El jesuita Michel de Certeau (1925-1986) es conocido por sus trabajos como historiador de la mística, en particular por los dedicados a Pedro Fabro y a Jean-Joseph Surin[1], dos jesuitas distantes uno del otro casi un siglo. El primero había entrado muy pronto en el círculo de los compañeros de Ignacio de Loyola en París y, durante algunos años, había sido el único sacerdote del grupo. Siempre había estado en viaje por Europa, desde la Alemania protestante hasta la corte del rey de Portugal, y de regreso a París. También el segundo había sido itinerante, testigo de fenómenos paranormales, llegando a quedar él mismo afásico; en 1661, Surin había escrito su Guide spirituel pour la perfection [«Guía espiritual para la perfección»].
La reflexión de De Certeau se extendió también al oficio de historiador. Fue una reflexión tan radical que, con las cuestiones que planteaba, llegó a poner en discusión los paradigmas tradicionales de la filosofía y de la teología. Su itinerario intelectual estuvo signado por la cultura en la ciencia histórica, que se desarrollaba fuera de los ambientes eclesiásticos, de alguna manera en una tierra de misión para la Iglesia. De Certeau había estudiado primero Filosofía en las universidades de Grenoble, Lion y París; después había entrado al seminario de Lion, en 1947, y, más tarde, al noviciado de la Compañía de Jesús, en 1950. Tenía el proyecto de ir a China como «misionero», pero en 1956 recibió el encargo de la redacción de la revista de espiritualidad ignaciana Christus y de la serie de obras a ella vinculada.
La cultura y la mística
La Compañía de Jesús se estaba esforzando sobre todo en Francia en el estudio de las fuentes de su espiritualidad y de sus Constituciones. La revista Christus había nacido en enero de 1954. En 1956 aparecieron Notes Ignaciennes, que publicaban los textos fundadores, como la «Deliberación de los primeros padres» (con la cual los compañeros de Ignacio decidieron permanecer unidos bajo la obediencia a un superior). En 1959, De Certeau publicó el cuarto volumen de la serie Christus, dedicado al Mémorial de Pedro Fabro, es decir, el diario de los años 1542-1546 de este jesuita, que fue canonizado por el papa Francisco el 17 de diciembre de 2013.
En la introducción a esta edición, De Certeau pone de manifiesto el carácter particular del ministerio de Fabro, que seguramente impresionó al papa Francisco: «Ese universo hecho de relaciones más que de sustancias es justamente el del Mémorial: un universo cuyo orden depende enteramente de la Bondad de Dios, cuyos valores están fundados en el “favor”, y donde se puede esperar todo de la “liberalidad” siempre imprevisible del Amor. Así pues, el mundo construido según una jerarquía de naturalezas es reemplazado por este mundo en el que se entrelazan relaciones que son dinámicas y se comprenden en Aquel que las determina todas»[2].
Cuatro años más tarde, en 1963, se publicó la Guide spirituel pour la perfection, de Jean-Joseph Surin[3], que había sido exorcista en las Ursulinas de Loudun (al norte de Poitiers) y se había hecho famoso entre 1634 y 1636 por algunos fenómenos extraordinarios que se atribuían a experiencias místicas o histéricas, según la perspectiva que se adoptara. Él mismo era un «místico del exceso», como dirá Stanislas Breton[4], comparándolo con el Maestro Eckhart.
Más que el estudio de Fabro fue el de Surin el que marcó indudablemente a De Certeau. En efecto, la mística del siglo XVII y sus excesos se convirtieron en los temas más estudiados por él desde el punto de vista cultural. De Certeau describirá así su perspectiva metodológica en el segundo volumen, póstumo, de La fable mystique: «Aquí […] importa solamente la función epistemológica atribuida a este misticismo en el momento en que las ciencias positivas se reparten el tratamiento objetivo de los “hechos” humanos y en que, por tanto, la filosofía parece amenazada. Tal situación lleva a los pioneros de estas ciencias, casi todos provenientes de la filosofía, a preguntarse sobre la posibilidad de pensar una unidad de la experiencia humana y, por tanto, de superar los hiatos que sus disciplinas crean entre positividades antropológicas, históricas o psicológicas»[5].
En efecto, la mística cuestiona el punto de vista de la filosofía tradicional. Por su aparente ajenidad, ofrece una apertura a un mundo desconocido, más allá de lo racional, al mundo de lo «otro»: un tema que se tornó importante en la reflexión filosófica del siglo XX[6]. Evidentemente, los fenómenos místicos interesan también a las ciencias humanas, al psicoanálisis, a la sociología y al pensamiento político, porque los místicos parecen ponerse al margen de la sociedad. Ahora bien, dicha marginación puede interpretarse de diversas maneras: positivas, inspirándose en algunas afirmaciones de Henri Bergson; o negativas, si se siguen las deconstrucciones de las ciencias humanas, como, por ejemplo, las de Michel Foucault, amigo de De Certeau.
Para De Certeau se trata de mostrar el fenómeno, el fenómeno entero, sin exaltarlo ni alterarlo. Por tanto, hay que presentar el fenómeno tal como es, considerando todos sus aspectos. La filosofía suele concebirse como un esfuerzo de la razón para poner en orden el mundo, unificarlo, hacerlo, precisamente, racional o coherente. Esta es la razón por la cual la mística se resiste a la filosofía, como lo hace, por otra parte, toda atención a lo existente, porque lo existente se excluye de los sistemas que tienen la pretensión de declarar su inteligibilidad esencial y universal. De aquí, por otra parte, surge un interrogante para el De Certeau historiador: las épocas de gran crisis de los sistemas culturales, ¿acaso no están acompañados justamente por fenómenos anormales, místicos? O, por el contrario, los fenómenos místicos ¿acaso no son testimonios que hacen evidentes los crujidos de una cultura? Así pues, De Certeau lee el fenómeno místico como un síntoma que manifiesta la dificultad de vivir la desaparición del sentido.
El fenómeno místico
De Certeau entra en la vida activa cuando la cultura europea cruje por todas partes. Estamos en los años inmediatamente siguientes a la finalización del Concilio Vaticano II, pero también en los de las sublevaciones populares de mayo del sesenta y ocho, por no hablar de las descolonizaciones, cuyas consecuencias para el «Primer» Mundo no han sido aún plenamente reconocidas. En octubre del sesenta y ocho, es decir, pocos meses después de los acontecimientos que todavía hoy tienen resonancia en Occidente, De Certeau publica un importante opúsculo de reflexiones sobre tales acontecimientos: La prise de parole («La toma de la palabra»).
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Este título fue escogido cuidadosamente para manifestar la ambigüedad del acontecimiento considerado. Se supone, ante todo, que el autor y el lector «se mantienen al margen». Este comportamiento es necesario para ver lo que verdaderamente sucedió en Mayo del 68 de manera más profunda, más allá de las apariencias emotivas. Por un lado, el libro muestra la reapropiación, por parte del «pueblo», de uno de sus bienes esenciales, a saber, la palabra, de la cual se había apropiado el poder político. Las relaciones que el general De Gaulle —aun con toda su genialidad— tenía con el «pueblo» en 1968 ¿eran acaso las mismas que había tenido al final de la guerra de 1940-1945? Es poco probable. La palabra había sido reclutada por los diversos poderes de nuestras sociedades modernas; el «pueblo» quería recuperarla para sí. Por el otro lado se planteaba la pregunta de si esta toma de la palabra era verdaderamente popular. ¿No había sido robada, tal vez, por estudiantes de Humanidades, sobre todo por los de Sociología, que se las daban de profetas conscientes del sentido «verdadero» —es decir, «marxista», según ellos— de la historia?
Se había abierto la «crisis» en la sociedad, pero también en el seno de la Iglesia, en la cual, según se decía, acababa de soplar un viento nuevo. No obstante, desde hacía tiempo se sabía que Francia se había convertido en una tierra de misión[7], y que la Iglesia había asumido iniciativas que no eran del agrado de todos los fieles: por ejemplo, la de los sacerdotes obreros. La crisis también tocaba las estructuras jerárquicas de la Iglesia.
En 1966 François Roustang escribió para la revista Christus un artículo que suscitó discusión: «Le troisième homme» («El tercer hombre»)[8]. En ese escrito, Roustang ponía de relieve la oposición entre los que se lamentaban de la desaparición del cristianismo (o de las formas visibles de una mentalidad denominada «cristiana») y los que esperaban una renovación del mismo (o sea, una mejor adaptación de la institución eclesial al mundo contemporáneo). El autor vislumbraba entonces el nacimiento de un «tercer» hombre capaz de asumir sus propias responsabilidades en el mundo y en la Iglesia.
De Certeau estaba impresionado por las dificultades que encontraba el cristianismo en el mundo actual, que no comprendía más el lenguaje de los teólogos. La crisis no era solamente la de la secularización, sino que, para los pueblos de tradición cristiana, era sobre todo la de la ausencia de significado del discurso teológico. En un artículo de 1965, el místico francés escribía: «Estos cristianos llegarían a preguntarse si este lenguaje [o sea, las afirmaciones teóricas de los teólogos] tiene verdaderamente algo que decir, si en estas palabras puede captarse verdaderamente una revelación vinculada de manera orgánica a la novedad del evangelio y capaz de cambiar sus vidas»[9].
En realidad, no se trataba de una situación inédita. Los estudios sociológicos sobre la religión se habían multiplicado tras el análisis hecho por Émile Durkheim en 1912[10]. La duda se insinuaba en las conciencias de los humanistas que se interesaban por el fenómeno religioso. Eso provocó la puntualización de Henri Bergson, que en Les deux sources de la moral et de la religion[11] distinguió las sociedades cerradas de las abiertas, cada una de ellas con sus propios principios. Las sociedades cerradas no admiten que se salga de los propios principios definidos: utilizan todo tipo de tácticas para que nadie salga de su ámbito; miran hacia el pasado. Las sociedades abiertas, por el contrario, están animadas por un espíritu profético, capaz de acoger lo imprevisto y también de provocarlo: están orientadas hacia el futuro y, por eso, no disponen de puntos de referencia absolutamente seguros.
Con el advenimiento de la Modernidad en el siglo XVII se asiste a la estructuración de los Estados modernos. La vida religiosa produce entonces llamamientos proféticos. Según De Certeau, la obra de Henri de Lubac participó en esta misma renovación en el siglo XX a partir de la publicación de su obra Catholicisme (Catolicismo)[12]: miles de cristianos reconocieron en esa obra una «adhesión suscitada en ellos por un lenguaje que descubren como propio»[13].
Los místicos de los siglos XVII y XVIII nacieron en esa situación de tensión entre dos modelos de sociedad. La hipótesis de De Certeau era que tales místicos llevaban en sus textos y en su carne las huellas de una ausencia de sentido como invocaciones de lo que había sido asfixiado y se había tornado efectivamente desconocido para la vida espiritual. Las crisis políticas de los primeros siglos de la Modernidad tienen una profundidad que no se agota en su dimensión política. La palabra ha sido oscurecida, traicionada, falsificada. Los místicos daban así testimonio de un alejamiento de Dios de esas culturas, también de las religiosas, de su ausencia en un mundo que había decidido ignorarlo. En 1969 De Certeau sostiene la «idea» de que Dios se ha vuelto «extranjero»[14].
Surin y la indiferencia ignaciana
Sin embargo, el Extranjero no se ha alejado hasta el punto de desaparecer. Enseguida regresaremos al tema de la «teología negativa» de De Certeau. Pero para entenderla correctamente conviene detenerse antes en la comprensión que el jesuita francés propone acerca de la «indiferencia ignaciana».
De Certeau subraya en sus comentarios la original explicación que ofrece Surin del «principio y fundamento» de los Ejercicios espirituales. Esta veintena de líneas del fundador de la Compañía de Jesús prepara a aquel que hace los ejercicios a una actitud de indiferencia. Según la interpretación habitual de dichas líneas, todo nos ha sido dado por Dios, pero no todo lo que está a nuestra disposición corresponde necesariamente a un don que favorezca la llamada, dirigida personalmente a cada uno de nosotros, a seguir los caminos que el Señor desea para nosotros. Por eso, Ignacio pide al ejercitante que se haga «indiferente» o libre frente a todo aquello de lo que dispone a fin de descubrir aquello que verdaderamente le conviene según Dios.
La indiferencia no es un rechazo, sino una actitud que favorece una adhesión purificada. Surin agrega aquí un detalle importante. Pongamos un ejemplo: «que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad»[15]. Giuseppe Riggio comenta así este pasaje: «En cuanto es supresión de un rechazo secreto, negación de una negación personal, la indiferencia nos conduce a creer que Dios nos puede hablar también a través de esta enfermedad, de esta condición o de esta situación que, a priori, consideramos ininteligible o incompatible con el modo en que concebimos el estar unido a Dios».
Las etapas de los Ejercicios espirituales se proponen así al libre discernimiento del ejercitante. [16]El bien buscado no deberá ser nunca conquistado siguiendo escrupulosamente las normas dictadas por un manual de metodología. A los ojos de Dios, todo puede ser bueno para quien lo ama.
Más allá de la indiferencia humana, la interpretación de Surin considera también la indiferencia de Dios hacia nuestras elecciones. El místico francés hizo su «tercer año» (o sea, el año que completa la formación del jesuita) bajo la dirección de Louis Allemand, cuya espiritualidad estaba fuertemente caracterizada por el discernimiento cotidiano de lo que se debe hacer para la mayor gloria de Dios. Esta percepción espiritual supone que nuestras decisiones no estén determinadas por un querer previo de Dios que sería suficiente escuchar, y que, en tal sentido, el mismo Dios es indiferente frente a nuestras decisiones, está disponible para nuestras elecciones.
Evidentemente, esto exige que el discernimiento se haga prestando atención a la pureza de corazón y a nuestra docilidad al Espíritu, a nuestra libertad interior. En efecto, el abandono a Dios restituye todo su espacio a las potencias de nuestro deseo con el fin de no dejarnos atrapar por la evidencia inmediata de nuestras pasiones. En 1988 escribe De Certeau: «Siempre seguro de Dios, nunca seguro de sí mismo, el creyente no “tiene” a Dios en nada de lo que posee, puesto que Dios es trascendente al don que concede de sí mismo, pero no exterior a ese don. Por eso, Dios ya está allí, pero no solamente allí; puesto que él es todo, no se lo posee en ningún momento parcial; y puesto que el hombre no es todo, él sigue la extensión del tiempo, la discursividad del lenguaje, la multiplicidad de los otros con la seguridad de encontrar en todo a aquel a quien ama, pero también de no fijarlo en ninguna cosa»[17].
La doctrina espiritual articula así la bondad de Dios y la libertad del hombre. «Dios es indiferente»[18]. La indiferencia de Dios, o sea, su respeto por nuestra libertad, junto con la continuidad de su bondad, nos deja en la condición de responsables de nosotros mismos. El Señor podrá sacar lo mejor de nuestras elecciones. Pero para que seamos libres en este punto, Surin exige el absoluto abandono de nosotros mismos a fin de dar todo su impulso al deseo más esencial que reside en nosotros[19]. Esta doctrina adapta en cierto sentido una máxima atribuida a Ignacio de Loyola, pero que fue reconstruida a comienzos del siglo XVIII y a la cual Gaston Fessard ha dedicado un extenso comentario. Mi traducción de la máxima es la siguiente: «Fíate de Dios como si el éxito de tus trabajos dependiese en todo de ti y en nada de Dios; pero también, una vez realizado todo ese trabajo, como si tú no hubieses hecho nada y Dios solo todo».
El análisis del texto ignaciano que De Certeau realiza con gran atención a los detalles confirma la interpretación de Surin. El deseo que nos anima viene de nosotros, pero, al mismo tiempo, no se agota en nosotros, y, por tanto, está en medio de nosotros: «A lo largo de los ejercicios previstos para las cuatro semanas, así como en su principio y fundamento, todo supone el deseo (o la voluntad) que viene de otra parte, que circula, se esfuerza y se manifiesta en una serie de relaciones con los objetos presentados por el opúsculo. El texto en sí mismo funciona como una espera del otro, un espacio ordenado por el deseo. Es el jardín construido por un viandante venido de otra parte. A través de los cortes y los silencios marca ese lugar que él no ocupa. Lo que reúne las piezas ordenadas con vistas a un discernimiento es la ausencia del otro —el ejercitante— que es su destinatario, pero que realiza el viaje solo. Un viaje que no es reemplazado por descripción ni teoría alguna»[20].
No es este el lugar para profundizar en la interpretación del «principio y fundamento» propuesto por Surin y esencial para De Certeau. Notemos, no obstante, la insistencia en la generosidad de Dios, que no debe entenderse como lo opuesto a una presencia que necesariamente se impondría. Oponer simplemente no-A a A, una simple contradicción, no permite dar pasos adelante. En efecto, en la ausencia hay una presencia trascendente.
Una teología negativa
Maria Letizia Cravetto, que participó en un seminario dictado por De Certeau en 1970, escribe: «Se hacía evidente que en el curso de los siglos XVI y XVII la mística había marcado una especie de revolución en la historia de la racionalidad y del progreso occidental»; no obstante, los místicos habían «encontrado en la oración y en la escritura la posibilidad de subvertir su malestar, a la vez generacional e individual, descubriendo que “hablar de la pérdida es otro comienzo”»[21]. Los místicos reaccionan a los derrumbes de las culturas utilizando modalidades que impugnan la exclusividad de las novedades; expresan su oposición con turbaciones humanas del cuerpo y de la escritura. Eso no significa que, según ellos, haya que volver al pasado, ni mucho menos rechazarlo.
Sin duda, el místico no se siente a gusto en su propia época, pero eso no significa que esta haya sepultado el alma que la engendró. Según Diana Napoli, los místicos pueden hablar «solamente a través de la ruptura de las palabras, como si una fractura interna permitiese hacer “reconocer o confesar a las palabras el duelo que las separa de lo que muestran”». Un regreso a la cultura del pasado es insuficiente para ese fin. El origen del lenguaje ya no se encuentra allí, sino que pertenece a otro orden. Por tanto, el místico hace una apelación «a la noche del cuerpo, cuya voz es la voz de una ajenidad»; su palabra es «instauradora de un comienzo que se autoriza a través de lo que inaugura, y no a través de lo que lo precede»[22].
Aquí son importantes las ideas de Surin. Para Philippe Lécrivain, «a diferencia de Agustín, que buscaba a Dios para encontrarlo, Ignacio de Loyola invita a invertir la perspectiva: encontrar a Dios y seguir buscándolo»[23]. Se expresa así un modo de pensar que se ha encontrado y que todavía se encuentra con dificultades en la Iglesia. El problema es el de la conciencia dentro de la dinámica de la vida religiosa o de la fe. Tal dinámica no se contenta nunca con prescripciones dogmáticas, con definiciones intelectuales, con preocupaciones por una cientificidad «objetiva» del discurso cristiano. Por lo demás, la tradición de la Iglesia no es ante todo científica, sino evangélica.
Dominique Bertrand señala que la teología negativa es muy importante para De Certeau, como lo es para los grandes teólogos y doctores de la Iglesia. «La voluntad enigmática, en Michel de Certeau […], aparece como la voluntad metódica de poner en movimiento al lector, y ello, sin duda, según el “movimiento de la fe”»[24]. Un místico sabe que no dice nada que pueda ser asimilado por la propia época. Su protesta está en la esperanza. Él mira hacia un futuro todavía desconocido. Se trata de una modalidad que parece indescifrable para sus contemporáneos. Indudablemente, vive de las mismas inspiraciones que los profetas. En esto da testimonio de un deseo que su mundo ya no conoce.
Es justamente por ese deseo que se interesan los Ejercicios espirituales de Ignacio, descartando el «nominalismo, cuyo significado histórico es, sin duda, emerger de la voluntad como instancia primordial»[25]. Se confirma así la interpretación que hace Surin de la «indiferencia», de la que se habla en el «principio y fundamento». Ella reabre el camino del significado. «Para que el “fundamento” de los Ejercicios de su fruto y nazca o renazca el deseo en el ejercitante, este tiene todo el interés de reconocer a Dios como indiferente hacia lo que él quiere o no quiere. De otro modo, no se reconocerá a sí mismo el derecho de desear frente a Dios, no reconocerá a Dios que lo ha creado capaz de desear»[26]. El hombre espiritual está orientado hacia el viaje. Homo viator: he ahí una definición que condice muy bien con Michel de Certeau[27].
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En la introducción al libro Michel de Certeau ou la différence chrétienne, Claude Geffré escribe: «Mientras […] que en el Areopagita la teología negativa depende sobre todo del registro de la inteligencia, la de Michel de Certeau se mueve ante todo en el espacio del deseo, esa larga caminata del viajero místico que se queda siempre ante el umbral del esplendor supremo»[28]. Lécrivain confirma la misma interpretación: «Dios indiferente [significa que] todo queda por hacer para quien quiere empeñarse por los senderos no marcados del futuro según el dinamismo de una creación siempre renovada»[29].
Conclusión
La competencia científica de De Certeau y la prudencia de sus interpretaciones de los documentos históricos han hecho que su influjo llegara mucho más allá de las instituciones específicamente católicas. En 1968 él participó en la creación de la Universidad de Vincennes, una especie de readaptación de la universidad estatal a la revuelta estudiantil de Mayo del 68, del mismo modo en que ocurrió en la Universidad de Nanterre, en la que estuvo comprometido Paul Ricœur. Ese mismo año participó, junto a Jacques Lacan, en la fundación de la Escuela Freudiana de París. Enseñó en el Institut Catholique de París, después en la Universidad de San Diego (California) y, por último, en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, donde fue nombrado director de estudios en 1984.
La amplia obra de De Certeau mantiene en el trasfondo la cuestión de la alteridad y se desarrolla en la dirección de las huellas de nuestras prácticas libres dentro de los múltiples códigos de nuestras existencias. L’absent de l’histoire (El ausente de la historia) (1973), L’écriture de l’histoire (La escritura de la historia) (1975; ed. en cast. de 2006)[30], el primer volumen de La fable mystique (La fábula mistica) (1982; ed. en cast. de 1994) son otros tantos testimonios de tales investigaciones que culminan en L’invention du quotidien (La invención de lo cotidiano) (1980; ed. en cast. de 2 vols. 2000-2006). En esta última obra el autor distingue la estrategia del Estado, que fija caminos obligatorios para todos, y la técnica de cada ciudadano, que reivindica una libre existencia propia, ofreciendo resistencia con sus iniciativas a las imposiciones del Estado.
La libertad de cada uno no existe fuera de la sociedad en la cual se encuentra. Pero, justamente porque se encuentra en ella, le impone también un significado del cual el Estado procurará apropiarse. Pero el místico hará todo lo posible para que eso no suceda.
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Cf. P. Favre, Mémorial, ed. M. de Certeau, París, Desclée de Brouwer, 1960; J.-J. Surin, Guide spirituel pour la perfection, ed. M. de Certeau, París, Desclée de Brouwer, 1963 (trad. it.: Guida spirituale alla perfezione, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1997); M. de Certeau, La possession de Loudun, París, Julliard, 1970 (trad. it.: La possessione di Loudun, Bolonia, Clueb, 2011). ↑
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M. de Certeau, «Introduction», en P. Favre, Mémorial, op. cit., p. 23; Francesco, La mia porta è sempre aperta. Una conversazione con Antonio Spadaro, Milán, Rizzoli, 2013, pp. 15, 18, 33s (trad. cast.: Papa Francisco, Mi puerta está siempre abierta. Una conversación con Antonio Spadaro, Barcelona, Planeta, 2014). ↑
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Anteriormente esta obra solo había sido publicada de manera parcial. ↑
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S. Breton, Deux mystiques de l’excès: J.-J. Surin et Maître Eckhart, París, Cerf, 1985. ↑
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M. de Certeau, La fabula mistica. XVI–XVII secolo, vol. 2, Milán, Jaca Book, 2016, p. 13. El texto citado proviene de un artículo («Storicità mistiche», original «Historicités mystiques») de 1985. Este segundo volumen de la obra, póstumo, fue publicado en su original francés en 2013 bajo la edición a cargo de Luce Giard (M. de Certeau, La fable mystique. XVIe-XVIIe siècle, tome II. Édition établie et présentée par Luce Giard, París, Gallimard, 2013). ↑
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Cf. G. Riggio, Michel de Certeau, Brescia, Morcelliana, 2016. Este es un escrito excelente, basado en la investigación que De Certeau realizó sobre la cuestión de la alteridad. ↑
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Cf. H. Godin e Y. Daniel, La France, pays de mission?, Lion, Éditions de l’Abeille, 1943. ↑
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Cf. F. Roustang, «Le troisième homme», en Christus 13 (1966), pp. 561-567. ↑
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M. de Certeau, «Expérience chrétienne et langages de la foi», en Christus 12 (1965), p. 148; G. Riggio, Michel de Certeau, op. cit., p. 194. ↑
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Cf. É. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse. Le système totémique en Australie, París, Alcan, 1912 (trad. cast.: Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Alianza, 2013). ↑
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Cf. H. Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion, París, Alcan, 1932 (trad. cast.: Las dos fuentes de la moral y de la religión, Barcelona, Altaya, 1999). ↑
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Cf. H. de Lubac, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme, París, Cerf, 1938 (trad. cast.: Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid, Encuentro, 1988); cf. íd., Le mystère du surnaturel, París, Aubier, 1965 (trad. cast.: El misterio de lo sobrenatural, Madrid, Encuentro, 1991). ↑
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M. de Certeau, «Un maître: le père Henri de Lubac», octubre de 1964, citado en F. Dosse, Michel de Certeau. Le marcheur blessé, París, La Découverte, 2002, p. 54. La amistad entre de Lubac y De Certeau se rompió en 1972, cuando las valoraciones que tenían sobre el papel de la jerarquía eclesiástica habían tomado direcciones distintas. No obstante, hasta el final de su vida (truncada por un tumor incurable), De Certeau afirmó sentir reconocimiento hacia de Lubac. ↑
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Cf. M. de Certeau, «L’Étranger», en Études 330 (marzo de 1969), pp. 401-406. Escribe el autor: «Dios sigue siendo el desconocido, incluso aunque creyendo en él; sigue siendo el extranjero para nosotros, en la hondura de la experiencia humana y de nuestras relaciones. Pero es también el no reconocido: como dice Juan (Jn 1,11), no es “recibido” en su casa, por los suyos» (p. 401). ↑
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Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 23, cita según íd., Obras. Edición manual, Madrid, BAC, 1997, p. 229. ↑
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M. de Certeau, «Expérience chrétienne et langages de la foi», op. cit., p. 153; G.Riggio, Michel de Certeau, op. cit., p. 200. ↑
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M. de Certeau, «L’expérience religieuse, “connaissance vécue” dans l’Église», en Recherches de Science Religieuse 76 (1988), p. 207, citado in G. Riggio, Michel de Certeau, op. cit., p. 95. ↑
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P. Lécrivain, «Michel de Certeau e le scienze dell’“altro”», en La Civiltà Cattolica, 2007, IV, p. 147. ↑
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Cf. J.-J. Surin, «À quoi l’assiduité doit s’appliquer en particulier», en Christus 50 (2003), pp. 485-490. ↑
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M. de Certeau, «L’espace du désir ou le “fondement” des Exercices Spirituels», en Christus 20 (1973) n. 77, p. 127. ↑
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M. L. Cravetto, «L’émancipation de la pensée. À propos de l’œuvre de Michel de Certeau», en Diogène 199 (2002), p. 139. La cita interna es un recuerdo de las explicaciones de De Certeau. ↑
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D. Napoli, Michel de Certeau. Lo storico «smarrito», Brescia, Morcelliana, 2014, p. 122s (la cita interna es de M. de Certeau, Fabula mistica. La spiritualità religiosa tra il XVI e il XVII secolo, vol. 1, Bolonia, il Mulino, 1987, p. 166). ↑
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P. Lécrivain, «Michel de Certeau e le scienze dell’“altro”», op. cit., p. 147. ↑
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D. Bertrand, «La théologie négative de Michel de Certeau», en C. Geffré (ed.), Michel de Certeau ou la différence chrétienne. Actes du colloque «Michel de Certeau et le christianisme», París, Cerf, 1991, p. 116s. ↑
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Ibíd., p. 125. ↑
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Ibíd., p. 120s. ↑
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Cf. G. Riggio, Michel de Certeau, op. cit., p. 22s. ↑
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C. Geffré (ed.), Michel de Certeau ou la différence chrétienne, op. cit., p. 11. ↑
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P. Lécrivain, «Michel de Certeau e le scienze dell’“altro”», op. cit., p. 147. ↑
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Esta obra —traducida al castellano con el título La escritura de la historia, México D.F., 2 vols., Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, 2000-2006—, inspiró de manera particular a Paul Ricœur, La mémoire, l’histoire, l’oubli, París, Seuil, 2000 (trad. cast.: La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003). Cf. F. Dosse, Paul Ricoeur, Michel de Certeau. L’histoire: entre le dire et le faire, París, L’Herne, 2006. ↑
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