Música

Karl Barth, Mozart y el juego

Se ha dicho que la música, al ser un lenguaje asemántico, es decir, no descriptivo o no correlativo con una realidad externa a él, se encuentra mejor en un horizonte de tipo simbólico-conceptual, en el cual logra reflejar y hacer propios valores abstractos de tipo universal. La razón por la cual la música clásica alcanzó su culmen en el período que va desde el temprano siglo XVIII hasta Beethoven estriba justamente en que, en esa época, había modelos simbólicos universales absolutos en los que el individuo se reconocía. La referencia es a la fuga, modelo de teocentrismo, y a la forma sonata, modelo dialéctico de cuño ilustracionista.

Era una época dominada por las aristocracias, y para el aristócrata el arte no debía expresar valores personales o subjetivos; por el contrario, debía representar valores universales, cósmicos, metafísicos, como eran los postulados sociales y políticos que legitimaban el poder de los nobles.

Tal vez sea esta la razón que explica por qué, también en nuestros días, intelectuales refinados como Émile Cioran y Aharon Appelfeld han experimentado la dimensión religiosa de la vida gracias a la mediación de Bach.

El discurso cambió cuando se fue afirmando la burguesía, con su realismo. El burgués, hombre de familia y de trabajo, quería música y artes que lo consolaran en su fatiga y lo introdujeran en el mundo de la elevación y del sueño, es decir, de las emociones subjetivas y de los estados de ánimo. Ya no se trataba, pues, de aquellos valores universales implicados en la fuga o en la forma sonata, que se referían a conceptos de carácter trascendente o, de todos modos, abstracto. El público burgués exigía un arte declaradamente realista[1].

Aquí viene a la mente Brahms, con su melancolía de hombre moderno —que Hugo Wolf llamó «melancolía de la impotencia»—, con sus incertidumbres sobre el porqué de la existencia y sobre el destino de la humanidad, un compositor que oscilaba entre Goethe (Harzreise im Winter) y Hölderlin (Hyperions Schicksalslied), que para los casos solemnes de la vida recurría a Goethe, pero que, cuando se veía poseído por la musa trágica, abría la Sagrada Escritura —él, que era ateo— y extraía de ella las palabras que le parecían más aptas para fundar su pesimismo. Este hombre moderno, hijo de la alta civilización cristiana europea, siendo aún un muchacho pobre se había comprado una Biblia y, con lápices rojos y azules, había subrayado los pasajes que le habría gustado musicalizar. De la Escritura había tomado los textos del Deutsches Requiem para la muerte de su madre y los de los Vier ernste Gesänge, idealmente dedicados a Clara Schumann, que se encaminaba hacia la muerte[2].

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A estas interpretaciones y a otras posibles parece escapar Mozart. Henri Ghéon veía, también en las composiciones mozartianas del último período, «a un acróbata que sonríe mientras vuela elegantemente de un trapecio al otro, a veinte pies de altura», en el cual «la ciencia se ha reunido con la belleza»[3]. La frase se refiere a la ciencia del contrapunto. Massimo Mila, al tratar sobre el teatro mozartiano, ve como fundamento suyo la serenidad y la alegría, aunque «una secreta melancolía se insinúa allí en medida cada vez mayor, un apremio cada vez más imperioso de otros pensamientos de muerte, y de él nace esa divina sonrisa entre las lágrimas, esa ambigüedad de alegría amortiguada en un suspiro, que es la característica distintiva de la melodía mozartiana»[4]. Y, tronchando las opiniones de los tontos que hablan del «Mozart apolíneo, en cierto modo fuera de la humanidad, o, peor, definido todo él por frívolas elegancias del settecento», afirma que el músico dejó tras de sí «una palabra de áureo equilibrio, de euritmia rafaelesca en la armoniosa completitud de todas las facultades humanas»[5].

Karl Barth y Mozart

Mozart nos es evocado por un pequeño volumen de Karl Barth (1886-1968) aparecido originalmente en 1969[6]. La relación entre el ilustre teólogo y la música de Mozart es la historia de un largo y fiel amor. En otro pequeño volumen que se remonta al año 1956, escrito con ocasión del segundo centenario del nacimiento de Mozart (1756-1791), Barth relataba los comienzos de ese amor. Recordaba que, a los cinco o seis años, mientras escuchaba a su padre ejecutar en el piano unos compases del aria Tamino mein! O welch ein Glück, del segundo acto de Die Zauberflöte, esa música le «llegó a lo más íntimo»[7]. Tanto es así que, ya a sus setenta años, escribía Barth: «Si alguna vez llegara al cielo, preguntaría ante todo por Mozart, y solo después por Agustín y Tomás, por Lutero y Calvino y Schleiermacher. Pero ¿qué explicación dar? Tal vez, en pocas palabras, la siguiente: el pan cotidiano comprende también el juego. Yo siento que Mozart —el Mozart de los años de juventud y el más maduro, y como ningún otro— juega. Jugar, sin embargo, es una cosa que hay que saber hacer y, por tanto, algo sublime y severo. Yo escucho en Mozart un arte del juego que no percibo de ese modo en ningún otro»[8].

Para el bicentenario del nacimiento de Mozart Barth escribió incluso una carta de agradecimiento al compositor: «Lo que yo le agradezco a usted es simplemente esto: que, cuando lo escucho, me siento transportado a los umbrales de un mundo bueno, ordenado —y ello sea en una jornada soleada o tormentosa, tanto de día como de noche—; y después, como hombre del siglo XX me encuentro como destinatario de un regalo de coraje (¡no de orgullo!), de rapidez (¡no de demasiada rapidez!), de pureza (¡no de una pureza aburrida), de paz (¡no de una paz ambigua!). Con su dialéctica musical en el oído se puede ser joven y envejecer, trabajar y descansar, estar de buen humor y triste. En una palabra, vivir. Usted sabe aún mucho mejor que yo que para eso hacen falta todavía más cosas que la mejor música. Pero hay cierta música que (después, y de paso) ayuda al hombre a vivir, y otra que lo hace menos. La suya ayuda a vivir. Porque forma parte de mi experiencia de vida […] y porque considero que nuestra época, que se está haciendo cada vez más oscura, necesitaría especialmente de su ayuda; por eso estoy agradecido de que usted haya existido»[9].

Y concluía su carta con un juicio que se hizo famoso: «No estoy del todo seguro de si los ángeles, cuando están dedicados a la alabanza de Dios, tocan especialmente Bach, pero sí estoy seguro de que, cuando están entre ellos, tocan Mozart, y que, entonces, también Dios los escucha con especial agrado. Ahora bien, es posible que esta alternativa sea errónea. Y, de todos modos, de esas cosas es usted mejor conocedor que yo»[10].

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Barth le reconocía a Mozart el don de desplegarse musicalmente con levedad y con seriedad, con la gracia del niño y con la inquietud del hombre[11], el don de haber pronunciado una última palabra sobre la vida jugando, dejando oír «juego sobre el trasfondo del trabajo y placer sobre el trasfondo de la vida»[12].

Como los otros dos autores citados, también el teólogo de Basilea casi no lograba hablar de la música de Mozart sin recurrir a la categoría del juego.

El hombre que juega

Pero ¿qué significa «jugar», «juego», «hombre que juega»? ¿Qué significa esta categoría aplicada a Mozart? La mejor explicación o dilucidación al respecto la hemos encontrado en un conocido ensayo de un insigne patrólogo. Queremos retomar aquí dicha explicación[13]. En el tema que estamos tratando, el juego no es la común y banal actividad psicofísica. Hablamos de juego «si el dominio de la corporeidad por el espíritu ha hallado su plenitud en la ágil levedad, en la elegancia como suspendida del “ser capaz de hacer”; si la palabra o el tono o el gesto se han hecho disponibles y maleables para el espíritu; si lo corporalmente visible se ha tornado en expresión de una plenitud interior que reposa en sí misma»[14]. Símbolos de tal prodigio son el niño que juega feliz y el artista que crea. Según nuestro parecer, es esto lo que pensaba Barth cuando escuchaba y sentía a Mozart.

El hombre que juega es un hombre serenamente serio, como están serios y serenos los niños cuando juegan, felices de estar cumpliendo su deber. Su serenidad (la Heiterkeit mozartiana) no le impide ser un hombre trágico, que ríe y llora, que sonríe entre lágrimas (como decía Mila sobre Mozart), «puesto que ha penetrado con clarividencia las tragicómicas máscaras del juego de la vida y ha medido los opresivos límites de la existencia terrena»[15]. El hombre que juega realiza el ideal griego del sabio serio y sereno, que se contrapone al rigor estoico que prohibía al sabio la alegría. Si, además, se trata de un cristiano, la melancolía no expulsa la serenidad ni tampoco la precipita a la desesperación que anida en la observación de las cosas de la tierra y en la participación en ellas, porque la debilidad de los acontecimientos y de las obras humanas son vistas a través de las lentes de la esperanza que orienta hacia Dios, confiriendo más honda verdad a la seriedad y a la serenidad del juego[16]. Son elementos que la música mozartiana despierta y mantiene en el alma. Barth lo había comprendido, aunque, tal vez, para entenderlo bien haga falta una cierta «inocencia» del alma, sin la cual el juego se hace comprensible como mera actividad lúdica, distracción del trabajo ordinario, y Mozart corre el peligro de ser confundido todavía con los músicos que alegraban los salones del settecento[17].

  1. Cf. P. Fenoglio, «L’anelito all’infinito e il ripensamento della forma classica: le due anime del romanticismo musicale tedesco», en Bollettino della Società Letteraria 9 (1996), p. 207s.

  2. Cf. S. Marinotti, «Il destino di Brahms», en Vita e Pensiero 81 (1998) p. 227; P. Buscaroli, «In cerca di Brahms sfogliando la Bibbia», en il Giornale, 15 de marzo de 1997, p. 22.

  3. H. Ghéon, Promenades avec Mozart: l’homme, l’œuvre, le pays, París, Desclée de Brouwer, 1932, p. 346.

  4. M. Mila, Breve storia della musica, Turín, Einaudi, 1963, p. 189.

  5. Ibíd., p. 192s.

  6. Cf. K. Barth, Letzte Zeugnisse, Zúrich, EZV-Verlag, 1969.

  7. Íd., Wolfgang Amadeus Mozart, Zúrich, EZV-Verlag, 1956, p. 7

  8. Ibíd., p. 8.

  9. Ibíd., p. 12s

  10. Ibíd., p. 13.

  11. Ibíd., pp. 32-37.

  12. K. Barth, Letzte Zeugnisse, op. cit., p. 14.

  13. H. Rahner, Der spielende Mensch, Einsiedeln-Zúrich, Johannes Verlag, 101990 (primera edición, 1952).

  14. Ibíd., p. 11s.

  15. Ibíd., p. 29.

  16. Cf. ibíd., pp. 39-43.

  17. Cf. J. Moltmann, Sobre la libertad, la alegría y el juego. Los primeros libertos de la creación, Salamanca: Sígueme, 1972, 23-28.

Giandomenico Mucci
Licenciado en Teología Dogmática en la Universidad Gregoriana de Roma, el padre Mucci fue profesor de Eclesiología y Espiritualidad en Benevento, Nápoles y Roma. Durante treinta y seis años (1984) fue miembro del consejo de redacción de nuestra revista, en la cual abordó diversos temas de espiritualidad, con especial referencia a la relación entre la Iglesia y la cultura contemporánea. Es autor de numerosos estudios y ensayos, entre los que destacan: «Rivelazioni private e apparizioni», (Elledici-La Civiltà Cattolica, 2000); «I Cattolici nella temperie del Relativismo» (Jaca Book, 2005) y la edición italiana de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola (La Civiltà Cattolica, 2006).

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