En la convicción de que Juan el Bautista es el «precursor», Lucas, antes de hablar del nacimiento de Jesús, habla del nacimiento de Juan (Lc 1,57-80). El texto se divide en dos partes: la primera (Lc 1,57-66) relata el acontecimiento del nacimiento; la segunda (Lc 1,67-79) refiere el Benedictus, el canto de alabanza de Zacarías. El versículo final (Lc 1,80) alude a la vida de Juan, transcurrida en el desierto hasta su aparición a orillas del Jordán como «bautizador».
El nacimiento de Juan el Bautista. El «Benedictus»
Mientras tanto, llegó el momento de que Isabel diera a luz: y dio a luz un hijo. Los parientes y vecinos se enteraron y fueron a alegrarse con ella por la gran bondad y misericordia que el Señor le había mostrado. Espontáneamente, quisieron poner al niño el nombre de su padre, Zacarías, pero Isabel se opuso, diciendo que el niño se llamaría Juan (Jehô-hânân, Dios es misericordioso), como le había dicho el ángel a Zacarías en el Templo. Entonces se volvieron a Zacarías, para que – puesto que era él, en tanto padre, quien debía dar el nombre al hijo – indicara cómo quería llamar al niño. Tras pedir una tablilla encerada, Zacarías escribió en ella: Juan, obedeciendo a lo que, en nombre de Dios, le había dicho el ángel, a pesar de la costumbre de imponer el nombre del padre al recién nacido.
En ese momento cesó el castigo de Zacarías, la sordera y la mudez, y este pudo elevar su cántico de alabanza a Dios, mientras los que escuchaban se quedaban estupefactos y se preguntaban qué sería del pequeño Juan, pues la «mano de Dios» estaba con él desde el primer momento de su vida. De hecho, a la pregunta: «¿Quién será este niño?», su padre responde con el cántico Benedictus Deus. Este se divide en dos partes y contiene un elogio (canto de alabanza) y una profecía. Es importante señalar que Zacarías habla bajo la acción del Espíritu Santo: por tanto, la alabanza a Dios y la profecía proceden del Espíritu divino que actúa en él.
En primer lugar, alaba a Dios – el Dios de Israel – porque ha «visitado» a su pueblo y lo ha «redimido» y «salvado», dándole un «poderoso Salvador», es decir, el Mesías, en la casa de David. De este modo, Dios, el Bendito, ha cumplido lo que había anunciado por boca de los profetas: que libraría a Israel de sus enemigos y le mostraría misericordia, según la promesa hecha a Abraham. Así, el canto de alabanza de Zacarías es una expresión de júbilo mesiánico, ya que, al «suscitar» al Mesías, Dios ha cumplido todas las promesas hechas en el pasado: promesas de «salvación» de los enemigos y de «liberación» de sus manos, para que el pueblo de Israel, liberado del temor de sus enemigos, pueda servir a Dios «en santidad y justicia» todos los días.
La segunda parte del Benedictus (Lc 1,76-79) es una profecía sobre el futuro de Juan: será profeta, pero con un carácter especial. De hecho, tendrá la misión de ser el «precursor» de Dios, es decir, el que tendrá que preparar el camino para la venida del Señor, como dice el profeta Malaquías: «Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí. Y en seguida entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan; y el Ángel de la alianza que ustedes desean ya viene, dice el Señor de los ejércitos (Ml 3,1). Por eso Juan, el «profeta del Altísimo», será el «precursor» de Jesús, el Hijo del Altísimo, pues preparará el camino a Jesús, dando a conocer la salvación, que consiste en el perdón de los pecados y que será dada a los hombres por la «luz de lo alto», es decir, por el Mesías. Será esta «luz de lo alto» la que iluminará a los que viven en las tinieblas de la ignorancia y del pecado – y, por tanto, «en la sombra de la muerte» – y les ayudará a encontrar el «camino de la paz». En realidad, los bienes mesiánicos son el perdón de los pecados, la salvación, la luz y la paz.
El relato del nacimiento de Juan se cierra con una alusión a la vida de Juan el Bautista hasta el momento de su aparición a orillas del Jordán, como predicador de la penitencia y como bautizador: «El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel» (Lc 1,80). El desierto es el lugar más propicio para el encuentro con Dios. Es, pues, en el desierto, es decir, en un modo de vida austero y penitente, donde, bajo la acción del Espíritu Santo, Juan se prepara para su futura misión. ¿Formaba parte, de alguna manera, de la comunidad de Qumrán? Algunos exégetas así lo han especulado. Pero no hay pruebas que lo confirmen.
El nacimiento de Jesús en Belén
Desde el punto de vista de la fe cristiana, lo importante es el acontecimiento del nacimiento de Jesús en Belén[1] en tiempos de César Augusto. En cambio, las condiciones históricas en las que nació Jesús son menos importantes. Por eso, en el relato evangélico del nacimiento de Jesús hay que distinguir entre el hecho histórico del nacimiento en Belén en tiempos de César Augusto, el modo en que se produjo el acontecimiento del nacimiento y la fórmula narrativa con que lo expresa el evangelista.
El hecho de que Jesús nazca en Belén, es decir, en la ciudad de David, demuestra que es descendiente de David y cumple la profecía de Miqueas de que el Mesías saldría de Belén. El hecho de que Jesús nazca en tiempos de César Augusto vincula este nacimiento con el imperio romano y con el hombre más poderoso de su tiempo – el emperador César Augusto –, a quien se concedió el título de Salvador del mundo. Con la mención de César Augusto, se abre un horizonte tan vasto como el mundo: el nacimiento de Jesús, el verdadero «Salvador del mundo», aunque haya tenido lugar en una oscura aldea de Judea, concierne no sólo a Israel, sino a todos los hombres, judíos y paganos, a «todos los pueblos» que viven bajo el dominio de César Augusto.
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La concepción virginal de Jesús tuvo lugar en Nazaret, después de que María diera su «sí» al ángel. ¿Por qué, entonces, el nacimiento tuvo lugar en Belén de Judá? Lucas explica este hecho por la llamada de César Augusto a hacer un censo de todo el imperio: «En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen» (Lc 2,1-3).
Las fuentes históricas no dicen nada respecto de este censo sobre el mundo habitado – el «ecúmene», nombre utilizado para indicar el imperio romano –, que habría tenido lugar en tiempos de Augusto[2] y habría sido encomendado por él, ni tampoco parece que con tal ocasión la gente hubiese tenido que ir a empadronarse a su propia «ciudad», como escribe Lucas. Por otra parte, Flavio Josefo escribe que efectivamente se realizó un censo en Palestina, encomendado por del gobernador P. Sulpicio Quirino, pero tuvo lugar después del nacimiento de Jesús, hacia el año 6 d.C., cuando Jesús tenía 11-12 años, habiendo nacido en la época del rey Herodes, que murió a finales de marzo o principios de abril del año 4 a.C. Por tanto, o bien se trataría de una inexactitud histórica por parte de Lucas, o bien del hecho de que Lucas y Flavio Josefo se refieren a momentos diferentes de un censo que se prolongó durante muchos años[3].
Lucas prosigue: «Cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David» (Lc 2,3-4). Belén no era la ciudad natal de José, sino el lugar de origen de su tribu, donde probablemente tenía alguna propiedad familiar: se entendería mejor, entonces, el viaje a Belén. Pero a Lucas no le interesan estos detalles: lo que le importa es que Jesús, a través de José, es de ascendencia davídica y que, con su nacimiento en Belén, se cumple la profecía de Miqueas: «Y tú, Belén […] de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel (Mi 5,1). José emprende el camino a Belén para ser censado «junto con María, su esposa, que estaba embarazada». José acoge a María en su casa y la conduce con él a Belén. Lucas no dice por qué José actúa así: tal vez piensa que el censo también concierne a las mujeres.
El acontecimiento del nacimiento de Jesús se expresa en muy pocas palabras: «Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue (Lc 2,6-7). El evangelista no dice que María y José fueran rechazados, ni que no se hicieran los preparativos adecuados para el nacimiento, ni que José hiciera nacer al niño en extrema pobreza, ni que el lugar del nacimiento fuera una cueva, ni que el pesebre tuviera forma de cesta, ni que el nacimiento tuviera lugar a medianoche y en pleno invierno. La piedad popular ha puesto un enorme énfasis en estos aspectos del nacimiento de Jesús, que Lucas no menciona.
Lo que el evangelista quiere subrayar es, en primer lugar, el hecho de que el niño que María da a luz es «el primogénito»[4] y, por tanto, está «consagrado al Señor» según la Ley (Ex 13,12; 34,19) y es «grande» ante Él (Lc 1,32). El hecho de que el niño esté envuelto en pañales y acostado en un comedero – los hogares judíos de la época de Jesús estaban divididos en dos partes: una habitada por la familia, y la otra, en caso necesario, destinada a los animales; de ahí la presencia de un pesebre – indica, por un lado, el cuidado con que se trata al niño (los niños eran envueltos en pañales, para que sus miembros permanecieran rectos) y, por otro, prepara la visita de los pastores que, según el plan divino, encontrarían «un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (Lc 2,12).
Pero, ¿dónde estaba este «pesebre»? Lucas explica que la razón por la que el niño Jesús fue colocado en un pesebre fue que para José y María «no había lugar para ellos en el albergue» (en tô katalumati) (Lc 2,7). Pero, ¿qué era un kataluma? ¿Un albergue público o un alojamiento privado? Es muy poco probable que en una pequeña aldea apartada hubiera un hospedaje; lo más probable es que se tratara de un alojamiento privado en el que pernoctar en caso de necesidad. En cualquier caso, no había lugar adecuado en él para un bebé y su madre. Por lo tanto, el pesebre en el que fue acostado Jesús debía de estar en una casa, parte de la cual se utilizaba para alojar animales. Pero lo que Lucas quiere subrayar es que, a pesar de los esfuerzos de José por encontrar un lugar más acogedor, el nacimiento del Mesías, el Hijo de Dios, tuvo lugar en la incomodidad y la estrechez, en la humildad y el ocultamiento: en una condición que marcaría toda la vida de Jesús y formaría parte de su misterio. De hecho, la pregunta que plantea un nacimiento tan extraño es: ¿quién es este niño y qué será de él en el futuro? La respuesta la da Dios con el anuncio angélico a los pastores.
El anuncio celestial a los pastores
En las cercanías de Belén, unos pastores velaban de noche por su rebaño contra los ladrones[5]. Desde Pascua hasta principios de diciembre, pasaban la noche a la intemperie, turnándose para vigilar. Fue en una de estas vigilias nocturnas cuando un ángel del Señor se les apareció y la gloria del Señor los envolvió en luz. Les invadió un gran temor, pero el ángel les dijo: «“No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él”» (Lc 2,10-14).
El primer anuncio del nacimiento de Jesús se da a un campamento nocturno de pastores. ¿Por qué a los pastores? Muchos piensan que la elección de los pastores como primeros destinatarios del anuncio del nacimiento de Jesús se debe a la condición humilde y despreciada de los pastores en el mundo judío, ya que Dios elige a los pobres y despreciados para enriquecerlos con sus dones. En realidad, es cierto que los pastores constituían una categoría social pobre en la época de Jesús, pero no es seguro que fueran especialmente despreciados por el trabajo que realizaban, es decir, por conducir a las ovejas a pastar a tierras ajenas. Fueron los rabinos de Jerusalén quienes les acusaron de falta de honradez, entre otras cosas por su aversión a criar ganado menor.
Probablemente se eligió el ambiente pastoril para el primer anuncio del nacimiento de Jesús porque les recordaba a David, que en la misma Belén había cuidado el rebaño de su padre Jesé y había sido ungido rey de Israel por el profeta Samuel (1 Sam 16,11; 17,15). En otras palabras, los pastores recordaban la naturaleza mesiánica de Jesús, «hijo de David». Y es este motivo teológico – más que la historicidad del acontecimiento – lo que a Lucas le interesa destacar.
La aparición del ángel y de la «gloria», es decir, el esplendor y la majestad de Dios, que los llena de luz en la oscuridad de la noche, asusta a los pastores, hasta el punto de que antes de anunciarles el nacimiento de Jesús el ángel debe tranquilizarlos, diciéndoles «No teman». A continuación, les da el anuncio, que será motivo de «gran alegría» – ¡alegría mesiánica! – para ellos y para todo el pueblo, al que está destinada la salvación: «Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor». El énfasis del anuncio se pone en la función que el recién nacido tendrá que cumplir, pero que ya comienza «hoy», ya está presente. Porque es el Salvador (sôtèr) y, al mismo tiempo, el Cristo (Mesías) y el Señor (Kyrios). Su mesianidad y señorío serán de orden salvífico, y la salvación que trae – como mesiánica y divina – será definitiva. Su nacimiento en la «ciudad de David», Belén, acentúa su carácter mesiánico, y su condición de «Señor» subraya la universalidad de la salvación, que será para todos los pueblos, empezando por los judíos, que – representados en los pastores hebreos – son sus primeros destinatarios. Así, ya con el nacimiento de Jesús, la salvación mesiánica irrumpe en la historia humana: no hay que esperar al momento en que Jesús inicie su vida pública. El adverbio utilizado por el ángel «hoy» indica que con el nacimiento de Jesús, «el sol que nace de lo alto», Dios mismo ha «visitado» (Lc 1,68.78) a su pueblo.
«Gloria in excelsis Deo»
De pronto, al ángel que anuncia el nacimiento de Jesús se le une una multitud de ángeles: alaban a Dios por su «gloria», es decir, por su poder, por su esplendor, por su bondad para con los hombres, a los que Dios, al dar a Jesús, da la salvación, y su alabanza alcanza los cielos más altos, es decir, el mundo celestial donde Dios habita. Al mismo tiempo, alaban a Dios por la «paz» que Dios da a los hombres al darles a Jesús, ya que son objeto de la benevolencia divina. La «paz en la tierra», de la que hablan los ángeles, es la «paz escatológica», que no es sólo la eliminación de guerras y conflictos, sino la salvación plena al final de los tiempos, el perdón de los pecados y la paz con Dios. «Paz» que es traída a los hombres por Jesús, «príncipe de la paz» (Is 9,5), y será dada a los «elegidos», es decir, a los que son objeto de la «benevolencia» divina, que es pura gracia, porque no se debe a la «buena voluntad» de los hombres, sino sólo a la «benevolencia» de Dios[6].
La señal dada a los pastores
A los pastores no sólo se les anuncia el nacimiento de Jesús, también se les da una «señal» para encontrarlo: «encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Es un signo singular, que contrasta fuertemente con la dignidad del niño, Salvador y Cristo Señor, pero que precisamente por su singularidad es un signo revelador: la venida de Dios a la historia humana no se realiza en el poder y la gloria, sino en la debilidad de un niño envuelto en pañales y acostado donde sólo puede yacer un pobre niño que no encuentra un lugar mejor para su venida al mundo: un pesebre para animales. Así, el signo de los pañales y del pesebre es la anticipación y prefiguración de la vida errante de Jesús y de su muerte humillante en la cruz.
Pero el pesebre tiene también la cualidad de ser un signo familiar para los pastores y facilitar así su búsqueda del niño cuyo nacimiento les había sido anunciado. Para personas acostumbradas a vivir en el campo, en contacto noche y día con los animales, habría sido muy difícil buscar y encontrar a alguien en una casa acomodada de la ciudad de Belén. En efecto, llenos de alegría, los pastores van a Belén para ver el acontecimiento que el Señor les ha dado a conocer, buscan y encuentran al niño, acostado en un pesebre, con su madre María y José. Una vez que lo han visto, cuentan lo que el ángel les ha dicho del niño, asombrando a todos los que les oyen. Y mientras ellos regresan a su rebaño glorificando y alabando a Dios por lo que han visto y oído, María, por su parte «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Así, a la alegría de los pastores se contrapone la «meditación» de María sobre el «misterio», desconcertante para ella: un «misterio» sobre el que no terminará de meditar hasta el momento de la Resurrección. Sólo entonces, de hecho, se revelará el «misterio» de una vida que comienza en un pesebre y termina en una cruz. Lucas hace especial hincapié en esta «meditación» de María, casi como si quisiera pedir a sus lectores que se sitúen en actitud meditativa – y no con espíritu escéptico o crítico – ante los relatos de la infancia de Jesús, con la convicción de que sólo una reflexión «meditativa» puede desvelar el «misterio» de Jesús.
Así, para los futuros cristianos, la celebración de la Navidad debe asociar la «alegría» de los pastores por el nacimiento del «Salvador» con la «meditación» de María sobre el «misterio» del pesebre, que sigue siendo desde hace siglos un «signo» de Jesús, considerando que Dios, para su revelación, elige a los humildes y a los pobres y utiliza «signos» humildes y pobres.
«Se le puso el nombre de Jesús»
José y María son fieles a la Ley judía, que exigía circuncidar al niño a los ocho días de nacer. Y, en efecto, Jesús es circuncidado; pero lo que más importa a María es poner al niño el nombre que el ángel le señaló: Jesús. Ciertamente, la imposición del nombre se hace de mutuo acuerdo entre María y José. Sin embargo, Lucas subraya el papel de María, que para él, en los relatos de la infancia, es preeminente sobre el de José en todo lo que concierne al niño Jesús. Que ahora lleve el nombre que Dios quiso para él – en el mundo judío, el nombre indica una misión – significa que a partir de ahora llevará a cabo la obra de Dios, es decir, la «salvación de los hombres», que es lo que significa el nombre «Jesús» (Dios es salvación).
La profecía de Simeón sobre el destino de Jesús
Según el Levítico (12,2-8), tras el nacimiento de un hijo varón, la madre era considerada «impura» durante siete días. Durante otros 33 días tenía que permanecer en casa y no podía realizar ninguna acción cultual: al cuadragésimo día, tenía que ir al Templo de Jerusalén para «purificarse». Esto es lo que hicieron María y José. Lucas habla de la purificación de «ellos», pero para él la purificación se refería sólo a María. Sin embargo, no se le da mucha importancia. Lo que cuenta para Lucas es la «presentación» de Jesús: «Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor» (Lc 2,22). En realidad, ningún precepto de la Ley exigía que todo primogénito varón fuera llevado al Templo de Jerusalén. Podía ser «redimido» por cualquier sacerdote del país. La «presentación» del niño Jesús al Templo de Jerusalén recordaba al pequeño Samuel «presentado» por sus padres a Elí y «entregado al Señor» por su madre Ana «por todos los días de su vida» (1 Sam 1,25-28). De igual modo Jesús es consagrado a Dios. Por su «redención» ofrecen «un par de tórtolas o de pichones»: la ofrenda propia de los pobres[7]. Pero la «presentación» de Jesús en el Templo, que, en el pensamiento de María y José, sólo debía ser una «consagración» a Dios, es un momento de revelación profética de la persona y el destino de Jesús.
El testimonio profético de Simeón y Ana
El anuncio celestial hecho a los pastores de que en la ciudad de David ha nacido el Salvador y Mesías para ellos y para todo el pueblo, recibe ahora una confirmación en el Templo de Jerusalén, es decir, en el lugar más sagrado de Israel: esto le da el máximo valor; tanto más cuanto que la confirmación procede del Espíritu Santo, que habla por medio de dos profetas: Simeón y Ana. Simeón – un nombre muy común – es presentado como un hombre «justo» y «piadoso», que esperaba «la consolación de Israel», es decir, la llegada de la salvación mesiánica, prometida por Dios a su pueblo. Era, pues, un hombre habitado por el Espíritu Santo, que le había predicho que no moriría antes de haber visto «al Cristo del Señor». Movido por el Espíritu Santo, fue al Templo cuando María y José llevaban allí al niño Jesús. Lo recibió en sus brazos a la entrada del Templo, antes de que tuviera lugar la ceremonia de «presentación», y bendijo a Dios. Es significativo que fuera un anciano quien reconociera en el niño Jesús al Mesías: en Simeón, el Antiguo Testamento desembocaba – o, mejor dicho, se cumplía – en el Nuevo; los oráculos proféticos del pasado se realizaban en las palabras proféticas de Simeón.
En efecto, Simeón eleva a Dios un cántico de alabanza, en el que le pide a Dios – a quien, en el espíritu de los piadosos del Antiguo Testamento, llama el Señor de quien es «siervo» – que le permita morir «en paz», es decir, con serenidad y alegría, porque se ha cumplido la promesa que le hizo el Espíritu Santo de que no moriría sin ver antes al Mesías. Ahora, en efecto, en el niño de sus brazos, sus ojos han visto lo que – dirá Jesús un día – «muchos profetas y reyes quisieron y no vieron» (Lc 10,24): el cumplimiento de la salvación mesiánica definitiva, que Dios «ha preparado ante todos los pueblos», es decir, destinada a los judíos y a los gentiles. En primer lugar está destinado a Israel, del que el Mesías será la «gloria», es decir, en el que resplandecerá la gloria de Dios, por medio de Jesús; pero también está destinado a los pueblos, de los que Jesús será la «luz». De hecho, la «luz» del Mesías brillará sobre ellos, cuando, a través de la Iglesia, brille en sus ojos la «revelación» del Mesías, que les liberará de las tinieblas en las que se encuentran y les salvará.
El destino de Jesús y María
Al escuchar lo que dice Simeón, María y José, llamados los «padres»[8] de Jesús, se asombran de lo que Simeón ha dicho sobre el niño: un «asombro» que debe inducirlos a «meditar», a reflexionar cada vez más profundamente sobre Jesús, la «gloria» de Israel y la «luz» de los gentiles. Pero su asombro aumenta cuando Simeón, después de haberlos bendecido, es decir, después de haber pronunciado sobre ellos un elogio, o sea, una alabanza a Dios por lo que les ha concedido y una alabanza a ellos por ser los padres del Mesías, comunica a María una revelación especial sobre el destino de Jesús y sobre su participación en ese destino, como «madre» del Mesías y, por tanto, particularmente vinculada a su suerte.
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Simeón dice: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35). Al decir esto, Simeón quiere afirmar que es disposición de Dios que Jesús venga al mundo para «caída y elevación de muchos en Israel»: que sea, para unos, piedra de tropiezo (y por tanto «caída»), y, para otros, «resurrección», es decir, instrumento de salvación. Así, todo Israel – «muchos», a la manera semítica, puede significar también «todos» – tendrá que tomar posición ante Jesús: para los que lo acepten será la «resurrección», es decir, la salvación; para los que lo rechacen será la «caída», es decir, la perdición. Ante Jesús todos tendrán que tomar una decisión: o con él o contra él. Nadie podrá escapar a esta alternativa. Por eso Jesús será un «signo» de «contradicción»: es decir, provocará una resistencia tenaz y una oposición activa. Según la voluntad de Dios, Jesús es un «signo» de salvación; pero, en la práctica, será un signo «contradictorio» que suscitará resistencia y oposición.
Esta «contradicción» no es querida por Dios, porque puso a Jesús como «signo de salvación», sino permitida por Él, para que «se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos», es decir, para que salga a la luz y se desenmascare el mal – oculto – que habita en lo más íntimo de «muchos» hombres. Así, ya en la infancia de Jesús, la pasión y la muerte en la cruz extienden su sombra.
Esta «contradicción», a la que se enfrentará Jesús, golpeará a su madre María como una «espada», en el sentido de que el alma de María será atravesada por el dolor más atroz. De hecho, la «espada» debe entenderse en sentido metafórico, no literal, como si María tuviera que sufrir el martirio. Simeón predice a María que participará de forma muy dolorosa en el sufrimiento de su hijo, el Mesías negado y rechazado, hasta el punto de ser condenado a una muerte infame y dolorosa, de la que ella será testigo. El rechazo de Israel a Jesús después de la Pascua también traspasará el alma de María.
Junto al profeta Simeón, recordamos a la profetisa Ana – una viuda de 84 años, que sólo había vivido siete con su marido -, que nunca abandonaba el Templo y servía a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Justo en el momento en que Jesús es llevado al Templo, comienza a alabar a Dios y a hablar del niño, reconocido como el Mesías, de quien se esperaba la «redención» de Israel. Pero no se sabe nada de ella.
«¿Por qué me buscaban?»
Lucas cierra su relato de la infancia de Jesús con el regreso de María y José a Nazaret y la observación de que «el niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2,40). Es decir, junto a su maduración física – «iba creciendo y se fortalecía», como los demás niños-, se produjo en Jesús un desarrollo interior, que no fue sólo de orden psíquico, sino esencialmente de orden «sapiencial», propiamente divino, pues «la gracia de Dios estaba con él» y guiaba su desarrollo interior, preparándolo para su futura misión. Un ejemplo de esta maduración «sapiencial» de Jesús lo ve Lucas en un episodio que ocurrió cuando tenía doce años, en la época en que un niño judío pasaba de la infancia a la juventud y a la edad adulta. Después de haber ido al Templo de Jerusalén para la fiesta de la Pascua, junto con María y José, a su regreso a Nazaret, Jesús no se unió a la caravana de parientes y conocidos, sino que se quedó en Jerusalén para escuchar lo que enseñaban los rabinos en el Templo y hacerles preguntas. Después de un día de camino, María y José lo buscaron entre sus parientes y conocidos. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén muy angustiados. Sólo al cabo de tres días «lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas», suscitando el asombro de quienes le oían «por su inteligencia y sus respuestas». Los padres de Jesús se llenaron de estupor al ver a Jesús sentado en el suelo con los discípulos de los rabinos, bastante mayores que él, y María, en un tono de fuerte reproche que delataba su angustia de madre, le dijo: «“Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Jesús les respondió: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”» (Lc 2, 48-49).
Estas son las primeras palabras que los Evangelios canónicos registran de Jesús. Son palabras desconcertantes, porque habla de Dios como «mi Padre», mostrando así que tiene la conciencia de ser el Hijo de Dios, y la conciencia de que su tarea en la vida – nótese el verbo dei (debo), que indica la obediencia de Jesús a la voluntad de Dios – es ocuparse de la misión que el Padre le ha confiado con total exclusividad, como hará en su vida pública. Esto supondrá una dolorosa separación de su familia. Pero esto vendrá después. Por ahora, Jesús permanece «sumiso» a sus padres. Así, todo permanece envuelto en un profundo misterio. María no comprende, pero atesora en su corazón las palabras de Jesús que, si bien pueden haberla herido como madre, sin embargo la ponen en el camino cada vez más arduo de la fe.
Con esta llamada a la fe, termina el relato de la infancia de Jesús y se abre un período de silencio en su vida, sobre el que se han hecho las inferencias más descabelladas – se dice que Jesús estuvo en Egipto, donde aprendió prácticas mágicas -, pero que en realidad fue el período en el que se formó el Jesús «judío».
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Belén se encuentra a 8 km al sur de Jerusalén y significa «casa del dios Lahamu», no «casa del pan», que es una explicación de devoción popular. En el Antiguo Testamento se designa con más precisión como «Belén de Judá» (1 Sam 17,12), para distinguirla de Belén de la tribu de Zabulón (Js 19,16). ↑
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Octavio, bisnieto de César, asesinado por Bruto y Casio (44 a.C.), formó primero un triunvirato con Lépido y Antonio; después, tras someter a Lépido (36 a.C.) y derrotar a Antonio (31 a.C.), quedó como único gobernante de Roma, que, bajo su mandato, pasó de ser una república a un imperio. Durante su reinado, el imperio vivió un largo periodo de prosperidad y paz, hasta el punto de que fue honrado por el Senado con el título de Sebastos-Augusto y Sôtèr tou kosmou = Salvador del mundo (inscripción de Pirene, cerca de Mileto). ↑
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La cuestión es muy intrincada y ha dado lugar a una inmensa producción literaria, sin ninguna hipótesis de solución satisfactoria, a favor o en contra de Lucas. S. Grasso escribe: «No hay información de fuentes romanas o judías sobre un censo general en la época de Augusto; mientras que se sabe que el emperador inició la reorganización del sistema tributario que comenzó en 27/29 a.C. y terminó en 13 d.C. En conclusión, no hay registros exactos de un censo ordenado por Augusto en todas las provincias del imperio, pero la organización de censos por César en distritos individuales y en diferentes momentos es indiscutible. Todo esto correspondería a un plan general del emperador. Con toda probabilidad, este censo en Judea, como en todas las demás provincias del imperio, tuvo lugar en dos fases. En el primero estaba el registro de sujetos y objetos tributarios, y en el segundo la provisión oficial de impuestos. Es de suponer que entre estas dos fases transcurrió un largo periodo. Si éste es el procedimiento, sería explicable la contradicción entre Josefo, que informa de la noticia de un primer censo en Judea que tuvo lugar como hecho inaudito en el año 7 d.C. (Ant. XVIII, § 1.3-4.6), y el relato evangélico que describe el censo en el momento del nacimiento de Jesús: mientras Lucas se referiría al primer momento del registro de sujetos y objetos, el historiador judío aludiría a la fase siguiente, la de ejecución» (S. Grasso, Luca, Roma, Borla, 1999, 96). ↑
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El término «primogénito» no significa que Jesús fuera el primero entre otros hijos de María, sino que quiere expresar la dignidad de Jesús que, como primogénito, según la Ley (Ex 13,12; 34,19) está consagrado a Dios. ↑
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El hecho de que los pastores velaran al aire libre podría ser un indicio de que el nacimiento de Jesús no haya tenido lugar en invierno. Hay que recordar que el nacimiento de Jesús se sitúa el 25 de diciembre por razones simbólicas. Como ese día se consideraba el solsticio de invierno – en el que la luz empezaba a aumentar y, por tanto, el sol comenzaba a vencer a la oscuridad-, en 276 el emperador Aureliano instituyó la fiesta del Sol invictus el 25 de diciembre en honor de Mitra, el dios patrón de los soldados. Con la llegada del cristianismo, se pensó que el verdadero Sol invictus era Jesucristo, la verdadera Luz del mundo, que disipa las tinieblas del error y del pecado. Por esta razón, el 25 de diciembre se celebraba el dies natalis, el día del nacimiento de Jesús. ↑
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La traducción «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (en anthrôpois eudokias), que se encuentra en la Vulgata de San Jerónimo, es una interpretación incorrecta, ya que une eudokia a la «buena voluntad» de los hombres. En realidad, eudokia significa la «benevolencia» de Dios hacia los hombres: una «benevolencia» que no se debe a la «buena voluntad» de los hombres, con la que Dios estaría complacido, sino que se basa en la libre elección de Dios, y se debe a su amor y a su gracia. Dios ama y salva a los hombres antes de que sean dignos de su amor y puedan merecer su salvación. ↑
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Hay que señalar que en el pasaje de la «presentación» de Jesús en el Templo hay ciertos añadidos que un judío de nacimiento, bien informado sobre este rito, no habría considerado necesarios y, sobre todo, no habría caído en ciertas inexactitudes. Esto confirma que los relatos de la infancia de Lucas proceden, al menos en parte, de un trasfondo no palestino, sino judeohelenístico. ↑
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Lucas no tiene reparos en utilizar el término goneis (padres) de Jesús, habiendo dejado claro anteriormente que José no es su padre: está seguro de que sus lectores entenderán en qué sentido hay que llamar a José «padre» de Jesús. ↑
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