El pasaje más antiguo del Nuevo Testamento sobre el nacimiento de Jesús se encuentra en la Epístola a los Gálatas: «Cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a quienes estábamos bajo el dominio de la Ley y para que recibiéramos el ser hijos adoptivos de Dios» (Gal 4,4-5).
Este es probablemente el momento cumbre de la Epístola, en el que Pablo anuncia el cumplimiento de la salvación. Dios Padre interviene en el curso de la historia con un acontecimiento extraordinario, pues ha llegado la plenitud (en griego: «el llenado») de los tiempos: el tiempo mesiánico. Las épocas que precedieron a este punto de inflexión no son sólo un período previo, sino un tiempo de preparación y expectación para el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento. Ahora se han hecho realidad porque ha comenzado el tiempo del Mesías, y es el tiempo nuevo, definitivo, el tiempo de la salvación: Dios ha enviado a su propio Hijo, Jesús, «nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4,4). El griego dice propiamente «hecho de mujer», pero la Vulgata, que tradujo filium, factum ex muliere, tiene varios manuscritos que dicen natum ex muliere, quizá para suavizar el escándalo de la realidad humana del nacimiento de Jesús.
En una síntesis extraordinaria, el Apóstol presenta el misterio de la Encarnación: en primer lugar, la preexistencia divina de Jesús, que es Dios e Hijo de Dios; después, su naturaleza humana: el Hijo es al mismo tiempo hijo del hombre, puesto que es engendrado por una madre. «Nacido de mujer» significa que Jesús nació verdaderamente hombre, desde el primer momento de su concepción y entrada en el mundo: una humanidad como la nuestra, necesitada de cuidados, atención, ternura, amor. Sin embargo, enseguida se dice que no se trata de una humanidad gloriosa: el anuncio, por el contrario, revela la humillación de Jesús desde su nacimiento. En la Epístola a los Romanos, un poco posterior a la Epístola a los Gálatas, Pablo precisa: Dios envió «a su propio Hijo en una condición humana débil y pecadora, semejante a la nuestra» (Rom 8,3), es decir, a compartir una carne de pecado, porque entra en un mundo y una historia marcados por el mal, el dolor, las miserias humanas.
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La primera expresión que subraya la humillación de Jesús es precisamente el haber «nacido de mujer». En la Biblia, la fórmula indica la condición humana, la fragilidad y la corruptibilidad de la carne, la precariedad de la existencia y la incertidumbre del presente. Job lo dice claramente: «El hombre, nacido de mujer, tiene una vida breve y llena de problemas. Brota como una flor y se marchita, se esfuma como la sombra, sin detenerse» (Job 14:1-2). En los Himnos de Qumrán, «nacido de mujer» significa «formado de polvo», «criatura de barro» (1 QS 11:215; cf. F. García Martínez, Textos de Qumrán, Brescia, Paideia, 1996, 95).
Karl Rahner medita sobre el significado de «hacerse carne»: «La eternidad se ha hecho tiempo, el Hijo se ha hecho hombre, la Idealidad, el Logos que abarca y penetra toda la realidad, se ha hecho carne, y el tiempo y la vida humana se han transformado: porque Dios mismo ha tomado carne humana. […] Ahora que se ha hecho verdaderamente hombre, este mundo con su destino está cerca de Su corazón. Ahora no es sólo Su obra, sino una parte de Sí mismo. […] Ahora Él también está en nuestra tierra, donde no goza de una existencia mejor que la nuestra, donde ningún privilegio le fue asegurado, sino cada parte de nuestro destino: hambre, cansancio, hostilidad, angustia de tener que perecer y muerte miserable. La verdad más improbable es ésta: la infinitud de Dios ha penetrado en la angustia humana, la dicha ha asumido la tristeza mortal de la tierra, la vida ha recibido en sí misma la muerte» (L’ anno liturgico. Meditazioni, Brescia, Morcelliana, 1962, 15 f).
La segunda expresión que acentúa la humillación es haber «nacido bajo una Ley» (en griego no hay artículo). Jesús no es sólo un hombre entre los hombres, sino también un judío: está sometido a la ley mosaica. Por eso vino en condición de esclavo: la situación del hombre antes de la venida mesiánica, debida precisamente a la Ley (cfr Gal 4,5), es decir, a una norma externa, a la que hay que someterse, obedecer, y que conlleva incluso la pena de muerte. El Señor, perfectamente libre ante la Ley, se sometió a ella, para ser en todo, excepto en el pecado, igual a nosotros.
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Sin embargo, lo que podría parecer sólo humillación, paradójicamente se abre a una dimensión positiva de libertad y fraternidad: Jesús nació bajo la Ley para redimir a los que eran esclavos de la Ley. Asumió la carne que lleva consigo con las consecuencias del pecado para transformar la realidad del pecado en una lógica de amor. Y nació de mujer para que todos los nacidos de mujer pudieran acoger su cercanía y solidaridad.
Así se cumple el misterio de la encarnación, que nos da a Jesús, pero que también exige una colaboración insustituible: Dios necesita a los hombres. El que haya «nacido de mujer» presupone una madre para nacer; el que haya «nacido bajo la Ley» implica un padre «legal», que le permita entrar en la dinastía mesiánica. Un niño nacido sin padre en el mundo judío de la época no tenía derecho a la ciudadanía, ni siquiera a hablar en público. Sin un padre terrenal, Jesús no podía proclamar el Evangelio. Hacia finales del siglo I, un rabino encontró en Jerusalén una especie de registro en el que figuraban los hijos ilegítimos de mujeres casadas (H. L. Strack – P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, I, München, Beck, 1956, 42). Dios necesita a María y a José para nuestra salvación; y pedirá a los apóstoles que continúen su misión salvadora en la historia.
Al salvarnos, Jesús se hace hermano nuestro y nos convierte en hijos de Dios. Pablo utiliza un término técnico jurídico: «para que recibiéramos el ser hijos adoptivos» (Gal 4:5b). La nueva realidad es, pues, ser hijos adoptivos, miembros de la familia de Dios: ella establece una relación singular, íntima, totalmente personal con el Padre. Con una consecuencia más: ser «hijos» conlleva el don del Espíritu, el Espíritu de Jesús y del Padre. El bautismo, es decir, la inmersión en el Hijo, vuelve a proponer en nuestro corazón la relación personal con Dios y nos permite gritar: «Abbà, Padre» (v. 6).
De esto sigue una cristología que es al mismo tiempo soteriología: «¡El Hijo es enteramente Hijo para nosotros!» (F. Mussner, La lettera ai Galati, Brescia, Paideia, 1987, 422). Nace en la historia por nosotros: un acontecimiento que transforma el mundo y marca indeleblemente la historia. No es casualidad que su nacimiento se haya convertido en una línea divisoria entre un antes y un después, es una novedad absoluta por la que el flujo de los acontecimientos humanos se distingue entre un «antes de Cristo» y un «después de Cristo».
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Esta es la Navidad según Pablo. El Apóstol no habla de cueva, ni de pesebre, ni de ángeles, ni de pastores; no menciona a María, ni a José. No hay Belén, no se menciona la posada donde no había sitio; faltan Herodes, los doctores de la Ley y los Magos. Sin embargo, existe lo esencial: el nacimiento del Salvador en la carne para nuestra salvación.
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La venida de Jesús puso fin al «nada nuevo bajo el sol» del sabio Qohelet (Ec 1,9) y destruyó la sabiduría de los antiguos filósofos, según la cual todo se repetía cíclicamente con un eterno retorno. Ahora se da la mayor novedad jamás revelada en el pasado, la única novedad que cuenta en la historia: es la novedad de Dios que asume en el Hijo, el Emmanuel, el «Dios con nosotros» (Mt 1,22), la historia del hombre. Una historia que es un conjunto de miserias y fracasos, impregnada de egoísmo y pecado. Sin embargo, el Señor Jesús la toma sobre sí, la asume, la hace suya, la ama y, amándola, la salva. Porque sólo se redime lo que se ama de verdad. Así la noche y las tinieblas de la historia y del hombre se hacen luz, y se convierten en Nochebuena.
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En la Epístola a Tito, fiel discípulo de Pablo, la Navidad se presenta bajo una luz diferente: «Porque la gracia de Dios que salva se manifestó a todos los seres humanos, educándonos para que, rechazando la impiedad y los deseos desordenados, llevemos en este tiempo presente una vida sobria, recta y religiosa»(Tit 2,11-12): una página importante para orientar la vida del cristiano. El texto continúa: «Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor por la humanidad, no por las obras realizadas para ser justos, sino conforme a su misericordia, por el baño del bautismo que regenera y del Espíritu Santo que renueva, y que Dios derramó con abundancia» (Tit 3:4-6a). En la Iglesia, desde los primeros tiempos, este último pasaje se proclama en la liturgia de Navidad, en la Misa de la Aurora.
La gracia de Dios, su bondad, su amor (en griego es philanthrōpia) nos han salvado, por el bautismo, de la esclavitud de toda clase de «deseos desordenados y placeres diversos», y de vivir en la maldad y la envidia, odiando y aborreciéndonos unos a otros (cfr Tit 3,3). El texto afirma que esto sucede con la efusión del Espíritu: se emplea un verbo – «derramar» – que en el Nuevo Testamento se usa para la sangre de Cristo, que es «derramada para el perdón de los pecados» (Mt 26,28; cfr Hb 9,21-26).
Se trata de un punto de inflexión definitivo no sólo en la historia, sino también en la vida del cristiano: la Carta a Tito afirma que «esto es bueno y útil para todos» (Tit 3,8). Esta es la belleza de la vida cristiana: «Del tiempo en que el odio mutuo era la premisa dada por descontada, considerada incluso necesaria, para asumir compromisos de orden público en el ámbito civil y político: por tanto, de esa voluntad de muerte intrínseca al ejercicio del poder, hemos pasado a una situación nueva, en la que nos ha amanecido la perspectiva de una muerte por amor, es decir, de la política como vaciamiento del poder. […] Somos espectadores de la “epifanía” de la “filantropía”, es decir, de la verdadera y única amistad por la humanidad que es “la bondad de Dios, nuestro Salvador”. […] Por eso, allí donde se derramó el Espíritu Santo, quedamos sellados en una relación de comunión con ese modo de morir por amor, que venció al odio e inauguró la política de la belleza, como responsabilidad pública por excelencia» (P. Stancari, Il mistero della pietà, Rende [Cs], R-Accogliere, 2019, 124 s).
También es esclarecedor el modo en que la Vulgata traduce al latín la philanthrōpia del texto griego (cfr Tito 3,4). Para celebrar la divinidad de Dios, traduce – con un golpe de genio – philanthrōpia con «humanidad» (humanitas), como para indicar que, frente a nosotros, la bondad y el amor divinos son humanitas. Nuestro Dios es «humano», y la humanidad es la celebración de su divinidad. El Apóstol concluye: «Esta palabra es segura y quiero que tú insistas en ella con firmeza, para que quienes han creído en Dios se dediquen a la práctica de las buenas obras» (v. 8). La vocación del cristiano es contribuir al bien común, distinguiéndose por esa caridad que es participación en la vida de todos, por tanto también en la vida de la comunidad social y política en todos sus niveles.
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Celebramos la Navidad con luces, cantos y fiestas que nos conmueven íntimamente, pero no debemos olvidar que la belleza de la celebración navideña para el cristiano es el testimonio de la vida bautismal, es la perseverancia en la gracia, en la vida nueva en Cristo, en el darse a sí mismo a los hermanos, en lo humano que hay que compartir con los demás y que el Señor Jesús, Hijo de Dios, nos ha revelado al hacerse hombre por nosotros. Ese nacimiento afirma el valor de nuestra dimensión humana, porque la Navidad es una palabra de bendición sobre toda nuestra «carne».
La Civiltà Cattolica