El 27 de diciembre de 2023 se cumplieron 350 años de la primera de las apariciones del Señor Jesús a Santa Margarita María Alacoque en el monasterio de la Visitación de Paray-le-Monial[1]. Estas apariciones duraron 17 años, y modelaron en gran medida la fe vivida por todo el pueblo cristiano, particularmente en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que, aunque implícita en las propias Escrituras y ya desarrollada en la Edad Media, encontró en el mensaje confiado a la Santa un gran impulso, que la llevó al mundo moderno.
Queremos asomarnos aquí a lo que sucedió, para captar de nuevo ese dinamismo primordial que puede ayudarnos también hoy a vivir con mayor generosidad y «afecto» (en el sentido ignaciano del término) nuestro deseo de «alabar, servir y reverenciar a Dios nuestro Señor»[2]. Hemos de destacar necesariamente algunos aspectos, descuidando otros que merecerían más atención, y por ello nos limitamos a un rápido examen de los hechos. Las revelaciones que aquí mencionamos son sólo algunas, que elegimos por su particular relevancia, sin pretensión alguna de exhaustividad.
La primera revelación y el comienzo de las experiencias místicas
La primera revelación, que tuvo lugar precisamente el 27 de diciembre de 1673, memoria litúrgica de San Juan Evangelista, encuentra a la Santa inmersa en la misma experiencia que el discípulo amado, al ser invitada a colocar su cabeza sobre el pecho, es decir, sobre el corazón, del Salvador[3]. Afirma: «Me abandoné a su divino Espíritu y […] me hizo reposar largo tiempo sobre su divino pecho y me descubrió las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Sagrado Corazón, que me había ocultado hasta aquel momento en que me lo abrió por primera vez»[4]. El Resucitado se nos revela en el Espíritu, y esto marca un éxodo, un primer momento, que es el renacimiento desde lo alto en el Espíritu; marca el paso desde la ley al amor, el paso – para Margarita María como para cada uno de nosotros – de una vida de generosa observancia a la adopción como hijos. En resumen, es la experiencia de la Pascua.
Para la Santa, es el comienzo de una nueva misión: «Mi Corazón divino está tan apasionado de amor por los hombres, y por el tuyo de modo especial, que, no pudiendo contener ya en sí las llamas de su ardiente caridad, siente la necesidad de difundirlas a través de ti y de manifestarse a los hombres para enriquecerlos con los preciosos tesoros que les descubriré y que contienen las gracias en el orden de la santidad y de la salvación necesarias para arrancarlos del precipicio de la perdición. Para llevar a término este gran designio mío, te he elegido a ti, abismo de indignidad y de ignorancia, para que quede claro que todo se realiza por mí»[5].
El carisma, el don de la gracia, es decir, la mística, tiene siempre por objeto la edificación de toda la Iglesia, y el Señor, hablando a Margarita María, quiere hablar a todos: elige lo que es débil en el mundo, lo que es innoble y despreciado, y lo que no es nada, para que nadie se gloríe delante de Él, como enseña san Pablo. Como veremos, entre las gracias aportadas por el testimonio de Margarita María se encuentran en particular la imagen misma del Corazón del Salvador, la Hora Santa y la Comunión Reparadora de los primeros viernes de mes, que han marcado y marcan la vida espiritual de millones de cristianos. Éstos han encontrado en ellas una fuente inagotable de apoyo y de fuerza en sus vidas.
La segunda revelación
En 1674, como sabemos por una carta dirigida al P. Jean Croiset, el Señor se reveló de nuevo a la Santa. En aquella aparición le manifestó su deseo de utilizar la imagen de su Corazón de carne para instaurar su Reino en aquellos que abrazaran tal devoción: «Este divino Corazón se me presentó como en un trono de llamas, más resplandeciente que un sol y transparente como el cristal, con una herida adorable; Estaba rodeado de una corona de espinas, que significaba las punzadas que le causaron nuestros pecados, y rematado por una cruz, que significaba cómo desde los primeros momentos de su encarnación, es decir, desde el momento en que se formó este Sagrado Corazón, se plantó en él la cruz, y se llenó desde aquellos primeros momentos de todas las amarguras que debieron causarle las humillaciones, pobreza, dolores y desprecios que hubo de sufrir su sagrada Humanidad en el curso de su vida y de su santa pasión. Y me hizo ver cómo el ardiente deseo de ser amado por los hombres y de apartarlos del camino de la perdición […] le había hecho concebir este deseo de manifestar a los hombres su Corazón […] que debe ser honrado bajo la figura de este Corazón de carne […] y dondequiera que esta santa imagen sea expuesta para ser honrada, allí derramará sus gracias y bendiciones»[6].
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El teólogo jesuita Charles-André Bernard (1923-2001) ha mostrado cómo la mística y la Escritura dialogan entre sí[7], y en particular cómo las visiones de las que hablamos se corresponden estrechamente con la zarza ardiente y las imágenes del Apocalipsis: el Espíritu nos recuerda lo que Jesús dijo y, más profundamente, lo que Él es, hablándonos como lo hizo en otro tiempo, moviendo nuestro intelecto y nuestro afecto por medio de imágenes. El símbolo, que nos hace reflexionar, es ciertamente más rico que el simple lenguaje descriptivo, y la metáfora es propia del lenguaje de lo sagrado, como de la poesía. Muchos han destacado el hecho de que, en el siglo en que el racionalismo comenzó a imponerse como único relato de la verdad, se nos haya devuelto al «corazón», y no a la «mente», al símbolo, y no a la definición.
Además, la continua referencia a los tesoros del amor y de la misericordia, al deseo mismo del Señor de recibir compasión y amor de los hombres, resumido por la imagen de su Corazón, era, por así decirlo, un antídoto contra el jansenismo, es decir, contra la lectura unilateral y deformada del pensamiento de Agustín iniciada por Jansenius, obispo de Ypres, en Bélgica. Esta lectura condujo a una espiritualidad rígida y desalmada y a la consiguiente praxis eclesial. La Iglesia de entonces parecía incluso haber olvidado que Dios es amor, y ésta es quizá la peor de todas las herejías de la historia. Así, en aquella época, acercarse a la Eucaristía los nueve primeros viernes de mes parecía demasiado, tanto que casi podía sentirse como un abuso: ¿cómo puede el hombre, pecador indigno, acercarse a Jesús? Y así, los jesuitas, que siempre habían estado ligados a esa devoción fueron acusados de laxismo: ¿dónde iremos a parar si hablamos demasiado de misericordia? Evidentemente, no se trata de problemas totalmente superados ni siquiera hoy en día.
De Santa Margarita María, por tanto, surgió el impulso para las numerosas representaciones del Sagrado Corazón: desde la inicial, que ella misma dibujó y exhibió a sus hermanas, hasta la conocida representación de Pompeo Girolamo Batoni, el ilustre pintor del siglo XVIII, hoy expuesta en la iglesia del Gesù de Roma, y reproducida en innumerables estampitas para uso privado de los fieles: de ahí también la costumbre de llevar uno, en escapularios o pequeños escudos, como para proteger la propia persona de los peligros del alma y del cuerpo. Verdaderamente el Señor se sirvió de esta mujer para llevar a muchos su mensaje de amor: este es el espíritu de profecía[8].
La tercera revelación
El 2 de julio de 1674 el Señor se reveló de nuevo a la Santa y, lamentándose de que su inmenso amor fuera ignorado y no correspondido por la mayoría de los hombres, le dijo: «Esto me hace sufrir más que todo lo que he padecido en mi Pasión. Si al menos me dieran algo de amor a cambio, estimaría poco lo que he hecho por ellos y querría, si fuera posible, hacer aún más. Pero no obtengo de los hombres más que frialdad y repulsión ante el infinito cuidado que pongo en hacerles el bien»[9]. Aquí comienza a tomar forma la misión particular a la que fue llamada la Santa, y con ella innumerables cristianos: la espiritualidad reparadora, es decir, orientada a ofrecer amor, alabanza y reparación por el amor de Cristo, no sólo en nombre de todos los hombres, sino también en su lugar, en el misterio inagotable de la comunión de los santos.
Esto es lo que, según su testimonio, le dijo el mismo Señor: «Comulgarás conmigo el primer viernes de cada mes; y cada noche, de jueves a viernes, te haré partícipe de aquella tristeza mortal que sentí en el Huerto de los Olivos. Será una amargura que te llevará, sin que puedas comprenderlo, a una especie de agonía más dura que la misma muerte, para hacerme compañía en esa humilde oración que entonces, en medio de mi angustia, presentarás al Padre, te levantarás entre las once y la medianoche para postrarte con el rostro en tierra, junto conmigo, durante una hora. Y esto tanto para aplacar la ira divina, pidiendo misericordia para los pecadores, como para suavizar en cierto modo la amargura que sentí por el abandono de mis Apóstoles»[10].
A partir de esta tercera revelación se difundieron entre el pueblo cristiano dos formas cualificadas de vivir la espiritualidad del Corazón de Cristo: la Comunión Reparadora del primer viernes de cada mes y la llamada «Hora Santa». La Iglesia intervino entonces, precisando que lo que Jesús había pedido explícitamente a Santa Margarita María no debía sentirse como necesario para todos: así, el piadoso ejercicio de la Hora Santa, como momento en el que los fieles viven en sí mismos las palabras de Jesús «Permanezcan despiertos y oren para no caer en la tentación» (Mc 14, 38) puede realizarse desde el jueves por la tarde hasta el viernes por la mañana, y no se requieren formas o lugares externos particulares. Al contrario, lo que la Iglesia exige es simplemente una hora entera y continua de oración mental o simplemente vocal, en privado o en común, que tenga por objeto la Pasión del Señor, en presencia o no del Santísimo Sacramento, para implorar misericordia por los pecadores y consolar a Jesús por el abandono que sufrió y sigue sufriendo, porque su Pasión continuará hasta el fin del mundo, particularmente en sus pobres: «La vergüenza me destroza el corazón, y no tengo remedio. Espero compasión y no la encuentro, en vano busco un consuelo» (Sal 69,21).
Es evidente que una oración así es siempre muy agradable a Dios, cualquiera que sea la hora o el día en que se haga. Pero también es verdad que la noche del jueves tiene un significado muy especial: es el recuerdo de «aquella» noche del jueves, de aquella hora en la que el poder de las tinieblas parecía victorioso. La noche no es sólo oscuridad exterior, sino también interior. Por eso se nos invita a aprender a iluminar la noche con la oración: nuestra noche personal, la del mundo, y quizá también la noche de la Iglesia. Al fin y al cabo, es a medianoche cuando llega el Esposo y corremos hacia él (cfr. Mt 25,6): el corazón de Cristo, sobre el que el discípulo amado apoya su cabeza, es el corazón o el pecho del Esposo, a quien la esposa dice, en la intimidad del amor: «Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu lazo, porque el Amor es fuerte como la Muerte» (Ct 8,6).
Una vez más, vemos cómo el Señor se sirvió concretamente de esta mujer, suscitando en ella el espíritu profético, que es el testimonio de Jesucristo, para conducir a innumerables hombres y mujeres a un camino de conocimiento íntimo más profundo de Jesús en su Pasión, hasta casi asumirlo en sí mismos, para bien de su Cuerpo Místico que es la Iglesia. Por cierto, observemos cómo todo esto es muy paulino y, además, plenamente acorde con la espiritualidad ignaciana: no es casualidad que los jesuitas vayan a ser los encargados de difundir esta espiritualidad entre todo el pueblo cristiano.
La «gran promesa»
En una carta escrita por la Santa a su superiora, la Madre de Saumaise, se especifica que, en una nueva revelación, el Señor había hecho algunas promesas particulares a quienes se acercaran a la Eucaristía el primer viernes de nueve meses consecutivos. En particular: «Les prometo, en el exceso de la misericordia de mi Corazón, que mi amor todopoderoso concederá a todos los que comulguen los nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la perseverancia final. No morirán en mi desgracia, ni sin recibir los sacramentos, si fuera necesario, y mi divino Corazón será para ellos un asilo seguro en esa última hora»[11]. Es interesante constatar que estas palabras fueron retomadas por el Papa Benedicto XV en la Bula de canonización de la Santa, caso verdaderamente insólito: muchos creen que se trata de una confirmación – con el carisma de la autoridad pontificia – de la fiabilidad de tal promesa, definida como «grande» por excelencia, dado su formidable objeto, la salvación del alma misma.
Mantener la intención sincera de acercarse debidamente a la Eucaristía durante nueve meses seguidos constituye un camino de fe nada desdeñable y evita psicológicamente la connivencia con el pecado. Además, la experiencia confirma que esto se transforma también fácilmente en una celebración más frecuente del sacramento de la penitencia y tenderá a prolongarse en tiempos más prolongados de adoración y, por tanto, en una unión más profunda con el Señor, que sin duda manifestará sus frutos en una vida cristiana más intensa y ferviente. Esos «nueve» viernes pueden recordar, de hecho, los nueve meses de gestación, como si el alma fuera de algún modo regenerada por el Espíritu, como lo fue durante nueve meses en la carne. Sería un error pastoral debilitar o extinguir esta práctica entre el pueblo cristiano no promoviéndola o, peor aún, denigrándola.
A nosotros nos puede parecer poca cosa lo que aquí se pide, pero, como ya hemos observado, en aquellos tiempos la gente ya no se acercaba a los sacramentos, tanto se insistía en la gravedad del pecado, en la necesidad de una penitencia adecuada y en las disposiciones interiores necesarias para comulgar dignamente. Podemos olvidarnos de Jesús y de su amor incluso por razones aparentemente buenas, olvidando simplemente que, si nuestro pecado es grande, el amor de Dios es más grande, y que, si es verdad que debemos hacer penitencia, la verdadera y perfecta penitencia por nuestros pecados es la propia Pasión de Jesús, que soportó por nosotros. Al fin y al cabo, Jesús ama y acoge a los pecadores, como muestra abundantemente el Evangelio, y por eso acoge también nuestras disposiciones, por pobres e imperfectas que sean. Es un hecho que generaciones enteras de cristianos han realizado esta práctica y han encontrado en ella ayuda y consuelo. También ésta es la fe vivida del pueblo cristiano, la «teología del pueblo», a la que nos invita el Papa Francisco.
La cuarta revelación
Dejemos de nuevo la palabra a Margarita María: «Una vez, estando ante el Santísimo Sacramento (era un día de la octava del Corpus Christi), recibí de mi Dios gracias extraordinarias de su amor; me sentí impulsada por el deseo de corresponderle y de rendirle amor por amor. Me dijo estas palabras: No puedes demostrarme mayor amor que haciendo lo que tantas veces te he pedido. Luego, descubriendo su divino Corazón, me dijo: He aquí ese corazón que tanto ha amado a los hombres y que no ha escatimado nada hasta agotarse y consumirse para darles testimonio de su amor. Como signo de gratitud, sin embargo, sólo recibo de la mayoría de ellos ingratitud por las muchas irreverencias, sacrilegios y frialdades y desprecios que emplean contra mí en este sacramento de amor. Pero lo que más me entristece es que también hay corazones consagrados a mí que me tratan así. Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus Christi lo dediques a una fiesta especial para honrar mi Corazón, comulgando ese día y reparando honrosamente todos los ultrajes recibidos durante el tiempo que estuvo expuesto en los altares. Te prometo que mi Corazón se dilatará para derramar con abundancia las riquezas de su divino amor sobre aquellos que le rindan este honor y procuren que otros se lo rindan»[12].
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Precisamente de aquí nació la actual solemnidad litúrgica del Sacratísimo Corazón de Jesús, establecida por el Papa Pío IX en 1856 y extendida a la Iglesia universal; anteriormente, el Papa Clemente XIII había concedido este privilegio sólo a la Archicofradía romana del Sagrado Corazón y al Reino de Polonia. Como en el caso de la solemnidad del Corpus Christi, fijada como tal por el Papa Urbano IV en 1264 a petición de Juliana de Lieja, también aquí una mujer, la Santa visitandina, está en el origen de uno de los movimientos espirituales más fecundos para toda la cristiandad: realmente la mística guía a toda la Iglesia.
En cuanto al concepto de «enmienda honrosa», nos remite al derecho feudal del Antiguo Régimen: con él, el culpable de lesa majestad se acusaba públicamente de haber ofendido el honor y la dignidad de su señor, pedía perdón públicamente a Dios, a la sociedad y a los hombres; y representaba, por tanto, «la práctica por la que la justicia soberana permitía al culpable, en lugar del castigo, confesar públicamente y retractarse de la ofensa que le había hecho»[13]. Las confesiones públicas del pecado de Israel en los profetas bíblicos pueden representar un antecedente de ésta, sin que por ello se busque conexión alguna entre ellas, salvo la homogeneidad temática y la misma dimensión antropológica.
En cualquier caso, la gracia presupone siempre la naturaleza: el Señor habla a cada uno con el lenguaje, y por tanto con la cultura de su tiempo, en parte también a través de la sensibilidad personal – y por tanto irrepetible – del individuo, y sin embargo con un sentido común extensible a todos. Por eso, no todo lo que los santos hicieron o sintieron puede extenderse a todos, pues puede que sólo les concierna a ellos como tales, o a las categorías culturales de su tiempo, que pueden diferir de otros tiempos y lugares. De aquí, sin embargo, brota la inspiración para un aspecto muy profundo de la espiritualidad del Corazón de Cristo, que no podemos ignorar: la reparación por los pecados propios y los del mundo entero.
Conclusión
De la experiencia mística de santa Margarita María Alacoque, así como de sus escritos, surgieron otros modos de vivir la espiritualidad del Corazón de Cristo, como la consagración a Él, personal, familiar y comunitaria[14], y el ofrecimiento de la jornada, de nuestras oraciones, acciones, alegrías y sufrimientos, y finalmente de las horas individuales dedicadas a Él, para que las llene y santifique, de modo que todo cristiano pueda decir, con Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Este aspecto fue fomentado especialmente por el Apostolado de la Oración, una obra que se desarrolló en el siglo XIX en el seno de la Compañía de Jesús a través del P. Francisco Javier Gautrelet, y más tarde a través del P. Henri Ramière, y que hoy toma el nombre de Red Mundial de Oración del Papa: es una asociación pública de fieles, y aún hoy practica la devoción al Corazón de Jesús. Tiene el estatuto de obra pontificia y, en este sentido, su importancia se ve reforzada por esta calificación, mientras que, según los Estatutos, el director puede no ser ni siquiera jesuita. En particular, la Red Mundial desarrolla una intuición relativamente reciente: la oración según las intenciones del Papa, a las que Francisco ha dado especial relieve a través de los videomensajes mensuales en los que las presenta.
Jesuitas y Visitandinos son constituidos por Cristo mismo en este carisma: según las palabras recibidas de la Santa[15], a los padres de la Compañía de Jesús el Señor les habría concedido las gracias necesarias para promover tal espiritualidad, y habría derramado abundantes bendiciones sobre toda su obra en este sentido. Es de esperar que, hoy como ayer, el Señor, con su Espíritu, siga suscitando hombres y mujeres apasionados por su Corazón, que encuentren en él una fuente siempre viva de vida espiritual y apostólica. Es verdad que, después del Concilio Vaticano II, en la gran reflexión eclesial que siguió y en las no pocas incertidumbres y sacudidas que han acompañado nuestra vida más reciente, se tiene la impresión de que ya no ocupa aquel lugar central que tuvo hasta los años cincuenta, a pesar de que los Papas siempre se han propuesto desarrollarlo de muchas maneras, y los mismos Superiores Generales jesuitas más recientes – P. Peter Hans Kolvenbach, el P. Adolfo Nicolás y el P. Arturo Sosa (este último promoviendo específicamente la Red Mundial de Oración del Papa) – han renovado sus esfuerzos. Tal vez una de las razones radique en el hecho de que esta espiritualidad se presentó infelizmente como vinculada a revelaciones privadas, que tienen una «nota» o calificación teológica muy baja, y de hecho se han hecho muchos esfuerzos por reconectarla con la Escritura como su fuente original[16] y con la dimensión simbólico-antropológica[17]. Más perjudicial aún ha resultado la dimensión política de esta espiritualidad, muy presente también en la historiografía laica, y de la que se han apropiado los movimientos antimodernistas y reaccionarios del siglo XIX.
Pero estamos convencidos de que todavía hoy puede constituir una fuente inagotable de inspiración y de gracia para todos, laicos y clérigos, y un impulso para la renovación interior de la Iglesia, conscientes de que también en este punto «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
Quisiéramos concluir con las palabras del P. Pedro Arrupe: «Quiero decir a la Compañía algo que siento que no debo callar. Desde mi noviciado, siempre he estado convencido de que lo que llamamos devoción al Sagrado Corazón contiene una expresión simbólica de lo más profundo del espíritu ignaciano, y una extraordinaria eficacia – ultra quam speraverint – tanto para su propia perfección como para la fecundidad apostólica. Sigo manteniendo la misma convicción. […] En esta devoción encuentro una de las fuentes más íntimas de mi vida interior»[18].
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Con esta ocasión se abrió un Año Jubilar especial, que concluirá el 27 de junio de 2025, solemnidad del Sagrado Corazón. ↑
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Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 23. ↑
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Remitimos a una obra fundamental sobre este tema: D. Di Maso, Sacro Cuore di Gesù. Origine e sviluppo storico del culto e della devozione, Roma, Gangemi, 2023. De ella tomamos toda la información que aquí proporcionamos. ↑
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Ibid., 148, nota 363. ↑
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Ibid., 149. ↑
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Ibid., 160. ↑
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Cfr. Ch.-A. Bernard, La spiritualità del cuore di Cristo, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2015. Este autor tiene el mérito de habernos revelado la profundidad de la dimensión simbólica de esta espiritualidad, que no es mera devoción, y de sus reflexiones sobre la relación entre mística y Escritura. En efecto, la espiritualidad tiene por objeto todo el misterio cristiano, en su triple dimensión: intelectual (o teología), práctica (o diaconía) y cultual (o liturgia). Las «devociones» corresponden en cambio, al menos en el lenguaje corriente, a prácticas piadosas, que uno puede o no realizar. En este sentido, se habla de espiritualidad mariana, o de espiritualidad eucarística, o, incluso, del Sagrado Corazón, lo que significa que desde este aspecto, como desde una perspectiva o ángulo, se contempla y abarca toda la fe. La espiritualidad es, pues, como unas gafas a través de las cuales comprendemos, celebramos y experimentamos toda la realidad. ↑
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Cfr., Ap 19,16: «El testimonio de Jesús es el espíritu profético», en su doble acepción de genitivo subjetivo – es decir, el testimonio que Jesús da de sí mismo – y genitivo objetivo – es decir, el testimonio que el creyente da de Jesús. ↑
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D. Di Maso, Sacro Cuore di Gesù…, cit., 162. ↑
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Ibid., 163. ↑
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Ibid., 713. ↑
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Ibid., 165. ↑
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D. Menozzi, Sacro Cuore. Un culto tra devozione interiore e restaurazione cristiana della società, Roma, Viella, 2002, 24. ↑
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Queremos recordar explícitamente la consagración de la Compañía al Corazón de Jesús, propuesta por el P. Arrupe en 1972, y también hoy vivamente recomendada. Personalmente era un gran amante del Corazón de Cristo, como se desprende de sus escritos, pero su prudencia, su confianza en los demás y las dificultades de los tiempos aconsejaban un modo de proceder discreto y modesto, incluso para promover esa espiritualidad en el seno de la Compañía. ↑
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Cfr. D. Di Maso, Sacro Cuore di Gesù…, cit., 176; 179 s. ↑
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Nos permitimos remitir a nuestro escrito La spiritualità del Cuore di Cristo. Una proposta, Todi (Pg), Tau, 2021. ↑
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Véase, al respecto, la obra completa del p. Charles-André Bernard, ya citada. ↑
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P. Arrupe, In Lui solo la speranza, Milán, Àncora, 1983, 180. ↑
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