Para meditar sobre el misterio de la Navidad, empecemos por un poema – amargo en su contenido pero espléndido en su inspiración lírica – de Heinrich Heine (1797-1856), considerado el más grande poeta alemán después de la generación de Goethe, autor prolífico y original, exaltado y desafiado. Su obra poética se caracteriza por su transparencia cristalina, sencillez y frescura de inspiración, novedad de tono y musicalidad. En ocasiones recuerda a Leopardi, contemporáneo suyo. Leyéndolo, no es raro encontrarse con bocanadas de ateísmo, pero también de apertura a la trascendencia. Judío, fue bautizado sin creer demasiado en la doctrina cristiana; incluso aceptó el matrimonio por la iglesia, pero por conveniencia.
El poema lleva por título “Preguntas”. He aquí una traducción al español:
A la orilla del mar, del mar salvaje y nocturno,
un joven permanece en pie,
lleno en el pecho de anhelo, la cabeza de dudas,
y con los labios de melancolía dice a las olas:
«Oh, desveladme el misterio de la vida, ese tormento tan antiguo
al que ya tantas cabezas dieron vueltas,
cabezas con gorros jeroglíficos,
cabezas con turbantes, con birretes negros,
cabezas con peluca y otros miles
de pobres cabezas de hombres, bañadas en sudor…
Decidme, ¿Qué significa el hombre?
¿De dónde vino? ¿A dónde va?
¿Quién vive allá arriba en las estrellas?»
Las estrellas murmuran su eterno murmullo,
el viento sopla, huyen las nubes,
brillan las estrellas, distantes y frías
y un necio espera respuesta.
La lírica pronuncia el destino del hombre, atormentado por preguntas radicales y condenado a la oscuridad del misterio. ¿Quién es el hombre? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Tiene sentido la vida? Con su alma llena de ambivalencia, cargada de dudas y su voz lastimera, suplica una respuesta. Pero es en vano. Las olas se desmoronan susurrando una eterna canción indescifrable, el viento silba, las nubes corren, las estrellas brillan, mudas. Todo revela extrañeza e indiferencia ante la angustia del hombre. No puede resignarse a este mutismo. Persiste en esperar una respuesta y roza la locura.
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Versos desoladores, duros como piedras, fúnebres. Recuerdan la oscuridad y la soledad a las que el hombre está condenado: el hombre, «un átomo irrisorio, perdido en el cosmos», a merced de la sed de verdad y de amor (cfr. J. Rostand, L’Homme, París, 1962, 175). El hombre de Heine, errante en la orilla del mar desierto, está acompañado por el pastor errante de Leopardi, aguijoneado por las mismas preguntas. Uno interroga a las olas, el otro a la luna:
¿Para qué tantas estrellas?
¿Qué hace el aire infinito,
la profunda serenidad sin fin?
¿Qué significa esta
inmensa soledad? ¿Y yo qué soy?
Sobre el mismo fondo de desconcierto, angustia y oscuridad nos encontramos poetas, artistas y pensadores de todos los tiempos. Uno de los más lúcidos es Paul Valéry; un texto suyo resume el estado de ánimo de todos ellos.
«Solo. Cada vez más solo. Todas las cosas me rodean, pero no me tocan en absoluto. Miro y respiro. Soy y no soy. Ya no hay lugar para mí en el orden de las cosas […]. Todo me es ajeno. ¿Por qué no existe Dios? ¿Por qué las cumbres de la angustia y los abismos del abandono no se convierten en mensajes seguros? […] Nadie escucha mi voz interior. Nadie que me hable directamente, que comprenda mis lágrimas y reciba la confianza de mi corazón […]. A solas. Si hubiera un Dios, visitaría, creo, mi soledad, me hablaría familiarmente en medio de la noche» (Cahiers, VIII, en Œuvres complètes, París, La Pléiade, 1917-73, 466 y 707).
¡Si existiera un Dios que visitara nuestra soledad y nos hablara familiarmente en medio de la noche! La aspiración de Valéry se hizo realidad, y las preguntas de Heine y Leopardi encontraron respuesta. En Navidad recordamos la venida de Dios a la tierra y la consiguiente revelación de nuestro destino. Dios está ahí. Vino y vivió entre nosotros, y entre nosotros quiere quedarse para compartir la condición humana, para responder a nuestras preguntas, para romper nuestra soledad, para comunicarnos su divinidad. La liturgia de Navidad se hace eco de la buena nueva del Evangelio de Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios […]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.14); también se hace eco de la exultación del profeta Isaías ante la irrupción de la luz: «El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz: sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz […]. Porque un niño nos ha nacido» (Is 9,1).
La encarnación del Verbo de Dios es el corazón de la fe cristiana. Nos dice que Dios no es el ser perdido en los cielos, alejado de nosotros y sordo a nuestras invocaciones. Es el Emanuel, el Dios-con-nosotros, que ha levantado su tienda entre nosotros, dispuesto a trasladarla y a colocarla allí donde nos instalemos. En esta perspectiva, la soledad queda superada, pues el Verbo, asumiendo la naturaleza humana, se ha hecho nuestro compañero. Ya no es necesario buscar a Dios en el infinito del cielo, donde nuestra mente y nuestro corazón se extravían. Dios, en el Verbo encarnado, está a nuestro lado, experimenta nuestra fatiga peregrina, el hambre, la sed, el cansancio, la hostilidad e incluso la angustia de la muerte. Así nos comprende y nos ayuda a llegar a la meta.
No sólo eso, también nos hace partícipes de su vida divina. El Papa Benedicto XVI, comentando la afirmación de Jesús: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos» (Jn 15,5), escribe: «Juan no conoce la imagen paulina del “Cuerpo de Cristo”. La parábola de la vid, sin embargo, expresa objetivamente el mismo concepto: la inseparabilidad de Jesús de los suyos, su ser uno con Él y en Él. El discurso de la vid demuestra así la irrevocabilidad del don dado por Dios, que no será quitado. En la encarnación, Dios se ha vinculado a sí mismo» (Gesù di Nazaret, Milán, Rizzoli, 2007, 303).
Desde esta perspectiva, se comprende cómo Teresa de Lisieux pudo transformar la soledad del Carmelo en una inmersión en la humanidad. En efecto, con la Encarnación Cristo «lleva en sí a todos los hombres», escribe el P. H. de Lubac, citando el pensamiento de los Padres (cfr. H. de Lubac, Cattolicesimo. Gli aspetti sociali del dogma, Roma, Studium, 1948, 23). La vida en Cristo comporta la unión con todos, aunque en diversos grados. Es la antítesis de la soledad.
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¿Adónde va el hombre?, ¿cuál es esa meta por la que se afana? A la luz de la Encarnación, la pregunta de Heine tiene una respuesta sorprendente: el fin del hombre es el mismo que el de Cristo, en quien vive. Cristo vivió para realizar la gloria de Dios, es decir, para vivificar a la humanidad en el amor del Padre, comunicándole así la vida y la felicidad divinas. El hombre siente una necesidad irreprimible de felicidad; existe para ser feliz. Ahora bien, ninguna realidad terrena, limitada y temporal, puede hacerle plenamente feliz. Su mente y su corazón van más allá de las realidades creadas, su espíritu está abierto al infinito. Sólo Aquel que es infinito puede saciar su sed de felicidad. Dios es, pues, la meta del hombre, porque sólo en Él y con Él puede ser plenamente feliz. «Esta naturaleza humana – dice san Agustín – ha sido creada en tal excelencia que, aunque mutable en sí misma, puede alcanzar la felicidad uniéndose con el bien inmutable, es decir, con el Dios supremo. Además, no podría colmar su propia indigencia más que haciéndose bienaventurada, y sólo Dios puede colmarla» (De civitate Dei, 1.3). El misterio de la Navidad permite alcanzar a Dios y la felicidad en su plenitud.
¿Y yo quién soy? se pregunta Leopardi. Su respuesta es sombría: un vagabundo perdido y desgarrado, presa del aburrimiento. El último verso de su Canto nocturno huele a lápida: Tal vez […] es funesto a quien nace el día del nacimiento. ¿Quién afirmaba – ¿Sartre? – que el hombre está condenado a cargar con su propio cadáver? Diversas corrientes de la cultura actual miran al hombre con desprecio, con piedad estéril, con asco. ¿El hombre? Es una «pasión inútil» (Sartre), «un extraño para la policía, para Dios, para mí mismo» (Cioran), «un gracioso grano de arena perdido en el universo» (Buzzati), «este mono depredador cruel y sanguinario llamado hombre» (Dürrenmatt), figuritas de terracota, expuestas al aire libre que, «con la lluvia se convertirán en barro, y luego en polvo cuando el sol las seque, pero ése es el destino de cada uno de nosotros» (Saramago).
El acontecimiento de la Navidad trastoca estas sombrías definiciones y hace que el hombre se vea a sí mismo con un telón de fondo de dignidad, valor, inmortalidad. En un memorable mensaje en la Navidad de 1968, Pablo VI recordó el acontecimiento que devolvió la dignidad al hombre:
«Desde entonces, todo ser humano es sagrado, digno de todo cuidado, de todo respeto. Desde entonces se ha inaugurado el criterio de que quien sufre, quien es pequeño, quien es pobre, quien es esclavo, quien está caído merece cuidado, rescate, respeto, merece mayor justicia. Desde entonces, la desesperación, que está en el fondo del alma del hombre decepcionado y pecador, tiene derecho a la esperanza, a revivir. Desde entonces, un manantial, que se ha convertido en río, y del que la Iglesia quiere ser el cauce principal y auténtico, un río refrescante, fecundante, regenerador, ha brotado en Belén: el amor; el amor nuevo, inconcebible e incontenible de Dios, de Dios que se ha hecho nuestro hermano y nuestro modelo, nuestro maestro, nuestro amigo, nuestro salvador y redentor, nuestra cabeza y nuestra vida, ha derramado sobre la tierra, y todavía la inunda, y hoy aquí hace lago, y nos invade a todos, el amor de Navidad, el amor de Cristo» (Insegnamenti di Paolo VI, VI/1968, Ciudad del Vaticano, Poliglotta Vaticana, 1969, 701 s).
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Los horizontes ofrecidos por el nacimiento de Jesús e indicados por Pablo VI son grandiosos y revolucionarios. Definen la sacralidad y la dignidad del hombre, el respeto y la justicia que se le deben; definen también los fundamentos sobre los que construir la «ciudad nueva» a la luz de la Navidad: confianza, amor, solidaridad. La historia nos recuerda que cuando se oscurecen estos horizontes, se entra en la barbarie.
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La escena de Navidad es desarmante: ese niño nacido en un establo, en la extrema pobreza, es el Verbo increado. Dios se hizo niño; es el don inimaginable del Amor a la humanidad. Nuestro pensamiento se vuelve hacia los numerosos niños que vienen a la vida: algunos esperados como un don y acogidos con alegría, otros nacidos en situaciones de miseria o de exilio, algunos no deseados y a veces eliminados. Las crónicas nos hablan de niños depositados en los escalones de las iglesias o en los cubos de basura. El pasado mes de agosto, supimos de un niño de 18 meses abandonado en el carrito de un supermercado, cerca de Turín, como si fuera mercancía en venta. Nuestra mirada se ensancha y nos permite ver a tantos niños inocentes, víctimas de la violencia de los adultos: niños obligados a empuñar armas, educados para odiar y matar, obligados a mendigar por las calles, explotados por dinero fácil, maltratados y humillados, arrebatados a sus familias y vendidos. ¿Cómo olvidar la práctica del aborto, auténtica «matanza de inocentes»?
En el Niño de Belén está la condena de este espectáculo. En cada niño golpeado y violado está Él – Dios encarnado – rechazado y golpeado. Urge, pues, un despertar de las conciencias para salvaguardar el carácter sagrado de la vida y ayudarla a desarrollarse con dignidad. En los últimos años, se han desarrollado a nivel internacional numerosos proyectos en defensa de la infancia. Por ello, en 2002, la Asamblea General de las Naciones Unidas celebró una sesión especial, comprometiéndose a construir un mundo apropiado para los niños. La conciencia está despertando, pero el camino es cuesta arriba. Más allá del esfuerzo humano, se necesita la ayuda del Niño de Belén.
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Al hombre que, a la orilla del mar, se pregunta por el sentido de la vida y espera una respuesta de las olas, Heine lo llama loco. En verdad, tras siglos de investigación filosófica, las respuestas a esta pregunta son decepcionantes. El viejo Platón entendía que para descifrar el destino del hombre (¿es inmortal su alma?) sólo disponemos de la razón, y que ésta es una pobre «balsa» para cruzar «peligrosamente el mar de la vida». Sería preferible «hacer el viaje con más seguridad, en una barca más sólida, confiando en una revelación divina» (Fedón, c. 35).
La Navidad es el acontecimiento de esta revelación. En la Gaudium et spes (n. 22), el Vaticano II lo resumió así: «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Fue apoyado en esta verdad de fe que Benedicto XVI dirigió su mensaje de Navidad en 2006, un mensaje que hoy bien vale la pena recordar: «Hombre moderno, adulto, pero a veces débil de pensamiento y de voluntad, déjate llevar de la mano por el Niño de Belén, no tengas miedo, confía en Él».
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