¿A qué se puede comparar la vida cristiana? ¿A un breve sprint o a una carrera de fondo? En sus cartas, Pablo usa la imagen de la carrera: «¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran, entonces, de manera que lo ganen» (1 Cor 9,24). Esta imagen era extremadamente familiar en el mundo antiguo y, en particular, para los corintios, que organizaban los juegos ístmicos (cf. también Gal 2,2 y Fil 2,16). Pero, ¿debe cada cristiano ser un atleta? ¿Consiste la vida cristiana en una larga carrera hasta la victoria final?[1]
Nos gustaría reflexionar sobre esta imagen y sobre la manera en que los cristianos se representan su vida espiritual en una sociedad caracterizada por el burnout y el cansancio. De hecho, numerosos estudios destacan cuánto nuestra sociedad contemporánea se caracteriza por un agotamiento creciente de los individuos[2]. Todos parecen estar involucrados en una loca carrera contra el tiempo y en la autodefinición de sí mismos, cosas que los agotan y los vuelven frágiles. Obligados a convertirse en ellos mismos y lanzados en una huida desesperada hacia adelante, carecen de descanso y silencio, de contemplación y de tiempo para recibir la vida como un regalo. Y los cristianos no son inmunes a estos defectos.
Sin embargo, una cosa distingue a los cristianos de sus contemporáneos: tienen como modelo a un hombre llamado Jesús. Ciertamente, también es su Dios – y en eso no puede ser imitado –, pero su vida es continuamente meditada y contemplada. Y san Pablo escribe: «Sigan mi ejemplo, así como yo sigo el ejemplo de Cristo» (1 Cor 11,1). Pero, ¿este ejemplo siempre tiene un efecto positivo?
¿En qué es Cristo un ejemplo?
La vida de Jesús de Nazaret fue bastante breve, incluso según los estándares de la época. A menudo se comete el error lógico de comparar las esperanzas de vida al nacer con la esperanza de vida a los 20 años. Ahora bien, en la antigüedad, y hasta los avances modernos de la medicina, la mayoría de las muertes prematuras afectaban a los niños. Pero, una vez llegados a los 20 años, las personas podían esperar vivir unos cuarenta años. Dos eran los factores de riesgo mayores: el embarazo para las jóvenes mujeres y la guerra y la malnutrición para los hombres.
Jesús tuvo una vida claramente dividida en dos partes: una vida oculta y tranquila, caracterizada por el trabajo manual – el de la carpintería –, cuyo ritmo estaba marcado por las fiestas religiosas judías y el Shabat en la sinagoga; y una vida pública breve e intensa, después del bautismo de Juan. Esta vida itinerante, consagrada a sanar a los enfermos, a exorcizar a los poseídos y a enseñar con frecuencia y por mucho tiempo, no pudo ser más que extremadamente fatigosa. De hecho, los Evangelios conservan rastros de ello cuando, por ejemplo, Jesús ordena a sus discípulos, de regreso de la misión: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco». Y Marcos comenta: «Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer» (Mc 6,31). Los apóstoles habían experimentado lo que el mismo Jesús vivía habitualmente.
Se nota también que Jesús iba regularmente a regiones apartadas y menos judías, como la Decápolis, la región de Cesarea de Filipo y las cercanías de Tiro o Sidón. No enseñando allí ni yendo para anunciar el Evangelio, probablemente se dirigía a esos lugares para encontrar un poco de descanso. Hay un versículo de Marcos con una expresión difícil que puede interpretarse así: «Dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba» (Mc 4,36a). El hecho de que Jesús se duerma de inmediato y que no se despierte ni siquiera con la tormenta indica que probablemente estaba exhausto y le faltaba sueño. Es frecuente que los cristianos se sientan incómodos ante esta imagen de un Jesús exhausto, prematuramente envejecido y que usa las últimas reservas de su fuerza vital para mantenerse de pie entre las multitudes que lo presionan por todas partes.
El autor que mejor ha logrado representar esto es Sholem Asch, un escritor judío polaco que escribía en yidis y que ha trazado un magnífico retrato de Jesús[3]. La vida pública de Jesús no habría sido humanamente, es decir, físicamente y psíquicamente[4], sostenible por varias décadas. No puede ser una imitación literal la que Jesús pide cuando invita a seguirlo y a imitarlo. San Lucas es sensible a este riesgo, cuando retoma la frase de Marcos sobre llevar la cruz (cf. Mc 8,34) y añade dos palabras decisivas: «cada día». «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23). No todos los cristianos deben ser físicamente crucificados y morir jóvenes, aunque cada cristiano debe enfrentar pruebas y está llamado a demostrar coraje y perseverancia.
Fijarse demasiado en la vida pública de Jesús o tomarla como un ideal de vida a imitar en cada punto conlleva el riesgo de un agotamiento y una fatiga que podrían llegar a poner en crisis el propio proyecto de seguir a Cristo. Jesús fue un ejemplo en ambas partes de su vida: antes y después de su bautismo. Nos mostró el valor del trabajo y la discreción; de una vida de fe y piedad, organizada en torno al culto y al trabajo diario. Pero también nos mostró que hay que decidirse por Dios y comprometernos a seguir la voz interior que nos llama. Jesús fue a bautizarse con Juan y se comprometió en un programa espiritual de renovación de todo Israel. Pero no olvidemos que nunca estuvo solo y que desde el principio eligió compañeros, con una organización en la que no hacía todo él: otro, Judas, manejaba la tesorería, y benefactores y benefactoras lo asistían (cf. Lc 8,1-3).
En el contexto de un ministerio que se puede definir como hiperactivo, Jesús se reservaba espacios de oración y retiro. También sabía pasar tiempo en Betania con sus amigos, admirar la naturaleza, detenerse a conversar con los transeúntes. Estaba abierto a los encuentros. Y parece también que muy pronto se dio cuenta de que, al igual que le ocurrió a su maestro Juan, su ministerio tendría un final violento y que, desde un punto de vista puramente humano, no duraría mucho tiempo. Muchos agentes pastorales, religiosos y religiosas, pero también sacerdotes y laicos, están comprometidos en una opción de vida que debe ser llevada de la manera más santa posible, sí, pero también de la manera más saludable posible durante mucho tiempo y hasta la vejez[5]. De hecho, como se ha señalado a menudo, nos resulta muy difícil imaginar a un Jesús viejo. Son cosas que hay que evaluar con inteligencia y sabiduría. Debemos evitar encontrarnos entre Escila y Caribdis: atrapados por un lado por el burnout y por el otro por el boreout[6].
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El ejemplo de los santos
Si el ejemplo de Jesús puede parecer particular, dado que su doble naturaleza humana y divina podría colocarlo en una categoría aparte, entonces conviene considerar el papel que los santos pueden desempeñar en el imaginario católico. También aquí, numerosos santos han realizado hazañas y han tenido vidas tan excesivas, exigentes o excepcionales, que es clásico para un cristiano devoto proponerse el ideal de imitarlos.
Es lo que hizo Ignacio de Loyola durante su proceso de conversión, pero esto lo llevó a excesos de austeridad de los que más tarde se arrepentiría y que desaconsejaría a sus hijos espirituales. Puede ser un engaño ofrecer un modelo, descuidando el hecho de que cada hombre y cada cristiano es diferente de los demás y que las santidades no son idénticas entre sí. Esta es la conversión que también vivió Santa Teresa del Niño Jesús, cuando comprendió que sus sueños de imitar a Juana de Arco u otros grandes santos eran una tentación espiritual: solo en la humilde vida cotidiana del Carmelo, hecha de sencillez, de pequeños gestos y de pobres sacrificios, viviría su fe y su amor por el Señor. Ella afirmaba que seguiría amando y confiando incluso a los ochenta años. Santa Teresita salió sola de la trampa de la santidad romántica.
Recuerdo una conversación que tuve hace muchos años con un compañero jesuita chileno en un momento en que su Provincia religiosa era una de las más dinámicas del mundo en la Compañía de Jesús, rica en obras y vocaciones. Estábamos hablando del legado de San Alberto Hurtado (1901-1952), y él me decía que este legado era tanto una bendición como un gran peligro. Sorprendido, le pregunté por qué motivo. Y él me respondió que la vida de este santo servía a muchos como una motivación errónea y falsa para un activismo excesivo, en el que algunos se agotaban, y pensaba que la Provincia sufriría por ello. Los años siguientes le darían la razón. Claro, este motivo no es el único, pero creo que expresa muy bien el riesgo que puede provocar la imitación de los santos. Aquel jesuita me escribió que no debía olvidarse que muchos compañeros supieron tomar a Hurtado como un magnífico ejemplo de entrega de la vida, que no se trata de imitar servilmente, sino con toda libertad y sin ninguna presión. Hoy, después de las pruebas atravesadas, esa Provincia vive una relación más sana con ese gran personaje[7].
En lugar de preguntarme qué santo estoy llamado a ser, siendo el bautizado único que soy yo, con mi temperamento, mis cualidades y mis defectos, voy a escogerme un ejemplo que, a la larga, puede ser opresivo y que no es útil espiritualmente. El ejemplo de los santos, sumado al de Cristo, puede fomentar la propensión al activismo. Como afirma el sacerdote y médico Jean-Marie Gueullette: «El desarrollo ilimitado de actividades es fuente de un placer narcisista, del que el sujeto no se da cuenta, porque la figura de Cristo siempre se interpone entre él y su actividad. Pero no como un salvador, sino como un modelo a imitar, en una espiral sin fin, dado que es inimitable»[8].
En el fondo, tanto en el caso de los santos como en el de Cristo, se trata de tomarlos como modelo no por lo que hicieron, sino por la actitud espiritual interior que tuvieron. Y las personas ancianas, los niños, así como los enfermos en los hospitales, pueden imitar las virtudes teologales de los más grandes santos, con su dulzura, su paciencia, su generosidad, su unión con Dios en la oración y la entrega de su vida por sus hermanos y hermanas y por el mundo entero. Son las virtudes las que cuentan, no la grandeza de los actos, por más impresionantes que sean.
Cabe destacar que incluso el apóstol Pablo, que había hecho tantas cosas, había convertido a muchas personas y estaba dotado de los carismas más extraordinarios, cuando se vio obligado a hacer su propio elogio para defender su ministerio, citó una sola virtud esencial, la paciencia: «Ustedes han comprobado en mí los rasgos que distinguen al verdadero apóstol: paciencia a toda prueba» (2 Cor 12,12a). Por otro lado, esta paciencia es una perseverancia accesible a todos los cristianos y no requiere ningún carisma excepcional o don especial. Y es precisamente la virtud que Pablo sugiere como primera a todos los bautizados: «Siempre nos comportamos como corresponde a ministros de Dios, con una gran constancia: en las tribulaciones, en las adversidades, en las angustias» (2 Cor 6,4). Lucas se muestra un digno hijo de Pablo cuando hace decir a Jesús: «Gracias a la constancia salvarán sus vidas» (Lc 21,19).
En nuestra sociedad del «burnout»
Estas consideraciones no son del todo nuevas, y todos los grandes maestros espirituales las repiten desde el inicio del cristianismo. Desde hace mucho tiempo se ha reconocido la insidia espiritual que la vida de Cristo y de los santos puede representar para los demás bautizados. La vida cristiana está tan concentrada en el don y la generosidad que es fácil perderse en ella. Pero se trata de un riesgo más que nunca actual, dado que hemos entrado en esta era de fatiga, depresión y burnout. Como señala Gueullette, es necesario constatar «la cercanía de las temáticas evocadas por el burnout a aquellas que se encuentran en la esfera religiosa cristiana: la necesidad de ideales, de superación de los propios límites, la valorización del don de sí, el espíritu de sacrificio»[9]. Y esto no porque los sacerdotes, los religiosos y los cristianos comprometidos sean particularmente sensibles a la nueva forma de identidad especular reflejada y autoconstruida que promueve el neoliberalismo, sino porque son necesariamente personas caracterizadas por una fuerte generosidad y el deseo de servir. «Solo aquellos que tienen objetivos elevados y grandes expectativas son capaces de advertir un burnout. La desilusión – que según algunos investigadores llega a la desesperación – es proporcional a la idealización»[10].
Se puede tener la tentación de entregarse al punto de dejar de comprender cuán importante es recibir y que el motor de la propia acción viene de Otro. Que no hay que creer que se pueda disponer en uno mismo de recursos infinitos y que agotarse totalmente sea conforme al ideal de Cristo. El clima social impulsa a rechazar los límites, a convertirse en esclavos de la moda neoliberal, a querer ser los salvadores. Pero es Jesús quien salva, no nosotros. Lo que cuenta es el amor que se pone en las pequeñas cosas, no la cantidad o la grandeza de las obras. La verdadera humildad es la verdad de nuestros límites. Hay anticuerpos espirituales contra la tentación del activismo y de lo ilimitado.
Nadie puede vivir sin descanso y silencio, sin tiempo libre para regenerarse, sin amistades en las que se recibe y se da. Como escribe nuevamente Gueullette: «Si se está convencido de que solo entregándose a su pueblo el sacerdote se entrega a Dios – esto no es una visión falsa, pero sí parcial, del ministerio –, se estará fácilmente inclinado a pensar que el sentido de la vida se encuentra en esta forma de entrega y que, cuanto más se da, más sentido tendrá la vida. Hasta el agotamiento, pero un agotamiento que no será visto como peligroso, porque será interpretado a la luz de la cruz de Cristo, o incluso se identificará con ella, perpetuando esta confusión entre las fuentes de la salvación»[11].
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Es bueno que un cierto número de investigadores se propongan reflexionar sobre las modalidades propias del burnout sacerdotal[12] (y, en general, del voluntariado, de las asociaciones, de los trabajadores humanitarios, etc.). A diferencia de los operadores financieros o los altos ejecutivos, raramente es la presión de la jerarquía, y nunca la recompensa financiera, lo que favorece este fenómeno, sino la presión interior del propio sujeto, que se autoexige y no se atreve a decir «no» a una nueva tarea o a un nuevo compromiso: decir «no» sería traicionar su misión. Si se consideran las obras de Alain Ehrenberg y Byung-Chul Han, entre otros[13], sobre la relevancia de un modelo cultural que fomenta el agotamiento de los individuos, y si nos damos cuenta de que es imposible para los cristianos considerarse inmunes a las tendencias onerosas de la sociedad, debemos reflexionar sobre los medios para contrarrestar estas influencias en nuestras vidas partiendo de las Escrituras y de nuestros recursos espirituales personales.
También se trata de actuar sobre los factores que han podido favorecer un cierto activismo cristiano. Si se quiere entender cuánto pueden ser dañinos ciertos discursos cristianos, puede ser interesante observar lo que dicen las sectas de inspiración cristiana y sus gurús. Se constata también cómo cierto discurso sobre el aniquilamiento de uno mismo, la obediencia ciega a los superiores, la necesidad de una entrega total, radical y sin límites, el rechazo de cualquier descanso, vacaciones y relajación en ciertas comunidades nuevas, han podido conducir a algunos a graves crisis psíquicas, comenzando por los más frágiles, pero no solo ellos.
El hecho de que la espiritualidad cristiana a veces haya podido favorecer comportamientos psicológicamente poco sanos no es ciertamente una novedad, pero la unión de ciertos discursos con los más o menos subliminales de la sociedad líquida y frágil en la que vivimos puede agravar las cosas. Se trata entonces de presentar la vida cristiana de un modo sin duda más sabio, mostrando que se valora más la carrera de fondo que el sprint, de saber recibir, así como de saber discernir dónde y cuándo dar. Ya he escrito en esta revista sobre la importancia del shabbat en nuestras vidas[14]. Esta dimensión aparece cada vez más urgente: ¿de qué manera reintroducir, para los pequeños y para los adultos, esos tiempos de descanso, de lectura, de latencia y de «aburrimiento», esos tiempos de amistad y de interioridad, sin los cuales, con demasiada frecuencia, vivimos solo en la superficie de nuestras vidas, donde el bombardeo de las pantallas nos distrae hasta el agotamiento?
¿Los peligros de la pereza y la mediocridad?
¿Pero esta concepción de la vida cristiana no podría favorecer la mediocridad espiritual y la pereza del espíritu? Detengámonos a examinar esto más de cerca. No se trata de negar la importancia de los ideales o de cómo el ejemplo de personalidades extraordinarias nos eleva y nos empuja a compromisos firmes. No se trata de negar la admiración que algunos santos, como Madre Teresa o Alberto Hurtado, nos inspiran, ni la que los mártires de gran coraje, como Sophie Scholl o Franz Jägerstätter, logran suscitar en nosotros[15]. Se trata de poner en primer plano el discernimiento: es mejor discernir siempre dónde y cuándo dar. Hay un tiempo para cada cosa bajo el sol. A veces una pareja joven deberá consagrarse a la familia y a sus hijos y rechazar la solicitud del párroco de asumir tal o cual responsabilidad. A veces un joven sacerdote deberá saber decir simplemente «no» a su obispo que le pide asumir otro encargo más, además de los tres o cuatro que ya tiene. O al menos deberá intentar presentar objeciones serias. No porque no sea generoso, sino porque ya sabe que corre el riesgo de agotarse, de descuidar la oración y el tiempo libre. Sí, es mejor discernir con sabiduría.
¿Es un camino fácil? No lo creo. Los ejemplos anteriores muestran que no es fácil decir «no», detenerse, especialmente en una sociedad que nos empuja a avanzar sin pausa. En términos más generales, ¿es fácil renunciar a las pantallas para dedicar tiempo a la lectura o a la oración? ¿Es fácil comprometerse en una iniciativa de larga duración, durante varios años, por motivos caritativos o misioneros? ¿Es fácil renunciar a un ascenso profesional con un aumento de salario, cuando se sabe que eso resultará en más desplazamientos y menos tiempo para dedicar a la familia? ¿Es fácil reconocer que en cierto punto se deben reducir las actividades y consagrarse primero a la oración y a la disponibilidad hacia quienes nos visitan? ¿Es fácil acoger el consuelo que Dios quiere darnos y dejar que la alegría de Dios nos anime desde dentro?
En 2016, el papa Francisco invitaba a todos los jesuitas a «consolar al pueblo fiel y a ayudar con el discernimiento para que el enemigo de la naturaleza humana no nos quite la alegría». Además, los exhortaba a «animar a todos a “pedir insistentemente la consolación a Dios”»[16], ¡incluidos ellos mismos! No se trata en absoluto de refrenar la propia generosidad, sino de saber dirigirla con inteligencia. No se trata de negar que en ocasiones se nos pedirá la entrega total en un día preciso y en la juventud, sino de reconocer que a veces se sirve al Señor con una vida larga, hecha de servicios discretos y poco espectaculares.
Conclusión
Es cierto que existe un riesgo espiritual al querer imitar a Cristo al pie de la letra. La vida cristiana consiste en acoger el don de Dios y dejar que este produzca frutos en nosotros. No se trata de tirar del tallo de la planta para que crezca, sino de dejar que florezcan espontáneamente las flores. El equilibrio entre actividad y pasividad está en el centro del discernimiento de la vida cristiana. Imponerse un ideal exterior aplastante e inaccesible puede llevar al agotamiento y al desánimo.
Las Escrituras también contienen una enseñanza de sabiduría que aconseja la mesura y la moderación, que invita al verdadero descanso, no solo en la vida futura, sino comenzando desde ahora. Es el shabbat, tan importante en nuestras vidas. El aumento de las dificultades psíquicas, de la depresión y del burnout en nuestras sociedades nos debe llevar a la prudencia. No nos convirtamos en apóstoles agotados que en cualquier momento pueden salirse del camino, sino en bautizados humildes y sabios que saben reconocer sus límites.
En nuestro siglo, sin duda es necesario repetir más a menudo las palabras del salmo: «Mi corazón no se ha ensoberbecido, Señor, ni mis ojos se han vuelto altaneros. No he pretendido grandes cosas ni he tenido aspiraciones desmedidas. No, yo aplaco y modero mis deseos» (Sal 131,1-2a). En cuanto a Cristo, recordemos sus invitaciones al discernimiento inteligente sobre nuestras capacidades reales: «¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: “Este comenzó a edificar y no pudo terminar”» (Lc 14,28-30).
Se trata, por supuesto, de completar el proyecto espiritual, de recorrer hasta el final nuestra vida, de correr ciertamente con generosidad, pero acogiendo la fuerza que Dios da en el momento oportuno: «Ve con esta fuerza que tienes» (Jue 6,14). ¿Creemos realmente en Él cuando nos dice: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11,28-30)? Es cierto, estamos llamados a la alegría y al descanso para nuestras almas.
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Cf. J.-N. Aletti, «Les métaphores sportives dans les lettres pauliniennes», en Transversalités, n. 149, 2019, 7-23. ↑
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Al respecto, es instructivo leer B.-Ch. Han, La sociedad del cansancio, Herder, 2024; A. Ehrenberg, La fatiga de ser uno mismo: depresión y sociedad, Nueva Visión, 1998. Para una aproximación más sociológica, cf. M. Loriol, L’Addiction au travail, Paris, Le Manuscrit, 2023. ↑
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Cf. Sh. Asch, Il Nazareno, Roma, Castelvecchi, 2013. ↑
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Con toda probabilidad y tomando en serio la afirmación del Concilio de Calcedonia de que Jesús fue verdaderamente hombre, semejante a nosotros en todo excepto en el pecado. ↑
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Piénsese en San Antonio Abad, que murió centenario. ↑
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De hecho, varios hermanos sabios, con más experiencia que yo, me han señalado que muchos agentes de pastoral caen en la depresión no por exceso de actividad, sino por falta de una misión que tenga sentido para ellos. Estamos, pues, ante una crisis de sentido que no se debe a una fatiga por sobrecarga, sino a un cansancio de la vida. Es más fácil soportar mucho cuando el corazón está lleno de alegría y la misión es satisfactoria y fructífera. ↑
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Este hermano me señala que esa conversación y sus preocupaciones corresponden a una situación antigua, de los años noventa. ↑
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Cf. J.-M. Gueullette, «Un burn-out propre aux chrétiens», en Études 161 (2017) 67. ↑
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Ibid. ↑
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P. Ide, «Le burn-out: une maladie du don?», en Nouvelle Revue Théologique 137 (2015) 267. Véase también su libro Le Burnout, une maladie du don, Paray le Monial, Quasar, 2015. ↑
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J.-M. Gueullette, «Un burn-out propre aux chrétiens», cit., 67. ↑
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Cf. P. Barzon – M. Caltabiano – G. Ronzoni, «Il burnout tra i preti di una diocesi italiana», en Orientamenti Pedagogici 53 (2006) 313-335. Véase también G. Ronzoni (ed.), Ardere, non bruciarsi. Studio sul «burnout» tra il clero diocesano, Padua, Messaggero, 2008. ↑
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Cf. O. Rey, Une question de taille, París, Stock, 2014; o, sobre el narcisimo contemporáneo, Ch. Lasch, The Culture of Narcissism: American Life in an Age of Diminishing Expectations, New York, Norton, 1979. ↑
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Cf. M. Rastoin, «Lo “Shabbat”. Dono per Israele, ricchezza anche per i cristiani», en Civ. Catt. 2012 III 218-231. ↑
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Cf. dos espléndidas películas: Sophie Scholl – Die letzten Tage, de Marc Rothemund (Alemania, 2005) y A Hidden Life, de Terrence Malick (Alemania – EEUU, 2019). ↑
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Francisco, Discurso a los participantes en la 36 Congregación General de la Compañía de Jesús, 24 de octubre de 2016, en https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/october/documents/papa-francesco_20161024_visita-compagnia-gesu.html ↑
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