Espiritualidad

¿Abusos en nombre de Dios?

© milada-vigerova / Unsplash

Introducción

Los abusos sobre los que se reflexiona en este artículo son distorsiones del ejercicio de la autoridad y del modo de vivir la obediencia, virtud que une a todos los cristianos y los identifica con Cristo, él mismo obediente al Padre hasta la muerte de cruz[1]. Con mayor razón, la identificación con Cristo en la obediencia la experimentan las personas consagradas cuando, por voto, se comprometen a obedecer a sus legítimos superiores. Lo mismo experimentan los diáconos y los presbíteros diocesanos cuando prometen obediencia a su obispo en el momento de la ordenación.

La importancia de la obediencia ha sido reconocida en la vida de la Iglesia desde sus orígenes. Clemente Romano nos da un ejemplo cuando, en la Epístola a los Corintios, apela a la sumisión a la jerarquía eclesiástica como forma de cumplir el mandato del propio Cristo. Así, cada uno, en el cumplimiento de su deber y con respeto a la dignidad de los demás, contribuye, precisamente mediante la obediencia, a la edificación del cuerpo de Cristo[2].

A veces, especialmente en la vida consagrada, uno puede ser llamado a vivir la obediencia en circunstancias particularmente difíciles, en las que puede surgir la tentación del desánimo y de la desconfianza. A este respecto, san Benito, padre del monaquismo, pedía siempre un diálogo confiado entre monje y abad e invitaba a la obediencia por amor a Dios y confiando en su ayuda. San Francisco de Asís insistía, por su parte, en la «obediencia amorosa», en la que el monje, aun sacrificando sus propias opiniones, realiza lo que se le pide porque así «agrada a Dios y al prójimo»[3].

La dimensión teologal de la obediencia debe ser custodiada y preservada sin reservas, porque es una dimensión fundamental en la vida de las comunidades cristianas, que garantiza su unidad y su carácter misionero. Tal realidad, tan presente en la historia de la Iglesia, especialmente en las diversas formas de vida religiosa, debe ser apreciada y defendida. Precisamente en la sociedad actual, en la que se subraya con razón la subjetividad y la autonomía de la persona individual, la obediencia vivida de manera adulta es signo de pertenencia a Cristo y de una vida entregada al servicio de su Reino[4]. Por tanto, los abusos de poder, de autoridad o de conciencia constituyen heridas en el tejido eclesial, es decir, laceraciones en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

El Papa Francisco es muy consciente de esta cuestión. En una entrevista concedida a un canal de televisión portugués, dijo: «Quiero ser muy claro al respecto: ¡el abuso de hombres y mujeres en la Iglesia – abuso de autoridad, abuso de poder y abuso sexual – es una monstruosidad! Y una cosa está muy clara: tolerancia cero. Cero. Un sacerdote no puede seguir siendo sacerdote si es un abusador. ¡No puede! Porque está enfermo o es un criminal, no lo sé… Pero está claro que está enfermo. Es la bajeza humana, ¿no?»[5].

En una Iglesia que quiere ser seguidora de Cristo y de su Evangelio, el hecho de que se hable de abusos de autoridad, de poder[6] o de conciencia[7] por parte de miembros de la Iglesia hacia otras personas, dentro o fuera de la Iglesia, ha dejado hoy de ser tabú y, de hecho, se ha convertido en un deber[8]. En la raíz de esos abusos está la mala gestión del poder, a menudo agravada por la manipulación de la conciencia[9]. Poco a poco en la Iglesia – como en el mundo – hemos aprendido a seducir, a tergiversar los hechos y a manipular la atención y las emociones del receptor, utilizando la desinformación al servicio del difusor y desacreditando a la víctima para que su eventual reacción no sea apreciada por nadie[10].

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El maltrato a personas – laicas u ordenadas – por parte de quienes ostentan el poder dentro de la Iglesia ha destruido demasiadas vidas. Cada vez hay más conciencia de que no se trata de casos aislados, sino de un problema estructural y sistémico que ha pasado desapercibido durante mucho tiempo sólo gracias al chantaje emocional, el encubrimiento, el miedo y el silencio de las víctimas. Estamos ante un grave problema en el ejercicio de la autoridad, enraizado en el clericalismo, que está presente en las propias instituciones de la Iglesia[11]. Lo más chocante es que todo esto es perpetrado por personas a las que la Iglesia ha confiado el oficio sacerdotal y la dirección de comunidades religiosas. Para conseguir sus fines, los autores se sirven de la confianza depositada en ellos por la Iglesia y las propias víctimas, y se ven facilitados por el encubrimiento y el silencio cómplice. El silencio y el miedo son canales privilegiados de difusión del mal y constituyen el mayor obstáculo para una posible reforma[12]. Del mismo modo, quienes detentan el poder y disponen de medios financieros y canales de comunicación pueden fácilmente convertir a las víctimas en victimarios. Sin embargo, vivimos en una época que ya no puede tolerar las injusticias de una autoridad mal ejercida.

El problema de fondo radica en que las estructuras de poder están, en muchos casos, envenenadas y contaminadas. Por otra parte, en un abuso – sea de autoridad, de poder[13] o sexual – todos los que ven y callan son cómplices por omisión. Ese silencio, por sus consecuencias, es a menudo más grave que el propio abuso. El acto de lavarse las manos nunca es neutral, sino que significa ponerse de parte del abusador[14].

Abuso de poder

Utilizaremos la expresión «abuso de poder» en un sentido específico: la capacidad de alguien para provocar, mediante la coacción y la violencia, debido a la posición que ocupa, un condicionamiento de la libertad de los demás, llevando a la persona sometida a ello a tomar decisiones contrarias a su propia voluntad. Constituyen abuso el exceso, la injusticia o la manera indebida. El abuso de poder está en la raíz de todos los abusos; por el contrario, el ejercicio adecuado del poder nos hace semejantes a Dios y promueve la dignidad de los demás[15].

Cuando alguien abusa del poder, siente que no tiene, o que ha perdido, la autoridad moral con la que fue investido[16]. El abuso de poder también se manifiesta en el intento del abusador de imponer claves interpretativas, demostrando que es él quien da una lectura correcta de la realidad. Por ello, construye narrativas en función de lo que quiere imponer, manipulando para conseguir sus propios fines y, si es necesario, humillando y denigrando[17]. Además, se apoya en la posición que ocupa, en la «información» de que dispone y en el atractivo de su proximidad a un poder jerárquicamente superior a él.

Es importante señalar que todos nosotros, debido a nuestra peculiar vulnerabilidad[18], llevamos dentro una «energía» de poder[19]. También hay que añadir que siempre existe el peligro de que se produzca un culto a la personalidad de quienes ostentan el poder. Son dos caras de la misma moneda: el culto a la personalidad deseado por quienes aspiran y buscan el poder va acompañado de la consiguiente despersonalización de sus «adoradores». El culto a la personalidad tiene como corolario inevitable el culto a la impersonalidad y la anulación nefasta de quienes se prestan a tal idolatría. En estas situaciones – especialmente graves en el mundo religioso – los juegos de poder, la tiranía y la sumisión se combinan con la irracionalidad provocada por el miedo, la cobardía y la mentira.

Abuso de autoridad

El abuso de autoridad[20] comienza con su centralización vertical, que da justificación a la conciencia de quien la ejerce[21] y no tiene en cuenta que la corresponsabilidad en el ejercicio de la autoridad libera de autonomía. Un superior o una superiora que toma una decisión sobre la vida de una persona consagrada a Dios sin escucharla y sin tener en cuenta su punto de vista está usurpando un lugar que no le corresponde. En otras palabras, quien no está preparado y dispuesto a entablar un diálogo que conduzca a la pacificación de la conciencia del otro, se revela como una persona incapaz de cumplir la misión que ha recibido.

El servicio de la autoridad[22] a los demás debe fomentar lazos más fuertes de compromiso con la institución, precisamente porque se trata de una persona que se ha consagrado a Dios mediante los votos religiosos. Ninguna autoridad – ni siquiera la de un fundador – puede considerarse el único intérprete del carisma, ni situarse por encima de la ley universal de la Iglesia[23]. Quien ejerce la autoridad debe cuidarse de no sucumbir a la tentación de la autosuficiencia, es decir, a la convicción de que todo depende de él. Una autoridad autorreferencial no tiene nada en común con la lógica del Evangelio.

En los Institutos de vida consagrada hay que tener mucho cuidado con el autoritarismo[24]. Precisamente por razones de justicia y transparencia, hay que investigar la relación entre los abusos de autoridad, poder y sexualidad[25] y los casos de abandono y suicidio en la vida consagrada. Hay que pasar, de la manera más clara, de la centralidad del papel de la autoridad a la centralidad de la dinámica de la fraternidad[26], porque la autoridad sólo tiene sentido si está al servicio de la comunión evangélica.

Abuso de conciencia

Uno de los principales obstáculos que se encuentran al hablar del abuso de conciencia es que aún no se reconoce su gravedad y prevalencia en la Iglesia[27]. Es una cuestión que ha saltado a la palestra con la crisis de los abusos sexuales, pero merece un tratamiento específico y no puede exponerse únicamente como un paso previo a los abusos sexuales. Es un atentado contra la dignidad humana, y quienes lo sufren, aunque no sean vulnerables en el ámbito sexual, se enfrentan a graves consecuencias espirituales y psicológicas, porque a menudo entran en el terreno de la experiencia religiosa, que es mucho más sutil, pero también mucho más perversa. La conciencia es la sede de la libertad de juicio y el lugar del encuentro cara a cara con Dios; por consiguiente, el abuso de conciencia socava esta libertad y este encuentro, corrompiendo dos elementos fundamentales de la antropología cristiana: la libertad, que caracteriza al ser humano, y su vínculo con Dios, su fin último[28]. El abuso de conciencia se apoya en una antropología pesimista que no valora la dignidad y la subjetividad humanas. En el corazón de tal antropología no está la imagen de Dios en el ser humano, sino la corrupción que resulta del pecado. Si la naturaleza humana está corrompida, no se puede confiar en la conciencia ni en la razón, sino sólo en el «iluminado» que, por gracia sobrenatural, conoce y transmite la voluntad de Dios[29].

El abuso de conciencia sólo es posible dentro de una relación de confianza. El seguimiento generoso de Jesús implica confianza en las mediaciones de la Iglesia, pero esta confianza puede conllevar el riesgo de situarse en una condición de fragilidad y vulnerabilidad. Las víctimas de abusos de conciencia no son culpables por confiar. La confianza, de hecho, no es una debilidad, sino una condición para seguir a Jesucristo. Quien ejerce un ministerio en la Iglesia está investido de confianza eclesial. Por tanto, el abuso de conciencia, aunque se produzca en las relaciones privadas, tiene siempre una dimensión institucional, y no se puede negar una responsabilidad eclesial cuando alguien se presenta como digno de confianza cuando en realidad no lo es.

El abuso de conciencia no se identifica con el abuso de poder espiritual, porque también puede ser cometido por el poder jurídico. Por lo tanto, es necesario definir el delito de abuso de conciencia, que es aquel tipo de abuso de poder – jurídico o espiritual – que debilita o anula la libertad de juicio e impide al creyente estar a solas con Dios[30]. Cuando se absolutiza el discernimiento del superior, se relativiza el discernimiento y la razón de los demás; el poder del superior queda desequilibrado, por lo que tiende a ejercerse arbitrariamente, sin someterse a la racionalidad. Cuando el poder está sometido a un criterio, la arbitrariedad no puede reinar. La absolutización de la obediencia a un superior suele ir acompañada, paradójicamente, de la desobediencia al resto de la Iglesia. Cuando se absolutiza la inspiración del superior, la consecuencia es que se relativiza o descalifica la razón, porque ésta muestra que las cosas no son lineales; el abusador, en cambio, prefiere que reine un pensamiento simple y único, el suyo: el disenso está prohibido.

La radicalidad evangélica se presenta entonces como algo que supera a la razón y, en consecuencia, la interferencia racional aparece como un signo de mediocridad, sinónimo de falta de generosidad. Se intenta transmitir la idea de que conceder espacio a la racionalidad significa reconciliarse con el mundo. Esta exaltación de la «locura» evangélica alaba lo irracional, deplora el espíritu crítico y promueve la arbitrariedad. Todo ello favorece al superior abusivo, que no tolera ser cuestionado. La exigencia de obediencia «ciega» implica que el pensamiento crítico se considere un signo de orgullo, e incluso un síntoma de la presencia del espíritu maligno. Se dice que «los apóstoles no traen problemas, sino soluciones»: esta frase tiene sentido, pero también es ambigua, si se entiende como un mensaje que bloquea las preguntas y la investigación de las cuestiones.

Conclusión

Las limitaciones son parte constitutiva de quienes ejercen la autoridad, y esto no debe verse como algo nuevo dentro de la Iglesia. El principio de encarnación implica que se comparte con los demás una responsabilidad limitada en el tiempo. En otras palabras, en la Iglesia la autoridad debe ser un testimonio claro, transparente y ejemplar de una forma alternativa de ejercer el poder[31].

Dado que la arbitrariedad es una tentación siempre presente en todo ser humano, es necesario vigilarla y prevenirla. Para ello es necesario promover sistemas de control independientes de quienes ejercen el poder, lo que a su vez requiere la existencia de protocolos prácticos y eficaces que garanticen la transparencia de las decisiones y permitan denunciar situaciones de abuso y arbitrariedad en el ejercicio del poder. Es imprescindible eliminar la percepción de que determinados comportamientos abusivos no tienen consecuencias y quedan impunes[32]. Quienes abusan del poder y quienes participan en él por acción u omisión dejan un rastro, una «huella de pecado» que arruina y destruye irremediablemente tantas vidas inocentes.

Por otra parte, al abusador le gusta tener «colaboradores» que le acompañen. Por eso, a menudo ocurre que, a pesar de la norma de limitación temporal de los nombramientos, uno se convierte en superior de por vida. La tendencia a mantener a las mismas personas durante largos años en puestos de autoridad entraña riesgos para quienes los ocupan: en particular, el de identificarse con el papel, al que se añade el peligro de confundir la propia voluntad con la de Dios, imponiéndola rígidamente a los demás. Por otra parte, para los que obedecen existe el riesgo de confundir la búsqueda de la voluntad de Dios con la aprobación de la autoridad. Así, en nombre de la «unidad», se margina, cuando no se elimina, cualquier pensamiento que no se limite a hacerse eco de la voz del gobernante[33]. Es lo que el Papa Francisco llama «pensamiento rígido»: la persona identificada con su papel, y la unidad confundida con la uniformidad[34].

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El segundo precepto del Decálogo[35] es el único de todos los mandamientos que prevé un castigo explícito para quienes transgreden la prohibición de tomar el nombre de Dios en vano. Un añadido, éste, que muestra la gravedad de tal acto. Invocar el nombre de Dios en vano no sólo implica blasfemia, sino también apropiarse de su nombre para justificar intereses y culpas personales, violencia e incluso asesinato. El texto se distancia de tales perversiones, afirmando que distorsionan gravemente la relación con Dios y, al mismo tiempo, da fe de su presencia a lo largo de la historia. Los abusos de conciencia son, en gran medida, consecuencia del abuso del nombre de Dios, instrumentalizado para justificar las propias acciones.

Es el momento de valorar a quienes tienen el valor de decir «no» al abuso, a quienes ponen límites a lo que es inapropiado y poco evangélico, y a quienes se atreven a denunciar los comportamientos abusivos. En el ámbito religioso, la dignidad humana puede deformarse fácilmente, porque la disponibilidad, la abnegación y el espíritu de servicio corren el riesgo de ser malinterpretados, y esto conduce a una anulación malsana, mentirosa, irresponsable y cobarde, que no tiene nada en común con el Evangelio. La gran diferencia entre «servicio» y «servilismo» es la recuperación de la libertad, el coraje para rechazar propuestas incompatibles con la dignidad del ser humano y con el Evangelio[36].

Del abuso a la «cultura del abuso» hay un paso muy corto. La conversión y la reforma personal e institucional son los caminos necesarios para combatir esta tendencia, que a veces se normaliza e incluso se «norma» de forma muy subrepticia. Pasar de la «cultura del abuso» a la «cultura del cuidado» exige reconocer la igualdad que nos confiere el bautismo, independientemente de la vocación o el servicio específico que cada persona desempeñe en la comunidad. También requiere la promoción de sistemas de participación en los que se escuche la voz de cada persona – aunque no esté alineada con una narrativa oficial – y el reconocimiento de la contribución que cada bautizado puede aportar a las instituciones eclesiales.

Cuando el ejercicio del poder no es evangélico, es necesario reconocer que lo que realmente subyace al abuso – o a su aquiescencia por acción u omisión – es una crisis de espiritualidad[37], pues se basa en lo más problemático de las relaciones humanas: el deseo de dominar e imponerse a los demás. Quien otorga el poder es Dios, que nos ha enseñado que el poder es servicio. El poder ejercido por Dios como Amor es el camino hacia la libertad y la plenitud de toda criatura. Todo poder que no crea empatía, ternura, respeto, y no busca el bien de los demás, sino que, por el contrario, oprime, divide y crea sufrimiento, no es fruto del buen espíritu.

Los abusos de poder – ad intra y ad extra – difícilmente serán erradicados por completo de la Iglesia, que también está formada por personas que encuentran en ella un «paraguas» muy grande para sus propios abusos. Incluso consiguen, bajo el manto de la «espiritualidad, la bondad y el amor», manipular y asfixiar a la Iglesia. Después de todo lo que hemos vivido y estamos viviendo, estamos llamados a despertar las conciencias y hacerlas conscientes del problema de los abusos en la Iglesia por parte de personas que, en palabras del Papa Francisco, son «enfermos o criminales»[38].

Una «fidelidad creativa»[39] lleva a reformular costumbres que, si bien pudieron tener sentido en otros momentos históricos, vistas a la luz del momento actual vulneran derechos fundamentales, condicionan la libertad de las personas y pretenden eximir de responsabilidad a quienes quieren vivir conscientemente su vocación[40]. Por otra parte, todo lo que refuerza el imaginario del superior al situarlo por encima de los demás, presumiblemente con dones espirituales que su cargo no le otorga, lo coloca potencialmente en una situación favorable al abuso de poder y de conciencia. Del mismo modo, también habría que repensar la teología del voto de obediencia y sus prácticas, para que el discernimiento y la responsabilidad de cada uno en su vocación no queden delegados en terceros[41].

Cuando, como comunidad eclesial o como estructura jerárquica, no somos capaces de cuidar a cada ser humano y velar por su integridad, reconociendo la belleza sagrada de sus búsquedas, debilidades, deseos y necesidades, realmente estamos fallando como Iglesia[42]. Debemos evitar este fracaso con todas nuestras fuerzas.

  1. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1269.

  2. Cfr. Clemente Romano, Lettera ai Corinzi, Bolonia, EDB, 1999, capp. 37-44.

  3. Cfr. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, El servicio de la autoridad y la obediencia, Roma, 11 de mayo de 2008, n. 26.

  4. Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 11 de febrero de 2013, n. 56.

  5. Entrevista de M. João Avilez para TVI y CNN Portugal, 4 de septiembre de 2022 (fb.watch/f_NFXyD2Tk).

  6. Podría decirse que todo abuso es un abuso de poder, si entendemos el poder no solo como algo institucionalizado, sino como la relación en la que, por diversas circunstancias – contexto, situaciones familiares, relaciones sociales o laborales, etc.-, una persona tiene el control sobre otra. El maltrato se produce cuando la persona que tiene este control lo utiliza de forma excesiva, para imponer su propia voluntad sin tener en cuenta los deseos o la voluntad del maltratador. Es, por tanto, una afrenta a la dignidad de la persona. El maltrato presupone la cosificación, la instrumentalización de una víctima, para satisfacer los caprichos arbitrarios del maltratador. Cfr J. L. Rey Pérez, «Una reflexión sobre los abusos desde el derecho y lo institucional. La respuesta de los derechos humanos», en R. J. Meana Peón – C. Martínez García (edd.), Abuso y sociedad contemporánea. Reflexiones multidisciplinares, Pamplona, Thomas Reuters Aranzadi, 2020, 377 s.

  7. El maltrato psicológico o de conciencia consiste en conquistar, controlar y dominar la conciencia de otra persona, obligándola a actuar de una determinada manera. Implica comportamientos, asumidos de forma sistemática y repetitiva, que lesionan la dignidad y la integridad psíquica de la víctima. Cfr. Á. Rodríguez Carballeira et al., «Un estudio comparativo de las estrategias de abuso psicológico: en pareja, en el lugar de trabajo y en grupos manipulativos», en Anuario de Psicología 36 (2005/3) 299-314. Inducir a la sumisión y producir confusión son las principales formas de abuso de poder, que conducen a conquistar, controlar y dominar la conciencia de la víctima. Cfr. G. Roblero Cum, «Ejercicios espirituales y abuso de conciencia. Un proceso de liberación del sometimiento y la manipulación afectiva», en Manresa 92 (2020/2) 157.

  8. Cfr J. Beltrán, «El abuso de poder y conciencia entre religiosas ya no es tabú», en Vida Nueva, n. 3249, 2021, 16 s.

  9. El Papa ya había asociado estos tres elementos «abuso sexual, poder y conciencia»:cfr. Francisco, Carta del Santo Padre al pueblo de Dios, 20 agosto 2018.

  10. Cfr. G. Asa Blanc, «El sujeto resistente frente a los abusos: vivencia de dignidad y coraje de ser», en R. J. Meana Peón – C. Martínez García (edd.), Abuso y sociedad contemporánea…, cit., 248.

  11. Cfr C. Schickendantz, «Fracaso institucional de un modelo teológico‐cultural de Iglesia. Factores sistémicos en la crisis de los abusos», en Teología y Vida 60 (2019/1) 9‐40; R. Luciani, «La renovación en la jerarquía eclesial por sí misma no genera la transformación. Situar la colegialidad al interno de la sinodalidad», en D. Portillo Trevizo (ed.), Teología y prevención. Estudio sobre los abusos sexuales en la Iglesia, Santander, Sal Terrae, 2020, 37-45. El lector se beneficiará de la lectura de la denuncia, por parte de Francisco, del clericalismo, expresada en la Carta al cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, 19 de marzo de 2016.

  12. Cfr. G. Cucci, «Introduzione», en S. Cernuzio, Il velo del silenzio. Abusi, violenze, frustrazioni nella vita religiosa femminile, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2021, 34.

  13. Max Weber distinguió entre poder y autoridad: el poder es la capacidad de imponer comportamientos a los demás, a veces teniendo que vencer resistencias; la autoridad es la capacidad de obtener la adhesión de la voluntad del otro a la propia persona o contenido. El poder conlleva imposición y coacción y puede sustentarse en la autoridad o en la simple fuerza. La autoridad puede carecer de poder socialmente regulado y, sin embargo, ejercer una influencia social muy decisiva. En este caso, podría hablarse de autoridad moral, que exige coherencia y ejemplaridad. Esta goza de cierto poder, porque exige responsabilidad a los demás, siempre con respeto a la libertad, pone de relieve los mecanismos de dominación y tiene influencia social. Es característico de la autoridad moral pura no tener ningún poder coercitivo. Cfr M. Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, 30; 43; 84; 170 s; 183 s; 218; 227.

  14. Cfr. A. M. Varaprasadam, «Promoción de la justicia: medio para integrar nuestras vidas», en M. Nicolau et Al., Contemplativos en la acción: respuestas a la carta del P. Arrupe, Roma, Centrum Ignatianum Spiritualitatis, 1978, 79.

  15. Cfr. M. I. Franck, «Intentando reflexionar sobre la raíz espiritual del abuso de poder», en D. Portillo Trevizo (ed.), Teología y prevención…, cit., 124 s.

  16. Cfr. I. Angulo Ordorika, «Bajo la punta del iceberg: abusos de poder en la Iglesia», en E. Gómez García – E. Somavilla Rodríguez (edd.), La Iglesia ante un mundo en cambio, Madrid, Centro Teológico San Agustín, 2022, 200-213.

  17. Cfr. M. I. Franck, «Intentando reflexionar sobre la raíz espiritual del abuso de poder», cit., 129.

  18. Lo que nos une como seres humanos, más allá de nuestras evidentes diferencias, es la vulnerabilidad. Cfr. F. Torralba i Roselló, Ética del cuidar. Fundamentos, contextos y problemas, Madrid, Institut Borja de Bioética-Fundación Mapfre Medicina, 2002, 247.

  19. El poder es un fenómeno esencialmente humano, al que hemos intentado poner límites. Está disponible para cualquier cosa, noble o vil, constructiva o destructiva, porque se rige esencialmente por la libertad. El abuso del poder deriva del hecho de que el hombre no lo ejerce como un don para el servicio: cfr. R. Guardini, Il potere, Brescia, Morcelliana, 1963, 14. No hay nada, afirma Guardini, que ponga tanto a prueba la pureza de carácter y las altas cualidades del alma como el peligro que el poder representa para quien lo ejerce: «Estar en posesión de un poder que no está definido por la responsabilidad moral y no está controlado por un profundo respeto a la persona significa la destrucción de lo humano en sentido absoluto» (ibid., 85).

  20. Cfr. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, El servicio de la autoridad y la obediencia, cit., nn. 12 y 14b.

  21. Cfr. Id., Per vino nuovo, otri nuovi. Dal Concilio Vaticano II. La vita consacrata e le sfide ancora aperte, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2017, nn. 19; 20; 21; 24; 41-45; 48.

  22. Cfr. R. Aguirre, «La mirada de Jesús sobre el poder», en Teología y Vida 55 (2014/1) 92-104.

  23. Cfr. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Per vino nuovo, otri nuovi…, cit., n. 20; Id., Il servizio dell’autorità e l’obbedienza…, cit., n. 13 f.

  24. Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, n. 15.

  25. Cfr. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, El servicio de la autoridad y la obediencia, cit., n. 3. El Papa Francisco afirma: «Pensemos en el daño que causan al pueblo de Dios los hombres y las mujeres de Iglesia con afán de hacer carrera, trepadores, que “usan” al pueblo, a la Iglesia, a los hermanos y hermanas —aquellos a quienes deberían servir—, como trampolín para los propios intereses y ambiciones personales. Éstos hacen un daño grande a la Iglesia» (Francisco, Discurso del Santo Padre a las religiosas participantes en la asamblea plenaria de la Unión Internacional de Superioras Generales, 8 de mayo de 2013).

  26. Cfr. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Per vino nuovo, otri nuovi…, cit., n. 41.

  27. Cfr. S. Fernández, «Reconocer las señales de alarma del abuso de conciencia», en D. Portillo Trevizo (ed.), Abusos y reparación. Sobre los comportamientos no sexuales en la Iglesia, Madrid, PPC, 2021, 47-65.

  28. Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 16-17; Id., Declaración Dignitatis humanae; Juan Pablo II, s., Encíclica Veritatis splendor, n. 59; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1732; 1776-1778; Tomás de Aquino, s., Somma contro i Gentili, Turín, Utet, 603.

  29. Cfr S. Fernández, «Reconocer las señales de alarma del abuso de conciencia», cit., 60 s.

  30. Cfr. Ibid., 61 s.

  31. Cfr. I. Angulo Ordorika, «Bajo la punta del iceberg: abusos de poder en la Iglesia», cit., 208-212.

  32. Cfr. M. Wijlens, «Rompiendo la oscuridad: consideraciones de Derecho Canónico sobre el abuso espiritual para los líderes de la Iglesia», en D. Portillo Trevizo (ed.), Abusos y reparación…, cit., 67-92. Cfr. también I. Angulo Ordorika, «¿Abusos legislados en la vida consagrada?», en D. Portillo Trevizo (al cuidado de), Teología y prevención…, cit., 139-158.

  33. Cfr. G. Cucci, «Introduzione», cit., 15 s; 25 s.

  34. El Papa Francisco escribió: «Donde está presente el Espíritu, siempre hay un movimiento hacia la unidad, pero nunca hacia la uniformidad. El Espíritu preserva siempre la legítima pluralidad de los diferentes grupos y puntos de vista, reconciliándolos en su diversidad. Por lo tanto, si un grupo o una persona insistiera en que su manera es la única manera de “leer” un signo, sería una indicación negativa» (Francisco, Ritorniamo a sognare. La strada verso un futuro migliore, Milán, Piemme, 2020, 75).

  35. «No pronunciarás en vano el nombre del Señor, tu Dios, porque él no dejará sin castigo al que lo pronuncie en vano» (Ex 20,7).

  36. Cfr. Francisco, Discurso del Santo Padre a las religiosas participantes en la asamblea plenaria de la Unión Internacional de Superioras Generales, cit.

  37. Cfr. M. I. Franck, «Intentando reflexionar sobre la raíz espiritual del abuso de poder», cit., 121-130.

  38. Cfr. entrevista de M. João Avilez, cit.

  39. Juan Pablo II, s., Exhortación apostólica Vita consecrata, n. 37.

  40. Cfr. E. López Pérez, «Fidelidad sinodal. Liderazgo de discernimiento congregacional», en Confer 59(2020) 480-482.

  41. Cfr. I. Angulo Ordorika, «¿Abusos Legislados en la vida consagrada?», cit., 156.

  42. Cfr. C. Montero Orphanopoulos, «Vulnerabilidad humana y abusos no sexuales en la Iglesia católica», D. Portillo Trevizo (ed.), Abusos y reparación…, cit., 153.

José Manuel Martins Lopes
Es licenciado en Derecho (Universidad de Coimbra), Filosofía (Universidad Católica Portuguesa), Teología (Pontificia Universidad Gregoriana - Roma y Universidad Católica Portuguesa), Ciencias de la Educación (Pontificia Universidad Salesiana - Roma) y Doctor en Ciencias de la Educación (Pontificia Universidad Salesiana - Roma). Tiene varias publicaciones en el campo de la pedagogía de la Compañía de Jesús. Es Director de la Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica Portuguesa en el Centro Regional de Braga.

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