¿Qué es la acedia?
«A menudo me topado con el mal de vivir: era el arroyo ahogado que gorgotea, era la hoja reseca arrugándose, era el caballo destrozado»[1]. Con estas célebres palabras de E. Montale se podría caracterizar la perenne actualidad de la acedia: un velo opaco que lo hace todo insoportable, que nos hace sentirnos apagados, vacíos, sin energía; o, por el contrario, que nos impide detenernos, permanecer en silencio sin ninguna actividad que realizar o en la que pensar, como si se experimentara en el interior de uno mismo un fuego inquietante que no dejara escapatoria. «Acedia» significa literalmente debilidad del alma, una que se manifiesta como ausencia de atracción, de ganas de vivir, porque se considera que no tiene sentido[2].
En los escritos de los Padres de la Iglesia, este vicio se presenta a través de la desoladora sensación de ser impotente e inútil, a merced de la emoción del momento: «Una cierta inercia, una languidez del espíritu, un tedio del corazón se apoderan de ti; sientes en tu interior un malestar muy pesado; eres una carga para ti mismo […]. La lectura ya no te satisface, la oración no te agrada, ya no te bañan las saludables lluvias de las meditaciones espirituales a las que te habías acostumbrado»[3].
También Evagrio describe muy eficazmente este tipo de disipación que es a la vez indolente y agitada: «El ojo del perezoso mira continuamente a las ventanas, y su mente imagina que vienen visitas […]. Cuando lee, bosteza mucho, se deja dormir fácilmente, arruga los ojos, se estira, apartando la vista del libro, mira fijamente a la pared, y de nuevo, después de haber leído un poco, repitiendo el final de las palabras, se cansa inútilmente, cuenta las hojas, mira dónde termina el texto, cuenta las páginas y las hojas restantes, desprecia las letras y los adornos, y finalmente, cerrando el libro, se lo pone debajo de la cabeza y cae en un sueño, pero no muy profundo, porque el hambre le despierta con sus preocupaciones»[4].
Considerada desde este punto de vista, la acedia es muy similar a lo que en psicología se entiende por depresión, el «mal oscuro», como se le ha llamado, muy extendido en las sociedades occidentales. La acedia, sin embargo, no coincide con la depresión, como se desprende también de los textos anteriores, porque puede experimentarse con un estado de ánimo eufórico, muy activo y laborioso, combinado sin embargo con una increíble parálisis respecto a la vida espiritual: el sujeto parece atascado porque está concentrado en sí mismo y en sus propios problemas, siendo incapaz de salir de ellos, de descentrarse y mirar fuera de sí. Esta parálisis es a la vez causa y efecto de su sufrimiento.
Fenomenología de la acedia
La Biblia tiene páginas significativas para describir el comportamiento flemático e inerte del que padece la acedia: «Yo pasé junto al campo de un holgazán y junto a la viña de un falto de entendimiento, y vi que las ortigas habían crecido por todas partes, los cardos cubrían la superficie y su cerco de piedras estaba demolido. Al ver esto, me puse a reflexionar, miré y aprendí la lección: “Dormir un poco, dormitar otro poco, y descansar otro poco de brazos cruzados”: así te llegará la pobreza como un salteador y la miseria como un hombre armado» (Prv 24,30-34). La condición interior y exterior del perezoso se resume con un dicho fulminante en Prv 26,14: «La puerta gira sobre sus goznes y el perezoso sobre su lecho»; dos movimientos lentos y continuos, que pueden durar mucho tiempo, pero que no llevan a ninguna parte. El perezoso es retratado aquí como un bienhechor apático que no se levanta de la cama aunque la casa esté ardiendo…[5]
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Sin embargo, éste es sólo un aspecto de la acedia. De hecho, también existe el ocio, que abre la puerta a todo tipo de males, sin que – lamentablemente – el protagonista se dé cuenta hasta el final, cuando ya es demasiado tarde. La ociosidad es la premisa del largo relato del pecado de David, que en lugar de cumplir con su deber como comandante del ejército se queda en palacio durmiendo todo el día (cfr. 2 Sam 11,1-2). El libro del Apocalipsis denuncia con duras palabras a los que no saben decidirse por el bien o por el mal: «Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca. Tú andas diciendo: Soy rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,15-17).
En algunas páginas, la Biblia se acerca extraordinariamente a la descripción de las angustiosas crisis conocidas por la literatura de todos los tiempos. Pensemos, por ejemplo, en el lúcido y despiadado análisis del Eclesiastés: «Y llegué a detestar la vida, porque me da fastidio todo lo que se hace bajo el sol. Sí, todo es vanidad y correr tras el viento» (Ec 2,17). Una tristeza desgarradora y generalizada por la pesadez de vivir es expresada de manera lúcida y deslumbrante por Job: «¿Por qué no me morí al nacer? ¿Por qué no expiré al salir del vientre materno? ¿Por qué me recibieron dos rodillas y dos pechos me dieron de mamar? Ahora yacería tranquilo estaría dormido y así descansaría, junto con los reyes y consejeros de la tierra que se hicieron construir mausoleos […]. Allí, los malvados dejan de agitarse, allí descansan los que están extenuados. También los prisioneros están en paz, no tienen que oír los gritos del carcelero. Pequeños y grandes son allí una misma cosa, y el esclavo está liberado de su dueño» (Job 3,11-14.17-19; cfr. también Jr 20,14-18).
En la tradición de los Padres del Desierto, la acedia se identificaba con el «demonio meridiano» del Salmo 90,6, que correspondía aproximadamente a las tres de la tarde, tal vez porque era el momento más difícil del día, ya que el monje no había comido nada desde la noche anterior; en tal situación experimenta el máximo agotamiento y la urgencia de abandonar su estado: «Tan pronto como este mal se ha introducido en el alma del monje, produce en él una aversión al lugar, un fastidio con la celda e incluso un desprecio y menosprecio por los hermanos que viven cerca o lejos de él, como si fueran personas negligentes y poco espirituales»[6].
El Bosco representa la acedia bajo la forma de un monje dormido, cómodamente sentado junto al calor de la chimenea de su habitación, y detrás de él una monja con un rosario en la mano, como recordándole sus descuidadas prácticas piadosas. Al representar esta situación, el Bosco parece captar el peligro más grave de la acedia, el de perder la fe suavemente y sin dolor, casi sin darse cuenta: se desvanece lentamente en un letal letargo, que nada parece poder sacudir.
No cabe duda de que la tristeza tiene también un componente somático, una predisposición humoral y neurológica; es el temperamento que los antiguos llamaban melancólico, y que Freud interpretó sobre todo como la consecuencia del fracaso en la elaboración de una pérdida, por la que, al faltar el trabajo activo del duelo, se cuela un sentimiento menos fuerte y perturbador, pero más extendido y duradero, que implica a toda la vida de la persona y conduce a una pérdida del yo como tal. En una obra significativamente titulada Duelo y melancolía, Freud distingue dos formas diferentes de expresar el dolor psíquico: el duelo es la tristeza ligada a una pérdida puntual, la melancolía es en cambio una pérdida más global, es la conciencia misma la que se pierde en el dolor[7]. Las investigaciones neurológicas actuales confirman la complejidad de los elementos que intervienen en los comportamientos perezosos y abúlicos, fuente de acciones objetivamente malas[8]; esta complejidad, sin embargo, ya había sido claramente reconocida por los antiguos[9].
La acedia, sin embargo, tiene motivos específicamente interiores; es una típica «enfermedad del espíritu», un vicio del alma, razón por la cual es conocida por los hombres de todos los tiempos, lugares y condiciones. La inmoralidad de la acedia es la consecuencia de este triste repliegue sobre uno mismo, que lleva a permanecer indiferente ante el sufrimiento y la injusticia del prójimo. A tal categoría de personas corresponde la frase de Dante: «Esta turba, que en vida no fue nada»[10].
La acedia, una enfermedad del espíritu
No es casualidad que la acedia, en sus diversas expresiones, haya sido reconocida como un vicio específico desde la experiencia monástica, mientras que es prácticamente desconocida en la tradición filosófica anterior: la apatheia, la ausencia de emociones, era de hecho un ideal a perseguir según los estoicos. La acedia, en cambio, es bien conocida por los monjes, quizá porque, viviendo en el silencio y las austeridades del desierto, son más capaces que los demás de entrar en contacto con la verdad más profunda de sí mismos, adentrándose en la lucha espiritual que caracteriza la existencia auténticamente humana.
Evagrio describe la acedia como el mal típico de los eremitas; Casiano la encuentra ampliamente presente en la vida cenobítica, el enemigo más peligroso capaz de desgastar a quienes se dedican por entero a las realidades espirituales, como el monje[11]. Esto no significa que sólo los monjes estén afligidos por ella; más bien, ellos son capaces de reconocer la acedia mejor que los demás, mientras que en su mayor parte yace encubierta por la hiperactividad del hombre ordinario, excepto para presentarse, de forma mucho más dramática, cuando las fuerzas flaquean, y la pantalla de grandiosidad e importancia que uno se había atribuido cae como una máscara vacía e inútil.
Santo Tomás define la acedia como «una repugnancia o tristeza por el bien espiritual e interior […], que deprime de tal modo el espíritu del hombre, que le quita la voluntad de obrar; porque las cosas agrias son también frías. De ahí que acedia implique la pesadumbre en el trabajar»[12]. La acedia, que es ante todo una pasión, según el Aquinate, se convierte en pecado cuando impide cumplir con el propio deber, paralizando la vida espiritual; si no se trata adecuadamente, influye en los afectos, es decir, en la inclinación a hacer el bien[13].
Este vicio se convierte así en una cadena que ralentiza y lastra el camino, conduciendo a la tristeza de espíritu, bien distinta de la tristeza sensible, más superficial y transitoria; se puede, en efecto, experimentar el descontento al comenzar algo, que puede, sin embargo, ir acompañado de una serenidad interior más profunda. Así como existe una alegría espiritual, muy distinta de la euforia emocional del momento, la alegría propia de la caridad, la comunión con Dios y su bienaventuranza[14], del mismo modo la tristeza de la acedia reside en la incapacidad de amar, de hacer el bien, hasta el punto de ser incapaz de alegrarse por ello; el acedia, como el narcisista, sólo se ama a sí mismo, aislándose de todo, y la depresión revela su vacío desolador.
Estas consideraciones también ayudan a aclarar la diferencia entre acedia y tristeza. No son idénticas, y de hecho los Padres dedicaron un tratamiento separado a cada una: puede decirse que cuando uno se abandona a la tristeza, cae en la acedia. La tristeza es una especie de campana de alarma ante algo desagradable, una señal útil e importante que hay que escuchar e interpretar. De hecho, existe también una tristeza buena, que sacude e invita a hacer el bien[15]. Por eso Evagrio distingue la acedia de la tristeza, reconociendo su diferencia en el plano de la vida espiritual y, en consecuencia, de la valoración moral.
El perezoso ha perdido la actitud propiamente bíblica de la prudencia. Como en el cuadro del Bosco, se ha dormido espiritualmente y es incapaz de percibir la gravedad de su situación. De este modo, como nos recuerda repetidamente el Evangelio, corre el riesgo de apagar el fuego del espíritu y de perder la vigilancia, la virtud que ayuda a reconocer la inminencia del peligro: «Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes» (Lc 21,34; cfr. Rm 13,13; 1 Ts 5,3). Por eso, según los Padres, de la acedia derivan otros muchos vicios, como la lujuria, la envidia, la ira, expresiones de un estado de continuo aburrimiento y distracción del alma[16]. El aburrimiento lleva a una búsqueda morbosa de emociones fuertes para sentirse vivo a cualquier precio, para llenar un vacío angustioso, que da lugar a adicciones y a comportamientos extremadamente peligrosos para uno mismo y para los demás, con resultados a menudo trágicos: actos de violencia extrema, crueldad perpetrada con indiferencia, adicción a sustancias, al alcohol, a Internet, así como a la pornografía encuentran sus raíces en esta situación de soledad interior.
El mal de nuestro tiempo
La acedia y la depresión parecen ser las consecuencias más evidentes de una cultura y una mentalidad narcisistas, que hacen de uno mismo el centro de toda realidad. La presencia generalizada de este vicio puede leerse como una poderosa señal de alarma: es un recordatorio de que el sueño de una civilización feliz, alcanzado gracias a la tecnología y la abundancia de bienes, es falso. El crecimiento tecnológico no puede compensar la pobreza de la vida interior, la pérdida del sentido de la gratuidad de las cosas, de ese asombro que, según los antiguos, caracterizaba el origen de la sabiduría y de la experiencia espiritual. Cuando G. Bunge presentó la reflexión de Evagrio Póntico sobre este vicio, los estudiantes comentaron asombrados: «Lo que el padre del desierto describe allí es el mal de nuestro tiempo»[17].
Los estudios realizados en psicología confirman que la depresión y la tristeza se presentan como fenómenos preocupantemente crecientes en las sociedades occidentales, afectando en particular al grupo de edad que debería ser el más abierto a la vida. Un estudio sobre el comportamiento suicida de los jóvenes ha puesto de manifiesto una escalada considerable desde los años sesenta, que afecta sobre todo a Estados Unidos y Europa occidental, los países donde el ideal de una vida de seguridad y abundancia de bienes parece estar más extendido y practicado. Lo que resulta especialmente alarmante para quienes estudian el suicidio juvenil es «la tendencia al alza continua de tales valores, sobre todo en algunos países, y la falta de ideas precisas sobre cómo frenar o prevenir el fenómeno. Mientras que hace treinta años en los países occidentales el comportamiento suicida de los adolescentes representaba aproximadamente una octava parte de todo el fenómeno del suicidio, en la actualidad representa una quinta parte. Estados Unidos es uno de los países más afectados: entre los años cincuenta y los ochenta, la incidencia del suicidio entre los jóvenes se triplicó. El grupo de edad más fuertemente implicado es el de los “jóvenes adultos” (20-24 años), que alcanza la notable tasa específica de 30 por 100.000; una tendencia que no parece detenerse»[18].
Entre las razones de este aumento, la investigación mostró una correlación entre el fenómeno del suicidio y las transformaciones sociales ocurridas en el mismo período, como la crisis de la institución familiar, la disolución del tejido social y el aumento de los comportamientos destructivos en los jóvenes. Estos elementos también van en aumento debido a las propuestas culturales cada vez más propagandizadas y extendidas en los medios de comunicación, cuyo mensaje subyacente es que todo lo que a uno le apetece hacer se convierte en lícito: tal fenómeno, según el autor, muestra «las contradicciones y antinomias de un mundo cada vez menos basado en fundamentos y puntos de referencia éticos»[19].
Pensemos de nuevo en el consumo cada vez más extendido y fomentado públicamente de drogas, alcohol y medicamentos para compensar la tristeza de vivir, la incapacidad de dar estabilidad a las propias elecciones, relaciones, compromisos de cualquier tipo… En la raíz de esta situación está el malestar y la impotencia de poder llenar un vacío radical, ontológico, de la constitución humana: la acedia, siendo un mal del espíritu, se muestra refractaria a las soluciones meramente técnicas.
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Tal vez este vicio se ha ido extendiendo porque refleja la falta de esperanza actual. Ante las dificultades, se plantea inevitablemente la cuestión del sentido de un compromiso que se muestra incapaz de superar los resultados inmediatos y las posibles frustraciones: «En nuestro mundo, la acedia ya no adopta el rostro de la pereza, sino el de dejar hacer, el de esbozar. Se dice: “Todos son iguales y es imposible mejorar”. Esta forma de razonar evita constantemente cuestionar la propia conducta […]. Vivimos en el mundo del hacer, pero la acción suele ir acompañada de desafección: el afán de distracción prevalece sobre la capacidad de atención […]. El perezoso no sabe trabajar. Sobre todo, no sabe dedicarse. En nuestro tiempo hay hombres que no saben cultivar ni siquiera un amor durante mucho tiempo. Dicen: ¡qué aburrido!»[20].
Contrarrestar la acedia
La enseñanza constante de los padres espirituales es que ante la amenaza de la acedia hay que reaccionar haciendo exactamente lo contrario de lo que ella sugiere al alma, ante todo en la propia valoración: sentirse incapaz no significa serlo, y este juicio de verdad sobre la experiencia es decisivo, porque es la lectura del hecho lo que constituye su peso efectivo para la persona. Por eso San Ignacio recomienda encarecidamente no realizar nunca cambios en el tiempo de desolación, actuando exactamente al revés de lo que ella sugiere[21]. «Resistir», en este contexto, significa algo más que un mero esfuerzo de la voluntad; es detenerse en los bienes espirituales hasta ahora descuidados, y esto con el tiempo lleva a un cambio en la actitud básica: «Cuanto más reflexionamos en los bienes espirituales, más agradables nos resultan; y así cesa la acedia»[22].
Otra ayuda importante es la explicación de la relación entre la acedia y la muerte, expresada simbólicamente por el malestar interior. El fundador de la Compañía de Jesús, a la hora de tomar decisiones importantes para la propia vida, sugiere imaginar el momento de la propia muerte, preguntándose no tanto por los pecados cometidos como por las posibilidades de bien que se han despreciado. Esta es para él la cuestión decisiva: «Consideraré, como si estuviera a punto de morir, el comportamiento que entonces me hubiera gustado tener en la elección presente y, ajustándome a ello, tomaré firmemente mi decisión»[23]. El «aguijón de la muerte» del que habla san Pablo (cfr. 1 Cor 15,55-56) es uno de los venenos más poderosos de la acedia, el sentimiento de haber malgastado la vida, desaprovechando posibilidades preciosas.
A su vez, el comportamiento orientado al bien fomenta y acrecienta el espíritu de agradecimiento por lo que se ha recibido. Tal actitud, fundamental para el creyente, está en las antípodas de la acedia. La Eucaristía, el «dar gracias», la acción por excelencia del cristiano, es una ayuda decisiva también desde este punto de vista: «La acedia es exactamente lo contrario de la Eucaristía, es decir, del espíritu de acción de gracias: incapaz de captar la relación con el “espacio” y el sentido de las cosas, quien es presa de la acedia vive en la a-charistia, en la incapacidad de asombrarse por la belleza, por el amor, y por tanto, en la incapacidad de dar gracias»[24].
S. Schimmel, terapeuta atento a la dimensión espiritual de los problemas psicológicos, leía la tristeza de una situación o de una prueba en términos de un llamamiento y de una tarea encomendada: «Es raro que un adulto asocie su infelicidad a un deseo frustrado de hacer el bien […]. Aprovechar las oportunidades de hacer el bien incluso frente a la enfermedad es la respuesta del celo a la acedia»[25].
«Un deseo frustrado de hacer el bien»: este punto puede ser decisivo para sacudir a la persona que tiende a encerrarse en sí misma y en su propio sufrimiento. El problema central del perezoso no es la tristeza en sí (presente en todos, incluso en los santos), sino, como señalaba santo Tomás, la incapacidad de reaccionar haciendo el bien. Incluso a nivel psicológico, la consideración del bien que se podría hacer tiene profundas repercusiones en la manera de contrarrestar la tristeza de la acedia.
Estos dos criterios – la brevedad de la propia vida y las posibilidades de bien a nuestro alcance – nos ayudan a reconocer una dirección en la que entregarnos, limitada pero real. El psiquiatra Yalom, repasando las decenas de personas que ha conocido en terapia, observó a este respecto cómo ambos elementos (el tiempo limitado y las posibilidades de bien), cuando son asumidos conscientemente, refuerzan el potencial vital presente en la persona, cambiando también, en consecuencia, la actitud ante la muerte: «Mi experiencia, tanto profesional como personal, me ha llevado a creer que el miedo a la muerte es siempre más fuerte en quienes tienen la sensación de no haber vivido plenamente. Un buen parámetro interpretativo podría ser el siguiente: cuanto más pobre ha sido la vida, o su potencial desperdiciado, más fuerte es la angustia de muerte»[26].
Frente al sufrimiento asfixiante de la acedia, el punto en el que hay que centrarse es, por tanto, identificar un proyecto de vida con sentido, poniendo a su servicio la fuerza del bien que se nos ha confiado. Como señalaba A. Schweitzer: «Lo que puedes hacer es sólo una gota en el océano, pero es lo que da sentido a tu vida».
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En los versos originales: «Spesso il male di vivere ho incontrato: era il rivo strozzato che gorgoglia, era l’incartocciarsi della foglia riarsa, era il cavallo stramazzato». E. Montale, Ossi di seppia, Turín, Einaudi, 1942, 52. Para profundizar en el tema, cfr. G. Cucci, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, AdP, 2008, 313-358. ↑
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Una nota preliminar. Hemos optado por el término «acedia» para traducir el italiano «accidia», aun cuando este pecado capital se traduce más frecuentemente como «pereza» en español. Nos parece que este último no capta la esencia del vicio que en este artículo viene tratado, que está ligado al hastío y la melancolía, y no solo a la holgazanería. Por ello hemos decidido usar el término equivalente al usado en italiano. ↑
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Adamus Scotus, Liber de quadripartito exercitio cellae, XXIV [PL 153, 841-842]. ↑
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Evagrio Póntico, Gli otto spiriti della malvagità, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2006, n. 14. ↑
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El tema de la pereza vuelve a menudo en este libro de la Biblia: cfr. 6,6-9; 10,26 («Como vinagre para los dientes y humo para los ojos, así es el perezoso para el que le da un encargo»); 12,24.27; 13,4; 15,19 («El camino del perezoso es como un cerco de espinas, pero la senda de los laboriosos está despejada»); 19,15: («La pereza hace caer en el letargo, y la persona indolente pasará hambre»); 19,24 («El perezoso hunde su mano en el plato y ni siquiera es capaz de llevársela a la boca»); 20,4; 24,30-33. ↑
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G. Cassiano, Le istituzioni cenobitiche, Praglia (Pd), Monastero, 1992, l. X, 2. ↑
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«En el duelo el mundo aparece desierto y empobrecido ante los ojos del sujeto. En la melancolía es el Yo lo que ofrece estos rasgos a la consideración del paciente. Éste nos describe su Yo como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno, y moralmente condenable. Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo» (S. Freud, «Duelo y melancolía», en Obras completas XIV, Amorrortu editores, 1993. pp. 235-255). ↑
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Cfr. D. Strüber – M. Lück – G. Roth, «Le ragioni della violenza»; L. Sabbagh, «Cervelli ribelli», en Mente e cervello 26 (2007) 32-39.44-51. Los autores reconocen, sin embargo, que de ahí no se puede extraer una visión determinista de la acción; de hecho, no todas las personas con ciertos déficits a nivel neurológico llegan a realizar acciones malvadas. ↑
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Cfr. Tomás de Aquino, s., De malo, q. 11, a. 1, ad 3. ↑
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En el verso original: «Questi sciagurati che mai non fuor vivi». Dante, Infierno, III, 64. Cfr. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali, Turín, Einaudi, 2000, 89. ↑
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Cfr. G. Cassiano, Le istituzioni cenobitiche, cit., l. X, 1. Cfr. Pseudo Rabano Mauro, De vitiis et virtutibus, III [PL 54, 1377-1378]. ↑
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Tomás de Aquino, s., De malo, q. 11, a.1; Summa Theol., II-II, q. 35, a. 1. ↑
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El afecto en Santo Tomás pertenece a la sensibilidad y puede facilitar u obstaculizar la deliberación de la voluntad sobre el bien a realizar (cfr. Summa Theol., II-II, q. 26, a. 1, ad 2). ↑
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Cfr. Tomás de Aquino, s., De malo, q. 11, a. 3, ad 6. Cfr. también II-II, q. 28, a. 1: la alegría es fruto de la caridad, como amor de Dios. ↑
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Cfr. Id., De malo, q. 10, a. 3. Cfr. Summa Theol., I-II, q. 35, a. 1, ad 1; a. 2, ad 3. ↑
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Cfr. Gregorio Magno, s., Commento morale a Giobbe, Roma, Città Nuova, 2001, XXXI, 45, 89. ↑
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G. Bunge, Akedia. Il male oscuro, Magnano (Bi), Qiqajon, 1999, 34. ↑
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P. Crepet, Le dimensioni del vuoto. I giovani e il suicidio, Milán, Feltrinelli, 1993, 35. Investigaciones más recientes proveen datos similares (cfr. Hardwired to Connect: The New Scientific Case for Authoritative Communities, New York, Institute for American Values, 2003; C. Wallace, «Kids These Days: The Changing State of Childhood», en The Christian Century 122 [2005] n. 6, 26-40), o realizadas en otros países, como Francia (A. Anatrella, Non à la société dépressive, París, Flammarion, 1993, 249) e Italia (C. Buzzi – A. Cavalli – A. de Lillo, Giovani nel nuovo secolo. Quinto rapporto IARD sulla condizione giovanile in Italia, Bolonia, il Mulino, 2002; A. Maggiolini, Sballare per crescere?, Milán, FrancoAngeli, 2003, 31). ↑
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Ibid., 52. ↑
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S. Natoli, Dizionario dei vizi e delle virtù, Milán, Feltrinelli, 1997, 12 s. ↑
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Cfr. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 318. ↑
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Tomás de Aquino, s., Summa Theol., II-II, q. 35, a. 1, ad 4. ↑
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Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 186. ↑
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E. Bianchi, «Scacco matto all’accidia», en Avvenire, 6 de mayo de 2007, 3. ↑
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S. Schimmel, The Seven Deadly Sins, New York, Oxford University Press, 1997, 201 s. ↑
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I. Yalom, Guarire d’amore. I casi esemplari di un grande psicoterapeuta, Milán, Rizzoli, 1990, 132. ↑
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