En Il segno delle chiese vuote[1] («La señal de las iglesias vacías»), una reflexión escrita hacia el final del confinamiento mundial provocado por la pandemia del Covid-19, el pensador católico checo Tomáš Halík veía en las iglesias cerradas y desiertas una profética señal de advertencia de lo que la Iglesia podría llegar a ser: precisamente una institución cerrada y vacía. Se trata de una señal de alarma, porque presagia lo que será la condición permanente de la Iglesia en un futuro próximo – en algunos lugares de Europa, ya es una realidad – si no se enfrentan seriamente los desafíos de la nueva era emergente, ese cambio de los tiempos que está en marcha y al que el Papa Francisco se ha referido como algo más que un tiempo ordinario de cambio. Aunque los ritmos y las modalidades puedan variar de un lugar a otro del mundo, parece que es esta tendencia de fondo – hacia una condición cerrada y vacía – la que le espera a la Iglesia, si no logra afrontar estos retos desde un punto de vista tanto intelectual como operativo; si, en otras palabras, no consigue llevar a cabo una profunda transformación no sólo de las estructuras eclesiales, sino también de la dimensión existencial y espiritual de la fe. Y es una profética señal de alarma, porque el drama constituido por la pérdida de personas, de relevancia y de credibilidad, así como la crisis generada por el vacío de los espacios y de los rituales, de las prácticas y de los conceptos, se presenta hoy como un momento oportuno para instaurar importantes procesos de verdadera conversión espiritual y de profunda reforma eclesial.
La crisis actual como oportunidad de transformación para la Iglesia
En la obra La tarde del cristianismo[2], Halík retoma esa señal de alarma y explora su alcance profético. Como umbral de una nueva era para el cristianismo, la crisis actual se presenta como una oportunidad de transformación para la Iglesia. Esta es la pregunta que plantea: ¿cuál será el futuro del cristianismo y qué forma adoptará la Iglesia del futuro?
Para mayor claridad terminológica, podemos entender por «forma» «un conjunto, lo más unificado posible, de convicciones, acciones, sensibilidades y leyes, a través de las cuales es posible vivir auténticamente el Evangelio», según la definición del benedictino francés Ghislain Lafont. Siguiendo el análisis de este teólogo, desde el Concilio Vaticano II «aún no hemos encontrado la “forma” que nos permita avanzar más libre y expeditivamente». La forma en la que ahora nos entendemos e interactuamos con la realidad – llámese «gregoriana», «tridentina» o «romana» – es «ciertamente venerable y […] ha dado sus frutos», pero ya no es «adecuada para la coyuntura actual». Por tanto, en lugar de actualizarla, quizá sea el momento de «“dar a la luz del día” una nueva forma»[3].
Halík advierte sin rodeos que «una verdadera renovación de la Iglesia no puede surgir de los escritorios de los obispos ni de reuniones y conferencias de expertos, sino que presupone fuertes impulsos espirituales, una profunda reflexión teológica y el valor de experimentar» (pp. 83 y ss). Sin embargo, el hecho de que la Iglesia católica esté inmersa hoy en un Sínodo mundial sobre «Comunión, participación, misión – que el Papa ha decidido prolongar un año más, hasta 2024 -, manifiesta de alguna manera esta misma inquietud por una forma futura de Iglesia, el deseo de estar a la altura de la fuerza espiritual del Evangelio y la necesidad ligada a la misión de proclamarlo en el tiempo presente. Pues bien, el libro de Halík ofrece, en nuestra opinión, una importante contribución a esta causa.
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¿Por qué la «tarde del cristianismo» es un momento propicio para «la valentía de cambiar»? La expresión está tomada de Carl Gustav Jung (1875-1961), psicoterapeuta suizo, que compara la dinámica de la vida humana individual con el transcurso de un día: la «mañana» corresponde a la juventud y el comienzo de la edad adulta; el «mediodía» recuerda ese periodo de crisis en el que se cuestiona lo que antes era seguro, y en el que lo que antes satisfacía ya no basta; la «tarde» indica la madurez y la vejez. Aplicando estas tres etapas a la historia del cristianismo, Halík asocia la «mañana» al periodo que va desde los comienzos hasta el umbral de la modernidad, «un largo periodo en el que la Iglesia construyó, en primer lugar, sus estructuras institucionales y doctrinales» (p. 48). Luego vino la crisis del «mediodía», «que sacudió esas estructuras» (ibíd.). Fue un largo periodo, que duró «desde la Baja Edad Media hasta toda la Edad Moderna, desde el Renacimiento y la Reforma, desde la división interna en el seno de la Cristiandad occidental y las guerras subsiguientes, que pusieron en tela de juicio la credibilidad de cada una de las confesiones, hasta la Ilustración, la época de la crítica de las religiones y la difusión del ateísmo, y hasta la fase siguiente, que condujo a una lenta superación del ateísmo en favor del apateísmo, de la indiferencia religiosa» (ibíd.).
La «tarde» es la etapa en la que estamos entrando, en la que se ha superado el impacto de la crisis del «mediodía» y «el cristianismo busca en la sociedad plural postmoderna y postsecular un nuevo hogar, nuevas formas de expresión» (p. 124). También es cierto, como se reconoce en las últimas líneas del libro, que la «tarde» puede sugerir «la proximidad de la noche, del fin y de la muerte» (p. 260), una etapa que anuncia el final. Sin embargo, explica Halík, «en la interpretación bíblica del tiempo, el nuevo día comienza con la tarde» (ibíd.). Es así como, al final de este largo período de crisis, «el momento en que la primera estrella aparecerá en el cielo de la tarde» (ibíd.), se vislumbran ya rasgos capaces de dar al cristianismo una forma nueva y prometedora.
Estos rasgos pueden vislumbrarse, por ejemplo, cuando la fe, más madura y más humilde, se muestra capaz de tomar en serio, acoger e integrar la experiencia de oscuridad y vacío debida a la pérdida de centralidad, control y seguridad provocada por las crisis del «mediodía», reconociendo que esta misma experiencia de muerte es característica del Evangelio y testimonia la verdad de una aventura espiritual. Los rasgos también son discernibles cuando se reconoce que la secularización no es el fin de la religión ni de la fe cristiana, sino la transformación del sentido que se ha hecho más común – eminentemente social, político y cultural – en el sistema de relatos, ritos y símbolos que expresan y consolidan la identidad de una sociedad, y que lo que se pierde, en el fondo, abre la posibilidad de una renovada autenticidad evangélica y de otras formas de entender el papel de la religión y el alcance de la fe cristiana. Los rasgos aún pueden discernirse cuando el cristianismo se niega a dejarse confundir con cualquier ideología identitaria o vago esoterismo; cuando emprende el ejercicio de una lectura continua de los signos de los tiempos, escrutando el alcance espiritual de la fisonomía humana, sus expresiones culturales y artísticas y los grandes interrogantes y búsquedas de los hombres y mujeres de hoy. Y los rasgos también pueden discernirse cuando el cristianismo toma conciencia de que el marco de las democracias liberales no es menos favorable a su identidad y misión que otros sistemas políticos en los que supuestamente se ha encontrado mejor en el pasado; cuando aprende a entablar una sana confrontación con la alteridad, la diferencia y la pluralidad de sus destinatarios, superando la malsana sospecha ante todo lo nuevo, sin que ello equivalga a ceder a la atracción superficial y acrítica de las modas del momento.
La nueva forma de cristianismo como opción de fe
Halík advierte que «la forma tardía del cristianismo – como todas sus formas anteriores – no fue generada por una lógica impersonal e irreversible de desarrollo histórico» (p. 49). No estamos, por tanto, ante una necesidad que, nos guste o no, tendrá que realizarse en cualquier caso. Al contrario, esta forma se nos presenta como un kairós, «una oportunidad que se abre y se ofrece en un momento determinado, pero que sólo se realiza cuando las personas la comprenden y la aceptan libremente» (ibíd.). Implica una toma de conciencia y una libre determinación. En lenguaje ignaciano, es una elección, una opción que requiere una acción consecuente. En esta «tarde» en la que nos encontramos, existe por tanto el riesgo de «envejecer mal», es decir, de no reconocer y captar el carácter favorable de nuestro tiempo y de sus movimientos más vitales. Así sucederá si, de manera imprudente y superficial, se niega o sofoca la vida tal como se presenta existencial y culturalmente, y si se pretende resolver la crisis mediante simples cambios externos de «algunas estructuras institucionales» o de «algunos párrafos del catecismo, del código de derecho canónico y de los textos morales» (p. 9), sin implicar el trasfondo espiritual, teológico y religioso del acto de fe y de las prácticas cristianas. En ese caso, los resultados serían superficiales y confusos.
Más gravoso aún sería atrincherarse tras actitudes defensivas y hostiles, en la convicción de que ser fiel equivale a reproducir el pasado «ejemplar» que precedió a la crisis del «mediodía». Un ejemplo paradigmático de esta actitud es la lucha antimodernista que se desencadenó desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Si la Iglesia se atrincheró entonces y perdió su incisividad y capacidad de diálogo con la cultura filosófica, científica y artística de la época, hoy correría el riesgo de «generar una forma envenenada y repugnante de cristianismo» (p. 49). Si lo que la Iglesia vive y tiene que ofrecer no se reconoce como un bien existencial que tiene sentido y es significativo para la vida de las personas y de las comunidades reales, y si no es capaz de insertarse creativamente en el tejido cultural en el que las personas de hoy se encuentran, entienden y expresan, acabará siendo identificada, y en la mayoría de los casos rechazada, como una práctica devocional irrelevante, un ritual religioso o un ideal moral partidista, una ideología identitaria, orientada a la afirmación o instrumentalización política. En este sentido, el clericalismo, el fundamentalismo, el integracionismo y el triunfalismo, que tienden a exhibir una autorreferencialidad exterior y superficial, serán formas incapaces de sustentar una auténtica opción de fe.
El tiempo de cambios históricos que vivimos ofrece oportunidades al cristianismo. La Iglesia acepta con serenidad, sin negar el costo, que una larga época de su historia está llegando a su fin y que, para estar a la altura de su identidad más íntima y de su misión de anunciar el Evangelio de Jesús, tendrá que pasar inevitablemente por un difícil nacimiento. Como dice el benedictino alemán Elmar Salmann, en el momento del nacimiento, como en tantos otros comienzos significativos, siempre hay mucho que muere, del mismo modo que en los procesos de muerte hay mucho que nace. Al fin y al cabo, ésta ha sido la historia del cristianismo desde sus comienzos. Recibir una herencia implica siempre darle un aspecto específico, según la particularidad del tiempo y del lugar. La gratitud y la fidelidad exigen apropiación, diferenciación, traducción y riesgo[4].
Si esto es así, es necesario continuar, tras el Vaticano II, el camino sereno, paciente y valiente de identificar lo que debe conservarse y lo que debe abandonarse, aquello a lo que la Iglesia debe dedicarse como esencial y lo que, como superfluo, puede y debe sacrificar. El ejercicio requiere tiempo y cuidado, hasta el punto de que, como advierte el teólogo Pierangelo Sequeri, equivocarse en materia de consagración y sacrificio tiene consecuencias trágicas, porque el corazón se pierde o se salva en lo que reconoce como su tesoro[5].
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Al dolor de la muerte corresponderá el nacimiento de otra forma y estilo de Iglesia. No se trata de otra Iglesia, sino de otra forma de Iglesia. La Iglesia no ha sido siempre «gregoriana», «tridentina» o «romana». Se trata de otra forma que, en muchos sentidos, sólo podemos presagiar y vislumbrar en este momento. Sabemos que ciertas formas del pasado – la Iglesia del Estado y del poder, la Iglesia jurídica, la Iglesia sagrada, la Iglesia burguesa – se están extinguiendo, y aún no vemos claro qué otra forma debe y puede adoptar la Iglesia en el presente si quiere tener futuro.
Cuatro rasgos de la nueva forma de Iglesia
En cualquier caso, Halík llega a proponer cuatro rasgos de una nueva forma de Iglesia y de cristianismo con futuro. En primer lugar, la Iglesia debe entenderse como el pueblo de Dios en la historia, por tanto en movimiento, en proceso. Como afirma el Papa Francisco en Fratelli tutti, n. 160, «Un pueblo vivo, dinámico y con futuro es el que está abierto permanentemente a nuevas síntesis incorporando al diferente. No lo hace negándose a sí mismo, pero sí con la disposición a ser movilizado, cuestionado, ampliado, enriquecido por otros, y de ese modo puede evolucionar» (p. 230). En segundo lugar, la Iglesia debe ser una escuela de vida y sabiduría, a la luz de la idea original de las universidades medievales, «fundada como una comunidad de maestros y alumnos», una comunidad «de vida, oración y enseñanza» (p. 232), capaz de sostener una fe meditada y madura a nivel intelectual y moral, pero también a nivel terapéutico, como baluarte contra la intolerancia, el fundamentalismo y el fanatismo. En tercer lugar, la Iglesia debe realizarse como hospital de campaña, comprendiendo la propensión y la disponibilidad a encontrarse «con valentía y abnegación […] en los lugares donde la gente está herida física, social, psicológica y espiritualmente, e intentar curar y sanar esas heridas» (p. 233). Esta presencia implica la capacidad de hacer buenos diagnósticos, la excelencia en el «arte de leer e interpretar los signos de los tiempos», en la «hermenéutica teológica de los hechos de la sociedad y de la cultura», con especial atención a los «tiempos de crisis y de cambio de paradigmas culturales» (ibid.). En cuarto lugar, la Iglesia debe ser un lugar de encuentro y de diálogo. Para ello, «debe volver a ser la sociedad del Camino, desarrollar el carácter peregrino de la fe» y construir centros espirituales vivos «de los que sacar valor e inspiración para emprender nuevos viajes» (p. 239).
Cuando la Iglesia se da cuenta de que el cristianismo está viviendo el final de una época y de que los riesgos de naufragio son reales, aunque sólo sea por la irrelevancia existencial y cultural, la «guetización» o las nuevas y dolorosas fracturas internas, comprometerse a interpretar la metamorfosis epocal y plantear, como hace Halík, la cuestión de la forma que podría adoptar en el futuro es un acto de responsabilidad eclesial. Una forma capaz de llevar a cabo una fe existencialmente adulta y espiritualmente significativa, en contacto vivo y cualificado con las fibras más básicas de la vida, con la Escritura, la Tradición y los signos espirituales de los tiempos. Una forma marcada por la humildad y modelada por la mirada que viene de lo marginal, de lo más periférico, de lo precario. Una forma determinada en su compromiso con aquello que salvaguarda y eleva la vida, especialmente hacia los más débiles, y también hacia la creación. Una forma que en las prácticas rituales, en el pensamiento teológico y en las estructuras institucionales tenga en cuenta categorías y procesos dinámicos. Todos estos elementos pueden caracterizar la nueva forma eclesial.
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T. Halík, Il segno delle chiese vuote. Per una ripartenza del cristianesimo, Milán, Vita e Pensiero, edizione Kindle, 2020. El libro no ha sido traducido al español. ↑
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Id., Pomeriggio del cristianesimo. Il coraggio di cambiare, Milán, Vita e Pensiero, edizione Kindle, 2022. Los pasajes citados a continuación, cuyo número de página señalaremos entre paréntesis, son traducciones de la versión italiana. Existe, de todas formas, una reciente versión española del libro: La tarde del cristianismo, Barcelona, Herder, 2023. ↑
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G. Lafont, «Prefazione», en S. Morra, Dio non si stanca. La misericordia come forma ecclesiale, Bolonia, EDB, 2015. La teóloga Stella Morra piensa la «forma eclesial» desde la perspectiva de la misericordia. ↑
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Cfr E. Salmann, «Fim de uma época da Igreja», 6 de octubre de 2022. (www.ihu.unisinos.br/categorias/622783-fim-de-uma-epoca-da-igreja-artigo-de-elmar-salmann). ↑
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Cfr P. Sequeri – E. Salmann – C. Theobald, «La teologia non ha futuro senza immaginazione», en Vita e Pensiero 108 (2021/4) 76 s. ↑
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