«Las grandes imágenes literarias del siglo XX son de Franz Kafka. El vendedor viajero Gregor Samsa, que una mañana se despierta transformado en un escarabajo. […] Josef K., que es arrestado sin haber hecho nada malo. Un agrimensor que desea ser recibido. El aparato de una colonia penal y su oficial»[1]. Su apellido incluso se ha convertido en un adjetivo: situación kafkiana, lugar kafkiano, experiencia kafkiana[2].
Este año se conmemora el centenario de su muerte. Pero, ¿quién era Franz Kafka, uno de los escritores más enigmáticos del siglo XX? Un autor fragmentario, cuya potencia puede captarse no en un único texto, sino en el conjunto del corpus producido. Johannes Urzidil, su contemporáneo y admirador, escribe sobre él: «La idea de la Gestalt […] desarrollada en Praga […] permite observar y captar el misterio de una fisonomía literaria cuyos diversos rasgos individuales convergen para generar una belleza de conjunto, irreducible al análisis»[3].
La vida
Franz Kafka nace en Praga el 3 de julio de 1883 y muere cerca de Viena hace 100 años, el 3 de junio de 1924. Si un escritor puede ofrecer figuras e imágenes a toda una sociedad para reflejarse en ellas, el escritor bohemio ha realizado esta tarea de manera suprema. Él es, sin duda, uno de los grandes de la literatura del siglo XX. Podríamos definir su obra como un corpus que «sobrevivió» al deseo de su autor de destruirlo[4] y a la persecución nazi[5]. Kafka es el representante de ese milieu centroeuropeo, cultivado dentro de las fronteras del Imperio Austrohúngaro y arrasado con la Primera Guerra Mundial, un cruce de culturas, lenguas, pueblos y religiones distintas.
Su familia es un ejemplo del cruce social y cultural de esos tiempos. La rama materna, Löwy, representa el lado culto y aventurero de la familia, burgués, adinerado, judío alemán; la rama paterna, Kafka, es más pobre y regular, de extracción proletaria, judía checa. Su padre, Hermann, es un hombre que se «hizo» a sí mismo y que logró alcanzar una sólida posición económica, partiendo de condiciones extremadamente pobres. Su ascenso social está marcado por la decisión de educar a su hijo en escuelas alemanas, desde la primaria hasta la enseñanza media humanista. Cabe recordar que en ese tiempo el idioma aún representaba una verdadera barrera: de los 450,000 habitantes de la época, solo 34,000 hablaban alemán. Pertenecer al enclave lingüístico germanófono significaba formar parte de la minoría que ocupaba roles de poder y responsabilidad en la sociedad de Praga. Este dato lingüístico no es secundario, como veremos, en la determinación de algunos rasgos de la escritura de Kafka, quien, sin embargo, fue uno de los pocos escritores de la época que era bilingüe: en alemán y en checo.
La vida de Kafka transcurrió por completo en el área de algunas calles de Praga y en moradas muy cercanas unas de otras, principalmente en familia, ya que solo dejó la casa paterna a los 35 años[6]. Praga, cuya atmósfera y topografía espiritual están presentes en todas partes «en finísimas partículas» en sus escritos, será para siempre, tras la muerte del escritor, la «ciudad de Kafka»[7]. Después de los estudios secundarios en el Altstädter Deutsches Gymnasium, el escritor se matriculó en 1901 en la facultad de Derecho. Habría querido asistir a la facultad de Letras, pero la oposición paterna lo disuadió y, tras un intento de dos semanas en la facultad de Química, optó por Derecho. En 1902 Kafka conoció a Max Brod, a quien estuvo unido toda su vida. Este fue su amigo, defensor y curador de su legado literario.
Tras licenciarse en junio de 1906, Kafka inició un año de prácticas en un bufete de abogados, necesario para obtener el título de procurador. En octubre de 1907, completada su formación, comenzó a trabajar en Assicurazioni Generali. Luego de haber obtenido la tan ansiada independencia económica de su familia, su deseo de tener suficiente tiempo para escribir chocó con el ritmo de la vida diaria como empleado[8]. Así, tras solo nueve meses, renunció a las Generali y en agosto de 1908 ingresó en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, donde permanecería hasta 1922, cuando se jubiló anticipadamente por motivos de salud. Durante sus años en el Instituto de Seguros, Kafka realizó numerosos viajes por motivos laborales. Las visitas a las fábricas de Bohemia le permitieron conocer de primera mano las condiciones de trabajo, a menudo inhumanas, de los obreros, y en esto Kafka constituye una excepción respecto a muchos otros escritores de su época.
En su familia, Franz recibió una educación religiosa superficial y formal, algo de lo que más tarde se lamentó en su Carta al padre. Ya adulto, tuvo el deseo de profundizar en sus raíces judías. El reencuentro con la religión familiar se produjo entre 1910 y 1911 a través del teatro yiddish, que sentía en consonancia con su propia sensibilidad. En 1915 comenzó a estudiar hebreo. Su relación con el naciente sionismo fue ambivalente. Tras una fase de curiosidad, no se adhirió a él, aunque de hecho continuó informándose durante años, llegando incluso a acariciar la idea – nunca concretada – de trasladarse a Palestina en 1923.
La tuberculosis pulmonar —definida por el escritor en los Diarios y en las cartas como la «herida»—, diagnosticada en 1917, empeoró progresivamente con los años. Durante ese tiempo, Kafka realizó muchos viajes y visitas a sanatorios y lugares de descanso para mantener su frágil salud. El período más largo lo pasó en Zürau, en casa de su querida hermana Ottla, donde escribió los Cuadernos en octavo. Su situación pulmonar se deterioró en los meses en que vivió en Berlín, entre septiembre de 1923 y marzo de 1924, cuando fue trasladado apresuradamente a Praga por Max Brod y su amigo, el doctor Robert Klopstock. En abril, fue ingresado en Kierling, cerca de Klosterneuburg, cerca de Viena, y allí murió el 3 de junio de 1924.
Literatura o matrimonio: El punto de inflexión existencial
Según el biógrafo Klaus Wagenbach, el punto de inflexión en la vida de Kafka se sitúa en 1912[9], cuando toma la decisión definitiva de dedicar su vida por completo a la escritura y la literatura, sacrificando los planes matrimoniales que había intentado en varias ocasiones. Este dilema estaba agravado por su búsqueda de una pureza «enferma» y la dificultad de experimentar la intimidad física. «La mujer —para expresarlo de manera más brutal—, el matrimonio, es el representante de la vida con el cual hay que enfrentarse»[10]. En la Carta al padre, en su extensísima correspondencia y en los diarios, se refleja esta tensión, que también aparece transfigurada en el relato Preparativos de boda en el campo: por un lado, la perspectiva de una vida conyugal normal; por otro, la decisión de no desviar energías de la escritura y de no herir a las novias con su particular ritmo de vida, pensado para escribir y no para satisfacer las expectativas legítimas de una esposa.
Kafka estructuraba sus días según un ritmo que él mismo, con ironía, llamaba «vida de maniobras»[11]: «Después del trabajo en la oficina (de las ocho de la mañana a las dos de la tarde), Kafka volvía a casa, dormía aproximadamente desde las tres hasta las siete y media, salía a pasear una hora con amigos o solo, cenaba con la familia (cenar tarde era una costumbre de toda la burguesía de Praga), y hacia las once comenzaba a escribir hasta las dos o tres de la mañana, a veces incluso más tarde»[12]. Kafka alternaba fases de gran fecundidad con largos periodos de sequía creativa. Por ejemplo, en el otoño de 1912, escribió los primeros siete capítulos de El desaparecido (que Brod publicaría póstumamente con el título de América), La metamorfosis (su relato más famoso), y La condena, un relato que escribió de un tirón la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, y que quizá es el relato que más amaba de todos, y que leyó en voz alta en varias ocasiones a sus amigos.
Kafka escribe en 1922: «Si alguna vez fui feliz (no sé exactamente si lo era) incluso sin escribir y todo lo relacionado con ello, justo entonces no era capaz de escribir en absoluto, por lo que todo, una vez iniciado, se desmoronaba de inmediato, ya que el ansia de escribir prevalece sobre todo lo demás»[13]. El escritor se somete al esfuerzo tantálico de intentar conciliar ambas perspectivas, pues, «cuando se enfrentaba a la elección entre “vida” y literatura (quizá solo presunta), siempre optaba por la última, pero sin querer decidir en contra de la vida, de modo que la situación se repetía siempre de la misma manera»[14]. Así naufragaron sus compromisos con Felice Bauer, su histórica prometida, a quien conoció el 13 de agosto de 1912 y con quien rompió el compromiso una primera vez en 1914 y, tras un segundo intento, definitivamente en 1917. Otras figuras femeninas en la vida de Kafka fueron Grete Bloch y Julie Wohryzek, con quien se comprometió en 1919 y rompió el compromiso en 1920. Otra mujer importante fue Milena Jesenská, a quien entregó los manuscritos de El desaparecido y de Carta al padre (escrita en noviembre de 1919) y, en 1921, los Diarios, iniciados en 1909. La única mujer con la que Kafka convivió durante algunos meses fue Dora Diamant, en Berlín, entre septiembre de 1923 y marzo de 1924.
La producción literaria
Ya hemos mencionado lo exigente que era el ritmo de vida al que Kafka se sometía para escribir. Autor nocturno, con una producción discontinua, sacrificó todo por la literatura, que él mismo llegó a definir, en una carta a Max Brod de julio de 1922, como una «recompensa por un servicio del diablo»[15]. La ambivalencia de su relación con la escritura está bien expresada por él mismo: «Escribir me sostiene, pero ¿no sería más exacto decir que sostiene esta especie de vida? Naturalmente, con esto no quiero decir que mi vida sea mejor si no escribo. Al contrario, en ese caso es mucho peor y totalmente insoportable, y debe desembocar en la locura»[16]. Todo por la escritura, junto con el temor a una «vida no vivida»[17]. Wagenbach escribe: «Este sentimiento de culpa por una vida “no vivida” se hizo cada vez más profundo en la última década de la vida de Kafka, y con él, el “miedo a la nada” de esta vida, que solo se justificaba a través de la escritura. Aquí es necesario distinguir claramente entre la “nostalgia” de una vida “natural” y la “resolución” de Kafka de no cederle jamás. No es admisible considerarlo un santo al que solo las circunstancias adversas le impidieron ser un amoroso padre de familia y un hombre sociable. Todos los intentos (que son bastante numerosos) de ceder a esta nostalgia fracasaron, no por culpa de las personas y las circunstancias, sino por el propio Kafka, quien consideraba ese éxito como una “construcción auxiliar” frente a una vida dedicada exclusivamente a la literatura»[18].
Teniendo en cuenta la irregularidad de la escritura de Kafka, su resistencia a publicar y el hecho de que sus novelas más conocidas fueron publicadas póstumamente, junto con las Cartas y los Diarios – que por sí solos constituyen un corpus de 3.000 páginas, mucho más que toda su producción estrictamente narrativa –, no es sencillo establecer una cronología literaria. Algunos eligen la cronología de la composición de las obras, otros la de su publicación.
Considerando las colecciones de relatos antologados según la estructura actual, podemos distinguir Contemplación (que recopila prosas y relatos de 1904 a 1912), Un médico rural (con textos de 1914 a 1917), Durante la construcción de la muralla china (con textos de 1914 a 1924) y finalmente Un artista del hambre (con textos de 1922 a 1924), que Kafka preparó pero no llegó a ver publicados, ya que murió unos meses antes de su salida. Entre los relatos que nunca fueron antologados, los más conocidos son La condena de 1912, El fogonero de 1913, La metamorfosis de 1915 y En la colonia penitenciaria de 1919.
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Las tres grandes novelas se publicaron después de su muerte: El proceso (1925), El castillo (1926), América o El desaparecido (1927). Escribe Ervino Pocar: «Como es sabido, Kafka era reacio a publicar sus escritos, y, si los publicaba, lo hacía porque era alentado e impulsado por amigos que casi le forzaban la mano. Luego, cuando se decidía una publicación, presionaba al editor y le daba minuciosas instrucciones para el buen y rápido éxito de la empresa; basta con leer su correspondencia con el editor Kurt Wolff»[19].
Para las obras publicadas en vida, no siempre es correcto usar el término «relato». Solo algunos lo son. Otros son prosas, pensamientos, reflexiones. Sin embargo, los grupos formados por el autor en vida ya no pueden separarse[20].
La cuestión lingüística
La relación conflictiva y difícil con su padre es a menudo señalada como uno de los factores más influyentes en la narrativa de Kafka, en su estilo y su poética. Nadia Fusini toma como emblema de su formación el episodio infantil «del balcón»[21], relatado por Kafka en Carta al padre: una noche, el escritor fue dejado por un tiempo en el balcón como castigo por algunos caprichos que estaba haciendo. Kafka escribe: «Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y horrible del ser-llevado-fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la última instancia, pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era absolutamente nada para él»[22]. Para Fusini, la dialéctica antitética entre el exterior y el interior, que caracteriza la relación de Kafka con el mundo exterior, tiene su origen en esa experiencia: «Cada encuentro con el otro se le presentará como un suplicio»[23].
Sin embargo, creemos que el sentido de distancia y separación, que sobre todo expresan sus relatos, no se puede atribuir únicamente a esas experiencias infantiles. Hay otro factor que pensamos influyó en el particular estilo de Kafka. Como ya hemos mencionado, en los años en que el escritor vivió en Praga, la ciudad estaba profundamente marcada por la cuestión lingüística. En un contexto mayoritariamente checo, solo el 7% de sus habitantes hablaba alemán. La barrera lingüística era «incluso grotesca»[24]. La decisión de Hermann Kafka de educar a su hijo en escuelas alemanas, por un lado, le permitía pertenecer a una minoría social fuerte, pero por otro lado, lo formaba en el uso de una lengua con características absolutamente particulares. El alemán de Praga, según Wagenbach y Johannes Urzidil, era fruto de una condición especial, casi «de laboratorio». Usado por una minoría en un contexto de separación, con el tiempo se había simplificado, ya que estaba alejado del uso cotidiano de otras áreas de habla germana; por otra parte, también se había endurecido en cierta medida. El alemán que Kafka usa en sus escritos es una lengua particular, que ya lo separa de sus raíces judías y de un contexto vital.
«Los temas inusuales y el lenguaje construido con pocas palabras de manera clara, así como su característico purismo, no son concebibles sin Praga. El aislamiento de los alemanes de Praga, que, si se quiere, anticipa la alienación moderna, fue fundamental para los temas: es cierto que los alemanes ocupaban todos los puestos importantes en la sociedad, pero ya en ese entonces eran una escasa minoría del 7%»[25].
Muchos escritores praguenses fueron impulsados por estas particulares condiciones de aislamiento sociológico a desarrollar un estilo barroco, pesado, de exotismo monstruoso, tanto en el lenguaje como en la elección de personajes «extremos», situados en los márgenes desgarrados de la sociedad: «asesinos, leprosos, proxenetas, anormales, borrachos, fantasmas, dobles, obsesionados, idiotas, homúnculos»[26]. La elección de Kafka, cuya prosa se caracteriza por un estilo preciso, frío, lacónico y que atrae sobre sí tanto atención positiva como negativa de los intelectuales de la ciudad, se debe también a la condición del alemán praguense. «Es una lengua pobre. Este “alemán de Praga”, cuya pureza muchos habitantes de la ciudad consideraban insuperable, no solo era distante en cuanto a la pronunciación, sino también en la construcción y, sobre todo, en el léxico, bastante alejado del buen alemán. De hecho, bajo el peso del aislamiento, el alemán de Praga se convirtió cada vez más en un idioma festivo subvencionado por el Estado. La desaparición de palabras era notoria»[27]. Animado por el deseo de verdad, Kafka no puede evitar usar el alemán que conoce en su entorno. Sin embargo, esto provoca que «la extrañeza de Kafka frente a las cosas se deba también a causas lingüísticas. […] En el lenguaje siempre quedaba un resto de extrañeza y también la distancia de cada palabra surgía por sí sola»[28].
Su contemporáneo Johannes Urzidil, quien compartió con él el entorno praguense, ofrece una evaluación positiva de esta particular condición lingüística: «Nuestro alemán praguense, a menudo criticado, ciertamente no carente de acento pero completamente libre de huellas dialectales, pudo mantenerse intacto en esta isla lingüística desde la Edad Media precisamente porque no sucumbió a las influencias vernáculas de los entornos provinciales y regionales, con su tendencia a contraer y fusionar los sonidos. Para la literatura, esto fue una extraordinaria bendición, ya que nosotros, los praguenses de habla alemana, escribíamos y seguimos escribiendo en la lengua que hablamos todos los días y en la que vivimos. […] Esta plena coincidencia entre lengua cotidiana y lengua literaria es quizás el más poderoso secreto de los logros formales y de la fuerza expresiva de los autores praguenses, y en particular de Kafka»[29].
Algunas palabras significativas: «distancia-exclusión», «culpa-incapacidad»
La cantidad de estudios sobre Kafka es enorme. La interpretación de su obra escapa a cualquier pretensión de exhaustividad. Como bien escribió el p. Ferdinando Castelli en esta revista en el lejano 1962, la interpretación de los escritos de Kafka va al encuentro de la historia y la sensibilidad del lector, y de ellas depende. Si es cierto que la obra literaria se completa con el lector, que en su mente y en su corazón «reescribe» el texto, esto es especialmente válido para Kafka. El p. Castelli escribe, en referencia a la dimensión religiosa presente en los escritos del autor bohemio: «Para evitar, en lo posible, malentendidos, será útil señalar desde el principio, y lo repetiremos más adelante, que en las obras de Kafka a menudo se encuentran episodios, expresiones, momentos cargados de una desconcertante ambigüedad y ambivalencia de significado. Esto sucede incluso con respecto a los elementos fundamentales de la trascendencia: Dios, redención, gracia, eternidad, revelación, etc. De modo que, según la sensibilidad y la disposición con las que se examinen esos momentos, el lector puede ver en ellos una apertura hacia Dios, un “sí”, aunque no expresado, o la persistencia de una incertidumbre insuperable y pesada que le impide atravesar la pared y superar el umbral»[30].
Por nuestra parte, queremos destacar algunas palabras significativas que caracterizan la escritura de Kafka. La primera pareja es «distancia-exclusión».
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Kafka escribe observando la realidad desde una distancia precavida. Como si estuviera detrás de una pared de cristal. Lo que él transmite es una transparencia que es precisión de mirada y de palabra, que coloca lo que «arranca de lo real» en una temporalidad suspendida, donde lo eterno, como la ausencia del paso del tiempo, envuelve la acción y el pensamiento. En muchos relatos no hay un antes ni un después, solo el instante representado. «Su nombrar no añade nada, alude más bien a una repetición – pero ni siquiera es un comentario. Las historias de Kafka, desde siempre declaradas justamente enigmáticas, tienen la impenetrabilidad de una lista homérica. Los seres y las cosas se presentan por sí mismos, sin referencia: inmanentes a su propia manifestación verbal»[31].
Kafka es un escritor del grado cero de la realidad, que confía en el poder de la palabra para hacer que las cosas existan. Su soledad, elegida como una esposa diabólica para dedicarse a la escritura, se comunica en la página y solicita la labor del lector para completar su sentido. Desde este punto de vista, Kafka no es un autor simbolista: es la palabra misma la que se impone como un símbolo fuerte y perentorio, que exige interpretación, comentario, juicio. Escritor de palabras e imágenes, las suyas se graban en la mente del lector, como el insecto de La metamorfosis. Imagen vívida y mental: Kafka, escribiendo a su editor Wolff, se preocupó profundamente de que no fuera representada de ninguna manera en la portada[32]. Escribe Urzidil: «Su verdadera grandeza reside en el valor de sus imágenes. Cada metáfora siempre contiene más de lo que el autor pretendía encerrar en ella, ya que una imagen tiene una existencia autónoma y –cuando es auténtica y precisa– desarrolla por sí misma significados para los cuales, en el momento de su surgimiento, quizás no existían todavía referencias o motivos externos»[33].
Su escritura revela la dimensión trascendente de lo real en el mismo momento en que parece «simplemente» describir. «Narrar, para Kafka, es nombrar: hacer presente cada cosa, asignando a cada una su propia individualidad lingüística completa»[34]. Lo que está más allá solo puede ser insinuado, porque no se puede poseer; nada puede ser poseído, porque solo lo que se tiene en las manos puede ser poseído[35]. «El lenguaje solo puede operar andeutungsweise (“sugerentemente”), es decir, en el modo de la alusión: nunca en el modo de la comparación (vergleichweise, “comparativamente”)»[36]. Kafka afirma: «Para todo aquello que trasciende el mundo sensible, no podemos utilizar el lenguaje más que en forma puramente alusiva, ni siquiera de manera aproximadamente comparativa; y esto porque el lenguaje en sí mismo solo se ocupa de la posesión [Besitz, dice propiamente Kafka] y de sus relaciones»[37].
En los Cuadernos en octavo, el tema de la eternidad reaparece en muchos fragmentos, sobre todo en el tercero y cuarto. Kafka escribe: «Todo lo que significa “yo” es demasiado estrecho para mí, incluso la eternidad que soy es demasiado estrecha para mí. Pero si leo un buen libro, por ejemplo, una descripción de un viaje, eso me despierta, me satisface, me basta. Prueba de que antes no había incluido este libro en mi eternidad o que no había penetrado hasta la sombra de esa eternidad que también este libro necesariamente encierra»[38]. Todos los tiempos son utilizados por el escritor, y sin embargo, solo el presente parece ser consistente y existir. «Kafka desvela así lo latente, lo oculto, gracias a un lenguaje fragmentario, compuesto de nombres que solo conocen el presente de su manifestación presente»[39].
Kafka escribe para vivir, porque la palabra escrita puede devolverle la vida que ha sido suspendida para él, vivida con vacilación y severísima ascética. «Si Kafka escribe es porque cree que solo así para él sucede la vida, es decir, solo así puede recibirla»[40].
La segunda pareja es «culpa-incapacidad». Kafka es un maestro virtuoso en el análisis de la culpa, ya sea real o inventada, sufrida o autoimpuesta. En Carta al padre, las referencias al sentimiento de culpa son múltiples: aquella inmensa culpa inducida por su padre, pero también la que, aunque ausente, se siente en la relación entre ambos. Culpables e inocentes al mismo tiempo. En este sentido Carta al padre, de la que hemos citado algunos pasajes, nos parece más una declaración de poética que una obra autobiográfica, tanto que nunca fue entregada y, tras unos años, fue juzgada por el propio Kafka como una exageración. Nadia Fusini llega a decir que es completamente «inventada»[41].
La culpa del escritor es la de no poder vivir conforme a las expectativas de su padre y del mundo, de no poder llevar una vida «normal», según las expectativas que se depositaban en él. Si bien los factores psicológicos y formativos tuvieron su peso, mucho más preponderante fue, en definitiva, el misterio de su vida, que transformó la figura del padre asignándole el papel del mundo: «Tú eras para mí la medida de todas las cosas»[42].
Culpable porque es incapaz, incapaz porque es culpable. El relato La condena, de 1912, es fundamental, ya que expresa de manera absoluta la relación de Kafka no solo con su padre natural, sino sobre todo con él mismo. Este relato muestra el modo en que él vivió su relación con el mundo, del cual se siente condenado. Sería redundante recordar cómo estos temas se expresan en las dos grandes novelas inacabadas, El castillo y El proceso.
Kafka, ¿un autor religioso?
Guido Sommavilla, en un artículo escrito en esta revista en 1992, abordó explícitamente este tema: «Queremos reafirmar hechos, textos y argumentos que, a nuestro juicio, prueban, sin lugar a dudas, la profunda religiosidad según la tradición judeo-bíblica y/o cristiana del escritor judío praguense-alemán»[43]. Los textos literarios que Sommavilla considera son los Aforismos de Zürau, extraídos de los Cuadernos en octavo. Son fragmentos de longitud variable, desde unas pocas líneas hasta una página completa, que recogen una chispa de pensamientos y reflexiones[44], a menudo de tono oracular, en ocasiones narrativos o de gusto sapiencial. No se puede ofrecer una presentación sistemática de ellos, ya que escapan a cualquier posible categorización. Para ellos, puede retomarse la cita inicial de Urzidil, que habla de la obra y el pensamiento de Kafka como un corpus gestáltico: «La idea de la Gestalt […] desarrollada en Praga […] permite observar y captar el misterio de una fisonomía literaria cuyos diversos rasgos individuales convergen para generar una belleza de conjunto, irreducible al análisis»[45]. Si son «irreparablemente misteriosos», según la feliz definición de Sommavilla, con él debemos reconocer que en los cuadernos tercero y cuarto, muchos de los fragmentos tienen un tono explícitamente religioso. Hablan de eternidad, culpa, caída, Edén, pecado, pero también de arte, muerte, libertad, creación. Las referencias a la figura de Cristo son escasas: hay un par de menciones explícitas y otras que parecen aludir al contexto neotestamentario.
Muchas más referencias se encuentran en Conversaciones con Kafka, del autor cristiano Gustav Janouch, su amigo y admirador. Coincidimos con Sommavilla en descartar que Kafka fuera un autor irreligioso o ateo. Sin embargo, a diferencia de él, proponemos una interpretación más moderada de los sentimientos religiosos de Kafka, cuyo interés por el judaísmo, después de un período adolescente de formación religiosa más formal y sociológica que sentida y vivida, fue retomado en su adultez.
Italo Alighiero Chiusano escribe: «Acerca del origen de todo esto, se vuelve a hipotetizar “algo que no funciona” o que funciona mal en la máquina humana, desde su inicio […]. Hablar de “pecado original” causa incomodidad, parece implicar una coartada de naturaleza sacral y confesional. Búsquese otro término, pero la esencia sigue siendo más o menos la misma»[46]. La intuición de Chiusano nos parece iluminar el núcleo ardiente de los fragmentos, los cuales, aunque dispersos como es típico en los aforismos, tienden a reiterar y revisitar con más frecuencia los temas de la caída, del pecado y del Paraíso.
Por la cantidad de fragmentos, se intuye que es a través del misterio del mal, más que a través de la maravilla de la creación o la meditación sobre la historia de la salvación, que Kafka aborda el sentido de la vida, de sí mismo, de Dios. Sus relatos, cabe señalar, comunican una trascendencia «problemática»[47]. Citemos algunos pasajes para ayudar al lector a «palpar» la intensidad de estos pensamientos, que a menudo se presentan también como paradójicos. Por ejemplo, escribe Kafka: «Hasta casi el final del relato de la Caída, persiste la posibilidad de que también el Jardín del Edén sea maldecido junto con el hombre. Pero solo los hombres son maldecidos, no el Jardín del Edén»[48]. O este otro fragmento, de tono más sapiencial: «Dos son, para los hombres, los pecados capitales de los cuales derivan todos los demás: la impaciencia y la indolencia. La impaciencia los expulsó del Paraíso; por indolencia no regresan. Pero quizás el pecado capital es solo uno: la impaciencia. Por impaciencia fueron expulsados, y es por impaciencia que no regresan»[49]; o también: «El hecho de que nuestra tarea sea grande, precisamente como nuestra vida, le confiere una apariencia de infinito»[50].
Sobre el tema de la caída y la expulsión del Paraíso, por su importancia existencial en la biografía de Kafka, en la dialéctica con el padre y con el mundo, que parece querer explorar en particular, citamos estos cuatro fragmentos. «Somos pecadores no solo por haber comido del árbol del conocimiento, sino también porque aún no hemos comido del árbol de la vida. Pecaminoso es el estado en el que nos encontramos, independientemente de la culpa»[51]; «La expulsión del paraíso es, por esencia, un hecho eterno, fuera del tiempo. Aunque la expulsión del paraíso es definitiva y el fin del mundo inevitable, la eternidad del hecho (o, en términos temporales, la eterna repetición de ese proceso) nos permite permanecer perpetuamente en el paraíso, aunque no lo sepamos aquí abajo»[52]; «La perspectiva desoladora del mal: cree vislumbrar nuestra igualdad con Dios solo en la distinción que hacemos entre el bien y el mal. La maldición no parece empeorar nada de su naturaleza: medirá la longitud del camino con el vientre»[53]; «Hubo tres formas diferentes de castigar la Caída del hombre: la más leve fue aplicada, la expulsión del paraíso; la segunda habría sido la destrucción del paraíso mismo; la tercera —que habría sido la pena más terrible—, la exclusión de la vida eterna, dejando todo lo demás como antes»[54].
Kafka, por tanto, es un hombre que vive una pregunta «tormentosa» sobre la salvación, y la busca a través de la literatura, sabiendo –o dejándonos entrever– que tal vez ella comunica otra Salvación, mucho más amplia y profunda. O bien, y esto también nos parece igualmente posible, podemos imaginar a Kafka leyendo lo que hemos escrito, sacudiendo la cabeza y susurrando suavemente: «Aún no me han entendido».
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K. Wagenbach, Kafka. Una battaglia per l’esistenza, Milán, il Saggiatore, 2023, 9. La mayor parte de la información sobre la vida de Kafka fue tomada de este texto. ↑
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Interesantes son las reflexiones sobre la «profecía» de los estados autoritarios que Milan Kundera escribe al respecto en su ensayo “En algún lugar al fondo”. No las citamos aquí, ya que salen del ámbito de este artículo, y para su lectura remitimos a M. Kundera, El arte de la novela, Tusquets, 2006. ↑
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J. Urzidil, Di qui passa Kafka, Adelphi, 2002, 12. ↑
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Es bien conocido que Kafka pidió a su amigo de toda la vida, Max Brod, que destruyera los escritos aún no publicados, entre los cuales se encontraban las novelas El desaparecido o América, El castillo y El proceso, obras fundamentales del siglo XX. Afortunadamente, el escritor «desobedeció» y se encargó de la publicación póstuma de todos sus escritos. Los detractores, sin embargo, consideran que fue una operación editorial que traicionó las intenciones de Kafka. ↑
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A principios de la década de los cuarenta del siglo pasado, en Berlín, se confiscaron y destruyeron los manuscritos en posesión de su amiga Dora Diamant. Con la ocupación de Checoslovaquia, la biblioteca de Kafka y muchas cartas se perdieron, amigos y familiares fueron deportados, y sus tres hermanas, Elli, Valli y Ottla, murieron en campos de concentración. Cf. K. Wagenbach, Kafka…, cit., 13. ↑
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Kafka viajó por Europa principalmente durante las vacaciones de verano, acompañado en su mayoría por Max Brod. Con su amigo visitó Riva del Garda en 1909, París en 1910, el norte de Italia en 1911 y nuevamente París; en 1912 viajó a Weimar. Tras ser diagnosticado de tuberculosis en 1917, sus estancias fuera de Praga estuvieron mayormente vinculadas a internaciones en sanatorios para tratar su salud. El único traslado prolongado ocurrió entre el otoño de 1923 y la primavera de 1924 en Berlín, donde vivió los últimos meses de su vida junto a Dora Diamant. En marzo de 1924 fue llevado apresuradamente de vuelta a Praga, debido al deterioro de su salud. ↑
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J. Urzidil, Di qui passa Kafka, cit., 167. ↑
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Cf. el cuento Poseidón. ↑
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Cf. K. Wagenbach, Kafka…, cit., 119-127. ↑
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F. Kafka, Quaderni in ottavo. Alla ricerca del senso di sé, Roma, Il Pellegrino, 2024, 97. ↑
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Cf. el cuento El topo gigante. ↑
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K. Wagenbach, Kafka…, cit., 134. ↑
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Ibid., 127. ↑
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Ibid., 149. ↑
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Ibid., 125. ↑
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Ibid., 124. ↑
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Cf. también el relato El artista del hambre. ↑
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K. Wagenbach, Kafka…, cit., 123 s. ↑
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F. Kafka, Tutti i racconti, Milán, Mondadori, 2017, V. ↑
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Ibid., VII. ↑
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Cf. N. Fusini, Due. La passione del legame in Kafka, Milán, Feltrinelli, 2024, 69. ↑
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F. Kafka, Lettera al padre, Milán, Feltrinelli, 2023, 14. ↑
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N. Fusini, Due…, cit., 69. ↑
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J. Urzidil, Di qui passa Kafka, cit., 14. ↑
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K. Wagenbach, Kafka…, cit., 77. ↑
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Ibid., 82. ↑
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Ibid, 83. ↑
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Ibid., 86. ↑
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J. Urzidil, Di qui passa Kafka, cit., 20. ↑
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F. Castelli, «Le tre vertigini di Franz Kafka», en Civ. Catt. 1962 III 27-40. ↑
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N. Fusini, Due…, cit., 25. ↑
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Cf. F. Kafka, Racconti, Milán, Mondadori, 1970, XII. ↑
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J. Urzidil, Di qui passa Kafka, cit., 29. ↑
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N. Fusini, Due…, cit., 24. ↑
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Cf. F. Kafka, Lettera al padre, cit., 38. ↑
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N. Fusini, Due…, cit., 55. ↑
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F. Kafka, Quaderni in ottavo…, cit., 61 s. ↑
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Ibid., 85 s. ↑
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N. Fusini, Due…, cit., 24. ↑
-
Ibid., 25. ↑
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Ibid., 84. ↑
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F. Kafka, Lettera al padre, cit., 15. ↑
-
G. Sommavilla, «Franz Kafka, uomo religioso?», en Civ. Catt. 1992 IV 52. ↑
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«Él prefiere más bien el relámpago del pensamiento, un Gedankenblitz que, como un rayo, ilumine el presente olvidado» (N. Fusini, Due…, cit., 27). ↑
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J. Urzidil, Di qui passa Kafka, cit., 12. ↑
-
F. Kafka, Lettera al padre, cit., 4. ↑
-
Cf., por ejemplo, los relatos Ante la ley y Un mensaje imperial. ↑
-
F. Kafka, Quaderni in ottavo…, cit., 74. ↑
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Ibid., 37. ↑
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Ibid., 71. ↑
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Ibid., 73. ↑
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Ibid., 64. ↑
-
Ibid., 74. ↑
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Ibid., 78. ↑
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