Una circularidad inagotable
En una breve anécdota transmitida por la tradición jasídica, se cuenta que «un día un joven discípulo se acercó a su viejo maestro y le dijo: “¿Cómo es que en la antigüedad Dios se apareció a menudo a nuestros padres, a Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y tantos otros? Hoy, en cambio, ya nadie lo ve”. El viejo rabino reflexionó durante mucho tiempo y luego respondió: “Porque nosotros ya no sabemos inclinarnos lo suficiente bajo”»[1].
Esta historia se presta a múltiples interpretaciones, pero de todas las posibles explicaciones, es bueno recordar la que nos remite a la necesidad de acercarnos a Dios mirando «desde abajo». Para descubrir el rostro de Dios, para acceder a su revelación, hay que rebajarse a la tierra, buscarlo en medio de los hombres, porque «puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Leer la Sagrada Escritura «desde abajo» significa inclinarse sobre el hombre, descender a las profundidades abisales de su limitación. Como dice el salmista: «el interior del hombre y el corazón son impenetrables» (Sal 64,7).
La Biblia atestigua que la historia humana es el «lugar» donde Dios ha elegido hacerse visible y conocible a través de su acción en favor de la humanidad. Por eso se revela como el Dios de «alguien»: de Abraham, de Isaac, de Jacob, de todo el pueblo de Israel y, finalmente, «en la plenitud de los tiempos» (Hb 9,26), de Jesucristo.
Para encuadrar correctamente la relación entre la Sagrada Escritura y el compromiso social de la Iglesia, es necesario ante todo poner de relieve la circularidad inagotable, la comunicación «pascual» que se establece en la economía de la salvación entre el Creador y la criatura, entre la inmanencia y la trascendencia, entre Dios y el mundo: es el éxodo de la Trinidad hacia el hombre y del hombre hacia la Trinidad. En otras palabras, la historia de los hombres y de los pueblos, la vida concreta de los pueblos imperfectos, con sus dramas y sus victorias, «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias» (Gaudium et spes [GS], n. 1), es el lugar del trabajo de la redención, es el terreno en el que, por medio de Cristo, se siembra la semilla de la vida nueva. San Pablo lo afirma cuando escribe que «hasta ahora, la creación entera gime y sufre dolores de parto» y espera ser «liberada de la esclavitud de la corrupción, para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21-22). Así, el Apóstol ve la historia humana como el escenario en el que se libra la batalla entre la muerte y la vida[2], entre el pecado y la gracia, entre la iniquidad de los hombres y la justicia de Dios.
«La fe proviene de la escucha» (Rom 10,17), precisa de nuevo Pablo; y con la escucha del Evangelio comienza la aventura del «buen combate de la fe» (1 Tim 6,12): cada discípulo se descubre llamado a salir de sí mismo al encuentro de Cristo. Reconocer a Jesús, confesarlo como Señor, le impulsa entonces a rastrear su presencia en la humanidad herida de quienes se hacen sus prójimos.
La madurez del discípulo consiste precisamente en aprender que la escucha de Dios no puede separarse de la escucha del hombre, sino que consiste en comprender que la una remite a la otra, en una continua reciprocidad en la que el propio cristiano vive, colocado -en virtud de su dignidad bautismal- como «sacerdote» y «mediador».
La fidelidad a Cristo se configura como una doble vigilancia: es la tutela de sí mismo en Dios y la tutela del hermano puesto junto a él por Dios. Al mismo tiempo, esta fidelidad exige el ejercicio de una doble «hermenéutica» creyente: por un lado, pide que la palabra de Dios ilumine el tiempo presente, las realidades creadas y los problemas y luchas actuales de la humanidad; por otro lado, pide que se arroje nueva luz sobre el misterio de Dios, recurriendo al tesoro experiencial de los pueblos y a la riqueza pluriforme de las culturas, sin desdeñar aprovechar una oportunidad favorable para profundizar en la comprensión de las Escrituras en los desafíos que plantea la historia actual.
La reflexión del Concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes, parece orientarse en esta dirección, cuando afirma que «Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» (GS 44). La constitución añade que «La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social» (ibid.).
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La doctrina social de la Iglesia, pues, se desarrolla siempre en el renovado encuentro entre el Evangelio y la historia humana. Es un modo peculiar en el que la Iglesia ejerce el ministerio de la Palabra y lleva a cabo su misión profética en defensa del hombre en cada época y tiempo.
Dios habla «a la manera humana»
Otra referencia a los documentos conciliares es de importancia fundamental para nuestro tema. Nos referimos a un pasaje de la Dei Verbum (DV) donde se dice que Dios habló a los hombres «a la manera humana» (DV 12). El Concilio declaró que, para tener una interpretación correcta de la Escritura, hay que prestar atención a lo que Dios quiso manifestar a través de las intenciones de los hagiógrafos, es decir, hay que tener en cuenta su cultura, la elección de los «géneros literarios» que utilizaron y los modos de expresión y narración en uso en la época en que se escribieron los textos sagrados.
La afirmación de DV 12 parece hacerse eco de la enseñanza de los Padres de la Iglesia, especialmente de San Agustín, que sostiene que Dios «dispensa su palabra a los hombres a través de otros hombres» (De doctrina christiana, Prólogo, 6). A la luz de este principio – per homines hominibus -, Agustín formuló una serie de criterios metodológicos para leer y comprender correctamente la Biblia, entregándonos una especie de primer manual de exégesis cristiana. El primero y más importante de estos criterios es enunciado por el obispo de Hipona con extrema claridad: «La idea fundamental es entender que la esencia y el fin de toda la divina Escritura es el amor de la cosa que hemos de gozar y de la cosa que con nosotros puede gozar de ella» (ibíd., I, 35)[3].
Dios habla a los hombres «a la manera humana», porque en la encarnación del Verbo toma la realidad humana del amor y la eleva a la calidad divina de las relaciones entre las Personas trinitarias: es el amor de comunión, en el que la unidad es interpenetración mutua que no suprime las diferencias.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSC) afirma que «es el mismo misterio de Dios, el Amor trinitario, que funda el significado y el valor de la persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre en el mundo, en cuanto que ha sido revelado y participado a la humanidad, por medio de Jesucristo, en su Espíritu» (n. 54).
Jesús nos enseña que la ley de la transformación del mundo es el mandamiento nuevo de la caridad (cf. GS 38): el amor humano, frágil a causa del pecado, es sanado, integrado, liberado por el amor de Dios, dado y recibido. Este amor, derramado por el Espíritu en nuestros corazones, refuerza el dinamismo de la apertura y la unión con los demás, impulsándolos a perseguir su bien con determinación.
La caridad no puede reducirse a la elección de realizar una serie de acciones benéficas, porque el amor al prójimo se expresa a un nivel más profundo, es decir, implica una «epifanía del ser»: la otra persona se revela en su belleza original, preciosa a los ojos de Dios, como criatura constituida con una dignidad inalienable, más allá de toda apariencia física o moral, y más allá de toda filiación social o cultural. Esta epifanía del ser conlleva una dinámica relacional renovada: el amor dirigido al otro por lo que es en sí mismo nos impulsa a buscar lo mejor para su vida, es decir, una realización humana plena, un desarrollo humano integral.
El amor es la mejor clave interpretativa para leer la Escritura, como afirma el Papa Francisco en Evangelii gaudium (EG): «La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón» (EG 264). Al mismo tiempo, el amor es la única clave capaz de descifrar la sociedad: «el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno» (EG 265).
El gran mandamiento del amor orienta a las personas en su compromiso con la construcción de una civilización inclusiva, en la que no se produzcan «descartes» humanos, porque hace posible esa amistad social que no permanece indiferente al clamor de los pobres de la Tierra. El compromiso social de la Iglesia se fundamenta en la escucha de la palabra de Dios contenida en las Escrituras, porque del amor de Dios surge el proyecto de una fraternidad humana abierta a todos. Se trata de fecundar y fermentar la sociedad con el Evangelio. Incluso en la relación con los no creyentes, la Iglesia está llamada a poner en circulación los valores humanos y humanizadores que se desprenden del mensaje de redención de Cristo: «Evangelizar el ámbito social significa infundir en el corazón de los hombres la carga de significado y de liberación del Evangelio, para promover así una sociedad a medida del hombre en cuanto que es a medida de Cristo: es construir una ciudad del hombre más humana porque es más conforme al Reino de Dios» (CDSC 63).
«Paideia» y «Politeia» cristianas
La experiencia del contacto del creyente con la Escritura es esencial para desenmascarar la iniquidad que acecha al corazón humano, así como la injusticia que habita en el mundo que le rodea.
El último aspecto que queremos subrayar se refiere a la función pedagógica de la Sagrada Escritura en su relación con la doctrina social de la Iglesia. Para resaltar esta conexión, nos ayuda un pasaje de la Segunda Carta a Timoteo, en el que Pablo escribe: «Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para la enseñanza, la persuasión, la corrección y la educación en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios esté bien capacitado y equipado para realizar toda obra buena» (2 Timoteo 3:16-17; la cursiva es nuestra).
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Dejemos a los expertos las perplejidades que suscita este texto en el original griego, del que hay varias traducciones posibles[4], y centrémonos brevemente en el sustantivo paideia[5].
En la antigua Grecia, el término paideia designaba el modelo pedagógico vigente en Atenas en el siglo V a.C. y se refería no sólo a la escolarización de los niños, sino también a su desarrollo ético y espiritual. El objetivo era convertirlos en ciudadanos completos, llevándolos a una integración progresiva y armoniosa en la sociedad.
Cicerón y Quintiliano tradujeron la palabra griega paideia con el sustantivo latino doctrina, para indicar el conjunto de instrucciones útiles para la «humanización» de los niños, mediante el refinamiento del pensamiento y la educación en la res publica.
Fue San Agustín quien tomó este proceso educativo de la cultura grecolatina y lo declinó en la perspectiva cristiana: del Evangelio surge una paideia/doctrina que, comparada con las formuladas por el mundo clásico, tiene un valor «definitivo», porque está dirigida a perfeccionar al hombre, a curarlo del pecado y a santificarlo en la gracia.
La paideia cristiana se descubre entonces como hija y coronación de la antigua paideia: viene a esbozar un ideal de educación de la persona que inspira un modelo de comunidad armoniosa y trabajadora, como las abejas en la colmena, y se abre a la dimensión de la politeia, trazando las líneas de una proyección social que apunta a la convivencia pacífica, la solidaridad y la cooperación entre los hombres.
Cuando se habla de la doctrina social de la Iglesia, hay que pensarla en esta perspectiva pedagógica, en una línea de continuidad con la paideia/politeia cristiana: su enseñanza está orientada a restablecer y fortalecer la relación entre Dios y la persona, entre la persona y la comunidad. Como afirma Pablo, toda la Escritura es útil para «enseñar, persuadir y corregir», pero su función educativa es principalmente la de «educar en la rectitud».
La enseñanza y la difusión de la doctrina social pertenecen de manera esencial al mensaje cristiano: no es una acción marginal, que se añade secundariamente, como ámbito de aplicación práctica que sigue a un conjunto de verdades dogmáticas, sino una acción que se sitúa en el corazón mismo del anuncio del Evangelio, forma parte del ministerio de la Iglesia, como servicio a la Palabra y al hombre, porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).
Así lo pone de manifiesto un denso pasaje de la Evangelii gaudium, en el que se afirma que la comprensión de la dimensión social no puede entenderse como un añadido al Evangelio, un momento posterior a él según el adagio operari sequitur esse, sino como su realidad interna, intrínseca: «El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad» (EG 177).
La falta de atención a los pobres y la reticencia a expresar una solidaridad tangible con el prójimo están relacionadas con la dificultad de construir una auténtica relación de escucha de la palabra de Dios y de diálogo con Dios (cf. EG 187). Es este principio de correspondencia el que indica la medida de la autenticidad de la propia relación con Dios en la dedicación que uno es capaz de expresar hacia el hermano, guiando al creyente en su compromiso activo y sugiriéndole el criterio por el que hacer sus propias elecciones en el ámbito de la realidad social, la economía, la política, el medio ambiente, la tecnología, la salud y la seguridad, los medios de comunicación y la cultura.
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https://lamoleskinediuncercatoredidio.wordpress.com/tag/gatorade ↑
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Como nos lo recuerda la secuencia de Pascua: Mors et vita duello conflixere mirando. ↑
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Cfr https://www.augustinus.it/latino/dottrina_cristiana/index2.htm ↑
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El sustantivo γραφὴ puede significar un solo verso, un libro o toda la Escritura, mientras que el adjetivo πᾶσα puede entenderse en sentido colectivo («todo») o distributivo («cada»). Al faltar el artículo determinativo, lo más probable es que se entienda aquí en sentido distributivo («cada pasaje de la Escritura»). Además, como en la época en que se escribió la Segunda Carta a Timoteo aún no existía una colección de las Escrituras cristianas, la expresión πᾶσα γραφὴ sólo se referiría al Antiguo Testamento. El adjetivo θεόπνευστος también plantea varios interrogantes, porque puede interpretarse en sentido activo («respirar lo divino»), en el sentido de que la Escritura está llena del aliento de Dios, o en sentido pasivo, en el sentido de que la Escritura está «inspirada por Dios». Sin embargo, el problema de la función gramatical de θεόπνευστος permanece: ¿se utiliza como predicado («toda la Escritura se inspira») o como atributo («toda la Escritura es inspirada»)? La mayoría de los exégetas tienden a interpretar el adjetivo como un predicado, por lo que 2 Tim 3:16 afirmaría que todo pasaje del Antiguo Testamento es inspirado. ↑
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En el texto de 2 Tim 3,16 el acusativo singular παιδείαν es sostenido por la preposición πρὸς. ↑
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