Vida de la Iglesia

Colegialidad episcopal y sinodalidad

En busca de un nuevo imaginario social

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En los escritos y discursos del Papa Francisco destaca un fuerte llamado a la sinodalidad. Además, ha intentado modelar una imagen de la misma con los Sínodos sobre la Amazonia y la familia. En este artículo, tras un rápido repaso al significado de colegialidad y a la larga historia de la sinodalidad, queremos mostrar que necesitamos una imagen colectiva como base sobre la que construir. Porque hoy carecemos de lo que Charles Taylor ha llamado un nuevo «imaginario social».

De las muchas cuestiones que el Concilio Vaticano II convirtió en objeto de acalorados debates, quizá ninguna lo fue más que la colegialidad episcopal. El historiador de la Iglesia John O’Malley dijo: «En el Concilio, la colegialidad episcopal actuó como un pararrayos. Ninguna sección de ningún otro documento ha sido más cuestionada o sometida a un escrutinio más minucioso que el capítulo 3 de Lumen Gentium. Incluso después de que el Concilio aprobara por abrumadora mayoría ese capítulo, la cuestión no se calmó, sino que volvió in extremis con la famosa Nota praevia adjunta al decreto “por mandato de una autoridad superior”. La feroz e implacable oposición a la colegialidad por parte de una pequeña, pero poderosa, minoría del Concilio […] demuestra que estaba en juego algo importante, algo más que una actualización o una evolución»[1].

¿Cuál es la importancia de la colegialidad episcopal? ¿Por qué fue tan controvertida? ¿Por qué surgió?

Significado de la colegialidad episcopal

Los obispos y teólogos presentes en el Vaticano II eran muy conscientes de que el Concilio Vaticano I (1869-70) había examinado la autoridad del Papa, pero no había tenido tiempo de ocuparse de la posición de los obispos en la Iglesia o frente al propio Pontífice. Durante casi un siglo, ese trabajo inacabado había legado a la Iglesia una eclesiología muy desequilibrada. Estaba claro que había que abordar este problema. Estaba igualmente claro que la cuestión sería problemática. De hecho, el debate sobre el uso de la lengua vernácula en la liturgia en la primera sesión del Vaticano II (octubre de 1962) determinó que las decisiones relativas al uso del inglés, francés, japonés, etc. debían ser tomadas localmente sólo por lo que los padres llamaron las «asambleas episcopales territoriales competentes» (Sacrosanctum Concilium [SC], nº 22), es decir, los obispos de los países o regiones donde se hablaba cada lengua en particular. Pero qué tipo de órgano tomaría tales decisiones, o cómo funcionaría, no se aclararía hasta la discusión del documento dedicado a la Iglesia, Lumen Gentium (LG).

Tras el rechazo del documento preparatorio sobre la Iglesia en la primera sesión, en la segunda (octubre de 1963) se celebró una votación consultiva para esbozar la propuesta del Concilio sobre la cuestión de la colegialidad episcopal. El 84% de los obispos aprobaron la proposición «según la cual el cuerpo o colegio de los obispos sucede al colegio de los apóstoles y este cuerpo posee, en unión con el Papa, su cabeza, la plena y suprema autoridad en la Iglesia»[2]. Esto abrió el camino a la versión definitiva, que debía expresarse en estos términos: «Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, según la cual los Obispos esparcidos por todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, y también los concilios convocados para decidir en común las cosas más importantes, sometiendo la resolución al parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y la forma colegial del orden episcopal, confirmada manifiestamente por los concilios ecuménicos celebrados a lo largo de los siglos» (LG 22).

En el posterior decreto sobre la misión pastoral del obispo, Christus Dominus (CD), promulgado en la última sesión, los obispos reiteraron este concepto: «Los Obispos, por el hecho de su consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio, quedan constituidos miembros del Cuerpo Episcopal. “Mas el orden de los Obispos, que sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y régimen pastoral, y en el cual se continúa el cuerpo apostólico, juntamente con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin El, es también sujeto de suprema y plena potestad en toda la Iglesia, potestad que ciertamente no pueden ejercer sin el consentimiento del Romano Pontífice” (LG 22). Este poder se ejerce “de un modo solemne en el Concilio Ecuménico. Por tanto, determina el sagrado Concilio que todos los Obispos que sean miembros del Colegio Episcopal tienen derecho a asistir al Concilio Ecuménico” (ibid.)» (CD 4).

En esta línea, los «Obispos elegidos de entre las diversas regiones del mundo, en la forma y disposición que el Romano Pontífice ha establecido o tengan a bien establecer en lo sucesivo, prestan al Supremo Pastor de la Iglesia una ayuda más eficaz constituyendo un consejo que se designa con el nombre de sínodo episcopal, el cual, puesto que obra en nombre de todo el episcopado católico, manifiesta, al mismo tiempo, que todos los Obispos en comunión jerárquica son partícipes de la solicitud de toda la Iglesia» (CD 5).

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¿Qué pretendía afirmar el Concilio? En nuestra opinión, dos cosas parecen claras. En primer lugar, los obispos, como los primeros apóstoles, forman un grupo, un colegio (la palabra latina collegium significa «personas unidas en un cuerpo, un consorcio, una corporación»); por tanto, deben ser considerados como un todo, colectivamente, y no como meros individuos. Los «Doce», refiriéndose a los apóstoles, era un número simbólico, que representaba a las doce tribus de Israel que Dios reuniría en los últimos tiempos para formar un todo, y así los obispos están unidos por «lazos de unidad, caridad y paz»: «El Colegio Episcopal, cuya cabeza es el Sumo Pontífice y del cual son miembros los Obispos en virtud de la consagración sacramental y de la comunión jerárquica con la cabeza y miembros del Colegio, y en el que continuamente persevera el cuerpo apostólico, es también, en unión con su cabeza y nunca sin esa cabeza, sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia (Código de Derecho Canónico, cann. 336). Como ha señalado el teólogo estadounidense Richard Gaillardetz, «esta afirmación de poder y autoridad compartidos sobre la Iglesia universal ha sido el núcleo de la enseñanza sobre la colegialidad»[3].

En segundo lugar, en la Iglesia primitiva esta acción colectiva estaba ejemplificada por la costumbre de reunirse en concilios o sínodos, es decir, asambleas conciliares que «expresaban un juicio común sobre cuestiones profundas mediante decisiones que reflejaban las opiniones de muchos». En el Vaticano II, los Padres conciliares entendieron la colegialidad episcopal como una continuación de la tradición sinodal o conciliar de la Iglesia; no era, por tanto, algo nuevo, sino una antigua expresión de la unidad global de los obispos. Las decisiones importantes sobre la fe y la disciplina se tomaban colectivamente, «con Pedro y nunca sin él», y no por el obispo individual de una diócesis separada.

La intención del Concilio puede deducirse de ciertos pronunciamientos durante los debates y de los escritos de los teólogos de la época. Por ejemplo, el Patriarca melquita Máximo IV Saigh se refirió a la experiencia de las Iglesias orientales con sus sínodos permanentes, proponiéndolos como modelo para la Iglesia universal, y más de 500 obispos firmaron una carta al Papa solicitando la instauración de un sínodo de este tipo[4]. Asimismo, en una conferencia que suscitó mucho debate en su momento, el teólogo Joseph Ratzinger se refirió a la noción más fluida de colegialidad en los sínodos regionales de la Iglesia primitiva: era una expresión de la communio Ecclesiarum[5]. En la mente del Concilio, por tanto, existía un claro vínculo entre el ejercicio del Romano Pontífice y el gobierno episcopal en la Iglesia.

En el capítulo 3 de la Christus Dominus, este vínculo se establece en términos muy explícitos: «Desde los primeros siglos de la Iglesia los Obispos, puestos al frente de las Iglesias particulares, movidos por la comunión de la caridad fraterna y por amor a la misión universal conferida a los Apóstoles aunaron sus fuerzas y voluntades para procurar el bien común y el de las Iglesias particulares. Por este motivo se constituyeron los sínodos o concilios provinciales y, por fin, los concilios plenarios, en que los Obispos establecieron una norma común que se debía observar en todas las Iglesias, tanto en la enseñanza de las verdades de la fe como en la ordenación de la disciplina eclesiástica. Desea este santo Concilio que las venerables instituciones de los sínodos y de los concilios cobren nuevo vigor, para proveer mejor y con más eficacia al incremento de la fe y a la conservación de la disciplina en las diversas Iglesias, según los tiempos lo requieran» (CD 36).

El decreto conciliar continúa afirmando que en los tiempos actuales todo esto debe tomar la forma de Conferencias Episcopales, y espera que éstas, en las regiones donde aún no existen, se establezcan y elaboren sus propios estatutos. La intención y la voluntad de los obispos eran muy claras y directas. ¿Por qué, entonces, la cuestión fue tan controvertida?

Oposición en el seno del Concilio

Entre la Iglesia primitiva, en la que se inspiró el Concilio, y la actual, se ha mantenido desde la Edad Media un papado fuerte y centralizado con su propia curia. El historiador de la Iglesia Richard W. Southern ha afirmado: «A lo largo de este periodo, desde la época de Beda hasta la de Lutero, desde la toma efectiva en el siglo VIII de la autoridad papal en Occidente por la autoridad imperial hasta la fragmentación de esa misma autoridad en el siglo XVI, desde la ruptura de los lazos políticos entre Europa oriental y occidental hasta la irrupción del Viejo Continente en el vasto mundo occidental de ultramar, el papado es la institución dominante de Europa occidental»[6].

En el transcurso de esos siglos, la posición del papado experimentó grandes cambios, y las causas de su auge son múltiples. Por citar sólo algunas, el hecho de que Roma fuera el lugar del martirio de Pedro y Pablo, lo que dio al obispo de esta ciudad una importante primacía; el vacío creado por el traslado de la capital del Imperio Romano a Constantinopla y el hundimiento del Imperio en Occidente; el vigor con que algunos pontífices defendieron la ciudad contra la invasión de los bárbaros y combatieron el hambre y la peste; el auge del Islam a partir del siglo VII, que interrumpió los contactos entre Roma y los antiguos patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén; y, por último, las insistentes pretensiones, no siempre fundadas, de algunos papas de reclamar la primacía sobre otras Iglesias y en la esfera temporal. La Reforma impugnó esas pretensiones y rompió la comunión en Occidente. Roma tomó represalias acentuando aún más su autoridad, alcanzando un punto álgido en el siglo XIX con la definición de la infalibilidad papal, expresada en el Vaticano I.

Los obispos del Vaticano II, conscientes de esta historia, no pretendían negar o contradecir esa enseñanza. De hecho, la reafirmaron en Lumen Gentium – en el capítulo 25 –, pero quisieron equilibrarla con la colegialidad episcopal y la infalibilidad del cuerpo colectivo de los obispos. La fuerte e influyente minoría – el 16%; recordemos que en la anterior votación consultiva el 84% estaba a favor de la colegialidad – temía que esto limitara la autoridad y las prerrogativas del Papa. El Concilio intentaba superar cualquier sentimiento de oposición entre los obispos y el Papa situando a este último dentro del colegio episcopal, como su cabeza. Para la minoría, esto sonaba como una disminución del papel del Papa en el gobierno de la Iglesia. Para superar este temor e implicar a la minoría, Pablo VI hizo insertar en el último momento la Nota Previa Explicativa, en la que pretendía aclarar que la colegialidad episcopal no debe interpretarse como un intento de poner condiciones o límites al primado papal.

Tradición conciliar o sinodal

En la Iglesia, la práctica de que los obispos se reunieran como un solo cuerpo no era nueva. Está documentado que ya en el siglo II había obispos que se reunían en sínodos locales para tratar las amenazas al orden y la disciplina de la Iglesia en cuestiones como la fecha de la Pascua. Esas reuniones se convirtieron en «un rasgo regular e indispensable de la vida eclesial, la expresión institucional ordinaria de la cohesión de las comunidades eucarísticas locales en un cuerpo universal»[7]. Se sabe que se celebraron más de 400 sínodos y reuniones de obispos entre mediados del siglo II y el pontificado de Gregorio Magno (590-604). Cipriano y Agustín, por ejemplo, asistieron a muchos concilios en el norte de África, y el obispo de Hipona tuvo que afirmar, contra los donatistas, que los decretos de los concilios no tenían la misma autoridad que las Escrituras.

Esta experiencia de colegialidad episcopal existió a varios niveles: local, regional y general. El Primer Concilio Ecuménico de Nicea (325) decretó que «parecía bien que en cada provincia, dos veces al año, se celebrasen sínodos», en los que debían participar todos los obispos, y los papas fomentaron tales reuniones. Poco importa que esto se aplicara más tarde o no: en cualquier caso, muestra cuáles eran las expectativas de toda la Iglesia en aquel momento.

Esta tradición conciliar o sinodal no cesó con la Iglesia de los primeros siglos, sino que continuó como forma de toma de decisiones. También dio expresión a la unidad de las diversas Iglesias locales, que se consideraban una communio communiorum, una «comunión de comuniones». Todas las ramas del cristianismo reconocían la autoridad de los decretos emitidos por los siete primeros concilios ecuménicos, hasta el II Concilio de Nicea (787). Hubo muchos otros sínodos/concilios locales o regionales, aunque no reconocidos como generales o ecuménicos, cuyas decisiones se aceptaban a veces como parte de la tradición universal de la Iglesia.

Sin embargo, poco a poco, a medida que la Iglesia se integraba más y más en el orden social medieval conocido como «cristiandad», los concilios empezaron a estar dominados por gobernantes seculares o familias poderosas, por ejemplo en Roma. Dejaron de ser reuniones sólo de obispos para admitir en ellas a representantes de poderes seculares. El historiador de la Iglesia Klaus Schatz afirma que, «mientras que los concilios eclesiásticos del primer milenio cristiano eran meras asambleas de obispos, presididas normalmente por el emperador, los medievales se constituyeron como asambleas no sólo de la Iglesia, sino de la Cristiandad, presididas por el Papa»[8]. Los sínodos habían acabado en manos de la política, habían traicionado de algún modo su naturaleza y su finalidad. La Reforma Gregoriana de los siglos XI y XII pretendía restaurar la independencia de la Iglesia frente a ese dominio secular.

La tradición conciliar renació y revivió tras el Gran Cisma de Occidente, entre los siglos XIV y XV, cuando hubo dos – y durante un tiempo tres – candidatos al papado. Para llegar al fondo de aquel escándalo y restablecer la unidad, se celebraron varios concilios, el más importante de los cuales fue el Concilio de Constanza (1414-18). En un famoso decreto, Haec Sancta, aquella asamblea declaró que su autoridad procedía directamente de Cristo y que tenía derecho a hacer lo que fuera necesario por el bien de la Iglesia, incluida, en casos extremos, la deposición de un Papa. La teología subyacente a estas declaraciones era la de la Iglesia como comunidad de fieles, es decir, que la autoridad última residía en esa institución. En la raíz de esta concepción asamblearia de la Iglesia estaba la imagen paulina del Cuerpo de Cristo. La Iglesia se entendía como una serie de asambleas, empezando por la comunidad local; después, la Iglesia se reunía en una diócesis o provincia, ejemplificada en los antiguos patriarcados; y, por último, estaba la Iglesia universal como Cuerpo de Cristo. Estas comunidades estaban representadas en sínodos locales, concilios regionales y, por último, toda la Iglesia estaba representada en un concilio general o ecuménico.

El Concilio de Constanza puso fin al cisma que se había creado al deponer a los pretendientes rivales al trono papal y elegir a un nuevo papa, Martín V, en 1417. Pero también promulgó un decreto, Frequens, por el que los futuros pontífices debían convocar un concilio cada cinco años, luego cada siete y después cada diez. Esto condujo a los concilios celebrados en Pavía, Siena, Basilea y Florencia, y luego al Concilio de Letrán V (1512-17). En 1517, Lutero inició la Reforma con sus 95 tesis. Pronto pidió un «concilio libre y abierto» para resolver la crisis, pero los papas renacentistas lo eludieron, preocupados por las consecuencias que podría tener una asamblea de este tipo. Finalmente, el emperador Carlos V obligó al Papa a convocar el Concilio de Trento (1545-63), pero su temor a los concilios seguía vivo, y quienes se alineaban con él consideraban la teoría conciliar como un extravío, cuando no una herejía descarada.

A pesar de tales intentos de inducir lo que el historiador británico Francis Oakley llama «un olvido patrocinado por las instituciones», la teología de la comunión, o la concepción asamblearia de la Iglesia, continuó en diversas épocas y lugares[9]. La encontramos en los escritos de Santo Tomás Moro y Richard Hooker en la Inglaterra del siglo XVI; en el siglo XVII la encontramos en la obra de Paolo Sarpi, particularmente en su respuesta a Roberto Belarmino, y en los escritos de Edmond Richer. También fue el punto de vista eclesiológico oficial de la Facultad de Teología de la Universidad de París. Tal vez su expresión más duradera e influyente aparezca en los «Artículos galicanos», redactados por el obispo Jacques-Bénigne Bossuet y adoptados por la asamblea del clero francés en 1682[10]. Napoleón los anexionó al Concordato de 1801 y ordenó que fueran enseñados en Francia por todos los profesores de teología. En el siglo XVIII, este punto de vista fue retomado por el febronianismo en Alemania y el josefinismo en Austria. Esta visión asamblearia o sinodal del gobierno de la Iglesia también fue expuesta en el Vaticano I por Henri Maret, decano de la Facultad de Teología de la Sorbona, y varios obispos. Obviamente, no prevaleció allí, en parte debido al empuje que vino del poder secular o de los gobiernos nacionales.

Si hemos recordado la historia de esta concepción asamblearia y colegial de la Iglesia, es para subrayar que su recuperación, en el Vaticano II, no fue una novedad, sino un ejercicio de ressourcement, una vuelta a los orígenes. Además, aquel movimiento sinodal o conciliar de los siglos XIV y XV tenía como objetivo salvar al papado, no suprimirlo. La visión de un papado que actúa por encima y aislado de los demás obispos, dominante desde el siglo XIX y con la que estamos más familiarizados, coexistía con una autocomprensión de la Iglesia más asamblearia. Estas dos concepciones no eran ni deben considerarse opuestas. Pero la tensión entre ellas duró mucho tiempo, y no se resolvió ni siquiera con la yuxtaposición que se hizo entre ellas en el Vaticano II.

Significado para la Iglesia de hoy

Como hemos dicho, los Padres conciliares deseaban explícitamente que «las venerables instituciones de los sínodos y de los concilios cobren nuevo vigor» (CD 36).

El mundo en que vivimos se caracteriza por la globalización y la postmodernidad. Ambos fenómenos son muy amplios y pueden ser objeto de diversas interpretaciones. Sin querer entrar en demasiados detalles, podemos sin embargo presentar algunos rasgos comunes[11]: 1) las tecnologías han acelerado tanto la comunicación como los viajes, lo que nos ha hecho más conscientes de las diferencias culturales y del pluralismo; 2) los acontecimientos que suceden en un lugar tienen repercusiones en muchos otros lugares distantes; 3) existe una relación dialéctica entre lo local y lo global, lo particular y lo universal; 4) junto con la globalización, se produce una regionalización cada vez mayor 5) los límites territoriales son cada vez más permeables y los Estados-nación tienen menos control sobre sus fronteras; 6) a pesar de una cierta homogeneización cultural superficial, la diferencia, la alteridad y el particularismo se han reafirmado; 7) en muchos ámbitos ha surgido una toma de decisiones menos centralizada y una mayor expectativa de participación y procedimientos democráticos, diálogo y respeto mutuo; 8) por último, se está haciendo mayor hincapié en la dignidad y los derechos de las mujeres y las minorías.

Aunque algunas de estas connotaciones sociales y culturales se prefiguraron en los documentos del Vaticano II, se han hecho más claras y fuertes desde entonces. Todas ellas apuntan a la necesidad de estructuras institucionales destinadas a facilitar el diálogo y la concertación, el reconocimiento de las diferencias regionales y culturales y el intercambio entre las diversas Iglesias locales, sin perjuicio de la unidad de la Iglesia universal. Los sínodos y concilios son la forma histórica que esto ha adoptado en la comunidad cristiana.

Desde el Concilio Vaticano II, los laicos son cada vez más conscientes de que son el pueblo de Dios y de que tienen dones que la Iglesia necesita. Los laicos, mujeres y hombres, han tenido cada vez más responsabilidades dentro de la Iglesia, han asumido funciones de liderazgo en escuelas, hospitales, prisiones, parroquias y misiones. Ocupan cargos en cancillerías, seminarios, enseñanza teológica, docencia e investigación.

Un nuevo imaginario social

A lo largo de su historia, la Iglesia ha ido adoptando y adaptando las formas sociales y políticas de la cultura que la rodeaba. Por ejemplo, en la época romana se organizó según las provincias imperiales e hizo suyos los procedimientos del Senado para su primer concilio ecuménico en Nicea en 325. En la época feudal, el Papa concedía beneficios a los obispos, sus vasallos, que a su vez le juraban fidelidad y obediencia y actuaban del mismo modo con los pastores a sus órdenes. En la época monárquica, el Papa actuaba como un soberano absoluto, rodeado de su corte: la curia romana, los cardenales, etc.

Pero desde el siglo XVIII han surgido en el mundo formas más democráticas, que devuelven el poder último al pueblo mediante un sistema electoral, la separación de poderes, controles y equilibrios y asambleas representativas. Pues bien, la Iglesia no es una democracia, no se fundó sobre el consentimiento de los gobernados ni sobre un contrato social en el sentido que lo entendían John Locke o Thomas Hobbes. La tradición sinodal o conciliar que hemos recordado nos hace comprender que siempre ha habido alguna forma de participación en el gobierno, aunque no según la fórmula «una persona, un voto». Sin embargo, estamos tan acostumbrados a la centralización que hemos vivido en los últimos 200 años, que no podemos imaginar una forma diferente de vivir como comunidad cristiana. Quizá sea necesario un nuevo «imaginario social» en la Iglesia de hoy.

Los imaginarios sociales, dice Charles Taylor, son «las formas en que los individuos imaginan su existencia social, la manera en que sus existencias se entrelazan con las de los demás, cómo se estructuran sus relaciones, las expectativas que normalmente se cumplen y las nociones normativas e imágenes más profundas en las que se basan estas expectativas»[12]. Un imaginario social no está necesariamente definido con claridad ni se adhiere conscientemente a él. Es el trasfondo sobre el que un determinado grupo social, en un momento y lugar determinados, entiende sus prácticas y comportamientos comunes.

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Quizás sea más fácil darse cuenta de un imaginario social a medida que cambia. He aquí algunos ejemplos. 1) En el contexto norteamericano, SETI (Search for Extra-terrestrial Intelligence), el programa dedicado a la búsqueda de vida extraterrestre inteligente, parece hoy una realidad establecida tanto para los científicos como para la gente corriente. Hace cincuenta años no formaba parte de nuestro imaginario común, pero hoy sí. 2) Hoy en día, en muchos Estados se da por sentado que fumar es peligroso para la salud y debería estar prohibido en restaurantes, bares y otros lugares públicos, pero hace cincuenta años no era así. 3) Hace cincuenta años, las mujeres ni se imaginaban estudiando teología, pero ahora es posible. Nuestros imaginarios sociales han cambiado.

¿Puede ocurrir lo mismo en la Iglesia? Hoy en día, parece que sigue activo un «imaginario social barroco»[13]. Es decir, una concepción generalizada de nosotros mismos, que subordina el individuo a la comunidad sobre la base de una serie de papeles ordenados – una jerarquía – que no son iguales en dignidad ni en valor. En tal imaginario social, la desigualdad no es meramente funcional, sino esencial: es la estructura misma del universo y no puede cambiarse. Este imaginario social contrasta fuertemente con la visión más moderna, que en cambio ensalza los derechos de los individuos, la igualdad fundamental de todos en cuanto a dignidad y valor humanos, y que considera toda diferenciación social meramente funcional y, por tanto, siempre susceptible de cambio. El imaginario social moderno da por sentada la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial y declara que nadie, ni siquiera un presidente, está por encima de la ley. Más allá de cualquier valoración de méritos, cabe pensar que la insatisfacción y frustración que hoy experimentan muchos fieles se debe a este choque de imaginarios sociales. De papas, obispos, pastores, autoridades se espera hoy, dentro de la Iglesia, el mismo comportamiento que se exige a los líderes del mundo social y político, según criterios de justicia e igualdad para todos.

Hay que ser prudentes. La solución no es pensar que la Iglesia debe adoptar de la nada una forma de gobierno moderna, democrática o parlamentaria. Todos sabemos que incluso esos modelos sociales pueden resultar defectuosos. La esperanza, sin embargo, es imaginar nuestra vida común en la Iglesia según un estilo que pueda cultivar algunos de los valores positivos del mundo moderno, pero sobre todo que pueda inspirarse en la antigua tradición conciliar y sinodal. La enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la colegialidad episcopal fue una invitación a cambiar el imaginario social. Cuando Pablo VI instituyó – en 1965, antes de que terminara el Concilio – el Sínodo Permanente de los Obispos, dio un paso en esta dirección. Reconoció las aspiraciones de los obispos, pero al mismo tiempo reafirmó sus prerrogativas pontificias.

En la historia de la Iglesia, los sínodos y concilios han adoptado diferentes formas. En el pasado no adoptaron un modelo fijo y unívoco, y no hay razón para que estas asambleas lo hagan en nuestros días. La forma en que los cristianos participan en el proceso de toma de decisiones puede variar de un lugar a otro.

La tradicional tripartición de los ministerios en obispos, presbíteros y diáconos, así como el primado conferido al obispo de Roma, se desarrollaron históricamente en respuesta a las necesidades de la comunidad y se han mantenido a lo largo del tiempo, aunque haya cambiado el modo de ejercerlos. Hoy en día, la Iglesia sigue necesitando estas formas de autoridad. Después de todo, sin la inspiración y el coraje de un Papa, Juan XXIII, el Concilio Vaticano II no habría tenido lugar. Por lo tanto, cuando pedimos una renovación de los procesos de toma de decisiones sinodales o conciliares, no pretendemos repudiar estos ministerios, incluido el ministerio petrino, sino más bien revisar y restaurar su relación en consonancia con la tradición sinodal y a la luz de las intenciones del Vaticano II. No lo olvidemos: los conciliaristas de los siglos XIV y XV pretendían salvar el papado, ¡no destruirlo! Del mismo modo, en el Vaticano II la colegialidad episcopal no pretendía reducir la autoridad moral del Papa, sino aumentarla.

Desde una perspectiva ecuménica, el Consejo Ecuménico de las Iglesias hizo algunas propuestas similares hace unos años en su documento «Naturaleza y misión de la Iglesia»[14]. A propósito de la colegialidad y la conciliaridad, afirmaba: «La conciliaridad es un rasgo esencial de la vida de la Iglesia, basado en el bautismo común de sus miembros (véase 1 P 2: 9-10; Ef 4:11-16). Bajo la guía del Espíritu Santo, toda la Iglesia, dispersa o reunida, es conciliar. Así pues, la conciliaridad caracteriza a todos los niveles de la vida de la Iglesia y ya existe en las relaciones entre los miembros de las comunidades locales más pequeñas»[15]. La declaración también reconoce que «cada vez que personas, comunidades o iglesias se reúnen para celebrar un consejo y tomar decisiones importantes, es necesario que alguien convoque y presida esa reunión en nombre del buen orden a fin de facilitar el proceso de promover, discernir y expresar el consenso», y que los que presiden deben siempre «respetar la integridad de las iglesias locales, dar la palabra a los que no tienen ocasión de expresarse y defender la unidad en la diversidad». Por lo tanto, a nivel global, alguna forma de primacía universal puede ser vista «como un don y no como una amenaza para otras iglesias y para las características distintivas de su testimonio»[16]. Esta presidencia no se opone a la conciliaridad, ya que su ejercicio ha sido afirmado por los Concilios.

La relación entre conciliaridad episcopal y primado debe sopesarse en cada época de la historia de la Iglesia. Esto es precisamente lo que el Concilio Vaticano II quiso hacer para nuestro tiempo. Podemos y debemos continuar lo que el Concilio comenzó con paciencia, valentía y esperanza.

  1. J. W. O’Malley, «“The Hermeneutic of Reform”: A Historical Analysis», en Theological Studies 73 (2012) 540.

  2. R. R. Gaillardetz, The Church in the Making, New York, Paulist Press, 2006, 18.

  3. Ibid., 77.

  4. Cfr. ibid., 33.

  5. Cfr. ibid., 35.

  6. R. W. Southern, Western Society and the Church in the Middle Ages, Londres, Penguin Books, 1970, 26.

  7. B. E. Daley, «Structures of Charity: Bishops’ Gatherings and the See of Rome», en T. J. Reese (ed.), Episcopal Conferences: Historical, Canonical, and Theological Studies, Washington, D. C., Georgetown University Press, 1989, 27 s.

  8. K. Schatz, Papal Primacy: From Its Origins to the Present, Collegeville, Liturgical Press, 1996, 79.

  9. Cfr. F. C. Oakley, The Conciliarist Tradition: Constitutionalism in the Catholic Church 1300-1870, New York, Oxford University Press, 2003, 16.

  10. Los cuatro artículos establecían que: 1) el Papa no tiene poder en asuntos temporales; 2) los concilios generales son superiores al Papa en asuntos espirituales; 3) las leyes aceptadas de la Iglesia francesa son inviolables; 4) en asuntos de fe, las sentencias del Papa sólo son irrevocables si las ratifica un concilio general.

  11. Cfr. Th. H. Sanks, «Globalization, Postmodernity and Governance in the Church», en Louvain Studies 28 (2003) 194-216.

  12. C. Taylor, Gli immaginari sociali moderni, Milán, Meltemi, 2005, 6 s.

  13. J. P. Beal, «Something There Is That Doesn’t Love a Law», en M. J. Lacey – F. Oakley (edd.), The Crisis of Authority in Catholic Modernity, New York, Oxford University Press, 2011, 139 s.

  14. Cfr. World Council of Churches, «Naturaleza y mission de la Iglesia», Ginebra, Faith and Order Paper 198, 2005.

  15. Ibid., 32.

  16. Ibid., 33.

T. Howland Sanks
Es doctor en teología sistemática/constructiva por la Divinity School de la Universidad de Chicago, y se licenció en ciencias políticas en el Loyola College de Baltimore. De 1980 a 1987 fue decano académico de la Escuela Jesuita de Teología de Berkeley, de la que también fue presidente de 1995 a 1997, y dirigió el programa de doctorado en Sagrada Teología hasta su jubilación en 2012. Durante seis años fue ministro de la Comunidad Jesuita en la Universidad Loyola de Maryland.

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