Recordarlo todo: ¿un ideal deseable?
Ser capaz de recordar lo que uno sabe y vive es un aspecto fundamental de la vida. Sabemos lo problemáticas que son las enfermedades de la mente y el debilitamiento de la memoria que suele caracterizar la última parte de la vida. La dificultad para recordar sigue siendo uno de los problemas con los que más luchamos en nuestra vida cotidiana: años laboriosamente invertidos en la obtención de un título, en una profesión, lecturas de ocio, números de teléfono, personas y acontecimientos parecen desvanecerse y olvidarse con facilidad. Y la creciente abundancia de posibilidades no parece ayudar a la memorización.
Joshua Foer, en su libro The art and sience of remembering everything, señala cómo el paso de la lectura «intensiva» (leer y releer el mismo texto varias veces) a la lectura «extensiva» (leer varios libros una sola vez) ha tenido un impacto considerable en la memoria. Y hace un balance desalentador, en el que uno puede reconocerse fácilmente: «Cuando acabo un libro, ¿qué espero recordar un año después? Si es un ensayo, al menos la tesis que propone, si es que tiene una […]. Si se trata de un texto de ficción, las líneas generales de la trama, alguna información sobre los personajes principales y un juicio global. Pero es probable que incluso estos cuatro escasos datos desaparezcan rápidamente. Cada vez que levanto la vista de los libros que han absorbido una marea de mis horas de vigilia, me siento abatido. De Cien años de soledad sólo recuerdo su realismo mágico y lo mucho que la disfruté, nada más. Ni siquiera sabría decir cuándo lo leí. De Cumbres borrascosas me quedan dos cosas: que lo leí en clase de inglés en el instituto y que uno de los personajes se llamaba Heathcliff. Pero ni siquiera recuerdo si me gustó […]. Leemos, leemos, leemos y olvidamos, olvidamos, olvidamos. Entonces, ¿para qué molestarse?»[1].
Pero, ¿recordarlo todo, más allá de su realizabilidad, es realmente un ideal deseable?
Un cuento de Borges
Este problema ha encontrado una feliz expresión literaria en un famoso cuento de Jorge Luis Borges, «Funes, el memorioso». El protagonista, Funes, a raíz de un accidente, pierde la capacidad de olvidar, por lo que cada detalle queda impreso en su mente. Sin embargo, este cambio no es una ventaja para él, sino más bien una maldición. Funes se ha convertido en una especie de máquina registradora viviente; atento a todo, ya no puede dormir – «Dormir es distraerse del mundo», señala Borges – y es incapaz de razonar: «No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente) […]. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos»[2].
Funes permanece prisionero del flujo de los recuerdos, que ni siquiera es capaz de relatar, porque la memoria total impide la reelaboración y la evaluación indispensables para la narración de los hechos. Cuando intenta hacerlo, Funes tarda exactamente el mismo tiempo que ocuparon: como una cinta grabada, enumera todos los detalles minuciosos y no puede experimentar el presente, porque está completamente consumido por la recreación de los recuerdos.
El genio de un escritor se demuestra en su capacidad para intuir aspectos fundamentales del ser humano. Y, en efecto, el relato de Borges encontró oportuna confirmación en la historia de Salomón Šereševskij (1887-1958), descrita por el psicólogo ruso Alexander Lúriya en su libro Viaje a la mente de un hombre que no olvida nada, publicado en inglés en 1968, y del que Borges no pudo tener conocimiento, ya que «Funes, el memorioso» se publicó en 1942.
Lúriya estudió detenidamente a Šereševsky y llegó a las mismas conclusiones que Borges: podía recordar fácilmente secuencias muy largas de palabras, o números, o incluso libros escritos en lenguas desconocidas para él (como La Divina Comedia). De este modo podía repetir el texto con extrema exactitud incluso 15 años después o recitarlo al revés sin ninguna dificultad. Pero a un alto precio: Šereševsky carecía de lógica, no podía distinguir una lista de líquidos de una lista de animales, ni explicar el significado de un proverbio.
La enorme acumulación de detalles no le dejaba tranquilo; sin capacidad de diferenciación, eran, como para Funes, «un vertedero», que imposibilitaban hasta las acciones más cotidianas: «Una vez yo fui a comprar un helado… caminé cerca de la vendedora y le pregunté qué tipo de helado tenía. “Helado de fruta”, dijo. Pero ella contestó en tal tono que una avalancha de carbón, en negras cenizas, se me vino encima en el recuerdo, mientras estallaba en su boca. No pude comprar helado después de que ella había contestado de esa manera»[3].
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Šereševskij ni siquiera podía deleitarse con lo que leía, porque no lo entendía: las palabras le remitían a las situaciones más diversas, impidiéndole seguir el hilo narrativo del texto, así como reconocer voces y rostros. Un terrible tormento, que puede resumirse con un aforismo de Elias Canetti: «Grados de desesperación: no recordar nada, recordar algo, recordarlo todo»[4].
¿Es siempre malo olvidar?
Si bien es justo ensalzar las extraordinarias capacidades de la memoria humana y deplorar su decadencia, la gente suele prestar menos atención a la importancia del olvido para la salud intelectual. En realidad, los dos procesos, lejos de oponerse, se apoyan mutuamente: en otras palabras, el olvido no es en sí mismo un defecto de la memoria, sino una necesidad saludable. Cuando se pierde este equilibrio sutil y tal vez indefinible, ambos se vuelven perjudiciales para la salud.
El recuerdo no es un mero registro. Para que se vuelva «nuestro», requiere un distanciamiento del acontecimiento y su posterior evocación en el presente. Sin ese distanciamiento, se pierde la dimensión temporal: «Un recuerdo demasiado perfecto – aunque su finalidad sea ayudarnos a decidir – puede llevarnos a enredarnos en nuestras reminiscencias, incapaces de dejar atrás el pasado»[5].
La reelaboración y la narración son características indispensables de la memoria humana y nunca pueden reducirse al mero registro de lo sucedido. Tenemos un magnífico ejemplo de ello en una página de En busca del tiempo perdido, donde Marcel Proust trata de expresar lo que siente al observar el espectáculo sorprendente y a la vez ordinario del cielo nacido después de la lluvia. Proust Consigue plasmar de forma casi visual la gradualidad de la reelaboración propia de la memoria: «Las tejas daban a la charca, que con el sol reflejaba de nuevo, un tono de mármol rosa en que nunca me había fijado. Y al ver en el agua y en la pared una sonrisa pálida, que respondía a la sonrisa del cielo, exclamé: ¡Atiza, atiza, atiza!, blandiendo mi cerrado paraguas. Pero al mismo tiempo comprendí que mi deber hubiera sido no limitarme a esas palabras y aspirar a ver un poco más claramente en mi asombro»[6]. Es una descripción magistral de la lucha entre la impresión y la expresión o, como diría Dante, entre la materia y el arte[7], que da voz al esfuerzo doloroso pero necesario que se requiere para recuperar la posesión de lo perdido y, de este modo, reencontrar la auténtica dimensión de uno mismo en el significado de esa experiencia.
La memoria humana también es selectiva y afectiva, moldea el recuerdo y lo colorea, resaltando algunos detalles y dejando otros en un segundo plano. Olvidar es, pues, la condición para recordar, como los polos positivo y negativo de la electricidad; ambos son indispensables para conocer. La memoria y la atención están estrechamente vinculadas: para poner algo en primer plano hay que dejar otra cosa en segundo plano; ver algo implica no ver otra cosa. Como señaló Borges, la memoria pura sin olvido se convierte en un obstáculo y no en una ayuda para la vida: «El recuerdo y el olvido están estrechamente ligados porque ambos, juntos, organizan los ritmos cambiantes de nuestra conciencia […]. De hecho, la memoria depende en gran medida del filtro del olvido, que, al tomar sólo unas pocas cosas de la masa de sensaciones que llegan al cerebro a través de los canales sensoriales, proporciona los requisitos previos para la perspectiva, la relevancia, la identidad y, con ello, también crea la base misma del recuerdo»[8].
«Big data»
Lo que para Funes y Šereševsky constituía una desesperante excepcionalidad, ahora puede hacerse posible con la llegada de lo digital. Ya en 1998, dos académicos estadounidenses planearon la creación de un álbum familiar electrónico: «Piense en lo agradable que sería tener una grabación de las conversaciones de la infancia con su mejor amiga, o una biblioteca de audio completa con los millones de frases de valor incalculable pronunciadas por sus hijos en sus primeros años»[9]. Un proyecto que puede realizarse fácilmente con las redes sociales y los teléfonos inteligentes, que pueden grabar o descargar todo lo que tenemos delante de los ojos.
Los ordenadores y las búsquedas en línea proporcionan un refinado juego de herramientas para no olvidar y eludir el abatimiento descrito por Foer: bibliotecas, archivos, bases de datos, buscadores web cada vez más potentes. Así es mucho más fácil localizar una cita que uno buscaba en vano en la biblioteca o que ya no está a su disposición, o destacar lo que interesa de un texto, dejando de lado el resto. Y recuperarla cuando uno quiera. Algo parecido ocurre con los acontecimientos de la vida: una vez publicados en las redes sociales, permanecen más tiempo del que puede hacerlo nuestra memoria.
Naturalmente, todo esto ha desatado un acalorado debate sobre la influencia que este extraordinario almacenamiento de datos tiene en el aprendizaje, dividiendo a los estudiosos entre entusiastas y detractores, y señalando los posibles beneficios o perjuicios que los nuevos hallazgos tendrían para la memoria. Se trata de un problema antiguo: Platón ya había señalado que la invención de la escritura conserva los datos pero debilita la memoria[10]. La velocidad de almacenamiento va en detrimento de la memorización, que requiere lentitud y repetitividad.
La psicóloga Linda Henkel demostró cómo la tendencia a fotografiar objetos en un museo de arte mermaba la capacidad de recordarlos, como si la memoria humana diera paso a la memoria digital. Los que se limitaron a observar los objetos recordaron más detalles. Cuanto mayor era el número de imágenes almacenadas, menor era la atención prestada, lo que debilitaba la memoria. Si, por el contrario, uno se detenía en los detalles con fines de investigación, esto ayudaba a la memoria. En otras palabras, la imagen digital ayuda a la memoria siempre que respete su selectividad y no se reduzca a una mera acumulación de datos[11].
Hay, sin embargo, otros aspectos que el olvido exige para vivir una vida que respete la dignidad humana.
Cuando olvidar es necesario
Junta a las enormes posibilidades que emergen gracias a la web, la tendencia a conservar todo hace aflorar, al mismo tiempo, nuevas formas de sufrimiento. Uno de ellos es aquel que se vincula a las personas fallecidas.
La conservación perpetua de fotos y archivos se ha comparado al desenterramiento continuo de un cadáver, que permanece inquietantemente presente entre los vivos, mezclando así la vida y la muerte. De esta forma, el duelo, esa forma de olvido indispensable para seguir viviendo, se vuelve problemático: «En la vida real, el vínculo, con el paso del tiempo, va cediendo lentamente en la mayoría de los casos. En algún momento del día, el cementerio cierra […]. Piénsese, por el contrario, en un cementerio en línea siempre presente en el teléfono, que cuenta, además, con la persona muerta que conversa con nosotros de forma creíble, que nos informa de los vídeos que está viendo, la música que escucha o si le gustó la película proyectada la noche anterior, que revisa nuestro correo electrónico y nos informa de las citas»[12].
Esta posibilidad se vuelve aún más inquietante cuando se trata de acontecimientos trágicos, que nos impiden seguir adelante. Cabe citar algunos casos significativos.
El 18 de febrero de 2014, Hollie, una joven inglesa de 20 años, fue asesinada por su novio. Cuando sus padres decidieron tomar fotos de su perfil para recordarla en un álbum digital, descubrieron con horror que en la mayoría de ellas aparecía con su asesino. Su padre declaró a la BBC: «Me pongo enfermo cuando veo esas fotos […], es una pena que la familia y los amigos no puedan ver el perfil de Hollie sin ver esas fotos». El problema era que la chica no había tomado ninguna medida sobre la posible eliminación de material de su perfil y, por tanto, el gestor no podía aplicar ningún cambio. Al final, tras una larga batalla judicial y la suscripción de 11.000 personas, las fotos fueron retiradas del perfil[13].
Otro ejemplo es el caso de Gill Brockell, periodista del Washington Post. Durante su embarazo, había puesto enlaces a artículos publicitarios sobre maternidad. Cuando Brockell perdió a su bebé en los meses siguientes, siguió recibiendo mensajes sobre nuevos modelos de cochecitos, biberones y pañales. Lo que había sido una fuente de alegría amenazaba con convertirse en una pesadilla interminable. Brockell intentó varias veces eliminar los enlaces, pero fue en vano. Al final, escribió una carta a Facebook rogándole que dejara de enviarle esos anuncios[14].
Stefano Rodotà, a propósito de la memoria omnívora de Google, recordó la importancia de leyes como la del 25 de enero de 2012 de la Comisión Europea, que sancionó un derecho al olvido para poder seguir viviendo, indispensable para el respeto del ser humano: «¿En qué se convierte una persona cuando se la entrega a las bases de datos y a sus interconexiones, a los motores de búsqueda que hacen inmediato el acceso a cualquier información, cuando se le niega el derecho a sustraerse de miradas no deseadas? […]. El derecho al olvido se presenta como el derecho a gobernar la propia memoria, a devolver a todos la posibilidad de reinventarse, de construir la personalidad y la identidad, liberándose de la tiranía de las jaulas en las que una memoria omnipresente y total quiere encerrarnos a todos»[15].
El derecho al olvido se convierte, así, en una forma de garantizar la dignidad personal, una protección contra las nuevas formas de voyeurismo invasivo, contra la «dictadura de la memoria».
El papel del olvido en la vida pública
Los ejemplos anteriores también muestran el papel público del olvido, su relación con la privacidad y la eliminación de datos personales obtenidos de la navegación por Internet. Esto tiene consecuencias considerables también para la política, como se vio en 2018 con el escándalo de Cambridge Analytica, cuando se descubrió que se habían utilizado millones de datos personales para influir en las actitudes de los votantes, por ejemplo «identificando a las madres solteras, y aprovechando su miedo a ser atacadas en casa para convencerlas de que apoyaran el lobby de las armas […]. Uno de los anuncios más eficaces de la campaña fue un gráfico interactivo titulado “10 verdades incómodas sobre la Fundación Clinton”»[16].
El debate sobre la conveniencia de la supresión de datos es también un tema antiguo, que ha encontrado una importante aplicación en la política. Pensemos en el decreto de Trasíbulo del año 403 a.C., promulgado tras la expulsión de los Treinta Tiranos de Atenas: su objetivo era dar vuelta la página y devolver la paz a la ciudad, poniendo fin a la espiral de venganzas y ajustes de cuentas personales. Aristóteles lo llama «el pacto del olvido»[17]. Un olvido voluntario.
El famoso Edicto de Nantes, promulgado por Enrique IV en 1598, que puso fin a las guerras de religión en Francia, también se expresó en términos muy similares. Comienza estableciendo: «extíngase la memoria de cualquier acción realizada por una de las partes desde principios de marzo de 1585 hasta nuestro acceso a la Corona […], como si nunca hubiera ocurrido nada». Una prohibición confirmada en el artículo siguiente[18]. Es significativo que no sólo especifique qué debe olvidarse, sino que incluso establezca qué período comprende.
Los ejemplos podrían multiplicarse a voluntad: desde la Paz de Westfalia de 1648, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años («perpetua oblivio et amnestia») hasta el discurso de Winston Churchill tras la Segunda Guerra Mundial («Si queremos salvar a Europa de una desgracia sin fin y de una desaparición definitiva, debemos basar esa salvación en un acto de fe en la familia europea y en un acto de olvido de todos los crímenes y errores cometidos»[19]).
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La polaridad memoria-olvido también está muy presente en el ámbito jurídico o moral, vinculada a la reconciliación y el perdón. Está presente en forma de prescripción, como prohibición de perseguir a una persona por sus actos, una vez transcurrido un determinado plazo; está presente en la amnistía, como la propia anulación del vínculo entre los actos y su autor; por último, está presente en el perdón. El filósofo Paul Ricœur precisa que, en los dos primeros casos, el olvido es imperativo («¡hay que olvidar!»), mientras que el perdón se plantea como un deseo, no impuesto, expresado en forma de opción: «Si puede evocarse legítimamente una forma de olvido, esta no consistiría en el deber de callar el mal, sino en decirlo de manera pacífica, sin ira. Esta dicción ya no sería ni siquiera la de un mandamiento, la de una orden, sino la de un voto optativo»[20].
Es interesante observar cómo en todos estos casos – sin perjuicio de la necesidad de expiar el mal cometido – el recuerdo y el olvido no se excluyen: son cancelaciones conscientes, para no identificar al hombre para siempre con lo que ha hecho y ha sido. Esto es indispensable para la posibilidad de redención: conceder otra oportunidad. Para no incurrir a nivel social en la desesperante condición de Funes.
Cuando la memoria es útil
El proceso de reconciliación y perdón, indispensables para la curación de la memoria, puede verse favorecido por los nuevos descubrimientos digitales; y no sólo para el estudio y la investigación, sino también para la identidad narrativa personal, para acceder a la verdad de lo sucedido. Como se ha señalado, en la memoria humana, el papel desempeñado por la imaginación y los sentimientos es significativo. Esta selectividad, unido al tono afectivo del recuerdo, puede convertirse en una pantalla que distorsiona y no hace justicia al pasado.
Una encuesta realizada a 400 personas mayores de 30 años arrojó un dato significativo: cuando se les pedía que repasaran su vida para dar consejos a su «yo más joven», la nota predominante era la condena o el arrepentimiento por haber tomado o desechado determinadas decisiones. Esta perspectiva negativa los llevaba a olvidar otros aspectos de lo ocurrido, que pudieron ser útiles para el presente, aumentando la tendencia a la condena o a la autocompasión[21].
Una memoria más amplia, hoy posible gracias a las múltiples oportunidades mencionadas, puede propiciar lecturas diferentes, más respetuosas de la complejidad de los acontecimientos, redimensionando la experiencia interpretativa y mostrando posibilidades imprevistas, capaces de proteger contra el fatalismo o el reproche de sí mismo. O del riesgo de un sesgo precipitado en el juicio profesional[22].
Esto es fundamental para la justicia y la reconciliación, tanto con los demás como con uno mismo: los comentarios internos pueden oscurecer detalles importantes que, si se dan a conocer, favorecen el beneficio de la duda y ponen en entredicho la polaridad bueno-malo inherente a los juicios sumarios.
Acceder a un archivo más completo puede fomentar esa actitud que la fenomenología denomina epochè, la suspensión del juicio. Y promover la memoria positiva, que es el lugar que corresponde a la gratitud.
Por un olvido al servicio de la memoria
Al igual que la memoria, el olvido resulta ser una actividad compleja con múltiples significados. En estas páginas nos hemos encontrado con algunos de ellos. Aleida Assmann reconoce al menos siete de ellos, de valor variable, divididos en tres tipos fundamentales: 1) cognitivo (olvido automático, conservador y selectivo); 2) de huida de la realidad (olvido represivo y defensivo); 3) positivo (olvido constructivo y terapéutico). Este último, en particular, para ejercitarse, no sólo requiere el ejercicio de la memoria, sino que la purifica y fortalece, porque la devuelve a la complejidad de las cosas, la protege contra los juicios sumarios y muestra nuevas posibilidades. Pero puede hacerlo gracias a la memoria: «Para decirlo con una imagen: el olvido terapéutico significa que antes de dar vuelta la página, hay que leerla. En la confesión cristiana, por ejemplo, se recuerda para olvidar, pero antes de que la culpa pueda ser borrada por la absolución sacerdotal, esta debe ser reconocida y confesada»[23].
Dante sitúa el Lete, el río del olvido, en la cumbre del Purgatorio, en el Paraíso terrenal: aquí las almas, tras haber conocido y expiado sus faltas, pueden finalmente olvidarlas para acceder a la felicidad eterna del Paraíso (cfr Infierno, XIV, 136-137; Purgatorio, XXVIII, 121 ss). Para ellos, sólo quedará el recuerdo de lo bueno. En el Infierno, por el contrario, los condenados, que no han realizado esta purificación de la memoria, se ven obligados a recordar el mal que han cometido. Y a echárselo en cara por toda la eternidad.
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J. Foer, L’ arte di ricordare tutto, Milán, Tea, 2013, 166 s. Presentamos la traducción al español a partir de la versión italiana (Nota del traductor). ↑
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J. L. Borges, «Funes, el memorioso» en Borges esencial, Alfaguara, 2017, pp. 84-85. ↑
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«Solomon Šereševskij», en Wikipedia (https://es.wikipedia.org/wiki/Solom%C3%B3n_Shereshevski). ↑
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E. Canetti, La tortura delle mosche, Milán, Adelphi, 1993, 69. Šereševskij le confió una vez a Lúriya: «Si en un pasaje hay detalles que he leído en otra parte, me resulta especialmente difícil leerlo. En este caso me encuentro empezando por un lado y terminando por otro y todo se mezcla en mi cabeza […]. La expresión de una persona depende de su estado de ánimo y de las circunstancias en que me encuentre con ella. Los rostros de las personas cambian constantemente y son los diferentes matices de expresión los que me confunden y hacen que me resulte tan difícil recordarlos» (citado en R. Quian Quiroga, Borges e la memoria. Viaggio nel cervello umano da Funes al neurone Jennifer Aniston, Trento, Erikson, 2018, 50 s). ↑
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V. Mayer-Schönberger, Delete. Il diritto all’oblio nell’era digitale, Milán, Egea, 2016, 10. ↑
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M. Proust, En busca del tiempo perdido, vol. 1, Verbum, 2020. ↑
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«Vero è che come forma non s’accorda / molte fïate a l’intenzion de l’arte, / perch’a risponder la matera è sorda» (Paradiso, I, 127-129). ↑
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A. Assmann, Sette modi di dimenticare, Bolonia, il Mulino, 2019, 15; 62. ↑
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G. Bell – J. Gemmell, Total Recall. Memoria totale. Ricordare tutto? Inquietante, ma reale, Milán, Rizzoli, 2012, 20. ↑
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Cfr Platón, Fedro, 274-278. Para una visión panorámica del problema, véase G. Cucci, Internet e cultura. Nuove opportunità e nuove insidie, Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2016. ↑
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Cfr L. A. Henkel, «Point-and-Shoot Memories: The Influence of Taking Photos on Memory for a Museum Tour», en Psychological Science 25 (2014/2) 396-402. ↑
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G. Ziccardi, Il libro digitale dei morti. Memoria, lutto, eternità e oblio nell’era dei social network, Milán, Utet, 2017, 203; cfr G. Cucci, «Morte e digitale», en Civ. Catt. 2020 II 543-553. ↑
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Cfr J. Commons, «How Facebook Refused To Take Down Pictures Of Murdered Hollie Gazzard With Her Killer», en Grazia (https://graziadaily.co.uk/lifereal-life/facebook-refuses-take-pictures-murdered-hollie-gazzard-killer), 13 febbraio 2019). ↑
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«Queridas empresas tecnológicas: Sé que sabían que estaba embarazada. La culpa es mía, no pude resistirme a esos hashtags de Instagram. Incluso hice clic una o dos veces en los anuncios de ropa pre-mamá que ofrece Facebook […]. Y apuesto a que Amazon.com incluso les dijo mi fecha de parto, el 24 de enero, cuando creé un usuario Prime […]. ¿Pero no vieron el post publicitario con palabras clave como «corazón roto» y «problema» y «muerto al nacer» y los 200 emoticonos de lágrimas de mis amigos? Y cuando millones de personas con el corazón roto hacen clic en «No quiero ver este anuncio», ¿saben lo que decide su algoritmo, empresas tecnológicas? Decide que has dado a luz. Experian se lanza con el rastreo más bajo de todos: un correo electrónico de spam que me anima a «terminar de registrar a su bebé» para hacer un seguimiento de su crédito de por vida. Por favor, empresas tecnológicas, se los imploro: si sus algoritmos son lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que estaba embarazada, o de que di a luz, entonces seguro que pueden ser lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que mi bebé ha muerto, y dejar de enviarme anuncios» (G. Brockell, «Queridas empresas tecnológicas, no quiero ver anuncios de embarazo después de que mi hijo naciera muerto», en The Washington Post, 12 de diciembre de 2018). ↑
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S. Rodotà, Il diritto di avere diritti, Roma – Bari, Laterza, 2012, 405 s. Cfr, para una visión panorámica general, U. Ambrosoli – M. Sideri, Diritto all’oblio, dovere della memoria. L’ etica nella società interconnessa, Milán, Bompiani, 2017. ↑
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H. Fry, Hello World. Essere umani nell’era delle macchine, Turín, Bollati Boringhieri, 2019, 47 s. Cfr B. Kaiser, La dittatura dei dati, Milán, HarperCollins, 2019; Sh. Zuboff, Il capitalismo della sorveglianza. Il futuro dell’umanità nell’era dei nuovi poteri, Roma, Luiss, 2019; N. Tirino, Cambridge Analytica. Il potere segreto, la gestione del consenso e la fine della propaganda, Leche, Libellula, 2019. Los datos de Cambridge Analytica se utilizaron para las campañas electorales de Donald Trump y Ted Cruz, el referéndum del Brexit de 2016 y las elecciones de 2018 en México. ↑
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«Que nadie se vengue de ofensas pasadas» (Aristóteles, Constitución de los Atenienses, 39, 6). ↑
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«Prohibimos a todos nuestros súbditos, de cualquier estado o condición, renovar el recuerdo de estos sucesos, agredirse, resentirse, insultarse, provocarse unos a otros y culparse mutuamente de lo ocurrido […],exhortamos a todos a vivir en paz como hermanos, amigos y conciudadanos» (www.athenapiattaforma.it/7-leuropa-dellintolleranza). ↑
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W. Churchill (ed.), The Sinews of Peace. Post-War Speeches, Londres, Cassell, 1948, 200. ↑
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P. Ricœur, La memoria, la storia, l’oblio, Milán, Raffaello Cortina, 2003, 646. Cfr G. Cucci, P come perdono, Asís (Pg), Cittadella, 2011. ↑
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Cfr R. M. Kowalski – A. McCord, «If I knew then what I know now: Advice to my younger self», en The Journal of Social Psychology 91 (2020/1) 1-20. ↑
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Cfr G. Cucci, «Per un umanesimo digitale», en Civ. Catt. 2020 I 27-40. ↑
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A. Assmann, Sette modi di dimenticare, cit., 98; cfr 103. ↑
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