SOCIOLOGÍA

El wokismo, un brusco despertar

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Nacido en las universidades estadounidenses, el wokismo es un movimiento que en los últimos años ha ganado gran relevancia en el espacio público[1]. Testimonio de ello son la omnipresencia de términos como «heteronormativo», «cisgénero», «no binario» o el acto de graffitear la palabra «descoloniza» en las estatuas de navegantes y políticos. El término «wokismo» define a aquellos que se consideran «despiertos» (del inglés woke), es decir, militantes en alerta contra las injusticias que permean la sociedad y contra la resistencia de esta a las reformas. El wokismo sostiene que la discriminación contra las personas marginadas es sistémica, es decir, no está limitada a manifestaciones aisladas, y que, por lo tanto, debemos ser conscientes de las estructuras que oprimen a los individuos en base al género, color, orientación sexual, nacionalidad o etnia.

A primera vista, el wokismo parece un movimiento de movimientos, que abraza y da voz al feminismo y a todas las minorías en la sociedad. Sin embargo, es mucho más complejo y puede considerarse una verdadera ideología política, que remite a diversas escuelas de pensamiento y se caracteriza por una gran propensión a la acción. Envuelto en polémicas, por no decir que él mismo es en sí polémico, genera reacciones particularmente adversas por parte de otros sectores de la sociedad, que aquí, a falta de un mejor nombre, definiremos como «antiwokismo». Ambos merecen una mirada atenta y reflexiva, porque su enfrentamiento resulta en un conflicto que genera una fuerte tensión social.

Este artículo tiene la intención de repasar brevemente el camino de la sociedad hacia la posmodernidad, el momento que dio origen al wokismo, para luego presentar los hilos con los que se teje la trama woke, las repercusiones que genera y, finalmente, plantear algunas indicaciones para un posible futuro.

El recorrido hasta ayer

Durante miles de años hemos vivido en comunidades sedentarias y agrícolas, en las que los roles sociales eran fijos y definidos: había una rígida jerarquía, basada en el género y la edad, y todos tenían esencialmente la misma ocupación (trabajar la tierra o cuidar de la casa). Nuestros antepasados pasaban la mayor parte de su vida en la ciudad, el pueblo o la aldea en la que habían nacido, dentro de un círculo restringido de amigos y vecinos, con quienes compartían la misma religión y los mismos mitos y creencias. La movilidad social era prácticamente imposible. No había ningún pluralismo, ni diversidad, ni elección.

La aparición de civilizaciones que abarcaban pueblos y territorios diferentes llevó a experiencias epifenoménicas de convivencia positiva, sobre todo en los lugares de comercio. Sin embargo, es en el clima de relativa paz del Bajo Medioevo donde podemos identificar el momento inicial en que las estructuras sociales rígidas comienzan a sacudirse. En efecto, las sociedades comienzan a crecer, y se asiste al surgimiento de nuevas clases sociales, nacidas en el ámbito del libre comercio y las universidades, cuyo encuentro inspira la creación de nuevas tecnologías de navegación. Los límites entre los estratos sociales comienzan a desdibujarse con la creciente influencia de la burguesía y del mundo académico, y a partir del siglo XVI los viajes intercontinentales se vuelven normales y la imprenta facilita la difusión de la información.

La Reforma Protestante y las guerras de religión que le siguieron, especialmente en el siglo XVII, pusieron en crisis el papel unificador de la fe cristiana, induciendo a Occidente a encontrar en la razón y la libertad individual la respuesta para garantizar una sana convivencia entre las naciones y las facciones religiosas. La Paz de Westfalia (1648) abrió el camino a la Ilustración, el Siglo de las Luces (siglo XVIII), al nacimiento de una mentalidad eminentemente técnica y de una preocupación por la condición humana que marca el origen de los derechos humanos, que, aunque de inspiración cristiana, prescinden de la referencia a Dios.

Con la Revolución Industrial se produjo una brusca aceleración, tanto en el campo de la tecnología como en la mejora de la calidad de vida. Sin embargo, con las dos guerras mundiales libradas en la primera mitad del siglo XX, al desencanto de Occidente hacia la religión se sumó el desencanto hacia la razón, que se había revelado capaz de terribles atrocidades.

Las rigideces y certezas de la modernidad, que resultaron ser igualmente, si no más destructivas que las convicciones religiosas del pasado, llevaron a preferir sistemas abiertos y flexibles[2]. Lentamente, la sociedad comienza a fragmentarse, las instituciones empiezan a ser vistas con sospecha y la identidad comienza a forjarse según una fuerte distinción entre el verdadero «yo» de cada persona y un mundo externo de reglas y normas sociales. Es la transición de la modernidad, con su énfasis en la razón y la autonomía individual, a la posmodernidad.

Es difícil clasificar eficazmente la posmodernidad, ya que esta es, por definición, plástica y subjetiva: niega la posibilidad de un conocimiento objetivo y sostiene que el lenguaje es solo una herramienta sin ningún vínculo con la realidad, manipulada por quienes detentan el poder. Los poderosos, de hecho, crean metarrelatos que, según sus conveniencias, adormecen a la sociedad en la dulce paz de un sueño o inducen un frenesí de pesadillas permanentes; por lo tanto, deben ser deconstruidas. En una perspectiva posmoderna, todo lo que experimentamos, todas las interacciones sociales, no son más que una búsqueda del poder. Solo esto es real. El conocimiento, la verdad, el significado y la moralidad son constructos sociales, originados de culturas individuales, ninguna de las cuales posee las herramientas o los conceptos necesarios para evaluar a las demás.

De ello se sigue que todas las leyes han sido inventadas para que puedan – y deban – ser infringidas. No hemos heredado la moralidad de nuestros antepasados, y mucho menos nos la ha comunicado una divinidad. Ha sido construida, y por lo tanto puede ser moldeada. Y también la identidad de cada individuo se forja en un juego de fuerzas culturales, de modo que a cada uno le corresponde moldear su significado.

Para el posmodernismo, nada se crea, todo se recicla. Solo existen reproducciones, y nada es original o auténtico: solo copias de copias de copias. Solo hay superficie, no hay profundidad. No hay un significado compartido, solo un juego que gira en torno a la conquista del poder. Por lo tanto, lo que debemos hacer es participar en el juego, generando irónicamente entropía y divirtiéndonos. Si el sistema colapsa, seguirá otro, y comenzaremos el juego de nuevo.

Los estímulos del sujeto posmoderno son la libertad, el placer y la inclinación natural. Trabaja con la expectativa de disfrutar las ganancias de su trabajo, pero no espera obtener satisfacción de lo que hace. Vive para el momento, sin adherirse al placer común de trabajar para el bienestar de los demás. Incluso cuando se encuentra inmerso en una experiencia laboral jerárquica, es un empresario autónomo, responsable de gestionar su propia imagen pública de acuerdo con las expectativas de autorrealización de la sociedad, de modo que se convierte simultáneamente en amo de sí mismo y esclavo de sus propias expectativas.

Este horizonte infinito de posibilidades dentro de un campo restringido de referencias ha llevado, como correctamente señala Byung-Chul Han, al agotamiento del individuo[3]. Frente al fracaso, la frustración se experimenta individualmente como angustia, y a su vez contribuye a originar una sociedad cansada, donde prosperan la depresión y el síndrome de burnout. Paradójicamente, en una sociedad en la que finalmente somos libres de ser quienes queremos ser, o quienes estábamos destinados a ser, terminamos descubriendo que la ruptura de los lazos sociales no se traduce en libertad, sino más bien en agotamiento.

La colectivización de la identidad

La soledad a la que ha sido forzado el individuo posmoderno lo ha llevado a reconocer la necesidad de identificarse con los demás, de descubrir «quién es» en el contexto de la pertenencia social, y de comprometerse con los cambios que considera necesarios. Este trabajo de reparación de los lazos de pertenencia y de recreación de un horizonte moral es una autocorrección de la posmodernidad misma, que de esa manera busca remediar los excesos individualistas iniciales.

Esta búsqueda de identidades compartidas ha encontrado respuestas, tanto a la derecha como a la izquierda, en torno a las categorías que la posmodernidad ha dejado intactas o ha reforzado – raza, género, orientación sexual –, o en torno a las categorías ultrarresistentes de nación, cultura y religión. En Europa, la centralidad, en la izquierda política, de las cuestiones relacionadas con los marginados en detrimento de las de clase, y, en la derecha, el resurgimiento de profesiones públicas de fe soberanistas y de discursos aislacionistas, son signos de polarización identitaria.

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Estas reacciones no han nacido de la nada, sino que se han originado en la posmodernidad. Y ellas se han concretado en dos movimientos que hoy luchan por el predominio de la atención social: el wokismo y sus detractores, que aquí llamaremos «antiwokismo», a falta de un nombre propio de consenso.

Como subraya Philippe Forest[4], el término «wokismo» designa a aquellas personas que se consideran «despiertas», es decir, capaces de reconocer las relaciones de dominio y de discriminación que impregnan toda la sociedad, respecto a las cuales la mayoría de los individuos permanece dormida. Particularmente militantes, los wokistas intentan eliminar todas las formas y herramientas de opresión en las que estamos atrapados – incluso si no somos plenamente conscientes de ello – principalmente en torno a categorías como raza, género y orientación sexual.

Como hemos mencionado, el wokismo nació en las universidades de Estados Unidos. Es en gran medida deudor de lo que se ha llamado la French Theory, que reúne una serie de teorías filosóficas, literarias y sociales posmodernas, en las que el concepto de deconstrucción (Heidegger, Derrida) es central y cuya línea posestructuralista es innegable. Sin ninguna pretensión de exhaustividad, podemos decir que Baudrillard, Simone de Beauvoir, Deleuze, Foucault, Derrida, Lyotard, Kristeva y Wittig son algunas de las figuras principales. Además de estos, cuando se piensa en el wokismo, también es importante considerar el postcolonialismo de Frantz Fanon.

Sin embargo, el wokismo reúne otras influencias. Matthew Petrusek, en Evangelization and Ideology[5], lo define como el «Frankenstein» de las ideologías políticas, porque en él encontramos ideas antagónicas e incluso adversarios clásicos, como el liberalismo y el utilitarismo. Tanto los autores mencionados como estos encuentros inesperados muestran cuán evidente es la impronta de la posmodernidad en el wokismo. Intentemos ver, entonces, el bricolaje de ideas que constituye la matriz woke.

Teniendo en cuenta la visión identitaria colectiva del wokismo, la presencia más sorprendente en su corpus de influencias es la visión liberal, marcadamente individualista. Sin embargo, el wokismo no duda en apropiarse del rechazo kantiano de la metafísica clásica. Kant sostiene que no es posible conocer los objetos trascendentes – por ejemplo, el bien – a través del puro ejercicio de la razón, y por lo tanto propone que el bien pueda alcanzarse mediante un acto de voluntad. El liberalismo aprovecha este rechazo para sostener la emancipación del individuo, fijando su límite en el respeto a los demás. A partir de un idéntico rechazo de la metafísica clásica, el wokismo introduce la colectividad en lugar del individuo y sustituye el respeto por los demás con la afirmación de que disentir de la noción de bien definida por el grupo es opresión.

En cuanto al utilitarismo, el wokismo utiliza dos características: la noción consecuencialista del bien y la demostración pública de la virtud. Con respecto a la primera característica, la visión utilitarista sostiene que, para evaluar la bondad de un acto, deben considerarse sus consecuencias intencionales y no intencionales. Sin embargo, la máxima utilitarista «el mayor bien para el mayor número de personas», interpretada a la luz del wokismo, autoriza a la colectividad a denunciar a uno de sus miembros cuando no se conforma a sus intereses. Y esta persona, aunque sea negra, homosexual o mujer, y por lo tanto tenga una biografía marcada por la opresión y la superación de obstáculos, en el momento en que se desvía de la narrativa oficial es considerada una traidora.

En cuanto a la demostración pública de la virtud (virtue signaling), esta deriva del valor atribuido por el utilitarismo a las señales claras de adhesión a las «buenas ideas». El gesto permite reconocer a aquellos que profesan los mismos ideales y clasificarlos como «buenas personas». Inevitablemente, quien no está de acuerdo es mucho más que una persona con una opinión diferente: es una «mala persona».

La demostración pública de la virtud ha generado un fenómeno curioso: el capitalismo woke. Muchas multinacionales se han comprometido a asociar sus marcas al wokismo, ya sea por convicción o por puro interés comercial (Amazon, Apple, Google, Meta, Microsoft). Esto ha complacido a los wokistas y ha suscitado grandes protestas por parte de los antiwokistas, cuyas reacciones han llevado a campañas de cancelación, como ha ocurrido con las empresas Disney, Ben & Jerry’s, Bud Light o Starbucks.

Esta breve descripción de la apropiación del liberalismo y del utilitarismo nos permite ver claramente cómo el «wokismo» es un producto posmoderno: en su estela, niega la posibilidad de un conocimiento objetivo, afirma el constructivismo cultural, proclama que las interacciones sociales se reducen a la búsqueda y gestión del poder y, a este respecto, reconoce el poder del lenguaje.

Precisamente, la obsesión posmoderna por el lenguaje es explotada al máximo por el wokismo en la semántica, no solo mediante la creación de palabras, sino también redefiniendo conceptos antiguos. Por ejemplo, en el vocabulario woke el «racismo» no es un prejuicio basado en la raza de alguien, sino un sistema racial que permea todas las interacciones sociales, permaneciendo invisible, excepto para aquellos que lo experimentan o para quienes están familiarizados con sus métodos y, por lo tanto, son capaces de reconocerlo. Quien no tiene en cuenta la raza de alguien es considerado racista. Sin embargo, establecer que en un museo haya horarios reservados en los que los blancos no pueden entrar, para que se convierta en un «espacio seguro», como ocurrió en el Zeche Zollern Museum de Dortmund, se considera antirracista. Quien se identifica con el sexo asignado al nacer es «cisgénero»; pero un comentario que puede incluso ser elogioso, si se dirige a un miembro de un grupo marginado y es interpretado por él como ofensivo, es una microagresión. A esto se suma la cuestión de los pronombres preferidos – la libertad de cada uno de elegir el pronombre con el que quiere ser llamado –, cuyo respeto es obligatorio. La resistencia a referirse a alguien con el pronombre que ha elegido, incluso cuando este contrasta con el significado convencional de ese mismo pronombre, se considera opresiva, una acción ilegítima.

La impronta de la posmodernidad también puede verse en el surgimiento de una serie de campos de estudio centrados en el género y la raza, que ponen en práctica el postulado de la negación del conocimiento objetivo y del lenguaje como algo manipulable. Si todo se ve a través del lente de la identidad, son necesarios estudios críticos que tengan debidamente en cuenta el contexto de la persona. Lo subjetivo se reviste así de autoridad, y el contexto se convierte en el elemento determinante de cada una de nuestras acciones, negando la universalidad del conocimiento.

Siempre dentro de la posmodernidad, existe una escuela de pensamiento que merece especial atención: el postcolonialismo. El objetivo de esta corriente es investigar la manera en que las naciones occidentales no solo han colonizado otras regiones del mundo, sino que también han creado al sujeto colonizado. Dado que a estas últimas culturas se les impusieron parámetros occidentales, incluso después de la descolonización política, estas permanecen bajo el yugo del Imperio con un sentimiento de inferioridad, que no tiene en cuenta sus características y riquezas.

Fanon es el autor de referencia en este campo de estudios, y el wokismo retoma dos rasgos esenciales de su pensamiento, transformándolos. En la inevitable división entre colonizador y colonizado, el wokismo encuentra inspiración para las amplias categorías que utiliza: opresor y oprimido. En segundo lugar, asume el papel liberador atribuido por Fanon a aquellos que, efectivamente, ven la realidad según una visión mesiánica y desde una perspectiva que se concreta en la misión de educar a las masas.

Es importante distinguir la descolonización «fanoniana» de la resistencia no violenta de Gandhi o de Martin Luther King. La primera no desdeña la violencia o la destrucción de la propiedad pública, y así legitima el activismo woke cuando vandaliza estatuas de personajes considerados representativos de la opresión, por ejemplo, Churchill en el Reino Unido o Jefferson en los Estados Unidos de América. Solamente un anacronismo nos permite considerar a estos personajes como emblemas de deshumanidad.

Pero en el wokismo hay otra influencia, nunca hipotetizada hasta que la mencionó el historiador Tom Holland: el cristianismo. En su obra Dominion, el autor sostiene que en Occidente el cristianismo ha inspirado a todos: creyentes, espirituales, agnósticos, ateos, incluso aquellos que no han pensado en la religión[6]. Cristo demostró en la cruz algo que irritó profundamente a Nietzsche: ser víctima es fuente de poder, y una persona derrotada a los ojos del mundo tiene la capacidad de movilizar a las multitudes.

Que los despreciados deben ser escuchados, que los humillados deben ser exaltados, que los últimos sean los primeros y que el destino de los poderosos sea ser depuestos de sus tronos, son rasgos distintivos cristianos. Inevitablemente, como en todas las demás apropiaciones del wokismo, también la propuesta cristiana ha sido revisada e reinterpretada, perdiendo su carácter universal. Pero, como afirma elocuentemente Holland, sin el cristianismo nadie se habría «despertado» (woke).

Tratando de sintetizar los signos más evidentes de otras corrientes de pensamiento en el wokismo, podemos afirmar que, a través del rechazo liberal de la metafísica clásica, el grupo identitario puede definir lo que es bueno, y que gracias al utilitarismo el sentimiento prevalece sobre la argumentación. Cocinado en el caldero posmoderno, el wokismo se siente autorizado a negar la existencia de la verdad objetiva y, aún más, a sostener que el simple desacuerdo con esta afirmación es un defecto de carácter y no solamente una divergencia de ideas, en una extraña combinación entre nihilismo ético, por un lado, y aplastante certeza moral, por el otro. Inspirándose en Fanon, el wokismo asume una posición mesiánica y reduce a los agentes sociales a las categorías de opresores-oprimidos y, como hijo de Occidente, se apropia del rasgo distintivo cristiano de la centralidad de la víctima, atraído por el poder que reside en ello, desviándolo de su tendencia a la universalidad y encerrándolo en la identidad de grupo.

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Resulta evidente la complejidad del wokismo, que, al denunciar la injusticia, reúne y abraza visiones e intereses contradictorios, o incluso irreconciliables. Esta tensión va más allá de las ideas y se puede observar también dentro de las identidades colectivas. El enfrentamiento entre feministas y el movimiento transgénero respecto a la participación de mujeres trans en actividades deportivas, o el intento de cancelar a J. K. Rowling por haber sostenido que la palabra «mujer» es inseparable de la biología, son testimonios elocuentes de las dificultades enfrentadas por el movimiento woke. Y el desafío se vuelve cada vez más grande.

Efecto especular

En la última década, el movimiento woke ha sido tan eficaz que ha suscitado reacciones opuestas, fortaleciendo el antiwokismo. Tanto de un lado como del otro se utiliza como fundamento la libertad de expresión, se justifica el fervor como lucha por la verdad y la justicia, y ambos proclaman su propia superioridad moral.

Especialmente en los Estados Unidos, las acciones de los activistas woke han llevado a agruparse a aquellos que se oponen con fervor a medidas como: cancelar o anular a determinadas personalidades; derribar estatuas; solicitar el acceso a los baños públicos según el género con el que la persona se identifica; censurar o corregir libros cuyo lenguaje refleja la opresión sistémica; instituir lectores «sensibles» para identificar microagresiones en las obras antes de que sean publicadas; la elección de pronombres; acciones de sensibilización en guarderías y escuelas primarias, en virtud de que el sexo es considerado un constructo social. En este contexto de oposición a tales medidas ya son visibles ciertas iniciativas contrarias: protestas, boicots y propuestas de ley que buscan preservar el lenguaje, los baños, los libros, los lugares de trabajo y las escuelas de los principios del wokismo. Hay que reconocer, sin embargo, que el antiwokismo es un movimiento muy heterogéneo, porque la única cosa que une a diferentes sectores de la derecha y opositores de todo lo que parece abuso de poder por parte del Estado es tener al wokismo como enemigo común.

El antiwokismo es un wokismo especular: es una especie de conservadurismo revisado por la posmodernidad, que, bebiendo de la negación del conocimiento objetivo y de la centralidad del lenguaje, no rehúye una cierta creatividad, difundiendo teorías conspirativas y usando arbitrariamente la expresión fake news como un arma para descalificar al adversario. Presenta su visión diametralmente opuesta de la realidad como un hecho alternativo (alternative fact) que, en nombre del pluralismo, no puede ser silenciado.

La política identitaria de derecha ha adquirido nuevo impulso en las últimas décadas, vinculándose a la corriente política que propende por la limitación de los derechos a los extranjeros, la defensa de la asignación de posiciones de poder a ciudadanos y la recuperación de un modelo familiar caracterizado por la sumisión de las mujeres. Sin embargo, a principios del siglo XXI, en el derecho convencional existía un amplio consenso respecto a la ilegitimidad de la discriminación basada en la raza, el sexo o la orientación sexual de una persona[7]. Incluso entre los conservadores, defender la «domesticidad» de las mujeres o la supresión de derechos basada en el color de la piel o la orientación sexual significaba adoptar una posición radical reservada a los rangos de la extrema derecha.

Hay mujeres, miembros de minorías y personas homosexuales que han reivindicado durante años, con gestos y simples testimonios de vida, el derecho a ejercer plenamente la ciudadanía. Han librado una larga batalla para convencer a los sectores más conservadores de que no pretendían abolir la familia, la heterosexualidad, la masculinidad y la feminidad. Quizás los resultados han sido inferiores a las expectativas de muchos, pero no cabe duda de que se ha emprendido el camino hacia una mayor integración. Ha sido un largo recorrido el que ha hecho la sociedad, en un frágil equilibrio de respeto y convivencia positiva. Demasiado frágil, al parecer, porque en pocos años ha resurgido toda una serie de prejuicios. Y siendo inseparable del radicalismo woke, el antiwokismo no desaparecería con la moderación del wokismo, porque sus raíces son más profundas.

Superar el «impasse»

El wokismo ha sabido iniciar un debate público necesario. Dando voz a diversos grupos marginados en la sociedad, se generan muchas conversaciones sobre políticas y prácticas realmente inclusivas. Sin embargo, este debate no parece poder contar con los activistas woke, ya que su apertura al diálogo o a la mera convivencia con otros puntos de vista es reducida, si no inexistente. Encontramos la misma tendencia, pero de signo opuesto y aún más categórica, en el antiwokismo, que pretende imponer a todos su visión de sociedad ideal.

Aunque el wokismo y el antiwokismo se alimentan mutuamente, las razones de su fuerza son más profundas que las polémicas. Ambos buscan responder a una necesidad humana de pertenencia que no puede quedar sin respuesta, ya que es una necesidad creada por el desmembramiento del horizonte de sentido que la posmodernidad ha puesto en marcha. Solo una reforma que los llevase a mirar más allá de los intereses de las identidades que intentan proteger les permitiría ser agentes constructores –o reconstructores– de nuestras sociedades divididas. Y este trabajo es más que una reforma: es una re-creación.

Se pueden tener legítimas dudas acerca de la verdadera disposición existente dentro del wokismo y del antiwokismo para una empresa semejante. En el mundo en el que ambos han florecido, se exhibe una incapacidad para identificar deseos comunes, acompañada de una insensibilidad hacia aquellos con los que se comparte un espacio, pero no una afinidad identitaria. Se oyen cada vez más voces que piden inclusión y luchan contra la discriminación, pero hay pocos oídos dispuestos a escuchar. Hay una virulencia esencialmente emotiva por la cual la indignación parece un valor en sí misma, y cuestionar o no estar de acuerdo con alguien se considera una actitud discriminatoria o persecutoria. Las matices de autoritarismo y puritanismo presentes en esta práctica deberían llevarnos a prestar especial atención al fenómeno, porque la diversidad de pensamiento y el debate «urbano» de los argumentos son fundamentales en una sociedad sana; las personas deberían ser juzgadas por sus acciones y opiniones, no por su raza, género o etnia.

La dificultad de la situación actual debería inducirnos a formular propuestas que nos permitan superar el impasse. Forest sostiene que entre wokismo y antiwokismo existe un elemento común que ha escapado a la mayoría de sus interlocutores: el interés por la reconstrucción. Ambos están insatisfechos con la situación actual y sostienen que es necesario reconstruir la sociedad. Sin embargo, como señala acertadamente Forest, la reconstrucción no será posible mientras la sociedad permanezca dividida entre la afirmación de nuevos valores y la restauración hermética de los valores anteriores. Para evitar la amenaza creciente de una guerra cultural perenne e irresoluble, Forest sostiene que es necesario deconstruir la deconstrucción que ha llevado al wokismo a cristalizarse, paradójicamente, en las identidades que pretendía deconstruir, como la raza y el género, y que ha generado el resurgimiento virulento de antiguos prejuicios que ahora se han colado en la retórica del antiwokismo. No se trata tanto de construir un puente o de conciliar posiciones que son inconciliables, sino de crear una tercera vía, en la que ambas posiciones estén igualmente expuestas a la crítica[8].

Esta propuesta es loable y debería ser tomada en seria consideración. Sin embargo, no responde al deseo de pertenencia transversal a la sociedad que está en el origen de estas propuestas identitarias. Una tercera vía cuyo corpus no vaya más allá de la deconstrucción crítica y continua de dos posiciones extremas no crea un horizonte para la sociedad en su conjunto. Tendrá su utilidad terapéutica, pero podemos dudar de que contribuya a la construcción de un futuro compartido. Se necesita algo más.

El momento presente requiere dos grandes reconciliaciones: la de identidad y sociedad; y la de un pasado compartido, marcado por la injusticia y la cooperación, y un futuro en el que las identidades puedan florecer y nutrirse mutuamente. La gran crisis de nuestro tiempo, más que económica, de seguridad, financiera, religiosa o política, es cultural. Tenemos dificultades para entendernos respecto a los valores comunes y la buena moral. Las respuestas identitarias a este problema se han revelado insuficientes, porque sacrifican la posibilidad de un horizonte común en favor de intereses particulares. Es necesario denunciar las discriminaciones y es esencial escuchar la voz de aquellos que están marginados. Pero debemos ir más allá de las respuestas identitarias; debemos recuperar la sociedad como un cuerpo único y plural, y esto debería llevarnos a mirar nuestra historia, porque es en respuesta a la dispersión que ha surgido la civilización actual.

La historia de Occidente, hecha de luces y sombras, es la historia de la búsqueda de la humanidad. Y lo que une a los seres humanos es la capacidad de reconocer y desear la verdad, el bien, la belleza y la justicia. Nuestro anhelo por estos valores va mucho más allá del consenso y las convenciones sociales, las ideologías, las causas y las religiones. Tanto en una visión inspirada en la metafísica como en una visión inspirada en el relativismo moral, estos valores son como una intuición imborrable a la cual ni el wokismo ni el antiwokismo pueden escapar.

Reconocemos que una definición tajante de estos valores es escurridiza. Pero esta dificultad no debe llevarnos a asumir posiciones escépticas o cínicas, o a dar interpretaciones contextualizadas o circunstanciales. Al construir una sociedad más justa e inclusiva, debemos denunciar la discriminación y rechazar responder a ella sobre la base de categorías identitarias, como el bien de un grupo. Proteger una identidad específica de la opresión no debería ser sinónimo de segmentación de la sociedad. Es importante recordar esto tanto al wokismo como al antiwokismo.

Una de las propuestas más interesantes para responder a los desafíos de nuestro tiempo es la cultura del encuentro propuesta por el papa Francisco. En la encíclica Fratelli tutti se delinea una hoja de ruta para generar esta cultura, recordando que en un poliedro la confluencia de todas las partes no cancela la originalidad de cada una de ellas. El Papa nos invita a correr el riesgo de ir más allá del individualismo o la dilución en un sujeto colectivo uniforme. Pide que la diversidad sea vista como riqueza y no como amenaza, que se tenga confianza en la posibilidad de alcanzar la unidad en una armonía pluriforme, que requerirá un diálogo constante. Debemos reconocer, prontamente y sin ingenuidad, que el diálogo siempre conllevará un conflicto, y que, sin embargo, el discurso no termina ahí, sino que se abre a delinear un nuevo horizonte futuro.

En la época en que vivimos no podemos ceder al miedo, incluso cuando este se disfraza de prudencia. Necesitamos coraje, el coraje de superarnos a nosotros mismos y de trascender nuestros intereses. Esta es la desafío que vale la pena aceptar, sin temer las diversidades y los desacuerdos, seguros de que es a través del encuentro, la escucha y el diálogo franco que podremos trazar un camino hacia la paz social.

  1. Una primera versión de este artículo fue publicada, en portugués, en Brotéria 198(2024/2) 145-156.

  2. Cf. J.-F. Lyotard, La condición posmoderna, Madrid: Cátedra, 2006.

  3. Cf. B.-C. Han, La sociedad del cansancio, Herder, 2024.

  4. Cf. P. Forest, «La querelle du woke», en Études, n. 4307, 2023, 43-54.

  5. Cf. M. Petrusek, Evangelization and Ideology: How to Understand and Respond to the Political Culture, Park Ridge, Word on Fire Institute, 2023, 317.

  6. Cf. T. Holland, Dominion: How the Christian Revolution Remade the World, New York, Basic Books, 2023, 531-533.

  7. Cf. H. Pluckrose – J. Lindsay, Cynical Theories, Durham, Pitchstone, 2020, 259-262.

  8. Cf. P. Forest, «La querelle du woke», cit., 53.

Nelson Faria
Es doctor en Teología y Filosofía por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Se ha especializado en el estudio de la ética social, la filosofía política y la teología moral. Ha sido profesor en varias universidades jesuitas y ha publicado numerosos artículos y libros sobre temas como la justicia social, el diálogo interreligioso y la ética en la política. Trabaja para la Red Mundial de Oración del Papa Francisco.

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