«Lo sé, existe la vida privada, pero la vida privada cojea para todos. Las películas son más armoniosas que la vida, Alphonse: no hay contratiempos en las películas, no hay ralentizaciones. Las películas van como trenes, ¿sabes? Como trenes en la noche. La gente como tú y como yo, ya sabes, estamos hechos para ser felices en nuestro trabajo cinematográfico».
Así expresa el director francés François Truffaut su amor por el cine en su obra maestra La noche americana (La nuit américaine, 1973), una de las películas más extraordinarias jamás realizadas sobre el mundo del cine. Las palabras del cineasta francés – que haciendo de director se interpreta a sí mismo – evocan como pinceladas incisivas a la protagonista de The Fabelmans, la última película de Steven Spielberg: la magia del cine.
La película, de carácter autobiográfico, retrata con ternura la infancia y adolescencia del director estadounidense, entre su idilio con el cine y sus complicadas relaciones familiares. Es un canto de amor al universo del séptimo arte, a su ambivalente papel de evasión-reconstrucción de nuevos mundos y profunda comprensión de la realidad.
Con su habitual habilidad como narrador, capaz de emocionar, asombrar y sorprender, Spielberg nos introduce en la génesis de su pasión: en una película personal e íntima, descubrimos de dónde viene el hombre-director que hemos llegado a conocer y amar a lo largo de medio siglo de cine. Y, más en general, descubrimos por qué el universo cinematográfico es tan importante en la vida de alguien que, como dice Truffaut, está hecho para ser feliz en su cine.
¿Cuál es la relación entre cine y vida?
Y es precisamente con un tren nocturno, que «choca» de manera espectacular, con lo que comienza The Fabelmans. Se trata de una escena de la obra maestra de Cecil B. DeMille, El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952), elegida por los padres del pequeño Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle, alter ego de Spielberg) para una noche de cine. Contra todo pronóstico, la película tiene un efecto fulminante en el niño, y desencadena una pasión (no sólo un hobby) que acompañará a Sammy en los momentos cruciales de su infancia y adolescencia, y que ejercerá un rol protagónico en su vida.
La primera parte de la película transcurre deprisa. Seguimos al niño-Spielberg que regresa a casa consternado tras su descubrimiento del cine, con los ojos muy abiertos, enfrentado a una fascinación que no lo deja dormir, y un asombro que lo asedia en forma de pregunta: ¿Por qué lo hechizó tanto la escena de la espectacular colisión entre un coche y un tren?
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Es el comienzo de una historia de amor, apoyada con fuerza desde sus primeros «síntomas» por su madre Mitzi (Michelle Williams), una prometedora pianista que se ve obligada a dejar de lado sus propias ambiciones artísticas para cumplir con sus deberes familiares. Es ella quien acompaña a su hijo en el momento en que este se da cuenta de las emociones que enfrenta, ante esa pregunta abierta que desencadenó la película de DeMille. «Hay que hacer lo que el corazón dicta», afirma y apoya con sus propios gestos a Sammy.
¿Qué fue lo que impactó al protagonista en la escena que lo dejó tan impresionado? Sammy, buscando obsesivamente revivir la maravilla que experimentó en la sala de cine, recrea ese momento apasionante con un tren eléctrico que recibió como regalo de Navidad. Poco a poco empieza a surgir en él la fascinación por el poder del cine para hacer la realidad más interesante, más espectacular. El niño se encuentra por primera vez ante una nueva visión, a años luz de su universo cotidiano, fuente de sueños y emociones.
Recrear la escena de la colisión entre el tren y el coche se convierte en un imperativo al que no puede sustraerse. El humor, a menudo presente en las películas de Spielberg de forma sutil y apenas esbozada, desempeña un papel en la realización del sueño del director. Para evitar destruir el tren de juguete a fuerza de accidentes orquestados, su madre le regala una pequeña cámara. ¿Por qué no filmar, para evitar demasiados daños colaterales? Así nace el cine de Spielberg, fabricador de sueños y visiones que alimentan la vida y – sin traspasar el espacio seguro de la ficción escénica – ofrecen momentos de emoción vertiginosa. Es una alegría contagiosa que se extiende rápidamente entre los amigos y la familia de Sammy-Spielberg. Más adelante en la película, la cámara se detiene en los minisets montados para los primeros experimentos cinematográficos del pequeño protagonista. El director se convierte inmediatamente en la fuerza motriz de un micromundo de personas que interactúan entre sí de una forma nueva y original.
Otro episodio central de la película, esclarecedor en la evocación del poder del cine en relación con la vida y la realidad, es el de las vacaciones familiares en una tienda de camping.
Hay dos momentos centrales en este pasaje.
En primer lugar, la toma que Sammy realiza de un baile nocturno improvisado por su madre a la luz de una hoguera y los faros de un coche conmueve por su lirismo. El director adolescente capta el encanto del momento; la cámara transfigura a la madre absorta en una danza, bañada por la luz, retratándola como «fuera del tiempo y del espacio». Es una escena muy poética, que suscita un anhelo de inesperada vitalidad artística, una invitación del director a la contemplación silenciosa. La cámara se convierte en el medio para captar la poesía implícita de algunos momentos inesperados de belleza cotidiana, para destacar su papel epifánico. Por un momento, olvidamos que el verdadero director de la escena es el Spielberg de The Fabelmans, olvidamos los tormentos de Sammy, las peripecias familiares de la historia y, tal vez, todo lo que nos concierne más de cerca. Una vez más, una oda a la magia del cine y una invitación a mirar de otro modo para ver cuánto se nos escapa en nuestra vida cotidiana.
Sin embargo, este es un potencial del cine que no está exento de riesgos; si la cámara se convierte en la lupa con la que sondear la realidad para captar destellos de luz, verdad y belleza, del mismo modo se enfrenta brutalmente a lo que uno no querría ver. Es lo que ocurre en el segundo momento central del episodio de las vacaciones en la montaña.
Sammy, animado por su padre (Paul Dano) preocupado por el sufrimiento de su mujer tras la muerte de su madre, empieza a editar el material para hacer una pequeña película para Mitzi. Manipulando cuidadosamente el material, descubre un detalle nada desdeñable (para los cinéfilos, no puede pasar desapercibido el eco de la famosa escena de Blow-Up, de Antonioni). El desconcertante descubrimiento tiene un efecto explosivo en Sammy y sus padres, y abre el camino a nuevas y perturbadoras tensiones en el seno de la familia.
He aquí la otra cara de la moneda: el cine no sólo reconstruye o transfigura la realidad, sino que también expone su belleza intrínseca. Su poder revelador abofetea con dureza la verdad de la experiencia personal, incluso lo que uno no quiere o no puede ver. Espléndida es la escena en la que el adolescente Sammy toma conciencia del alcance de lo que la película muestra con ineludible evidencia. La cámara gira varias veces a su alrededor, petrificado ante la pantalla, y el montaje relata en una danza melancólica al chico atónito y a sus padres, lejanos y cercanos, en la habitación de al lado. El dramatismo emocional del momento se ve acentuado por el melancólico acompañamiento musical: es la propia madre al piano, tocando las sentidas notas.
Otro episodio clave sobre las posibilidades del cine (y del montaje) es aquel en el que Sammy produce una película sobre unas vacaciones escolares en la playa. Por un lado, el adolescente-Spielberg demuestra su dominio creativo de la cámara y del montaje para generar momentos de comedia: al yuxtaponer la secuencia de una paloma en el cielo con la de un poco de helado que cae sobre la cara de unos alumnos, crea un efecto cómico hilarante. Por otra parte, al presentar a un pequeño matón como una especie de Titán, ídolo de las multitudes, lo trastorna inesperadamente, poniendo así de relieve toda su fragilidad y vulnerabilidad. Al tiempo que Spielberg pone de relieve el poder manipulador de la realidad, también ofrece, con gran inmediatez, una poderosa reflexión sobre el arte en general. Cada obra es más grande que su productor, el impacto en su público escapa a las intenciones del artista y abre nuevos horizontes que apelan a la verdad más íntima de cada persona.
Por último, la escena clave de toda la película es el encuentro de Sammy con el director John Ford. Estamos ante unos minutos de gran sabiduría cinematográfica, una síntesis del cine de Spielberg y de esta última película en particular. Ya trabajando para diversos studios, Sammy es invitado a conocer al más grande director que jamás haya existido. Al llegar a su despacho, esperando al cineasta cuya identidad aún desconoce, emocionado, recorre con la mirada los carteles que cuelgan en la secretaría. Los espectadores de la sala, junto con él, descubren con asombro que se trata de John Ford. La identificación protagonista-espectador está bien rodada gracias a un plano subjetivo (la mirada que se desplaza sobre los carteles ocupa el punto de vista del protagonista), que termina con una ampliación del campo que incluye al propio Sammy en el encuadre. La espera, ahora insoportable, se ve bruscamente interrumpida (al igual que la música que la acompaña) por la entrada en la sala del director, interpretado magistralmente por uno de los más grandes directores contemporáneos, David Lynch. La cámara enfoca su mejilla manchada por restos de lápiz labial; el humor de Spielberg vuelve a asomar al filmar a la celosa y seria secretaria que se apresura con un pañuelo a eliminar las comprometedoras pistas. Luego sigue un diálogo en el que el primer plano del director carga a Sammy, al igual que al espectador, de expectación y curiosidad. John Ford le invita bruscamente a ver dos imágenes y le da una gran lección de cine (y de fotografía): cuando la línea del horizonte está arriba, la imagen es interesante, cuando está abajo, también lo es, cuando está en medio, lo es un poco menos (para ser precisos, Lynch-Ford se expresa en otros términos…). Lleno de entusiasmo, Sammy sale de los estudios. La cámara lo encuadra en el centro y, de repente, desplaza la línea del horizonte hacia abajo: el plano resultante, más expansivo, sugiere a un niño caminando hacia el cielo. ¿Una invitación del soñador-Spielberg a desplazar la línea del horizonte, tomar su vida (y sus sueños) en sus manos y hacer de ella una obra maestra?
«The Fabelmans»: el cine de Spielberg en una película
En The Fabelmans, Spielberg nos habla de su amor por el cine. Con una película intimista, relata su infancia y adolescencia a la luz de su pasión sin límites por el séptimo arte. Y el artista que lleva dentro convierte una obra personal en una obra universal, capaz de despertar al soñador que hay en el espectador. Si «las películas son sueños que nunca se olvidan», como recuerda Mitzi a Sammy, las películas sobre cine hacen soñar dos veces.
Además de las sugerencias sobre el cine evocadas por el cineasta al relatar las aventuras de Sammy, la magia del cine brilla en los rostros de los espectadores cada vez que se proyecta una película durante The Fabelmans. ¿Cómo puede un cineasta describir el encanto del cine si no es mostrando las reacciones de aquellos que, reunidos frente a la pantalla, se dejan tocar por las imágenes y dan rienda suelta a sus emociones? Se podría hacer un cortometraje reuniendo todas las secuencias de la última obra de Spielberg en las que los personajes de una sala de cine expresan sorpresa, inquietud, alegría, diversión.
Estamos ante un sencillo, clásico y eficaz campo-contracampo: los planos de las películas proyectadas se alternan con los de los personajes en la sala. La interacción dinámica del cine y el público tan eficazmente esbozada habla de un encuentro, que solicita y captura, y en algunos casos transforma. El tema del encuentro inesperado con una alteridad que cambia el curso de la propia vida es uno de los temas más queridos de Spielberg, basta pensar en algunos de sus grandes éxitos como Tiburón (1975), Encuentros cercanos del tercer tipo (1977), E.T. el extraterrestre (1982).
En esta última película, el encuentro es con el propio cine, y el efecto no es menos perturbador. Igualmente significativo en The Fabelmans es el fugaz encuentro con su tío artista de circo: el excéntrico anciano, sin ocultar las dificultades para conciliar arte y afecto, le insta con vigor volcánico a cultivar su propio anhelo artístico.
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Pero volvamos al tema de la marcada explicitación de las emociones de los personajes de su película, eficaz expediente para crear un fuerte vínculo con el espectador. Se trata de un aspecto que recuerda una dimensión central del cine de Spielberg: la búsqueda de una implicación emocional más que intelectual, la solicitud de un impacto inmediato más que la apertura de un horizonte de reflexión. Se trata de uno de los elementos más criticados del director estadounidense: la tendencia al sentimentalismo excesivo, la búsqueda insistente de tocar la sensibilidad del espectador a riesgo de simplificar en exceso la realidad o de aplanarla. Es una dimensión que hace que sus películas sean sencillas e inmediatas, en continuidad con la tradición del cine clásico y fácilmente accesibles al gran público, a costa de una gran originalidad temática y estilística. Sin embargo, en su última obra, Spielberg orquesta hábilmente momentos de fuerte impacto emocional y secuencias más intimistas, ralentizando el ritmo para dejar aflorar la humanidad de los personajes implicados y la complejidad de las relaciones y situaciones. Los propios padres, a pesar de sus evidentes limitaciones, son retratados por el director con una mirada benévola y exenta de juicios.
Teniendo esto en cuenta, la segunda mitad de la película puede resultar demasiado larga para el público fiel a Spielberg, acostumbrado a un ritmo más ágil. La narración se ralentiza para centrarse en la dolorosa experiencia de Sammy tras el traslado de la familia a California. Entre el impacto del acoso antisemita (la familia del protagonista es de ascendencia judía) y las dificultades familiares, la situación parece desesperada.
Bien mirado, el ritmo lento de esta segunda parte, tras el chispeante comienzo, pone de relieve una vez más la habilidad del cineasta para contar historias. El ritmo más lento no sólo brinda la oportunidad de seguir de cerca el viaje personal del adolescente Sammy, sino que también prepara el decisivo regreso del cine a la vida del joven protagonista tras un periodo de experimentos interrumpidos en la dirección. Será de nuevo el amor al cine, resueltamente devuelto a la escena, el que aporte nuevo ritmo, frescura y encanto a la vida de Sammy y a la propia película.
Por último, es crucial para el éxito de la película la habilidad de los actores que intervienen en ella, desde la madre Michelle Williams, retratada con cariño en su vulnerabilidad de soñadora confusa, hasta el padre Paul Dano, un ingeniero brillante y pragmático de buen corazón, pasando por el joven protagonista Gabriel LaBelle. Al fin y al cabo, la habilidad de los actores es un recurso en el que Spielberg siempre ha podido confiar, gracias a su notoriedad en el mundo de Hollywood.
Cuando terminamos de ver la película resuena una pregunta: después de The Fabelmans – una película de madurez íntima y emotiva y un apasionado himno de amor al cine -, ¿qué podemos esperar de la próxima película de Spielberg? Permanecemos expectantes.
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