Uno de los medios privilegiados para definir mejor una realidad y resaltar sus características es compararla con otra realidad, aun a costa de hacer que los rasgos aparezcan más duros y forzar un poco el contraste. La peculiaridad de la retórica bíblica destaca mejor al compararla con la retórica clásica, que se enseña en las escuelas desde hace más de 2.000 años en Europa, luego en América y más ampliamente en todo el mundo, ahora dominado por la globalización. Tanto es así que la retórica de origen griego y latino ha sido considerada durante mucho tiempo como «la» retórica. La mayor institución cultural dedicada a la retórica, la «Sociedad Internacional de Historia de la Retórica», pone la última palabra de su nombre en singular, como la de su revista Rhetorica, de claro origen latino.
Se ha ido comprobando, recientemente, que no existe una única retórica en el mundo. Los coreanos, y más tarde los chinos, empezaron a asistir a los congresos de la citada Sociedad. Se fundaron instituciones nacionales para desarrollar estudios sobre retóricas propias de culturas y lenguas alejadas del mundo occidental grecolatino: cabe mencionar, entre otras, la «Sociedad Coreana de Estudios Retóricos». Tras el VI Congreso de la «Sociedad Internacional de Historia de la Retórica», celebrado en Tours en 1987, la retórica bíblica, y más ampliamente semítica, hizo su aparición y es ampliamente reconocida.
La retórica grecolatina
En el mundo occidental, heredero de la cultura grecorromana, la retórica se define como «el arte de persuadir». Se especifica que es el arte de «agradar y persuadir», o de persuadir complaciendo, de persuadir atrayendo. Esta definición se remonta a los griegos del siglo V a.C., pero se ha conservado hasta hoy. En lugar de citar a los antiguos griegos, demos la palabra a Blaise Pascal, que escribió lo siguiente a mediados del siglo XVII: «El arte de persuadir tiene una relación necesaria con el modo en que los hombres consienten en lo que les propones, y con las condiciones de las cosas que quieres que crean. Nadie ignora que hay dos vías por las que se acogen las opiniones en el alma: son sus dos potencias principales, el intelecto y la voluntad. El camino más natural es el del intelecto, porque se debería aceptar siempre y exclusivamente solo las verdades que han sido probadas; pero el camino más ordinario, aunque contrario a la naturaleza, es el de la voluntad; porque todos los hombres son casi siempre inducidos a creer, no por la prueba, sino por el gusto. Este camino es mezquino, indigno y extraño; por eso todos lo desaprueban. Cada uno declara creer, y también amar, sólo lo que merece ser creído y amado»[1].
Los lugares no sólo simbólicos sino también reales de la retórica eran – y siguen siendo en gran medida – el tribunal para el género judicial, el ágora para las arengas políticas y, podría decirse, el palacio para el discurso demostrativo o moral.
Retórica bíblico-semítica
La peculiaridad de la retórica bíblica, que pertenece al área geográfica y cultural semítica del Oriente Próximo, se entiende mejor por contraste con la retórica occidental. Jugando con las palabras – que es una buena forma de razonar – podríamos decir: «El griego demuestra, el judío muestra».
El griego demuestra: quiere convencer y persuadir, imponer su forma de pensar, obligar a su oyente, atrayéndolo, a aceptar sus conclusiones, al final de un razonamiento lineal lógico-deductivo, provisto de pruebas que se consideran decisivas. El hebreo muestra: señala un camino que el lector podría tomar; es como si le dijera: «Si quieres entender, puedes dirigirte hacia allá». Confía en el oyente y en su sabiduría, convencido de que es capaz de descubrir la verdad por sí mismo; por eso respeta su libertad, su responsabilidad y su dignidad.
La figura de Abraham
En este sentido, Abraham, el personaje que está en el origen del pueblo judío, puede ofrecer un buen ejemplo del camino bíblico; o más bien es el Señor, que lo llama, quien revela su propio camino. Sus primeras palabras a Abraham son: «Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré» (Gn 12,1). Ninguna demostración, ninguna prueba, sino una promesa: «Haré de ti una gran nación» (Gn 12,2). «Abram partió, como el Señor se lo había ordenado» (Gn 12,4), sin saber siquiera qué tierra le mostraría. Abraham partió hacia un destino desconocido.
«Deja tu tierra natal». Esta expresión parece muy enigmática y ha dado lugar a diversas interpretaciones. Se puede ver en ella, al mismo tiempo y de forma paradójica, una invitación a la obediencia y a la libertad, a la responsabilidad: «Deja». Abraham adquiere así la condición de figura, de modelo para todos los que oyen y escuchan las sentencias presentadas como palabra de Dios. No deja de ser fructífero, para empezar, ponerse bajo la protección de esta figura tutelar, y sobre todo seguirla.
El método de Jesús
Hay otra figura que nos informa sobre el estilo bíblico, sobre el estilo de Dios. Sucede varias veces que Jesús responde a una pregunta de su interlocutor con otra pregunta. Un día un doctor de la Ley le pregunta: «“Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”. Jesús le preguntó a su vez: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”». Jesús le responde con dos preguntas. Su interlocutor responde inmediatamente, juntando dos citas de la Ley de Moisés: «Amarás al Señor, tu Dios, […] y a tu prójimo como a ti mismo». Tenía la respuesta a su propia pregunta. Entonces Jesús le dijo: «Has respondido exactamente; obra así y alcanzarás la vida».
Pero la cosa no acaba ahí, porque el doctor de la Ley le hace otra pregunta a Jesús, de nuevo para ponerlo a prueba: «¿Y quién es mi prójimo?». Jesús no rehúye esta segunda pregunta; le propone una historia – la parábola del buen samaritano – y luego le dirige a él su propia pregunta: «¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» Así, en dos ocasiones, Jesús responde a una pregunta con otra pregunta (cf. Lc 10,25-37)[2].
La retórica del relato
La parábola es a menudo como un cuento o un relato, y todo relato se distingue del razonamiento, del demostrar. Con el relato estamos, en cambio, en el orden del mostrar. «Observa a los personajes, lo que hacen, lo que dicen, y trata de entender, de averiguar lo que esto significa para ti». Gran parte de la Biblia se compone de relatos: ciertamente los Evangelios, pero también prácticamente todo el Pentateuco, es decir, los cinco primeros libros de lo que se denomina «la Ley». «Ley» se dice Torah en hebreo, y significa «instrucción». La narración no demuestra, sino que instruye. Los libros que siguen, llamados «libros históricos» o «profetas anteriores», también son narrativos.
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Ahora bien, la historia es enigmática y debe ser descifrada para convertirse en una enseñanza, en una instrucción. Esto es lo que dice el Salmo 78: «[1] Maskil. De Asaf. Pueblo mío, escucha mi enseñanza, / presta atención a las palabras de mi boca: / [2] yo voy a recitar un poema, / a revelar enigmas del pasado./ [3] Lo que hemos oído y aprendido, / lo que nos contaron nuestros padres, / [4] no queremos ocultarlo a nuestros hijos, / lo narraremos a la próxima generación: / son las glorias del Señor y su poder, / las maravillas que él realizó» (Salmo 78,1-4).
La historia es enigmática, plantea un problema y, por tanto, exige una respuesta. Un rasgo característico de la composición de los textos bíblicos es que el desarrollo rara vez es lineal, es decir, no conduce a una conclusión en la que la «solución» del problema planteado al principio se exponga y se resuelva al final del argumento. Cuando el lector moderno, formado en la retórica clásica, se enfrenta a un texto escrito según las reglas de esa retórica, ya sea un libro o un artículo, lo primero que hace es consultar el índice y luego leer la conclusión, donde seguramente encontrará el resumen del texto y los resultados a los que ha llegado el autor.
La pregunta en el centro
En cuanto al discurso bíblico, muy a menudo se envuelve en construcciones concéntricas. El centro de estas composiciones ha sido reconocido desde hace mucho tiempo como la piedra angular, aquella sobre la cual se apoyan todas las demás piedras del arco o de la bóveda, y que asegura la coherencia del conjunto: gracias a ella todo se mantiene unido. Por tanto, es también la clave de su interpretación. De modo que no hay que buscar la respuesta al final, sino más bien escuchar la pregunta que se plantea en el centro.
En efecto, a menudo sucede que el centro de las composiciones concéntricas está ocupado por una frase interrogativa; pero también por un proverbio – y sabemos que los proverbios son en su mayoría enigmáticos -; o por una parábola, que en el lenguaje bíblico es una especie de proverbio desarrollado; y, en los textos del Nuevo Testamento, por una cita del Antiguo. En definitiva, el centro plantea un problema, cuestiona, despierta la curiosidad y, por tanto, exige una respuesta del lector.
Por ejemplo, una larga secuencia del Evangelio de Lucas (Lc 17,11-18,30)[3] se centra en esta pregunta planteada por Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre[4], ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). No deja de ser importante que esta cuestión esté flanqueada por dos parábolas paralelas que juntas forman la subsecuencia central de toda la secuencia. La pregunta será, pues, según la lógica bíblica, no sólo la clave de las dos parábolas, sino también la clave de toda la secuencia.
¿Quién responderá a la pregunta? No el texto del Evangelio, sino el lector; sólo él es el encargado de responder, de resolver el enigma. Digamos enseguida que la respuesta que espera el escritor – y por tanto el propio Jesús – no es ciertamente una respuesta teórica, intelectual, sólo de razonamiento, sino una respuesta vital, personal, que por tanto se refiere a la propia fe, que no tendría valor y consistencia si no se tradujera en actos[5].
Lo contrario de la pregunta retórica
Este tipo de pregunta no es en absoluto de la misma naturaleza que lo que la retórica clásica llama «pregunta retórica», es decir, una pregunta que el orador enuncia para atraer o avivar la atención del público, pero que él mismo se apresura a responder, sin dejar la palabra a otros. El enigma bíblico -toda la sabiduría de la Biblia, de la que el enigma es una característica – es fundamentalmente diferente de nuestros enigmas o acertijos. Estos últimos son juegos. Cuando proponemos un acertijo, esperamos que el interlocutor – si es que se le puede llamar así – no encuentre la respuesta. Si lo hace, significa que ya lo sabía, y la persona que hizo la pregunta no queda bien: su juego no funcionó. Y cuando el interlocutor ya conoce la respuesta, si es cortés, finge no saberla, para dejar al que pregunta el placer de dar la respuesta. De hecho, la única respuesta que se espera del interlocutor que propone un acertijo es: «Soy incapaz de encontrar una solución. Renuncio a responder». El que ha propuesto el acertijo se alegra cuando le ha quitado la palabra al otro, que dice: «Me rindo», como un soldado derrotado que depone las armas, reconoce y acepta la fuerza de la victoria del enemigo.
En la Biblia, es todo lo contrario. Cuando se propone un enigma, no se da la solución; cuando se hace una pregunta, no se da la respuesta. La solución y la respuesta se dejan a la responsabilidad del lector.
«¿Quién es como el Señor, nuestro Dios»
He aquí otro ejemplo, el del Salmo 113: «[1] ¡Aleluya! Alaben, servidores del Señor, / alaben el nombre del Señor. / [2] Bendito sea el nombre del Señor, / desde ahora y para siempre. / [3] Desde la salida del sol hasta su ocaso, / sea alabado el nombre del Señor. / [4] El Señor está sobre todas las naciones, / su gloria se eleva sobre el cielo, / [5] ¿Quién es como el Señor, nuestro Dios, / que tiene su morada en las alturas, / [6] y se inclina para contemplar / el cielo y la tierra? / [7] Él levanta del polvo al desvalido, / alza al pobre de su miseria, / [8] para hacerlo sentar entre los nobles, / entre los nobles y su pueblo; / [9] él honra a la mujer estéril en su hogar, / haciendo de ella una madre feliz» (Sal 113,1-9).
El salmo se centra en la única pregunta del texto, planteada en el v. 5a: «¿Quién es como el Señor, nuestro Dios?». Aunque el autor no da la respuesta, se puede pensar, con la mayoría de los comentaristas, que es tan obvia que la pregunta no sería más que una «pregunta retórica». En efecto, está claro que «nadie es como el Señor, nuestro Dios». Ahora bien, siempre hay que desconfiar de las respuestas obvias. O, tomando prestada una fórmula frecuente: «¡Cuidado! Una pregunta puede ocultar otra». El enigma se duplica por lo que se esconde detrás de lo evidente.
Mallarmé decía que no se hacen poemas con ideas, sino con palabras. En cuanto a los textos bíblicos, siempre hay que prestar atención a las palabras, y en particular a las que se repiten. Los psicoanalistas dicen lo mismo. En este salmo, dos verbos con la misma raíz aparecen: en el verso 4 el verbo “elevar” (con el auxiliar “ser”: se eleva) y en el verso 7 el verbo “levantar” en tiempo presente (levanta). El Señor Dios (y su gloria) “se eleva”, y de igual manera el pobre también es “levantado”.
La solución es muy sencilla: basta con observar las palabras. «¿Quién es como el Señor?». Respuesta: «El pobre». Dicho esto, no hay que pasar por alto la primera respuesta, la que viene espontáneamente a la mente, y la respuesta completa puede formularse así: «Nadie es como el Señor, nuestro Dios; ningún otro Dios eleva al pobre para que sea elevado como él».
Esta respuesta, sorprendente y quizás chocante para el no judío o no cristiano que no está familiarizado con la Biblia y sus relatos, concuerda plenamente con muchos otros textos, y en primer lugar con el primer relato de la creación, donde se dice que Dios creó al hombre «a su imagen y semejanza» (Gn 1,27)[6].
Dios sólo hizo la mitad del trabajo
A este respecto, conviene considerar el enigma propuesto en los vv. 26-27 del primer capítulo del Génesis. En efecto, cuando Dios decide crear al hombre, en el sexto día de la creación, dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza» (Gn 1,26). Pero cuando pasa a la acción, el autor dice: «Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer» (Gn 1,27).
Ya en la antigüedad los comentaristas se maravillaban de la diferencia entre el propósito y la realización, y se preguntaban: «¿A dónde fue a parar la semejanza?». Este es un buen ejemplo de que si no nos maravillamos, si no nos dejamos sorprender, si no nos hacemos preguntas, no podemos entender nada. Varios comentaristas han interpretado el versículo de la siguiente manera: «Dios hizo la imagen, pero dejó que el hombre hiciera la semejanza. Toda la vida del hombre, toda su vocación no es otra cosa que realizar, poco a poco, la semejanza divina».
Una estudiosa redescubrió recientemente lo que los Padres de la Iglesia ya habían dicho hace tantos siglos, expresándolo en esta hermosa fórmula: «Donde Dios no hace más que la mitad de su trabajo»[7]. Sin embargo, podemos permitirnos criticar esta expresión siguiendo la propia lógica que guió a la autora. En realidad, Dios hizo todo su trabajo, que consistió no sólo en hacer la imagen, sino también en dejar que el hombre hiciera su parte de la obra, es decir, la semejanza. Bastaría con sustituir dos palabras de esa fórmula por una, y la fórmula sería aún más expresiva: «Dios no hace más que la mitad del trabajo». Es lo que podríamos llamar la «ley del cincuenta y cincuenta». El autor de un texto bíblico ha hecho la mitad del trabajo, dejando que el lector haga su parte, que es igual a la suya. Se trata de respeto y confianza por parte de Dios, y de responsabilidad y dignidad por parte del hombre.
Otra forma de proponer un enigma, de «hacer pensar», según la expresión de Paul Ricœur, es la parataxis, o yuxtaposición: colocar dos cosas una al lado de la otra, sin indicar la relación que las une. Esto significa, una vez más, que el descubrimiento de esta relación se deja al buen sentido del lector. He aquí un breve ejemplo:
«Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian
Bendigan a los que los maldicen rueguen por los que los difaman» (Lc 6,27-28).
Las dos frases de la primera línea son sinónimos, pero también se podría pensar que puede haber una diferencia entre «sus enemigos» y «los que los odian». En efecto, la palabra «enemigos» indica no sólo «los que te odian», sino también «los que tú odias», que no es exactamente lo mismo: puede que ni siquiera sean las mismas personas. Además, la segunda frase especifica lo que significa «amar», al menos para el hablante: «amar» no significa sentir o expresar un sentimiento, sino realizar una acción, la de «hacer el bien».
La segunda línea también incluye dos frases. Sin detenernos en la relación entre ellas, debemos examinar la relación entre las dos líneas. La experiencia demuestra que entender o hacerse entender no es tan fácil como uno podría imaginar. La mayoría de las veces, hay que formular algunas preguntas para ayudar a los lectores a captar no sólo la similitud, sino también la diferencia entre las dos líneas, la progresión de una a otra.
La primera pregunta es: «¿Cuántos personajes hay en la primera línea?». Si la respuesta es: «dos: tú y tus enemigos», se puede pasar a una segunda pregunta: «¿Y cuántos personajes hay en la segunda línea?». No es necesario darle una respuesta al lector que él puede encontrar por sí mismo[8].
Bondadoso y compasivo es el hombre… como Dios
He aquí otro ejemplo más amplio. Los salmos 111 y 112 son ambos acrósticos, alfabéticos: las letras con las que comienza cada uno de sus 22 versos son las 22 letras del alfabeto hebreo, en el orden canónico: alef, bet, ghimel, etc. Así pues, estos dos salmos forman una pareja desde el punto de vista formal, tanto por el acróstico como por el gran número de palabras que tienen en común (el 43,5% de las palabras son comunes a los dos salmos).
Salmo 111
1 ¡Aleluya!
[Alef] Doy gracias al Señor de todo corazón,
[Bet] en la reunión y en la asamblea de los justos.
2 [Guímel] Grandes son las obras del Señor:
[Dálet] los que las aman desean comprenderlas.
3 [He] Su obra es esplendor y majestad,
[Vau] su justicia permanece para siempre.
4 [Zain] El hizo portentos memorables,
[Jet] el Señor es bondadoso y compasivo.
5 [Tet] Proveyó de alimento a sus fieles
[Iod] y se acuerda eternamente de su alianza.
6 [Caf] Manifestó a su pueblo el poder de sus obras,
[Lámed] dándole la herencia de las naciones.
7 [Mem] Las obras de sus manos son verdad y justicia;
[Nun] todos sus preceptos son indefectibles:
8 [Sámec] están afianzados para siempre
[Ain] y establecidos con lealtad y rectitud.
9 [Pe] El envió la redención a su pueblo,
[Sade] promulgó su alianza para siempre:
[Qof] Su Nombre es santo y temible.
10 [Res] El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría:
[Sin] son prudentes los que lo practican.
[Tau] Su alabanza por siempre permanece.
Salmo 112
1 ¡Aleluya!
[Alef] Feliz el hombre que teme al Señor
[Bet] y se complace en sus mandamientos.
2 [Guímel] Su descendencia será fuerte en la tierra:
[Dálet] la posteridad de los justos es bendecida.
3 [He] En su casa habrá abundancia y riqueza,
[Vau] su generosidad permanecerá para siempre.
4 [Zain] Para los buenos brilla una luz en las tinieblas:
[Jet] es el Bondadoso, el Compasivo y el Justo.
5 [Tet] Dichoso el que se compadece y da prestado,
[Iod] y administra sus negocios con rectitud.
6 [Caf] El justo no vacilará jamás,
[Lámed] su recuerdo permanecerá para siempre.
7 [Mem] No tendrá que temer malas noticias:
[Nun] su corazón está firme, confiado en el Señor.
8 [Sámec] Su ánimo está seguro, y no temerá,
[Ain] hasta que vea la derrota de sus enemigos.
9 [Pe] El da abundantemente a los pobres:
[Sade] su generosidad permanecerá para siempre,
[Qof] y alzará su frente con dignidad.
10 [Res] El malvado, al verlo, se enfurece,
[Sin] rechinan sus dientes y se consume;
[Tau] pero la ambición de los malvados se frustrará.
Una vez más, corresponde al lector descubrir la relación que el texto no indica explícitamente, en todo caso no a la manera occidental, con pruebas y demostraciones.
En el v. 1 del primer salmo quien ora «da gracias al Señor»; en el v. 1 del segundo salmo declara «Feliz el hombre» (aleph). Así se entiende que el hombre se pone en paralelo con Dios; pero no cualquier hombre, sino el que «teme al Señor», es decir, según la concepción bíblica, no el que tiene miedo del Señor, sino el que lo respeta y lo ama.
Ya se ha dicho que hay que tener cuidado con las palabras que se repiten: más aún con los sintagmas, las proposiciones repetidas. Aquí los versos que comienzan con la letra vau en el v. 3b son casi idénticos. Según una de las reglas hermenéuticas fundamentales, «cuando dos cosas parecen idénticas, hay que buscar la diferencia»[9]. Aparte de que en el segundo salmo se sustituye «justicia» por «generosidad» (algunas traducciones incluso traducen ambos salmos con la misma palabra: «justicia»), la diferencia viene dada por el sujeto que anima la acción: en el primer salmo, se habla de la justicia de Dios, en el segundo, se trata de la generosidad (o de la justicia, dependiendo de la traducción) del hombre. Por lo tanto, ambos comparten la misma justicia (puede observarse, de paso que el Salmo 112 insiste en repetir la misma frase en el v. 9b).
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Otra repetición es aún más llamativa: los versos 4b contienen dos adjetivos coordinados idénticos, «bondadoso y compasivo». En el primer salmo se refieren al Señor, en el segundo al hombre justo. Esta es la única vez en toda la Biblia que la expresión «bondadoso y compasivo» se atribuye al hombre, mientras que en todos los demás casos es una calificación sólo de Dios. Esto es tan increíble que algunos comentaristas no pueden aceptarlo, y que ya en la antigüedad la tradición manuscrita griega añadía «el Señor» para dar otro sujeto a «bondadoso y compasivo»[10]. ¿Pero no dijo Dios al principio: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»? El autor de los dos salmos lo había entendido bien, si tuvo la audacia de atribuir al hombre lo que en todos los demás casos es prerrogativa sólo de Dios[11].
El enigma del pesebre y el censo
Concluimos esta breve exposición proponiendo un último enigma. El tema no podría imponerlo, pero es una invitación a considerarlo. El relato del nacimiento de Jesús en el tercer Evangelio (cf. Lc 2,1-20) insiste tres veces en el lugar donde su madre María dio a luz: «María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre» (v. 7); «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v. 12); «encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre» (v. 16).
Es impensable que tal insistencia sea accidental, y mucho menos un defecto de estilo. Cuando éramos niños, nuestros profesores, formados en la retórica clásica, nos enseñaban que debíamos evitar cuidadosamente las repeticiones. En el estilo bíblico, esto no es así en absoluto; al contrario, las repeticiones son importantes. Al igual que en la música, un tema repetido atrae la atención, invita a la reflexión e incita a la interpretación.
¿Cuál es el significado de estas repeticiones? ¿Qué se pone en un pesebre? «Algo para comer», respondería un niño[12]. Así, Jesús es presentado desde su nacimiento como aquel que, en lugar de devorar a los demás, se entrega a ellos como alimento.
El relato comienza con la noticia del censo que el emperador de Roma, la potencia que gobernaba la región donde nació Jesús, había organizado en ese momento. Algunos exegetas pensaban que el tema del censo no tenía relación con el relato del nacimiento. Efectivamente, esto no deja de sorprender; pero en lugar de decir que no hay conexión, es mejor captar el enigma y buscar la relación. Y bien, ¿por qué se hacen censos hoy en día, como en la antigüedad? Para saber de cuántos hombres puede disponer el poder político para hacer la guerra, y también para recaudar impuestos.
En la historia de Israel, el censo no estaba bien visto por Dios, como se cuenta en el último capítulo del segundo libro de Samuel, que relata la historia de David (cf. 2 Sam 24). Si los malos dirigentes, los malos pastores cuentan sus ovejas, es para esquilarlas, tomar su leche y finalmente comerlas. Jesús, en cambio, es el buen pastor que da su vida por sus ovejas, hasta el punto de darse a sí mismo como alimento. Así se puede resolver el enigma del pesebre.
Añadamos un último detalle, pero que tiene su importancia: la escena se desarrolla en Belén. En hebreo, este nombre significa «la casa del pan», y el término «pan» (lehem) significa más genéricamente «comida». Es difícil pensar que esto sea un accidente, al menos según el modo de razonar propio de la Biblia[13].
- B. Pascal, «De l’esprit géométrique et de l’art de persuader», en J. Mesnard (ed.), Œuvres diverses (1654-1657), Paris, Desclée de Brouwer, 1964, 413. ↑
- Cfr R. Meynet, Il Vangelo secondo Luca. Analisi retorica, Bolonia, EDB, 2003, 458-464. ↑
- Una «secuencia» es una sucesión compuesta y coherente de varias escenas, o pequeñas unidades, de historias o discursos. La secuencia de Lucas aquí comentada comprende 10 unidades: primero un relato, seguido de una pregunta planteada por los adversarios de Jesús y un discurso de Jesús, seguido a su vez de una pregunta que le plantean los discípulos; luego dos parábolas que enmarcan una pregunta; finalmente un grupo de tres relatos. ↑
- «Hijo del Hombre» es el título que Jesús se da a sí mismo, tomándolo del profeta Daniel: indica al que reinará, pero después de pasar por la prueba de la pasión y la muerte. ↑
- Cfr R. Meynet, Il Vangelo secondo Luca…, cit., 629-663. ↑
- Para mayores detalles sobre este salmo, cfr Id., Chiamati alla libertà, Bolonia, EDB, 2010, 129-136; Id., «La rhétorique biblique et semitique. État de la question», en Rhetorica 28 (2010) 290-312. ↑
- Este es el título del IV capítulo del volumen de M. Balmary, La divina origine. Dio non ha creato l’uomo, Bolonia, EDB, 2006. ↑
- Cfr R. Meynet, Il Vangelo secondo Luca…, cit., 214-217. ↑
- Cfr Id., Trattato di retorica biblica, Bolonia, EDB, 2008. ↑
- De hecho, en la traducción al español de 1990 en su versión argentina (que es la que estamos usando: cfr https://www.vatican.va/archive/ESL0506/_INDEX.HTM), el sujeto parece ser Dios en el segundo salmo, como lo prueban las mayúsculas y la inclusión del artículo definido “el” antes de cada virtud (Nota del traductor). ↑
- Cfr Id., «Harmonie biblique. Les psaumes 111 et 112», en L’ Harmonie, entre philosophie, science et arts de l’Antiquité à l’âge moderne, Nápoles, Giannini, 2011, 219-234. ↑
- En italiano, el idioma original de este artículo, pesebre se dice «mangiatoia», lo que remite rápidamente al verbo «mangiare» (comer). De ahí que, para el autor del artículo, un niño pueda ligar el sentido del pesebre a un lugar para comer. El equivalente en español podría ser «comedero» (Nota del traductor). ↑
- Cfr Id., Il Vangelo secondo Luca…, cit., 93-100; Id., «La nascita di Gesù: mangiare o essere mangiato?», en Civ. Catt. 2011 IV 560-568. ↑
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