en vez de ponerse a su servicio, es decir, los poderes del dinero, de las armas, de la tecnocracia.
Al mismo tiempo, a nivel práctico, es un hecho internacionalmente reconocido que el papa Francisco ha logrado convertirse en un punto de referencia y hacer de puente en muchas tentativas de diálogo entre países en conflicto. ¿Quién puede estar interesado en desacreditar a un tal árbitro en los conflictos? Solo al que tiene algo que «ganar» con otras soluciones que no son las del diálogo y el consenso democrático.
Recordar y explicitar la jerarquía de los bienes y valores es lo que permite discernir cuando alguien propone un bien o valor menor y notar esos detalles disonantes en los que el mal espíritu siempre muestra la hilacha. Los discursos que apuntan a robar algo del bien, con sus fotos y razonamientos tomados de otros contextos —por ejemplo, cuando se usa un concepto psicológico para hablar de cuestiones políticas— deslumbran por un momento, pero a poco que se echan a andar se ve que oscurecen la cuestión de fondo.
Hace poco, un artículo que quería hacer pasar por obvia la imagen de un Papa muy popular a nivel internacional, pero con métodos de gobierno ineficaces, quiso «crear» la imagen de un Papa que ya no come en el centro del comedor de Santa Marta sino en un ángulo, solo con pocos y selectos comensales y dando la espalda al resto de la sala. Usamos aquí el verbo «crear», porque aunque alguien hubiera tomado una foto así, ese fotograma individual, aislado del contexto, no es verdadero. La historia real de más de 1 500 almuerzos de Francisco nos muestra a un Papa que eligió compartir siempre su vida y su mesa con la gente, y que, si al comienzo se sentaba más en el centro, cuando vio que, al entrar en el comedor, la gente se paraba y no sabía bien qué hacer, buscó un lugar más discreto para no molestar, permaneciendo siempre en el mismo salón común. Esto es así desde hace años. Ninguna novedad, por tanto. Sí, en cambio, en alguno, un espíritu desagradablemente venenoso, que recurriendo a imágenes engañosas termina produciendo una caricatura falsa y encima poco lograda, del Papa, en el intento de «disminuir» su imagen.
El criterio de proponer «algo más», concreto y bueno
Un tercer criterio de Fabro que puede resultar útil en esta reflexión, es el del «magis ignaciano». San Ignacio es el hombre del magis (el «más»), de la «mayor gloria de Dios». Pero no se trata de un «más» ideal, de una perfección propuesta en abstracto que luego habría que intentar realizar. Se trata de un «más» concreto, posible, encarnado en la vida, que tiene en cuenta los tiempos, los lugares y las personas. En definitiva, es el paso adelante que le agrada al Padre y que el Espíritu Santo nos invita a dar. Puede tratarse de un gran paso, como la conversión de un san Pablo o aquel del gesto de san Maximiliano Kolbe, que dio la propia vida por salvar a un condenado a muerte; o bien de un paso pequeño como aquel que da un niño para saltar un charquito, tomando impulso con unos pasos hacia atrás. Pequeño o grande, este paso es un «más en el Espíritu». Afirma Fabro: «En general, cuando le propusieras —a una persona o a sí mismo— cosas más altas o para obrar, o esperar o creer, o amar, para aplicarse a ellas afectiva y efectivamente, tanto con mayor facilidad le darás materia en la que se provoque la diferencia del espíritu bueno y del malo […]: el que da fortaleza y el que debilita, el que ilumina y el que ofusca, el que justifica y el que mancha, es decir, el bueno y el contrario del bueno»[10].
Este dinamismo que invita a dar un paso adelante —posible y concreto— en el amor a Jesucristo y al prójimo es una constante que vuelve siempre en los discursos del Papa Francisco. Tanto cuando predica como cuando escribe, él no sigue el camino de los tratados sistemáticos, animados por la lógica de un equilibrio entre todos los temas. Su teología es práctica, kerigmática[11]. Más que ayudar a definir, es una teología que ayuda a vivir, ayuda a «en todo amar y servir a Dios nuestro Señor». Y para hacerlo remueve la tierra del corazón, provoca movimiento de espíritus, interpela a discernir personalmente qué le dice el Espíritu a cada uno, y no a opinar qué esté diciendo «en general».
En el Papa se nota la conciencia refleja de una vivencia que no busca entrar en discusiones con los eruditos, sino que desea comunicarse a aquellos que tienen hambre y sed de una Palabra que incida en su vida de manera positiva.
El «más» de la teología práctica y kerigmática —que es característica de los Ejercicios espirituales de san Ignacio—, mira al corazón de las personas, para ayudarlas a encontrar el «más» del Espíritu en su vida concreta, en el paso de conversión y en la elección del lugar de servicio a que el Señor llama a cada uno. Por eso, cuando Francisco trata un tema que juzga necesario para la conversión del corazón e insiste en un punto, no es pertinente que preguntarse por qué no habla también de otros temas o afirmar que, si ese punto se «generaliza», será de hecho irrealizable[12].
Las trampas de una lógica del «más» pervertida
Nos interesa examinar ahora cómo a veces se utiliza la lógica del «más», pervirtiéndola. En contraste con las dimensiones propias del lenguaje de Francisco, que invita a cada uno —también a sus críticos— a pensar el paso adelante a realizar personalmente, hay afirmaciones que exhortan a dar un paso más, pero en orden a ver a qué Papa precedente o a qué encíclica o dogma de fe estaría atacando.
El padre Adolfo Nicolás S.I., ex superior general de los jesuitas, en la homilía que predicó hace unos años en la Iglesia del Gesú, en Roma, con ocasión de la Fiesta de san Ignacio, afirmó que la palabra del papa Francisco es como la de los profetas: a veces resulta dura o incómoda, pero si uno la acoge con la actitud de quien quiere dar un paso adelante, siempre hace bien, un bien concreto; en cambio, si uno se cierra a esta palabra para defender algún interés particular, le endurece siempre más su corazón.
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Ahí está el criterio para discernir esos lenguajes que siguen la lógica de los fariseos y de los doctores de la ley, los cuales, cuando el Señor hacía un bien concreto —curar en sábado la mano a uno que la tenía paralizada (cfr. Mt 12, 9-14)—, lo acusaban de romper el sistema de la ley. El movimiento de estos lenguajes es totalmente contrario al movimiento de la encarnación, en el cual las palabras y acciones particulares no están buscando atacar a nadie ni destruir nada, sino que se proponen transmitir la gracia a una persona que se encuentra en un lugar y tiempo concretos.
Este movimiento contrario al de la encarnación puede ser distractivo, reductivo o directamente destructivo, pero siempre busca el mismo efecto: que la Palabra no pueda encarnarse en un corazón concreto o, si se encarna, que no eche raíces como la semilla en tierra buena o que de menos fruto del que podría dar. Y si no logra nada de todo esto, al menos intenta robar la paz y debilitar el alma.
Las afirmaciones o insinuaciones de que Francisco atacaría a Veritatis splendor (VS) no merecerían ni siquiera un comentario, si no fuera por el hecho de que hay gente sencilla que queda perpleja y escandalizada cuando este tipo de cosas son dichas de modo categórico y solemne (¡el «más» de la solemnidad farisaica!). El hecho de que Francisco, en su exhortación apostólica Amoris laetitia (AL), que recoge el trabajo de dos sínodos sobre la familia, diga que «no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales» (AL 3), está en perfecta consonancia con el espíritu de VS, en la que Juan Pablo II concluye «el discernimiento de algunas tendencias de la teología moral actual» (VS 28-83) con esta exhortación: «Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos solo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo» (VS 83).
Francisco hace suya y amplía esta «exhortación apostólica» de san Juan Pablo II. Es que la verdad no esplende en las definiciones, ni siquiera en las de VS, sino en el hombre vivo[13]. La verdad puede esplender en una obra de arte, en una parábola, en un gesto de misericordia, en un anuncio del kerigma, pero no puede esplender en las definiciones abstractas porque, cuando se define, el pensamiento está dinamizado a seguir definiendo, no a gozar contemplativamente del todo. La abstracción, que separa aspectos no esenciales, es distinta del esplendor, que utiliza todas las realidades accidentales para brillar en ellas.
Hagamos una última reflexión respecto a este criterio del «más». Francisco ha logrado despertar —proféticamente— la fuerza de una Palabra que estaba prisionera entre esquemas abstractos y diálogos de sordos entre ideologías enemigas. Como Pontífice, impulsa y crea acontecimientos en los que los protagonistas interactúan y dialogan realmente. En la relación con la gente —en las periferias geográficas y existenciales—, y en el diálogo con interlocutores políticos, culturales y religiosos de todo tipo, sus salidas son un verdadero «entrar en contacto real» con la vida de las personas y los pueblos. Esto fascinó desde el primer momento al mundo de la comunicación: todo escritor, todo comunicador sueña con que su palabra toque la realidad, la modifique, la impulse y oriente en cierta dirección.
Y la fascinación se nota no solo en los que hablan bien de Francisco, sino incluso en sus detractores. También ellos, en el intento de imitar a Francisco, tratan de inventar metáforas ingeniosas, haciendo uso de contraposiciones polares. Pero no logran con esto más que dar testimonio, por la vía negativa, de que su pensamiento vive, en gran medida, de la creatividad vital de Francisco.
«Salvar la proposición ajena»
Hay una cosa que ayuda a ponerse en esta actitud de buen espíritu para pronunciar palabras y argumentar discursos a los que el Espíritu Santo pueda dar la eficacia de la Verdad. Es lo que san Ignacio llama «salvar la proposición ajena». En tres frases él da todo un tratado para dialogar, con buen espíritu, con cualquiera: arte en el cual el papa Francisco siempre se ha destacado. Afirma Ignacio: «Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y si no la puede salvar, pregunte cómo la entiende (qué quiso decir), y si la entiende mal (si el otro está equivocado), corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, entendiéndola bien, se salve»[14].
Por supuesto que Ignacio se refiere a un diálogo entre personas que desean entenderse y tienen opiniones diferentes sobre algún punto, en torno al cual se preguntan y se corrigen con amor. En el caso de los que escriben utilizando los lenguajes tramposos que hemos analizado, uno tendería a pensar que ya tienen posturas tomadas y que, por tanto, es inútil tratar de dialogar con ellos. Sin embargo, no ha sido esta la actitud del papa Francisco al enfrentar este tipo de críticas.
Francisco tiene muchos gestos de respeto y de apertura al diálogo con aquellos que lo critican. Por ejemplo, en sus contactos por teléfono, por e-mail o por carta, su estilo es el de agradecer cuando siente que el otro tiene voluntad de comunicarse frontalmente y de expresar las disidencias con paz, sin agresiones ni expresiones altisonantes. Alguna vez que ha tenido que corregir alguna imprecisión informativa ha estado atento a hacerlo de manera privada con el interesado. Y cuando ha sido criticado de manera ofensiva, ha tenido la grandeza de salvar la crítica misma, en cuanto que puede ayudar a caminar por la recta vía del Señor. En definitiva, Francisco hace notar continuamente cómo en el modo de hablar y de informar debe prevalecer siempre la mansedumbre.
Las actitudes del Papa, aunque no siempre logren cambiar las ideas y las estrategias comunicativas de aquellos que lo critican, tocan el corazón de todos. Esto muestra la estatura moral de una persona que, en el mano a mano, desarma la hostilidad de sus adversarios con su afabilidad; y hace comprender que, cuando el Papa recibe críticas no hace falta defenderlo ni atacar a sus detractores, porque entre ellos hay una puerta abierta al diálogo. Sí es importante, en cambio, hacer reflexiones que ayuden al cristiano que se ve afectado por este lenguaje, de modo que pueda examinarlo con mirada crítica y serena, aprendiendo a no dejarse empantanar, ni por los «menos» ni por los «más» de las falacias que se dicen; y, sobre todo, a no dejarse robar o disminuir su amor a la Iglesia y al Papa.
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Francisco, Angelus, 16 de julio de 2017. ↑
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J.M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, Basauri, Mensajero, 2014, p. 181. ↑
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Herético viene de airesis y significa división, separación. Herético es el que tiene espíritu partidista, como decimos hoy. Es aquel cuyo interés particular se sobrepone al interés por el bien común. ↑
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P. Fabro, Memorial, Bilbao, Mensajero, 2014, n. 51. ↑
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P. Fabro, Memorial, op. cit., n. 52. ↑
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I. de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 333. ↑
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Cfr. «Entre popularidad y críticas, el Papa inicia su quinto año de pontificado» en Milenio (www.milenio.com/internacional/papa-francisco-popularidad-vaticano-plaza_san_pedro-milenio-noticias_0_918508319.html), 12 de marzo 2017. ↑
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En Argentina el Papa parece tener un 82% de imagen positiva. Cfr. «La popularidad del papa Francisco es muy grande en el país», en Infonews (www.infonews.com/nota/306774/la-popularidad-del- papa-francisco-es-muy-grande-en-el-país), 29 de marzo 2017. ↑
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Cfr J.L. Narvaja, «El significado de la política internacional de Francisco», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana, I, n. 8, septiembre de 2017. ↑
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P. Fabro, Memorial, op. cit., n. 301-302. ↑
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Para lo que sigue sobre la teología kerigmática, cfr. M.A. Fiorito S.I., «Apuntes para una teología del discernimiento de espíritus», en Ciencia y Fe, 19 (1963), pp. 401-417, y D. Fares, «Aiuti per crescere nella capacità di discernere», en La Civiltà Cattolica, 2016, III, pp. 377-389. ↑
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En el mismo sentido, aunque no en el ámbito teórico sino existencial, no son pertinentes las críticas que preguntan: ¿Por qué fue a África central y a Asia oriental, a Suecia, Turquía y a varios países de América Latina, pero no a su país? La lógica sobre la que trabaja una pregunta así es o sistemática —si visita «todos» cómo no va a visitar «uno»—, o asistemática —«por qué no privilegia al suyo, si lo quiere»—. Si es verdad que el Papa sigue la lógica de buscar el mayor bien concreto y posible, se podría abrir el pensamiento y no descartar otras posibilidades; por ejemplo, se podría afirmar que está buscando el momento justo para que una visita pueda hacer el mayor bien posible. Si se sigue esta lógica, entonces uno prepara el corazón para la visita que vendrá, en vez de protestar como hacen los trabajadores de la parábola evangélica (cfr Mt 20, 11-15). ↑
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«El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios» (VS, Introducción). El «esplendor de la verdad» es una expresión que se refiere a la belleza de la verdad, que está siempre ligada al bien. La belleza es el esplendor de la unidad de la verdad y el bien. ↑
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I. de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 22. ↑
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