Una palabra adquiere su significado preciso en la frase de la que forma parte integrante. La palabra «sal» sólo se entiende en su contexto: «La sal es una cosa excelente, pero si se vuelve insípida, ¿con qué la volverán a salar?» (Mc 9,50); «Jesús increpó al espíritu impuro, diciéndole: “Espíritu mudo y sordo, yo te lo ordeno, sal de él y no vuelvas más”» (Mc 9,25). Los tres Evangelios sinópticos narran la Transfiguración en términos muy similares. Sin embargo, cada uno la narra a su manera, situándola en su propio contexto. El cuarto Evangelio no relata la escena de la Transfiguración, pero la «gloria» envuelve toda su narración. En cambio, en su segunda carta, Pedro la relata con precisión: «Porque no les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza. En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección”». Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con él en la montaña santa (2 Pe 1,16-18).
El Evangelio de Marcos
En Marcos, la Transfiguración (cfr. Mc 9,2-8) ocupa el centro del Evangelio, pero no está sola. La perícopa en la que Dios presenta a Jesús como «su Hijo» es paralela a otra confesión, la llamada «confesión de Cesarea», en la que Pedro reconoce a Jesús como «el Cristo» (cfr. Mc 8,27-29). Las dos confesiones van de la mano, son complementarias. Una surge de la tierra, la otra desciende del cielo; la primera es expresada por un hombre, la segunda por Dios. En la tradición del Antiguo Testamento, el «Cristo», el Mesías, también es considerado como el «hijo de Dios». El Salmo 2 se cita varias veces en el Nuevo Testamento, porque los discípulos vieron en él una profecía de la realeza universal del Hijo de Dios, Jesús: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré las naciones como herencia, y como propiedad, los confines de la tierra» (Sal 2,7).
Los dos nombres o atributos de Jesús – «Cristo» e «Hijo de Dios» –, mencionados en el centro del Evangelio de Marcos, remiten al comienzo de este Evangelio, a su primer versículo, considerado por muchos como su título: «Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (1,1). Estos dos mismos nombres se retomarán en el momento de la muerte de Jesús; el primero, con la inscripción que cuelga sobre el crucifijo: «El Rey [es decir, el Ungido, el Mesías o Cristo] de los judíos» (15,26); el segundo, con la confesión del centurión romano: «¡Verdaderamente éste era el Hijo de Dios!» (15,39). Al principio del Evangelio, los dos títulos de Jesús son proclamados por Marcos, discípulo, traductor y ayudante de Pedro; a mitad del Evangelio, son proclamados por Pedro y el Padre celestial; al final, por dos paganos: por Pilato, que escribió e hizo colgar el titulus crucis; y por el centurión romano. Este es el itinerario por el que el segundo evangelista conduce a su lector.
A las dos confesiones sigue una perícopa en la que se anuncia la Pascua del Señor Jesús, es decir, su muerte y resurrección. Después de la confesión de Pedro, Jesús «les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días» (8,30-31). Simétricamente, la perícopa que sigue al relato de la Transfiguración vuelve sobre el mismo tema: «Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (9,9).
En ambos anuncios, Jesús se presenta como «el Hijo del hombre» (8,31; 9,9). Este título, heredado del libro de Daniel (cfr. Dn 7,13-14), designa a ese personaje misterioso, el Mesías universal, que recibirá el poder sobre todas las naciones, pero sólo después de pasar por la pasión y la muerte. El título sintetiza los dos títulos complementarios de «Cristo» rey e «Hijo de Dios». Después de la luz resplandeciente de la Transfiguración, hay que descender del monte, para reemprender el camino que conduce a otro monte, el Gólgota, sobre el que se erigirá la cruz.
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Entre las dos confesiones, seguidas del anuncio de la muerte y resurrección del Señor, hay un discurso que Jesús dirige «a la multitud junto con sus discípulos» (8,34-9.1), y en el que se presentan las condiciones para quienes quieran seguir al Maestro. Se resumen en una palabra: «la cruz». Jesús será exaltado como «Cristo», «Hijo de Dios», después de sufrir la pasión y la muerte de cruz, y lo mismo sucederá con los discípulos.
En el centro de este discurso resuena una doble pregunta: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? (8,36-37). Jesús se presenta no sólo como el nuevo Moisés y el nuevo Elías, sino también, en medio de la secuencia, como el nuevo Adán: el primer «hombre» había querido tomarlo todo, rechazando el límite que el Señor le había impuesto, al prohibirle comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (cfr. Gn 2,16-17). El nuevo Adán redime la culpa del primer Adán de manera radical, aceptando renunciar a todo, hasta dar su propia vida, para salvarla. Por eso, todo discípulo está invitado a hacer lo mismo.
Este «montaje» de cinco perícopas[1] – «La confesión de Pedro» Mc 8,27-29 / El primer anuncio de la pasión y resurrección 8,30-33 / El discurso a todos sobre el discipulado 8,34-9,1 / «La confesión del Padre» 9,2-8 / Nuevo anuncio de la pasión y resurrección 9,9-13 – se encuentra en Mateo (cfr. Mt 16,13-17,13) y, de forma algo diferente, también en Lucas (cfr. Lc 9,18-36)[2]. Sin embargo, sólo Marcos lo sitúa en el centro mismo de su Evangelio, convirtiéndolo en el eje de su composición. Así, su Evangelio se centra en la figura del discípulo llamado a identificarse con su maestro, Cristo e Hijo de Dios, con el Hijo del hombre, muerto y transfigurado en su resurrección.
El Evangelio de Mateo
En Mateo, como en Marcos, para la Transfiguración Jesús sube a «un monte elevado» (Mt 17,1). Sólo en este evangelista se menciona otro monte «elevado», en el momento de la tercera y última tentación de Jesús en el desierto: «El demonio lo llevó luego a una montaña muy elevada; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”» (Mt 4, 8-9). Al final del primer Evangelio, y sólo en él, Jesús se reúne con sus discípulos en una montaña: «Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado» (Mt 28,16).
Las tres escenas se corresponden: la primera, al comienzo del Evangelio, en vísperas del ministerio de Jesús; la última, al final del Evangelio; la Transfiguración, cerca de la mitad del libro. En la escena de la tentación, el diablo promete a Jesús «darle» todos los reinos de la tierra y su gloria, y en la escena final, Jesús mismo declara que a él «le ha sido dado» todo poder en el cielo y en la tierra. Le fue dado, no por el diablo, sino por su Padre, después de haber pasado por la pasión y la muerte y haber resucitado. En el monte elevado de la Transfiguración, Jesús había ordenado a los tres primeros apóstoles que no hablaran a nadie de la visión que habían tenido, antes de que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos; en cambio, al final del capítulo 28, los envía en misión de hablar, de enseñar el Evangelio.
Hay otra relación fuerte que se puede observar entre el comienzo del primer Evangelio y la Transfiguración. En efecto, la escena de las tentaciones está estrechamente vinculada a la del bautismo, que la precede y con la que forma una especie de díptico. Mientras que durante las tentaciones resuena tres veces la voz del diablo, en el bautismo se oye otra voz: «Y se oyó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”» (3,17). Ahora bien, estas palabras se retoman exactamente en la Transfiguración: «Una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”» (17,5).
La única diferencia entre las dos revelaciones de Dios Padre es que, en el momento de la Transfiguración, se añade la invitación: «Escúchenlo». En el bautismo, las palabras de Dios no se dirigen a nadie en particular; en la Transfiguración, se dirigen a Pedro, Santiago y Juan, las columnas; al final del Evangelio, las palabras no se retoman literalmente, pero cuando Jesús dice que a él «le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (28,18), se está presentando como el que ha heredado todo del Padre, como su Hijo, el amado, en quien Dios ha puesto su predilección. Y será la palabra de los apóstoles la que continúe la de Dios y la de Jesús, esta vez dirigida a todos los pueblos de la tierra: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos […], enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (28,19-20). Ya no se oirá la palabra de Dios Padre, ni siquiera la de Jesús, sino sólo la de los discípulos, sólo nuestra palabra; será a través de nosotros que la palabra de Dios llegará a todos los hombres.
Hay, también, otra peculiaridad del relato de Mateo: el hecho de que los apóstoles «cayeron con el rostro en tierra». He aquí, pues, estos dos versículos propios de Mateo, en una traducción literal que sigue el original griego: «Oyendo esto, los discípulos cayeron rostro en tierra y temieron en gran manera. Pero Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: “sean levantados y no teman”» (vv. 6-7). Jesús «toca» a los tres apóstoles, que «cayeron rostro en tierra». Este verbo se utiliza en otras ocasiones, en contextos de curación: por ejemplo, cuando Jesús cura a un leproso después del Sermón de la Montaña (cfr. 8,3); e inmediatamente después, cuando toca la mano de la suegra de Pedro (cfr. 8,15); lo mismo sucede con los dos ciegos del capítulo 9 (cfr. 9,29) y los del capítulo 20 (cfr. 20,34). Por tanto, puede entenderse que Jesús cura a los discípulos de su gran temor.
Pero aquí hay algo más que una simple curación. Los dos versículos se oponen: a los discípulos, después de haber «caído», se les exhorta a «levantarse». Este verbo no está en voz activa, sino en pasiva: «sean levantados». El verbo egeirō es, con su sinónimo anistēmi, uno de los dos verbos utilizados para referirse a la resurrección de Jesús. Este mismo verbo se retoma dos versículos después, y es precisamente la última palabra de la perícopa tal como la delinea la liturgia: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos» (literalmente, «haya sido resucitado de entre los muertos»).
Se establece así una relación entre el versículo 7, en el que se invita a los discípulos a «ser levantados», o «alzados», y el versículo 9, en el que Jesús anuncia que «será resucitado». Es decir, levantado por otro, que sólo puede ser Dios: la pasiva es una pasiva teológica. En cuanto al versículo 7, puede entenderse que los tres discípulos son levantados por el propio Jesús. Como ya había sucedido con la hija de un jefe, al que los otros dos sinópticos llaman Jairo: «Entró, le tomó la mano y la muchacha fue levantada» (9,25). Más que una curación, aquí se trata de una resurrección anticipada. También en la última escena del Evangelio, los once, «al verle, se postraron»; y con sus palabras Jesús les hace resucitar, para ir a predicar el Evangelio a todas las naciones.
Por tanto, estos dos versículos de Mateo se comprenden mejor si se comparan con otros textos del mismo Evangelio: textos que convergen todos, por así decirlo, en los últimos versículos, o sea, en la apertura del libro hacia el futuro, hacia el tiempo de la Iglesia y su misión universal.
El Evangelio de Lucas
Mateo y Marcos cuentan que Moisés y Elías conversaban con Jesús, pero no dicen de qué hablaban. Lucas, en cambio, dice que «hablaban del éxodo de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén» (Lc 9,31). De su «éxodo», no de su «partida», como se traduce a veces. La referencia aquí es clara al éxodo protagonizado por Moisés, a la salida de Egipto, de la esclavitud. La expresión «iba a cumplirse» podría hacer pensar que el éxodo de Jesús se cumpliría por sí mismo, como de forma automática; pero en realidad el sujeto de «cumplirse» es Jesús: es él quien está a punto de cumplir el éxodo, quien está a punto de dar cumplimiento a las Escrituras.
Se trata, pues, de una primera especificidad de Lucas, una suerte de «añadido» que tendrá su importancia. Sin embargo, no es la única especificidad, y ni siquiera la primera. En efecto, sólo Lucas precisa que Jesús subió al monte «a orar»; e insiste, añadiendo: «Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante» (9,29). Del mismo modo, al comienzo de la confesión de Pedro – que está vinculada, como vimos, con la Transfiguración – sólo Lucas dice que Jesús estaba orando (cfr. 9,18), antes de preguntar a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». En los momentos cruciales, el Señor Jesús se dirige a su Padre en oración.
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Se puede decir que la oración que Jesús le dirige es respondida por Dios desde la nube, diciendo a todos los presentes, incluido Jesús: «Este es mi Hijo…». Jesús oye esta voz, pero también oye la voz de Moisés y Elías que le hablan de su éxodo. Descubre, así, la voluntad divina, no sólo en la oración sino también en las Escrituras, la Ley y los profetas, representados en la montaña por Moisés y Elías.
Estos dos personajes también están presentes en el relato de la confesión de Pedro: Elías es mencionado por su nombre, y la expresión «uno de los profetas» podría aludir implícitamente a Moisés. En la Transfiguración, se presenta a Jesús junto a Moisés y Elías; en Cesarea de Filipo, se menciona a Juan Bautista junto a Elías y uno de los profetas.
Sólo Lucas menciona los nombres de Moisés y Elías en los relatos de la infancia: a Elías, en el centro del relato de la anunciación a Zacarías, cuando el ángel Gabriel dice de Juan Bautista: «Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17); a Moisés, al comienzo de la consagración de Jesús en el Templo: «Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor» (2,22).
Al final del Evangelio, cuando las mujeres van al sepulcro llevando los perfumes, «se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes» (24,4) para anunciarles la resurrección de Jesús. En Mateo, quien trae este anuncio es «un ángel del Señor» (Mt 28,2), en Marcos, es un «joven» (Mc 16,5). En Lucas, en cambio, son «dos hombres». Tal como en la Transfiguración, en la que sólo Lucas llama «dos hombres» a Moisés y Elías: «Dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria» (Lc 9,30-31). Además, junto al sepulcro están «con vestiduras deslumbrantes», así como en el Monte de la Transfiguración las vestiduras de Jesús «se volvieron de una blancura deslumbrante». Con la resurrección de Jesús, Moisés y Elías se transfiguran, revestidos de la misma luz resplandeciente que envolvió a Jesús en el monte. Su figura encuentra su plenitud en Jesús.
Pero no sólo los profetas de la antigüedad son transfigurados por la luz resplandeciente, la gloria de Jesús. También lo son los tres primeros apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, y en su estela todos los discípulos hasta hoy: estamos llamados, en efecto, a transfigurarnos con Jesús, si aceptamos identificarnos con Él en su pasión y muerte. Esta es la vocación de todo discípulo: «Nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transfigurará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio» (Flp 3,20-21. Cfr. 2 Co 3,18; Col 3,4; Ef 4,22-24; Rm 6,5). Cuando llegue ese momento, el ser humano recuperará la «imagen y semejanza» divinas según las cuales fue creado.