Para Charles Taylor[1], uno de los intelectuales católicos contemporáneos más importantes, la mejor descripción de la realidad cultural actual es la «autenticidad». Con este término, el filósofo se refiere a la búsqueda de la autorrealización personal, que, a su vez, se sustenta en el principio subjetivo de ser fiel a lo que uno siente sinceramente. Detrás de esta búsqueda se encuentra el ideal moral de la «veracidad hacia uno mismo». Este ideal, dice Taylor, no se define «en función de lo que deseamos o necesitamos, sino que ofrece un esbozo de lo que deberíamos desear»[2].
Como consecuencia de ello, puede decirse que por muy degradada o disfrazada que esté la búsqueda del sujeto inmerso en dicha cultura (relativismo, individualismo, narcisismo, autorreferencialidad, etc.), la autenticidad descansa en una fuerza moral que no es comprendida ni identificada por los argumentos que la despojan de su dignidad o la defienden acríticamente o buscan un compromiso sabiamente equilibrado.
Ante este panorama de la autenticidad y sus desviaciones, Taylor propone un trabajo de recuperación (retrieval), a través del cual el ideal moral, sobre el que descansa la «autenticidad», pueda contribuir a la renovación de la vida práctica, social y política. De ese modo, la autenticidad generará exigencias, o bien que será contraproducente.
La vida de la fe está inmersa en esta cultura de la autenticidad. No es inmune a la cultura ni se aísla de ella. Esto significa que también puede degradarse o camuflarse, desinteresándose de cualquier compromiso social, es decir, puede dar la espalda a la historia en la que está llamada a ser un fermento de liberación. En otras palabras, la fe vivida y practicada corre el riesgo de perder eficacia y relevancia social y política.
La reflexión teológica está llamada a acentuar la relación entre la fe cristiana y el compromiso con la transformación de la historia, para que ésta se convierta en un verdadero «lugar teológico»: «La praxis social se transforma progresivamente en el lugar mismo donde el cristiano pone en juego -con los demás- su destino de hombre y su fe en el Señor de la historia»[3]. Este compromiso cristiano en la historia ha significado, y significa, entrar y participar allí donde se defiende la vida y la dignidad de la persona y donde se reclama el derecho como garantía de una vida digna[4].
El compromiso en la historia es una consecuencia de la lectura de la palabra de Dios – dirigida a nosotros hoy – a la luz de la fe, ayudada por las disciplinas que revelan el pasado y explican el presente[5]. Si la palabra de Dios se dirige a nosotros hoy, necesariamente tiene algo que decir a la situación concreta que vivimos como individuos y como sociedad. Esa Palabra transmite un mensaje liberador con respecto a cualquier tipo de dependencia que reduzca o desfigure nuestra «imagen y semejanza» con Dios. Es una Palabra que busca cambiar la realidad, busca transformar la muerte en vida, el hambre en abundancia, la enfermedad en salud, la guerra en paz, la prisión en libertad, la oscuridad en luz, la duda en fe, la tristeza en alegría. Esta es la experiencia que se relata en las bellas expresiones de la oración atribuida a San Francisco de Asís, en la que se pide ser instrumento de lo que esa palabra de Dios quiere establecer.
La palabra de Dios es una palabra práctica, que no vuelve a Dios sin hacer antes lo que desea (cf. Is 55,10-11). La vida de la fe es fecundada por ella: germina y crece cuando se deja impregnar por ella y acepta el reto histórico de comprometerse en cualquier tipo de lucha por la humanización del mundo. Es precisamente este tipo de compromiso con la historia lo que la «cultura de la autenticidad» parece socavar.
Acojamos la reflexión de Taylor como una provocación para la teología. Entendemos el término «provocación» en el sentido de un estímulo o una ayuda o, si se quiere, un pretexto para pensar la fe desde su contexto, para identificar los retos e indicar los caminos a seguir a partir de una reflexión teológica que alimente la vida de la fe y se nutra de ella. Nuestra pregunta es si acaso es posible – a partir de la experiencia de fe de la autenticidad – llevar a cabo una reflexión teológica fecunda que ayude a renovar la vida práctica, haciendo uso de las exigencias de la fe que busca encarnar los valores del Reino.
Si reconocemos, con Taylor, que la «autenticidad» se basa y está motivada por ideales morales, es posible y urgente desarrollar una reflexión teológica sobre la «fe de la autenticidad», para recuperar las exigencias prácticas de la fe y contrarrestar un cierto «espiritualismo» que, por debajo y escondido tras un barniz de ortodoxia, revela una «aversión a la condición humana [… ], por la “filantropía” del Creador, que se manifiesta en el hecho de asumir, en la encarnación del Hijo, a la criatura, a la que se comunica por el don del Espíritu»[6].
La «autenticidad» en la cultura contemporánea
Taylor no se detiene en la superficialidad de la cultura de la autenticidad -o lo que él llama «sus desviaciones»- sino que propone que se la considere también como una cultura de la búsqueda, tras la cual se cierne el ideal moral de la veracidad hacia uno mismo y la conciencia de una originalidad intransferible: «Cada una de nuestras voces tiene algo propio que decir»[7].
La idea de que hay una determinada forma de ser humano que es intransferible y que sólo puede ser mi forma humana personal ha penetrado profundamente en la conciencia moderna. La forma concreta de vivir mi forma humana consiste en ser auténtico. Este modelo de humanidad sólo lo puedo encontrar dentro de mí. Si no soy auténtico, corrompo mi forma humana, y esa originalidad individual se pierde: «Ser fiel a mí mismo significa ser fiel a mi originalidad, y eso es algo que sólo yo puedo distinguir y descubrir. Al distinguirlo, me estoy definiendo. Me estoy dando cuenta de mi propia potencialidad»[8].
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Aquí reside, según Taylor, la fuerza moral de la autenticidad. Es en sí mismo un ideal moral: un ideal entendido por el filósofo como «una imagen de lo que sería un modo de vida mejor o más elevado»[9]. Esta imagen ofrece un modelo de lo que deberíamos desear, que no se define necesariamente por lo que deseamos o sentimos inmediatamente.
Es evidente que este ideal puede pervertirse. Puede degradarse o disfrazarse de relativismo, narcisismo, subjetivismo, nihilismo y egoísmo. La frontera que separa el ideal de la degradación es casi imperceptible: es fácil pasar de la autorrealización personal al egoísmo o al narcisismo.
La búsqueda de la autorrealización, centrada en el yo, puede eludir fácilmente las exigencias de la sociedad y la naturaleza, y al hacerlo puede dar la espalda a la historia y a los lazos de solidaridad. Esta desviación es estimulada por el ideal del yo y es reforzada por una razón instrumental y burocrática que nos lleva a ver y considerar todo desde una perspectiva instrumental, cuya consecuencia inmediata es el atomismo social.
De hecho, las personas inmersas en la cultura de la autenticidad se extravían cuando «quieren centrar su realización en el individuo, haciendo que sus afiliaciones sean puramente instrumentales, es decir, empujan hacia un atomismo social. Tienden a ver la autorrealización reducida sólo a las realizaciones del yo, descuidando o deslegitimando las cuestiones que provienen de la historia, la tradición, la sociedad, la naturaleza o Dios; es decir, alimentan un antropocentrismo radical»[10].
La crítica a la autenticidad se centra en los riesgos de las posibles desviaciones asociadas a este ideal: narcisismo, relativismo, nihilismo, egoísmo. Zygmunt Bauman acuñó la metáfora de la fluidez y la liquidez para referirse a la negatividad de la cultura que caracteriza la fase actual de la modernidad: «Los líquidos, a diferencia de los cuerpos sólidos, no mantienen por regla general una forma propia. Los fluidos, por así decirlo, no fijan el espacio ni atan el tiempo […], nunca conservan su propia forma durante mucho tiempo y siempre están dispuestos (y propensos) a cambiarla»[11].
Al fin y al cabo, caracterizar la cultura y el entorno en términos de fluidez es una descripción que huele a una cultura desesperada, en la que el futuro sólo parece prometer niveles cada vez más altos de narcisismo[12]. Sin embargo, es precisamente esta desesperación por el futuro lo que Taylor describe como una búsqueda. La forma en que se manifiesta la autenticidad – en la que cada uno trata de discernir su propio camino, de ser fiel a sí mismo – no es la desesperación ni la degradación de los ideales morales: es la expresión de una búsqueda. El filósofo canadiense reconoce que los análisis culturales muestran una preocupación real por las graves consecuencias políticas del cambio y son veraces en lo que retratan, pero expresan abiertamente un tono de desprecio por la cultura que describen, lo que les impide ver el ideal moral que hay detrás de este fenómeno[13].
Taylor cree que es posible entablar un diálogo racional con personas inmersas en la cultura de la autenticidad, que aparentemente no aceptan ningún principio más elevado que su propia autorrealización. Esta posibilidad no es arbitraria, sino que se basa en la dimensión dialógica que siempre acompaña al ser humano en el proceso de conformación y definición de su identidad. El diálogo adopta la forma de la recuperación, que no consiste en condenar, defender o tomar una posición intermedia con respecto a la autenticidad, sino en redescubrir el ideal en el que se basa como forma de restaurar la vida práctica.
Por eso es necesario mirar con simpatía el ideal que anima la autenticidad, y a partir de ahí tratar de persuadir a las personas, buscando elevar la calidad de su praxis y haciendo más claras las implicaciones del ideal al que adhieren: «Debemos luchar por el sentido de la autenticidad […], debemos tratar de persuadir a las personas de que la autorrealización, lejos de excluir las relaciones incondicionales y las cuestiones morales que trascienden el yo, en realidad las exige de alguna manera»[14].
La cultura de la autenticidad, como cualquier forma de cultura, está atravesada por tensiones y conflictos, que se manifiestan en una variedad y plasticidad de tendencias en la forma de vivir el ideal que la sustenta. Puede ser que las tendencias dominantes sean las formas más degradadas de ese ideal, pero las tendencias minoritarias no pueden ser eliminadas. En el ámbito cultural, dice Taylor, hay una lucha continua: «Sugiero que en el tema no busquemos la tendencia, sea cual sea esta, alta o baja, sino que dejemos de una vez la tentación de discernir tendencias irreversibles y observemos que aquí hay una lucha, cuyo resultado está continuamente en juego»[15].
En este sentido, lo más importante es la existencia misma de una pluralidad de orientaciones y la constatación de que el progreso cultural no se hace marginando una fracción de la cultura, sino recuperando lo que anima profundamente toda esa pluralidad irreductible, sea o no predominante. Taylor propone distinguir el modo (manner) de la materia del contenido (matter or content): «En un determinado nivel, [el ideal de autenticidad] está claramente relacionado con el modo de adoptar cualquier fin o forma de vida. La autenticidad es claramente autorreferencial: ésta debe ser mi orientación. Pero esto no significa que a otro nivel el contenido deba ser autorreferencial, que mis objetivos deban expresar o cumplir mis deseos o aspiraciones frente a algo más allá de ellos. Puedo encontrar mi autorrealización en Dios, o en una causa política, o en el cuidado de la tierra. De hecho […] sólo encontraremos una auténtica autorrealización en algo así, algo que tenga sentido independientemente de nosotros o de nuestros deseos»[16].
La posibilidad de este diálogo implica creer en tres ideales controvertidos. En primer lugar, que la autenticidad es un ideal válido (contra la crítica de la cultura que la evalúa a partir de sus desviaciones). En segundo lugar, que se puede discutir racionalmente sobre esos ideales y su conformidad con la práctica (contra el subjetivismo absoluto). En tercer lugar, que esta reflexión tiene consecuencias (hay resultados posibles)[17].
La fe «de la autenticidad»
El nuevo creyente o el creyente inmerso en la cultura de la autenticidad, especialmente entre las generaciones más jóvenes[18], experimenta su fe como una tensión real entre el individualismo y los grupos, entre la autonomía y la dependencia, entre la libertad y la madurez afectiva, entre el uso del lenguaje religioso y las actitudes cotidianas, entre lo que uno se propone hacer y lo que realmente hace, entre la constancia y la inconsistencia, entre las rutinas diarias y las nuevas experiencias, entre las responsabilidades inmediatas y las duraderas, entre el pasado y el futuro, entre la realidad cercana y la lejana, etc.
La tendencia al individualismo no excluye, es más, exige, fuertes amistades, la necesidad de pertenecer a un grupo cohesionado. Se pueden invocar fuertes estructuras comunitarias y al mismo tiempo exigir un respeto absoluto a la libertad individual. Por otra parte, la afirmación y la búsqueda de una mayor autonomía y originalidad no excluye en absoluto una cierta dependencia y atracción por los símbolos exteriores uniformadores.
El énfasis en el exterior como signo de identidad crea un tipo de vida cristiana que podría describirse como «corporativismo»[19]. La corporativización de la experiencia religiosa se caracteriza por los signos externos con los que se objetiva y afirma la identidad (gorras, bolígrafos, camisetas con logo, carteles). El énfasis con el que se distingue el grupo es tan acentuado que la dimensión cristiana común queda relegada a un débil segundo plano, pero el hecho de que esté en segundo plano no significa que desaparezca.
El corporativismo no busca la conversión, sino la asunción de un lenguaje, un estilo, un aire de familia, una identidad. Dentro del grupo se vive un ambiente cálido de efusiva convivencia y generosidad, que sugiere una auténtica hermandad cristiana. El tema social no existe. Gran parte de la energía se dedica a cuestiones de orden afectivo y de madurez personal, pero las cuestiones sociales no forman parte de las conversaciones. Las actividades que resultan atractivas son las de voluntariado de corta duración y responsabilidad limitada. En este tipo de actividad, las personas practican el altruismo, la dedicación, la simpatía, la misericordia y la solidaridad. Se sienten cómodos con la fragmentación, porque no piensan en cambiar el mundo. No se definen como coherentes e intachables, sino como vulnerables y frágiles. Consideran que el pasado es una herencia muy pesada, y que el futuro es incierto; su lealtad es al presente y a los momentos de felicidad controlables.
Si aceptamos el famoso proverbio árabe, citado por Guy Debord, de que «los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres»[20] y, al mismo tiempo, que lo que caracteriza a esta época nuestra es precisamente la «autenticidad», cabe preguntarse si la fe es posible en una época en la que los hombres no parecen aceptar un principio superior al de su propia realización, o si, por el contrario, la tensión que se vive en la experiencia del creyente es la manifestación de una búsqueda que no encuentra respuesta satisfactoria en las vías oficiales que se le ofrecen. Y si, en consecuencia, por honestidad consigo mismo, la gente no siente la necesidad de trazar su propio camino.
La fe tiene sus propias exigencias, surge en un tiempo y en un espacio, implica sujetos capaces de acogerla, capacidad de renuncia, de abnegación y de olvido de sí mismo, capacidad de memoria y de espera. Finalmente, implica lo que la define: confiar en el Otro, dejarse capturar por el Otro. Estos valores no parecen tener especial resonancia en nuestra «era instantánea», en la que la propia elección de una vida de fe lleva consigo la sensación de poder cambiar de improviso, y por la conciencia de esta posibilidad la tarea de mantener el rumbo es aún más desalentadora[21]. Pareciera que hay un rechazo cultural al «para siempre», a «apostarlo todo a una carta», y es en este ambiente cultural donde estamos llamados a vivir la fe.
Desde sus orígenes, el cristianismo ha sido una propuesta de vida contracultural, pero esto no significa abandonar el mundo (fuga mundi) – como erróneamente se malinterpreta el ideal de la vida monástica -, sino estar en el mundo sin ser del mundo (cf. Jn 17,15-16). La dificultad de vivir la fe y mantener la dirección no puede llevarnos a definir su imposibilidad, por muy evidente que parezca en todas las manifestaciones de la cultura. En estas condiciones, la vida de fe se presenta como un combate que, paradójicamente, no produce víctimas colaterales, sino auténticas vidas que sólo pueden liberarse de forma permanente y con seguridad duradera mediante un profundo arraigo en Aquel que llama.
Regenerar la vida práctica
No es difícil identificar en el perfil que acabamos de esbozar muchas de las figuras religiosas de la «era de la autenticidad». En general, podemos decir que se encuentran, aunque no exclusivamente, en el fenómeno del pentecostalismo, presente en todas las denominaciones cristianas. De ello se desprende una pregunta implícita: ¿es una persona con esas características capaz de vivir un proyecto de vida que exige olvido de sí mismo, responsabilidad, gratuidad, generosidad, pero también aburrimiento y cotidianidad?
Los individuos que se describen en el perfil – o en los perfiles – de los creyentes de la «era de la autenticidad» no se reconocen necesariamente en él. Este es un problema fundamental. Los perfiles dibujados no se corresponden con la percepción que tienen las personas de su propia trayectoria. Los creyentes pueden incluso aceptar sus propias incoherencias, pero éstas no son únicamente atribuibles a ellos; lo mismo puede decirse de cualquier grupo. No siempre se consigue hacer coincidir lo que se proyecta con lo que efectivamente se vive; no siempre se hace lo que se quiere.
La resistencia mostrada ante los diagnósticos que describen la propia situación como creyente proviene de la percepción de un lenguaje negativo con una fuerte carga de prejuicios. Es difícil imaginar que alguien se tome en serio una postura que a primera vista es descalificadora y que muchas veces se transmite a través de un lenguaje contaminado. Por un lado, esta negatividad incrustada y percibida en el lenguaje obstaculiza la posibilidad de un diálogo en el que el interlocutor no tiene nada que decir, salvo aceptar el diagnóstico sobre sí mismo y estar dispuesto a poner en práctica los remedios que se le ofrezcan, si los hay. Por otro lado, el tono despectivo del lenguaje hace que la mirada del otro interlocutor sea miope. Esta miopía le impide ver la realidad en su dimensión más profunda: no reconoce que lo que anima la diversidad de caminos y la lucha por ser auténtico es un fuerte ideal moral, por muy disfrazada o corrupta que sea su manifestación[22].
Además, las generaciones de la cultura y la fe de la autenticidad tienen la percepción y el sentimiento de que no son comprendidas y -en esto radica la mayor dificultad- que se les quiere negar la veracidad de la lucha personal que cada individuo lleva a cabo para encontrar su propio camino. O -lo que es lo mismo- que se quiera reducir la originalidad irreductible de cada experiencia individual a un único modo, o al modo generado por un contexto determinado y compartido por un grupo concreto.
Está claro que el peligro de desviación está presente. La vida de la fe puede degradarse, puede desinteresarse de la historia que está llamada a transformar. El trabajo de recuperación que propone Taylor busca renovar la vida práctica. Este trabajo, aplicado a la fe de la autenticidad, puede ayudar a la fe a recuperar, en medio de esta cultura, su eficacia evangélica de ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5,13). ¿Qué características debe tener esa recuperación?
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En primer lugar, hay que reconocer la «autenticidad» de la búsqueda que emprenden hoy todas las formas de religión, en sus diversas variaciones. No se trata de demonizarlos a partir de sus posibles desviaciones, ni de legitimar acríticamente el derecho individual de cada uno a encontrar su propio camino, sino de reconocer que está en marcha una búsqueda que se vive como una tensión: una tensión que «proviene del sentido de un ideal que no se conoce plenamente en la realidad. Y esta tensión puede convertirse en una lucha, en la que la gente trata de distinguir el defecto de la práctica, y de criticarla»[23].
En muchos casos, la respuesta eclesial a esta búsqueda es una multiplicación de la oferta religiosa. La proliferación de movimientos en el seno de la Iglesia -lo que en sí mismo no sería malo- parece responder no pocas veces a la lógica del acomodo: cuantos más movimientos haya, mejor, porque eso significa que hay espacio para todos. Cada uno puede elegir el movimiento que mejor se adapte a su forma de ser, a sus necesidades y a su búsqueda.
El principio que rige esta evaluación de la diversidad es el de la acomodación, «tener más gente». Como resultado, se acaba reduciendo la fe a un instrumento al servicio de las necesidades individuales, disminuyendo así su importancia. Cuando me uno al grupo, encuentro lo que busco, pero esto no me cambia, no asumo un compromiso coherente con los principios del Evangelio. En otras palabras, el hecho de pertenecer a la Iglesia, de ser cristiano, no me compromete con la tarea común y evangélica de transformar el mundo; al contrario, parece que escapo de ella.
Para que esta diversidad de movimientos mantenga el escándalo de la vida cristiana, la reflexión teológica, que busca ver la realidad en su dimensión más profunda, debe entrar por la vía del diálogo y la persuasión, «tratando de persuadir a la gente del hecho de que la autorrealización, lejos de excluir las relaciones incondicionales y las cuestiones morales que trascienden el yo, en realidad las exige de alguna manera. La lucha no debe ser a favor o en contra de la autenticidad, sino sobre ella, definiendo su verdadero significado»[24].
En segundo lugar, este reconocimiento pasa por el camino del discernimiento, de mirar con simpatía a los que buscan, de descontaminar el lenguaje, etc. La diversidad de caminos en los que la fe de la autenticidad busca expresarse no significa necesariamente negar el legado de lo que se ha hecho históricamente, o desligarse de él, ni tampoco negar la legitimidad y autenticidad de los caminos tomados, ni negar la tradición y el peso de una herencia común compartida. Más bien, significa oponerse a todo lo que pretenda suplantar la autenticidad de la singularidad de cada experiencia individual. Si es cierto que la revelación cristiana reserva un lugar a la experiencia de cada uno, garantiza igualmente, por su propia naturaleza, sin desfigurarla, esa búsqueda que caracteriza la cultura de la autenticidad.
La reflexión teológica que aborda este trabajo de recuperación se presenta como una oportunidad para abrir nuevas vías a la ineludible necesidad de una fe que encarne la buena nueva del Reino. Sin este trabajo, la reflexión teológica se reduciría a una profecía de la fatalidad, a un lamento desesperado, a menudo cargado de prejuicios y desprecio, por muy bienintencionados que sean los diagnósticos que describen esa fe de la autenticidad como una evasión de sus exigencias. El llamamiento del Papa Francisco es elocuente: «Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio» (Evangelii gaudium, n. 168).
La única manera de ser críticos sin desvirtuar la búsqueda de la autenticidad consiste en esforzarnos en mostrar cómo la autorrealización sin otras cuestiones más allá de los intereses y deseos individuales («egoísmo absoluto») acaba aislando y atrofiando el ego y, en consecuencia, no es conveniente para los intereses de la autenticidad. Así romperemos el «pesimismo cultural»[25] y resistiremos la tentación de las tendencias irreversibles.
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Nacido en Canadá en 1931, Taylor ha enseñado en Oxford, la Universidad de Montreal y la Universidad McGill, donde es profesor emérito. Además de la historia de la filosofía, se ha dedicado a la filosofía política y a las ciencias sociales. Sus aportes más conocidos se refieren a los ámbitos del comunitarismo, el cosmopolitismo y a la relación entre religión y modernidad, en particular el tema de la secularización, del que es considerado uno de los estudiosos más autorizados. Entre sus obras destacan: Sources of the Self (1989); A Secular Age (2007); «The Language Animal» (2016). Ha recibido numerosos premios y galardones internacionales, entre ellos el Premio Ratzinger en 2019. Cfr M. P. Gallagher, «La critica di Charles Taylor alla secolarizzazione», en Civ. Catt. 2008 IV 249-259; G. Mucci, «Identità moderna e cristianesimo in Charles Taylor», ibid, 2010 II 141-148; Id., «Un colloquio pubblico tra Charles Taylor e Christoph Schönborn», ibid, 2011 II 450-455. ↑
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C. Taylor, The Ethics of Authenticity, Cambridge (Ma) – London, Harvard University Press, 2003, 16. ↑
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G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1975, 80. ↑
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El compromiso cristiano en la historia se ha concretado y especificado, en la Iglesia y en la reflexión teológica latinoamericana, como una «opción preferencial por los pobres», exigida y encarnada en la fe en Jesús. Esta opción por los pobres es también una opción por el cuidado de la casa común: se trata de «escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres» (Francisco, Laudato si’ [LS], n. 49). ↑
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Cfr J. L. Segundo, Liberación de la teología, Buenos Aires, Carlos Lolhé, 1975, 12. ↑
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U. Vázquez, «Padecer e saber», en Perspectiva teológica, enero-abril 2016, 16. El espiritualismo es una enfermedad del espíritu, una «pneumopatología» (cfr G. Parotto, «Pneuma e pneumopatologia nel pensiero di Eric Voegelin», en Politica e religione. 2010-2011, Brescia, Morcelliana, 2012, 233-259). El Papa Francisco ha ilustrado este concepto como «mundanidad espiritual» (cfr Evangelii gaudium, n. 93). ↑
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C. Taylor, The Ethics of Authenticity, cit., 39. ↑
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Ibid, 29. ↑
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Ibid, 16. ↑
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Ibid, 58. El Papa Francisco habla de un «antropocentrismo despótico» y «desviado», que sitúa al ser humano en el centro y da prioridad absoluta a sus intereses inmediatos, ignorando, en su propio perjuicio, que todo está interconectado (cf. LS 68-69). Cfr E. Rivas, «A esperança como chave de leitura da “Laudato si’”», en A. Murad – E. V. B. Reis – M. A. Rocha (ed.), Tecnociência e ecologia: múltiplos olhares, Belo Horizonte, Lumem Juris, 2019, 29-45. ↑
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Z. Bauman, Modernità liquida, Roma – Bari, Laterza, 2004, VI (en español: Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica de España, 2022). Otros libros del autor son: Amor líquido (2003), Vida líquida (2005), Tiempos líquidos (2007). ↑
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Cfr C. Taylor, The Ethics of Authenticity, cit., 76. ↑
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Taylor se refiere explícitamente a las siguientes obras: D. Bell, Le contraddizioni culturali del capitalismo, Turín, Einaudi, 1978; C. Lasch, La cultura del narcisismo, Milán, Bompiani, 2001; Id., L’ io minimo, Vicenza, Neri Pozza, 2018; G. Lipovetsky, L’ era del vuoto, Milán, Luni, 2018. Cfr C. Taylor, The Ethics of Authenticity, cit., 14. ↑
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C. Taylor, The Ethics of Authenticity, cit., 72 s. ↑
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Ibid, 79. ↑
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Ibid, 82. ↑
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Cfr ibid, 23. ↑
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Cfr E. Rivas, «La fidelidad a la intemperie. Pensar en fidelidade en la vida religiosa hoy», en CLAR 3 (2007) 9-19; Id., «The Faith of “Authenticity”: Challenges and Prospects for Liberation Theology», en The Heythrop Journal 60 (2019) 871-882. ↑
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Cfr P. Trigo, «Mística y profecía en la vida religiosa», en Iter 15 (2004) 113-117. ↑
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G. Debord, Comments on the Society of the Spectacle, London, Verso, 1990, 13. ↑
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Cfr Z. Bauman, Amor líquido, Paidos Ibérica, 2018. ↑
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Cfr C. Taylor, The Ethics of Authenticity, cit., 15. ↑
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Ibid, 76 s. ↑
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Ibid, 72 s. ↑
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Ibid, 78. ↑
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