El libro de las Lamentaciones, atribuido en la Vulgata al profeta Jeremías o de alguna manera relacionado con su obra literaria, es un escrito poco conocido y un tanto oculto del Antiguo Testamento. Tiene como telón de fondo la tragedia de Jerusalén del año 586 a.C.: la capital fue conquistada por Nabucodonosor, rey de Babilonia, después de un largo asedio y completamente devastada; el Templo fue profanado, saqueado, incendiado, destruido y Judea perdió su independencia. Las personas más importantes, aquellos que contaban y que sobrevivieron, fueron enviadas al exilio y deportadas a Babilonia; los que quedaron tuvieron que soportar el peso de la ocupación extranjera. Fue una verdadera catástrofe: impactó dramáticamente en la conciencia histórica del pueblo, que experimentó la destrucción como la desintegración de su propia identidad religiosa y nacional. El libro, por lo tanto, ilustra un tiempo de luto, desolación y muerte, y es precisamente el lamento desconsolado de un momento oscuro en el que se inserta, paradójicamente, una historia de salvación.
Recientemente se publicó en italiano un comentario sobre las Lamentaciones del biblista Pino Stancari: Nei giorni del pianto. Lettura spirituale delle «Lamentazioni»[1] (la traducción al español sería: «En los días del llanto. Lectura espiritual de las “Lamentaciones”»). Debe destacarse la calidad de dicho comentario, pero sobre todo la sorpresa que provoca la palabra de Dios, que viene a nosotros para comprender el tiempo que estamos viviendo. El libro «nos ha obligado a tomar conciencia de lo luctuoso y trágico que es la historia de la humanidad, hoy como ayer, en muchos países del mundo, como actualmente en Europa»[2], y ahora también en el Medio Oriente. Precisamente las trágicas vicisitudes que estamos sufriendo nos llevan a leer esta obra para captar su actualidad y obtener ayuda para interpretar nuestra experiencia, porque «la Palabra de Dios nunca traiciona los encuentros con la historia del pueblo cristiano, que está rigurosamente entrelazada con la historia de la familia humana»[3].
La composición
El libro está estructurado en cinco poemas, que corresponden a otros tantos capítulos de la obra, cada uno con su propio desarrollo, pero con una temática común: la destrucción de Jerusalén, la devastación de toda la nación, la violencia y las humillaciones sufridas por el pueblo. Los poemas están compuestos en estrofas, de modo que cada una comienza con una letra del alfabeto hebreo, desde alef hasta tau[4]. Esta estructura compositiva, llamada «acróstico», tiene su razón de ser: cuando no se puede decir todo, e incluso, cuando no se puede decir nada en absoluto, entonces se puede llorar. La interpretación del autor sobre esto es interesante: las 22 letras del alfabeto hebreo aluden a todo lo que no se puede decir, y transmiten con el lamento la integridad de un mensaje que, en la experiencia de las personas afectadas dramáticamente, dice una verdad plena y definitiva.
El inicio del volumen está marcado por un centro que constituye el eje de la historia: Jerusalén. No se trata simplemente de un lugar geográfico, sino de un «signo sacramental, que remite a la presencia y promesas con las cuales [Dios] se ha revelado a su pueblo. […] Promesas que Dios se ha comprometido a cumplir desde el principio de la historia de la salvación […] y que luego encontraron su síntesis en la promesa mesiánica»[5]. Jerusalén es la ciudad de David, la ciudad real, el punto de referencia de todas las tribus de Israel: así asume una misión particular en la historia de la salvación, con la confianza de que el trono de David permanecería estable para siempre.
Mucho antes de la conquista de Nabucodonosor, hubo un período de veinte años en el que ocurrió un episodio que contribuyó a consagrar este valor único y extraordinario de Jerusalén. En el año 721 a.C., los asirios conquistaron y destruyeron el Reino de Israel; en los años siguientes, con su inmenso ejército, penetraron en el Reino de Judá, llegando a sitiar a Jerusalén, la capital. Lo que realmente sucedió históricamente no lo sabemos con certeza. Lo que sí sabemos es que la ciudad no fue conquistada, y los asirios se retiraron en el 701 a.C., desapareciendo sin dejar rastro. Tal vez hubo una epidemia repentina, esa es la interpretación de 2 Re 19:35-37, o tal vez la urgencia de regresar a Nínive; el hecho es que Jerusalén no fue afectada. Este episodio infundió una extraordinaria confianza en la estabilidad y solidez incuestionable de la ciudad, que nunca más sería sitiada y conquistada.
Sin embargo, la historia demostraría que las cosas serían diferentes: en el 586 a.C., Jerusalén fue conquistada y destruida. La confianza en su solidez fue dramáticamente traicionada. Lo que muchos esperaban, la repetición del milagro del 701, no ocurrió.
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En los años anteriores, vivía y predicaba en Jerusalén el profeta Jeremías. Su ministerio buscaba provocar en los habitantes de la capital la percepción de la urgencia de una sincera y profunda conversión, porque estaba por ocurrir un evento del cual no se daban cuenta, pero sobre todo no querían saber nada. El profeta insistía en denunciar la gravedad de la situación, la presunción de no querer comprender, la obstinación en no abrir los ojos ante la catástrofe que estaba por consumarse. Jeremías fue considerado un personaje extraño, un pesimista, un traidor, tanto que algunos lo hicieron encarcelar y otros incluso intentaron matarlo. El profeta al final quedó como el testigo solitario de la tragedia inminente.
En el año 586 a.C., el ejército babilónico abrió una brecha en las murallas, y fue la ruina de Jerusalén: la Ciudad santa fue invadida y destruida, el Templo profanado e incendiado; solo quedaron el llanto y el lamento de los sobrevivientes.
Primera Lamentación. El sufrimiento de la madre
La apertura de la Lamentación está dominada por la imagen de una madre viuda, que es figura de Jerusalén, «la grande entre las naciones» (1,1). Por la trágica situación que vive, es una madre afligida, porque le han sido deportados sus hijos. Incluso «sus niños han partido al cautiverio» (1,5): aunque inocentes, han sido llevados a la esclavitud.
El texto se abre con un «¡Ay!»[6], el lamento de la viuda a quien le ha faltado su esposo. La viudez es causada por una trágica infidelidad en el amor: Jerusalén lo ha perdido todo, porque ha perdido a su Señor. Se ha vuelto hacia los amantes, que la han abandonado. De un estado de gran esplendor político y religioso, la madre ha caído en la mayor miseria y humillación: «Jerusalén ha pecado gravemente y se ha convertido en algo inmundo. Los que la honraban la consideran despreciable» (1,8). La ciudad se ha sumido en la vergüenza. Se ha rebajado incluso a prostituirse y paga el precio de la impureza de esas relaciones: «cayó de manera portentosa, sin que nadie la consolara» (1,9b).
Aquí aparece la referencia al único Señor, porque la viuda se dirige a él y le ruega: «¡Mira, Señor, mi opresión porque triunfa el enemigo!» (1,9c). Ahora es Jerusalén misma quien habla y atribuye a Dios la responsabilidad de la tribulación: la desgracia que la asola revela su presencia. La ciudad describe, a su manera, lo que le ha sucedido: el Señor la ha entregado en manos de sus enemigos, y ahora ella no puede levantarse más (cf. 1,14).
Incluso los caminantes son interpelados: «¡Todos ustedes, los que pasan por el camino, fíjense bien y miren si hay un dolor comparable al mío: a este dolor que me atormenta, porque el Señor ha querido afligirme en el día de su furor!» (1,12). También nosotros estamos presentes entre estos caminantes: no podemos quedarnos como espectadores distraídos o curiosos ante un dolor tan grande. Porque es el castigo que le ha sido infligido desde lo alto.
Luego se utiliza la imagen de la vendimia para señalar la tragedia que ha golpeado a Jerusalén: «El Señor pisoteó [como la uva] en el lagar a la virgen hija de Judá» (1,15). La ciudad gime en llanto y dolor inconsolable: «Mis vírgenes y mis jóvenes han partido al cautiverio» (1,18b). Las lágrimas manifiestan lo que no se puede expresar, lo que no tiene voz y no tiene palabras.
La conclusión reconoce que «el Señor es justo, porque yo fui rebelde a su palabra» (1,18a); En hebreo, no dice «palabra», sino «boca», es decir, «fui rebelde a su boca», contra su beso de amor. Es la confesión de un amor traicionado, del cual Jerusalén sufre las consecuencias en la amargura y el desprecio de los enemigos (cf. 1,21). Pero estos últimos, hacia los que ahora se dirige la atención, son similares a ella: «Los enemigos están presentes en esta historia de amor, porque esta también es su historia: ¡es la historia humana! Lo que está sufriendo Jerusalén concierne al mundo: concierne al sentido de las cosas, de la vida, de todos, siempre»[7]. Jerusalén es responsable y confiesa su error, pero lo que le está sucediendo concierne a todos, incluso a los adversarios, y por lo tanto, concierne a toda la condición humana.
Segunda Lamentación. La obra del Señor
El segundo poema, superando la mentalidad de la época, tiene el coraje de afirmar que el autor de la catástrofe de Jerusalén es Dios mismo, quien «abatió, en el ardor de su ira, toda la fuerza de Israel» (2,3). Frente al adversario, el Señor ha renunciado a ser el protector de Israel, y de hecho se ha revelado como su verdadero enemigo (cf. 2,4-5). Sin embargo, precisamente el sufrimiento experimentado por las flechas de los arqueros babilonios se convierte para el pueblo de Israel en una ocasión determinante para purificar su devoción y proclamar la profesión de fe de la unicidad del Señor: Dios no es el Señor de Israel porque esté de su lado. Si esta fue la fe del pueblo y el eje de la relación con Dios, ahora la catástrofe de la destrucción de la ciudad se convierte en «la matriz de un auténtico monoteísmo teológico»[8]: la afirmación de la unicidad de Dios en la historia de la salvación se fusiona con esta experiencia de derrota. Por lo tanto, el exilio no es un incidente menor, sino un acontecimiento que desempeña un papel determinante en el reconocimiento y la autenticación de la fe de Israel.
El Señor, precisamente porque es Uno, no es en absoluto mío o nuestro, sino de todos. Es el Señor del universo, quien ha creado el cielo y la tierra, y ha formado a los hombres y las cosas. Con nuevos ojos, Jerusalén aprende a percibir la desolación de un mundo que llora y a compartir responsablemente su sufrimiento; aprende a mirar la historia, las estructuras que conectan las cosas, los eventos, las personas, de manera diferente, más verdadera.
También hay una referencia a los niños que mueren, a los lactantes masacrados, que se convierten en anunciadores de una nueva infancia, preludio de una humanidad que está aprendiendo a creer en la vida y quiere nacer de nuevo: es la misteriosa maternidad de Jerusalén. En el pasado, lamentablemente, los falsos profetas fomentaron la malinterpretación de la situación real y no revelaron su iniquidad.
Esta revelación se expresa en hebreo con gãlâ, que es el mismo verbo utilizado para indicar la deportación de un pueblo, gãlût: el sentido del término es por sí mismo «hacer espacio», es decir, eliminar las presencias que obstruyen un entorno, liberar la escena. Es el verbo que se relaciona con «revelar», según nuestro vocabulario, y con esa «revelación» mediante la cual se manifiesta el misterio de Dios[9].
La ciudad, que era «el dechado de toda hermosura, la alegría de toda la tierra» (2,15), se encuentra en condiciones deplorables. Esto no es solo una burla para Jerusalén, sino una necesidad que se le impone para reinterpretar su historia pasada como una imagen completamente falsa de sí misma, teniendo en cuenta que Jeremías había gritado con claridad la dramática verdad. El Señor lo había enviado para destruir, pero también para «edificar» (Jer 1,10). Si el mensaje del profeta se cumplió con la destrucción, ahora se cumplirá con la reconstrucción. El Señor hace de Jerusalén una madre de manera nueva, casi contradictoria: la maternidad que se mide con los hijos, ahora se mide con los abortos; la obra de Dios hará fecundo el vientre materno como una tumba que genera vida.
Tercera Lamentación. El hombre de los dolores
«Yo soy el hombre…»: Con una voz masculina, casi como una alternativa a la de la madre Jerusalén, se abre la tercera Lamentación. Es el centro del libro, donde se presenta lo que podría definirse como «el hombre de los dolores»: el poema adquiere aquí características que nos orientan hacia una perspectiva mesiánica. En primer lugar, por su anonimato, que evoca al «siervo» del Deutero Isaías (cf. Is 53,3); luego, por el servicio prestado a Dios para la conversión de los suyos. Pero los hechos demuestran que ha fallado miserablemente en su misión y ahora está humillado, encarcelado, es objeto de agresiones. Tiene el rostro del desesperado, para quien ya no hay paz.
El hombre de los dolores no es un espectador, sino una persona involucrada en los hechos, que nos invita a participar en su dramático destino. Sin embargo, aun en la desesperación, nace una esperanza: le queda el Señor, porque «el Señor nunca rechaza a los hombres para siempre. Si aflige, también se compadece, por su gran misericordia» (3,31-32). Una historia tan desdichada se sumerge en la misteriosa intimidad de un vínculo de comunión vital con Dios mismo, descubriéndose parte de un diseño de misericordia, porque todo castigo sufrido y merecido es de todas formas medido por la misericordia de Dios, de manera que cae dentro de un horizonte de amor; así, el castigo sufrido como consecuencia de la culpa impulsa a los hombres a encontrarse con el Señor de la vida.
Dios es intolerante hacia toda forma de opresión que aplasta la miseria ajena, hacia las injusticias y las violencias contra los prisioneros, porque son acciones contrarias a los derechos del hombre y constituyen una mentira delante del Altísimo (cf. 3,34-35).
Sin embargo, todas las vicisitudes dolorosas que Dios no soporta tienen consecuencias que manifiestan su intolerancia, convirtiéndose en elementos de un proceso terapéutico de recuperación, conversión y redención. Porque la palabra de Dios es efectiva y de su boca provienen tanto el bien como la desgracia, en el sentido de que «en la historia humana, calamidades y beneficios están de todos modos sometidos a un diseño providencial, que es la revelación de la misericordia de Dios. Siempre y en todas partes. Siempre, en la continuidad de los tiempos; en todas partes, en la variedad de situaciones»[10].
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La última parte es una confesión coral del hombre de los dolores, y de nosotros con él; una invitación a examinar nuestra propia conducta y a levantar las manos hacia Dios: «¡Tú no has perdonado!» (3,42), porque el Señor ha manifestado todo su disgusto, su pesar y su distancia con respecto a esa situación de la cual somos responsables. Y mientras nos aferramos a él con la carga de nuestras miserias, y somos rechazados por él hasta el punto de reconocerlo cuando se ha revelado como nuestro adversario, él mismo es el único en quien podemos confiar y a quien queremos entregarnos. La misericordia de Dios no aprueba nada de nuestras infidelidades, y sin embargo es generosa con nosotros, «porque es él quien, habiendo sufrido la traición, se manifiesta en la absoluta novedad de su presencia de amor. Es el misterio del Crucificado. Todo, siempre, en la revelación bíblica, nos lleva inevitablemente a enfrentarnos con el evento decisivo y resumido de todo lo que ha ocurrido por nosotros en el misterio del Hijo crucificado y glorioso. El amor que hemos traicionado es el único amor creíble, […] al que podemos entregarnos. […] Es el amor verdadero, es el amor eterno, es el amor de Dios. […] Es el amor que nos “persigue”, porque nunca renunciará a exigir de nosotros una respuesta de amor»[11].
Sin embargo, el estado de doloroso malestar por la derrota sufrida nos abre a la comunión con la experiencia de toda la humanidad. Justo a través de esta terrible vicisitud se han abierto de manera impredecible caminos de comunicación y empatía con toda la humanidad.
La conclusión sigue siendo el llanto del hombre de los dolores; él evoca la situación que lo ha llevado a la desesperación, pero también a la redención: «Tú has defendido mi causa, Señor, has rescatado mi vida. Has visto el daño que me hacen, ¡defiende mi derecho!» (3,58-59). Aquí aparece el término hebreo go’el, que indica al «redentor».
Cuarta Lamentación. El relato de una historia arruinada
En esta Lamentación se describen los daños y horrores ocurridos en Jerusalén después de los hechos narrados: sin embargo, ya no es la ciudad la que llora, ni es el hombre de los dolores el que se lamenta. Se narra, más bien, las consecuencias que ocurren en la historia de los hombres después de una traición, cuando la condición humana se ha convertido en un desastre; en resumen, un inventario largo y riguroso de los estragos de una historia de infidelidad.
El primer versículo es una denuncia: «¡Cómo se ha oscurecido el oro fino!» (4,1). El material precioso – tanto el reservado para construcciones prestigiosas como el de los valores sociales, culturales y religiosos – se ha deteriorado. También se habla de las «piedras sangradas», pertenecientes al santuario, que están en ruinas. «La hija de mi pueblo se ha vuelto cruel» (4,3), hasta el punto de que su iniquidad es mayor que el pecado de Sodoma (cf. 4,6): vive en la violencia, que se impone como algo necesario, inevitable, penetra en la vida y en las relaciones[12]. La prepotencia parece haberse convertido en un valor depravado. Incluso afecta a los niños, que necesitan ser amamantados y alimentados. Con una falta paradójica de discernimiento, «nos hemos sentido con derecho a saquear el mundo en nombre de nuestros intereses, nuestras ventajas, nuestras sagradas pretensiones de asegurar nuestro abuso consumista particular, instrumentalizando la vida de la multitud humana. El hecho es que hemos rechazado los datos de la historia»[13].
Los jóvenes han perdido su esplendor y «ya no se reconocen por las calles» (4,8). Los muertos a espada son más afortunados que los que mueren de hambre. Para los supervivientes, se presenta un comportamiento aberrante, al punto de que las madres devoran a sus propios hijos (cf. 4,10). El desastre es tal que «el Señor desahogó su furor, derramó el ardor de su ira; encendió un fuego en Sión que devoró hasta sus cimientos» (4,11).
Los pecados de los profetas, las iniquidades de los sacerdotes, las culpas de los líderes, es decir, las vocaciones más calificadas, han registrado un fracaso y una miseria asombrosa, justo aquellos a quienes les correspondían los roles principales para la vida y el bienestar del pueblo. Este comportamiento ha acelerado el día terrible de la catástrofe. Se habla de la «sangre de los justos» (4,13), como consecuencia del fracaso de la vocación de aquellos que debían ser guía y apoyo para la población.
El poema termina con expresiones amargas contra Edom, que se ha aprovechado de la ruina de Jerusalén. Edom es Esaú, el hermano de Jacob, cuya culpabilidad es, por lo tanto, el fracaso de la fraternidad entre los hombres.
Quinta Lamentación. La gran súplica coral
Las Lamentaciones han presentado a Dios como un enemigo, pero también como el único liberador en quien se puede confiar. De ahí la ferviente invocación: «¡Recuerda Señor, lo que nos ha sucedido, mira y contempla nuestro oprobio!» (5,1). A él, a su mirada, se confía nuestra infamia: el término, en hebreo, alude a la esclavitud del pueblo en Egipto, y la situación actual recuerda esa antigua condición miserable. «Estamos huérfanos, sin padre, nuestras madres son como viudas» (5,3). Es la historia de hoy, pero también es la historia de siempre. Además del llamado a los eventos de Egipto, aquí hay una referencia a la trágica relación con Asiria: son recuerdos de la historia pasada, pero es lo que se repite hoy con los babilonios.
Luego sigue la confesión de culpa: «Nuestros padres pecaron, y ya no existen: nosotros cargamos con sus culpas» (5,7). En realidad, incluso los hijos con sus propias malas acciones se han comprometido, y estamos humillados al punto de ser esclavos de otros esclavos.
La desgracia ha golpeado a todos, especialmente a las mujeres: «Han violado a las mujeres en Sión, a las vírgenes en las ciudades de Judá» (5,11). Los líderes fueron colgados, los ancianos experimentaron la humillación mortificante de su papel. «Cesó la alegría de nuestro corazón, nuestra danza se ha cambiado en luto» (5,15).
La conclusión, «Por esto nuestro corazón está dolorido, por esto se nublan nuestros ojos» (5,17): hay oscuridad en el corazón y empañamiento de la vista. El reconocimiento de la oscuridad y la miseria en nuestra propia existencia provoca la oración final: «Pero tú, Señor, reinas para siempre […] ¿Por qué nos tendrás siempre olvidados y nos abandonarás toda la vida? ¡Vuélvenos hacia ti, Señor, y volveremos: renueva nuestros días como en los tiempos pasados! ¿O es que nos has desechado completamente y te has irritado con nosotros sin medida?» (5,19-22).
La confianza en la fidelidad del Señor, que nunca falla, concluye la oración coral, abriendo a la esperanza: el lenguaje de las Lamentaciones nos ayuda en las tragedias que estamos viviendo y de las cuales parece imposible salir; es la única expresión adecuada para relacionarnos con el misterio de Dios, Señor y Rey de la historia. Es el tiempo del llanto.
- Cf. P. Stancari, Nei giorni del pianto. Lettura spirituale delle «Lamentazioni», Rende (Cs), R-Accogliere, 2022. ↑
- Ibid., 5. ↑
- Ibid. ↑
- Solo la quinta Lamentación no responde a este esquema, pero de todas formas consta de 22 versos, es decir, de cuantas letras componen el alfabeto hebreo. ↑
- P. Stancari, Nei giorni del pianto…, cit., 9. ↑
- En hebreo «’eká!». ↑
- Ibid., 59. ↑
- Ibid., 71. ↑
- Cf. Ibid., 85. ↑
- Ibid., 124. ↑
- Ibid., 127. ↑
- Cf. Gn 19. Cabe señalar que Sodoma fue destruida por obra de Dios, mientras que Jerusalén por obra de los hombres. ↑
- P. Stancari, Nei giorni del pianto…, cit., 145. ↑
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