Una vez, cuando era joven, estaba en un supermercado con mi familia. Una señora muy atenta se acercó a mis padres y les expresó su dolor porque su pobre hijo era ciego. Preguntó: «¿Qué hace todo el día?». «Ejerce la abogacía», respondí yo.
En la Iglesia, por desgracia, nos hemos encontrado a menudo en una posición similar, la de aquellos que no están dispuestos a reconocer la vida de las personas con discapacidad como lo que es: una vida de hijos de Dios, iguales al resto, que trabajan junto con todos los demás en la viña del Señor, poniendo en buen uso una multitud de dones y talentos. La discriminación generalizada sigue existiendo en la Iglesia. Los edificios suelen ser inaccesibles, los documentos no están disponibles en formatos utilizables y se hacen suposiciones que a menudo no reflejan la realidad vivida de la discapacidad. Cuando solicité entrar en los jesuitas, por ejemplo, al principio me dijeron que sería mejor que buscara una Orden menos «académica». Sólo me admitieron después de informar al promotor de vocaciones de que estaba terminando un doctorado (que de hecho terminé ese mismo año). Y sin embargo, las personas con discapacidades reciben apoyo de las redes y comunidades, y contribuyen a ellas. Nosotros también somos Iglesia[1].
Tengo el gran privilegio de vivir no sólo en una parroquia, sino también en una comunidad religiosa solidaria: la Compañía de Jesús. Al mismo tiempo, tanto antes de entrar en la vida religiosa como ahora, he contado con el apoyo de mi familia de origen, mis amigos y mi comunidad, que no sólo han satisfecho mis necesidades físicas básicas, sino que también me han ofrecido compañía, crecimiento en la fe y sabios consejos.
Como persona con discapacidad, también he trabajado con otros para conseguir un mundo mejor y más justo para las personas que sufren, a menudo marginadas en el contexto de la Iglesia y la sociedad.
A pesar de todo, según mi experiencia, a muchas personas con discapacidad se les permite mucha menos integración. Algunos son excluidos por completo, mientras que otros tienen que conformarse con las formas de participación permitidas e institucionalizadas. Es cierto que existen formas comunitarias de participación propias de la Iglesia (como L’Arche, Fede e Luce y diversas comunidades parroquiales dirigidas a los sordos), pero a menudo están compuestas exclusivamente por personas con discapacidad, y no están muy abiertas a las oportunidades de interacción con la Iglesia en general, ni a la posibilidad de participar en un diálogo eclesial más amplio.
En efecto, es necesario, sobre todo ahora que nos preparamos para el Sínodo de la Sinodalidad, que la Iglesia acoja y haga suya la gran proclamación que el Papa Francisco hizo en la encíclica Fratelli tutti (FT) y que fue acogida con tanta alegría por los católicos con discapacidad: «Quiero recordar a esos “exiliados ocultos” que son tratados como cuerpos extraños en la sociedad. Muchas personas con discapacidad “sienten que existen sin pertenecer y sin participar”. Hay todavía mucho “que les impide tener una ciudadanía plena”. El objetivo no es sólo cuidarlos, sino “que participen activamente en la comunidad civil y eclesial. Es un camino exigente y también fatigoso, que contribuirá cada vez más a la formación de conciencias capaces de reconocer a cada individuo como una persona única e irrepetible”» (FT 98).
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Dicha acogida deberá contemplar una dimensión tanto teórica como práctica. En cuanto a la primera, nuestra teología sigue contaminada por dos convicciones diferentes: por un lado, la que ve en las personas con discapacidad a personas aplastadas por la carga perdurable del pecado original; por otro, la que los considera «pobres víctimas», «íconos privilegiados del Hijo crucificado». Ninguna de las dos imágenes deja lugar a la gracia, ni siquiera al bautismo. Después de todo, ¿de qué sirve el bautismo si no incide en el pecado o en la gracia?
Sin embargo, el hecho de que no seamos íconos ni advertencias vivas no significa que la discapacidad no tenga nada que ofrecer a la teología. Nos recuerda que la humanidad es limitada. Es cierto: a las personas con discapacidad nos faltan capacidades que otras personas tienen, pero ningún ser humano presume de tener una plenitud de capacidades. Todos somos limitados. Nacemos con un conjunto muy limitado de capacidades. Aunque crecen a medida que maduramos, al mismo tiempo disminuyen con la edad. Tener limitaciones y encontrar debilidades forma parte de la condición humana. El problema surge porque la sociedad sólo percibe algunas incapacidades y no otras. En las residencias de ancianos y en las guarderías es normal encontrar rampas de acceso, pero no suele ser así en el exterior de bibliotecas, edificios municipales, iglesias y juzgados. Es esta falta de acceso la que convierte las deficiencias (como la ceguera o la parálisis) en discapacidades (la incapacidad de reincorporarse a la sociedad y desempeñar nuestro papel en ella).
Estos límites impuestos a las capacidades humanas hacen que la salvación sea una obra colectiva. Dependemos unos de otros y de Dios. La imagen de Dios según la cual fuimos hechos no es la de una perfección blasfema y autosuficiente que nos haría iguales a nuestro Creador, sino la capacidad de entrar en relación con Él y con nuestro prójimo. Todos nosotros, en todo momento, confiamos plenamente en Dios y en nuestros hermanos. Como dice San Pablo en su Primera Carta a los Corintios: «El cuerpo no se compone de un solo miembro sino de muchos. Si el pie dijera: “Como no soy mano, no formo parte del cuerpo”, ¿acaso por eso no seguiría siendo parte de él? Y si el oído dijera: “Ya que no soy ojo, no formo parte del cuerpo”, ¿acaso dejaría de ser parte de él? Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? Y si todo fuera oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto a cada uno de los miembros en el cuerpo, según un plan establecido. Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”, ni la cabeza, a los pies: “No tengo necesidad de ustedes”. Más aún, los miembros del cuerpo que consideramos más débiles también son necesarios, y los que consideramos menos decorosos son los que tratamos más decorosamente. Así nuestros miembros menos dignos son tratados con mayor respeto, ya que los otros no necesitan ser tratados de esa manera. Pero Dios dispuso el cuerpo, dando mayor honor a los miembros que más lo necesitan, a fin de que no haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros sean mutuamente solidarios. ¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él. ¿Un miembro es enaltecido? Todos los demás participan de su alegría» (1 Cor 12,14-26).
Una Iglesia que afirme estas verdades y las exprese en su teología será una Iglesia que, según la imagen presentada por el Papa Francisco, trae a los exiliados a casa. Sin embargo, como Iglesia, nos encontramos en una posición única a la hora de afirmar las verdades sobre la discapacidad, incluso en el contexto de la práctica diaria. He descubierto que la vida comunitaria, en particular, alimenta el sentimiento de participación y comunión (sacramental). Ya sea compartiendo una misa, una oración o una cena, se me da el gran regalo de los demás, con los que hago el camino colectivo (syn hodos). Incluso como sacerdote, celebro los sacramentos con los demás, compartiendo alegrías y penas, entrando en mundos de felicidad y esperanza (en las misas o los bautizos) y estando cerca de las personas que sufren y padecen (como al acompañar a los moribundos o a los que sufren la violencia en los centros de detención de inmigrantes). Además, mis limitaciones me han proporcionado una visión inestimable de mi trabajo como sacerdote. Con demasiada frecuencia, la visión jerárquica ha dado lugar a una visión vertical del sacerdocio que, en el peor de los casos, ha conducido a la arrogancia y al abuso. Como sacerdote con discapacidad, soy consciente de la limitación humana que comparto con las personas a las que sirvo. Por lo tanto, soy capaz de estar con los demás no como una figura de autoridad, desde una posición de fuerza, sino desde la posición de debilidad compartida.
El mundo de la solidaridad con la discapacidad trasciende las fronteras de la fe y las parroquias, pero de todas formas constituye una comunidad. Hemos vivido en la discriminación y la marginación, y ahora tenemos la oportunidad de apoyarnos mutuamente. En la comunidad de personas con discapacidad, todos estamos acostumbrados a compensar las limitaciones de los demás y a ayudarnos recíprocamente, incluso cuando los mecanismos de apoyo tradicionales, como los de la familia y la parroquia, se rompen.
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La misión de la Iglesia, en mi opinión, debe estimular este apoyo mutuo, que no consiste en decir a la gente cómo son las cosas, sino en interesarse por la experiencia de las personas con discapacidad y, siguiendo el camino que el Santo Padre ha indicado constantemente, en poner a los más marginados en el centro de la evangelización. En esencia, somos «nosotros», no «ellos», y todos compartimos la humanidad vulnerable y limitada que Cristo asumió y santificó.
El apoyo mutuo entre personas con discapacidad ayudó a muchos durante el Covid-19, cuando los gobiernos racionaban los servicios (a menudo expresamente en función de la capacidad física o mental) y, por primera vez desde el nazismo, algunos defendieron abiertamente la eugenesia. Durante ese oscuro periodo, las personas con discapacidad se dieron apoyo, información y asistencia. Esta encarnación viva del mensaje de Pablo a los Corintios puede mostrar a las parroquias, diócesis y líderes eclesiásticos la manera correcta de cultivar y practicar la cura personalis («el cuidado del individuo») y la mejor organización de la comunidad.
Esta conversión puede y debe extenderse a todos los aspectos de la vida y el gobierno de la Iglesia. Los discapacitados pueden participar en las liturgias de la Iglesia como iguales, con plenos derechos. Podemos ser miembros de organismos administrativos: desde la parroquia hasta la diócesis, desde el tribunal hasta el dicasterio. Con los debidos apoyos en la toma de decisiones, las personas con discapacidad intelectual también pueden desempeñar un papel importante en las decisiones que afectan a su vida, tanto en la Iglesia como en la sociedad en general.
Si no formamos parte de una Iglesia que nos habla, la voz de la Iglesia no se escuchará adecuadamente. Las personas con discapacidad pueden y deben ocupar cargos eclesiásticos. Poco a poco van surgiendo voces de teólogos con discapacidad. Hay que apoyarlos y animarlos más de lo que lo hacen ahora. Creo que el Espíritu está creando ahora una buena oportunidad de cambio, que el Papa Francisco ha sabido aprovechar.
En cada vida está contenido un mundo. El 15% de la población con discapacidades aporta, por tanto, un caleidoscopio de perspectivas e historias que esperan ser escuchadas. Podemos trabajar en todos los campos de la Iglesia en los que operan los que no tienen discapacidades. Además, ofrecemos el aporte de la experiencia basada en nuestras discapacidades y la conciencia de la marginación y la discriminación. Podemos llevar a la Iglesia a una nueva comprensión de su limitación y de su potencial de solidaridad. Como ha señalado el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, también nosotros somos Iglesia. Caminemos, pues, juntos, ya no «nosotros» y «ellos», o exiliados y ciudadanos, sino uno en Cristo Jesús.
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Cfr J. Glyn, «“Noi”, non “loro”: la disabilità nella Chiesa», en Civ. Catt. 2020 I 41-52. ↑
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