El tacto genera siempre una doble transformación: no se puede tocar sin ser «tocado». El tacto es, entre los sentidos, el más comprometedor: es proximidad, violación, relación, confianza. Es el más humano y el más místico de los sentidos.
Para la antropología bíblica, «tocar» es algo que va más allá de la percepción del contacto físico: a través del tacto, la Escritura habla de purificación, curación, perdón, deseo.
En los Evangelios, el verbo aptomai («tocar») aparece ocho veces en Mateo, doce en Marcos, nueve en Lucas y sólo una en Juan. En el cuarto Evangelio, la única mención del verbo, en imperativo negativo, se produce en las palabras del Resucitado a María Magdalena. El evangelista quiere que la vida de los nuevos discípulos «no se base ya en poder ver o tocar a Jesús, que ya no está fenoménicamente a disposición de sus sentidos, sino en la fe que brota de la escucha de su palabra como testigo»[1].
A diferencia de los ídolos[2], Jesús ve, oye, huele, toca y camina. El Evangelio nos recuerda numerosas experiencias de curación en las que sana los sentidos de los enfermos. Jesús no teme el contacto con la enfermedad y la impureza: «abraza» (Mc 10,13-16), «levanta» (Mc 1,31), «toma de la mano» (Mc 5,41), «impone las manos» (Lc 4,40), «toca» a los enfermos (Mc 1,41; 7,33). Contrariamente a los preceptos de la ley mosaica, Jesús toca y es tocado. Desde su nacimiento, se entrega a las manos humanas.
El Mesías esperado por Israel es un hombre que despierta curiosidad; su cuerpo es objeto de cuidados y atenciones, pero no sólo eso: también es «abofeteado», «aplastado», «conducido», «capturado», «besado», asesinado y «depositado»[3].
Como resucitado, su cuerpo se entrega a la vista y al tacto de los discípulos: «Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» (Lc 24,39). Su presencia es tangible. Jesús se deja tocar por el sufrimiento de la gente. A la inmutabilidad de las divinidades paganas contrapone su humanidad, su emotividad. La realidad «toca» a Jesús y pide ser tocada, curada, salvada por él. Los sentidos de Cristo curan la sensibilidad atrofiada del hombre, que mira pero no ve, oye pero no escucha, toca pero no siente.
El arte sacro intenta retratar los distintos «contactos» del Evangelio. Más allá del velo de la representación, las obras artísticas nos invitan a la relación, a la participación. El arte intenta dar cuenta de la «carne» del misterio, abriendo espacios de comunión. A través de formas y colores, las imágenes nos incitan a observar, a escuchar, a tocar, a desear. Estimulados por la vista y fascinados por las narraciones, nuestros sentidos quisieran sentir algo más allá de la superficie de la materia. A ellos también les gustaría escuchar las palabras de Jesús a María Magdalena, contemplar los signos gloriosos de sus heridas, extender la mano para tocar el cuerpo del Resucitado.
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Renoir le dijo a su hijo Jean: «La pintura no se cuenta, se mira. ¿Qué sentido tendría, aunque te dijera que las cortesanas de Tiziano dan ganas de acariciarlas?». Y en otra ocasión añadió: «Cuando se trata de un paisaje, me encantan aquellos cuadros que me dan ganas de penetrar en ellos y pasear por su interior»[4]. La imagen activa nuestros sentidos, los estimula al conocimiento.
Entre las muchas narraciones «táctiles», nos gustaría detenernos en dos escenas relatadas en los Evangelios. Dos intentos con resultados opuestos: el Noli me tangere y La incredulidad de Tomás. Dos gestos, dos intenciones: un contacto negado, un contacto concedido.
El contacto negado: «Noli me tangere»
La respuesta de Jesús resucitado a María Magdalena, traducida por la expresión latina Noli me tangere[5], insinúa el deseo de un contacto negado. Jesús pretende indicar a María «que el cambio que se produce en él en virtud de su paso al Padre conlleva un nuevo tipo de relación»[6].
Emblemático en este sentido es el gesto con el que Jesús resucitado se retira, mientras la mano de María Magdalena tiende hacia él: un gesto reproducido en numerosos cuadros. Algunos de los más conocidos son el fresco de Giotto en la capilla Scrovegni, el fresco del Beato Angelico en Florencia, la escena representada por Duccio di Boninsegna en la Maestà de la catedral de Siena, y lienzos de Correggio, Andrea del Sarto, Botticelli, Tiziano y Poussin.
En la época postridentina, la figura de Magdalena se convirtió en una valiosa fuente de inspiración para la oratoria sagrada y para la imaginería figurativa de la Contrarreforma.
En el ámbito artístico, su personaje es tradicionalmente el resultado de la superposición de varias figuras femeninas[7]: es la mujer de la que Jesús había expulsado a los siete demonios; es la que rocía los pies de Jesús con aceite perfumado; es la testigo privilegiada de la muerte y resurrección del Señor; es la Magdalena provenzal que se retira a la gruta para llevar una vida ascética. Su representación iconográfica es, pues, un retrato compuesto de diferentes identidades, mezcladas por la tradición hagiográfica y evangélica.
Al contemplar el Noli me tangere de Fray Angelico, podemos observar un contacto dibujado en el aire, inexistente y palpable al mismo tiempo. Las manos de Jesús y Magdalena danzan en el vacío, encontrándose sin tocarse. Aquí el contacto negado es un contacto místicamente realizado. Al entrar en este espacio pintado, nos proyectamos en el jardín de la nueva creación, donde el nuevo Adán, Cristo, restaura la antigua armonía herida por el pecado. El jardín de flores se convierte en el espacio de una nueva creación, donde la comunión con María Magdalena es el signo de una reconciliación ofrecida a toda la humanidad.
Un camino diferente tomará Tiziano, en un cuadro hoy custodiado por la National Gallery de Londres. El pintor compone la escena en un entorno campestre anónimo, donde no parece haber ninguna referencia explícitamente religiosa. También aquí encontramos el tema del jardín de flores, pero, a diferencia del cuadro de Fray Angelico, el énfasis se pone en el contraste entre la tierra estéril bajo los pies de Magdalena y el jardín florido bajo los pies de Jesús. El paisaje tiene aquí otra finalidad: testimoniar el efecto inmediato de este encuentro. La aldea del fondo y el rebaño reunido en el valle serán los destinatarios involuntarios del anuncio de Magdalena, la respuesta a la invitación de Jesús. Sin apartar los ojos del rostro de Jesús, María Magdalena levanta la mano hacia el cuerpo del Resucitado y con la otra sostiene el frasco de aceite perfumado. Las piernas y los pies de Jesús siguen en posición de crucificado, pero la torsión de su cuerpo nos da la figura de un hombre vivo y victorioso sobre la muerte.
Gracias a ciertas pistas hagiográficas narradas en las Acta Sanctorum, lo que sólo se insinúa en estas representaciones se realiza en el cuadro de Laurent de La Hire (1606-1656). En él, se relata cómo el cráneo del santo, conservado en la basílica de Saint-Maximin en Provenza, «mostraba en la frente un trozo de piel con la huella de los dos dedos de Cristo»[8]. En el cuadro de de La Hire, Jesús extiende sus dedos sobre la frente de Magdalena, y la sombra de su mano, como una caricia impalpable, se posa un instante sobre el rostro de la santa.
En otras representaciones inspiradas en la leyenda provenzal, María Magdalena aparece haciendo penitencia en la gruta de la Sainte Baume. En la interpretación de Simon Vouet, como señala Luigi Magnani, la Magdalena extasiada «acaricia con ligera sensualidad la madera de la cruz que sostiene el cuerpo de su Cristo. Si escapó al contacto de su “amante”, no puede escapar a las atenciones de la penitente y a su mirada imaginativa»[9].
El toque sanador y la incredulidad de Tomás
En los Evangelios, encontramos varios testimonios en los que Jesús se deja tocar: «Toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19).
El episodio de la hemorroisa es un pasaje enteramente desarrollado en torno al tema del tacto. Junto al con-tacto de la multitud que se aferra a Jesús, está el «tacto» en la fe de una mujer anónima.
Otro contacto, quizá el más íntimo y escandaloso que nos cuentan los Evangelios, tiene de nuevo como protagonista a una mujer: es la pecadora que, en casa de Simón el fariseo, besa y unge los pies de Jesús (cfr. Lc 7,36-50). Para tocar a su Maestro, rompe todas las reglas sociales y religiosas de la época, afrontando valientemente el riesgo del rechazo y el desprecio. No dice ni una palabra: sus gestos, sus caricias, sus besos hablan por ella y de ella.
Una escena tan rica en pathos que ha inspirado numerosas obras maestras. Lienzos de Rubens, Tintoretto, Veronese, Moretto, Domenico Fiasella no son más que un testimonio del efecto que esta escena ha tenido en los creyentes de todos los tiempos.
Jesús se deja acariciar con naturalidad, con esa misma sencillez con la que un día se ofrecerá a la vista y a las manos de los discípulos incrédulos: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean» (Lc 24,38-39). El tacto confirmará la vista: Jesús resucitado no es un fantasma, es un cuerpo vivo que puede mostrar las señales de sus heridas. Un cuerpo que se puede observar, tocar. No es un tema fácil de representar. ¿Cómo traducir un cuerpo glorioso en una imagen?
Quizá una de las representaciones más conocidas de los Evangelios posteriores a la Pascua sea La incredulidad de Tomás, de Caravaggio, pintada entre 1601 y 1602 para el marqués Vincenzo Giustiniani. Merisi opta por un cuerpo enérgico y escultural. Una tez clara y luminosa, que contrasta cromáticamente con los tonos pardos y sombríos de los apóstoles.
Caravaggio elige una escena esencial, completamente centrada en el gesto del apóstol incrédulo. El fondo está totalmente desnudo, la luz circunscribe gestos y emociones. Los personajes están pintados a tamaño natural. Colocados en primer plano, frente al observador, se convierten en compañeros de un acontecimiento que se realiza en el tiempo y el espacio del espectador. De este modo, también se invita al espectador a bajar la mirada hacia el costado abierto de Jesús.
Caravaggio no teme sobrepasar los límites de lo ya representado. Ciertamente no es el primero en colocar el dedo de Tomás en la herida de Jesús, pero en este hundimiento del dedo en el cuerpo del Resucitado hay algo fascinante y desagradable al mismo tiempo. El dedo no roza el costado de Jesús; el contacto que se establece va más allá de todos los límites permisibles.
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Pero no es sólo el gesto del apóstol lo que deja consternado: es Cristo quien acompaña el brazo de Tomás. Sigue siendo Él quien acompaña la experiencia de fe del discípulo. Tomás podría no haber tenido el valor de ir tan lejos. Pero es el Señor mismo quien le guía de la duda a la profesión de fe.
Caravaggio pinta nuestro desconcierto, nuestra incredulidad, nuestra necesidad humana de ver y tocar. Diferentes maneras de entrar en relación con el misterio del Dios encarnado.
Junto al contacto tangible de los contemporáneos de Jesús, existe un contacto en la fe que tiene lugar a través de la «carne» de las Escrituras. Como escribió Orígenes, comentando el libro del Levítico: «La letra se considera como la carne, mientras que el sentido espiritual que habita en ella se siente como la divinidad»[10]. Considerando la Escritura como una segunda encarnación del Verbo, Orígenes sugiere un acceso al misterio de Dios que se revela en la relación dialógica entre la letra y el Espíritu, desplegando un itinerario espiritual que conduce al creyente de la carne de Cristo a su divinidad, de la interpretación literal de la Palabra a su sentido espiritual.
De esta manera, también nosotros, como Tomás, podemos «refugiarnos en el Evangelio como en la carne de Cristo»[11], tocando una Palabra que aún pide encarnarse en la vida de los creyentes.
Retener la ausencia
El imperativo traducido por la expresión latina Noli me tangere contiene en su interior uno de los temas que caracterizan lo «sagrado». En todas las religiones, lo sagrado es al mismo tiempo lo distinto, lo separado, lo totalmente otro. Jesús, en el Evangelio, opta por una inversión del concepto: con la Encarnación, su alteridad se hace tangible. No sólo se deja tocar, sino que se entrega como alimento, como carne y sangre, para todos los creyentes.
«El cristianismo ha inventado la religión del contacto, de lo sensible, de la presencia inmediata al cuerpo y al corazón»[12], escribe Jean-Luc Nancy. Desde este punto de vista, la escena de Noli me tangere es una excepción que invita a la reflexión. En el aplazamiento del contacto y su negación, hay un renacimiento del deseo y una nueva relación con una «presencia» ausente. Al fin y al cabo, incluso nuestras representaciones no son más que un intento de retener una ausencia. La pintura surge de un deseo de súplica. La imagen, en su simplicidad original, es el deseo de evocar un ausente.
Ya en el mito fundacional del arte occidental emerge este deseo de hacer presente al que no está. Narrada por Plinio el Viejo, la historia de La doncella corintia relata la relación fundacional entre representación, re-presentación y posesión. La leyenda cuenta el momento en que el alfarero Butades de Sición descubrió el arte de modelar retratos en arcilla. La hija del alfarero estaba perdidamente enamorada de un joven, que tuvo que marcharse: «Para perpetuar su presencia, la muchacha dibujaba por la noche, mientras él dormía, el contorno de su sombra proyectado en la pared a la luz de una linterna. Sobre estas líneas el padre imprimía arcilla, reproduciendo los rasgos de su rostro»[13].
La ausencia se convierte en condición y ocasión del acto figurativo[14]. Pero fijar el perfil del amado no basta: la muchacha desea un rostro que tocar, una presencia que retener. El amor desea tocar, porque, tocando, retiene. Al igual que para la doncella de Corinto, también para María Magdalena la partida es una herida, un límite insoportable.
El amado no se deja definir, capturar. Puede ser acariciado, pero no puede ser retenido. El Evangelio de Juan nos habla de una presencia que, sustrayéndose, permanece para siempre. Noli me tangere seguirá siendo para siempre una invitación a tocar sin poseer: «Tócame con un tacto verdadero, retratado, no apropiador ni identificador […]. No se puede retener ni guardar nada, eso es lo que hay que amar y saber. Eso es lo que resulta de un saber amar. Ama lo que se te escapa, ama al que se va. Ama el que se vaya»[15].
- L. Giangreco, «Il toccare salvifico di Gesù», en Servitium 47 (2013) 42. ↑
- Cfr Sal 115,5-7. ↑
- Cfr G. C. Pagazzi, «Il senso dei sensi. La buona notizia di un legame», en Tredimensioni 5 (2008) 9-19. ↑
- Cfr J. Renoir, Renoir, mio padre, Milano, Adelphi, 2015. ↑
- Aquí no pretendemos entrar en el debate exegético sobre la traducción latina de la cita Juan. ↑
- Nota de La Bibbia TOB, Leumann (To), Elledici, 2010, comentando el versículo de Jn 20,17. ↑
- A menudo confundida con María de Betania, hermana de Lázaro y Marta, y con la pecadora, a la que se le perdonan «sus numerosos pecados, […] porque ha demostrado mucho amor», de Lc 7,47. ↑
- L. Magnani, en Actas del congreso «Il Sacro nell’arte. La conoscenza del divino attraverso i sensi tra XV e XVII secolo», al cuidado de L. Stagno, Génova, 2007, 156. ↑
- Ibid., 157. ↑
- Orígenes, Omelie sul Levitico, Roma, Città Nuova, 1985, 46. ↑
- Ignacio de Antioquía, s., Lettere di Ignazio di Antiochia. Lettere e Martirio di Policarpo di Smirne, Roma, Città Nuova, 2009, 43. ↑
- J.-L. Nancy, Noli me tangere. Saggio sul levarsi del corpo, Turín, Bollati Boringhieri, 2005, 26. ↑
- Plinio el Viejo, Naturalis Historia, XXXV, 51.b ↑
- Cfr J.-C. Bailly, L’ apostrofe muta. Saggio sui ritratti del Fayum, Macerata, Quodlibet, 1998, 78-80. ↑
- J.-L. Nancy, Noli me tangere…, cit., 54 y 70. ↑
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