Espiritualidad

«Ejercicios espirituales» con el arte

Anunciación, Fra Angelico (hacia 1425-1426)

Está naciendo un nuevo método para impartir los Ejercicios Espirituales: un método creativo, pero al mismo tiempo fiel a la tradición. El mismo Ignacio de Loyola había expresado el deseo de incluir imágenes en su texto de los Ejercicios Espirituales (EE); alrededor de 100 años después de la primera edición, se publicó en Roma la primera versión ilustrada, que inauguraba una larga y fecunda tradición, que aún sigue viva.

Nuestra propuesta es tan intrínsecamente ignaciana que logra evitar las trampas habituales de algunos retiros: basta pensar en aquellos que no rezan de manera personal, sino que se dejan llevar por lo que dice el predicador, contraviniendo la recomendación que Ignacio da al guía de los Ejercicios, de no interponerse entre el Creador y su criatura y dejar que el Señor se comunique directamente con ella, «abrazándola en su amor y en su alabanza» (EE 15); o la trampa de quedarse en la abundante reflexión mental, en el «mucho saber», sin «sentir y gustar las cosas internamente» (EE 2).

Este artículo se desarrollará en tres partes[1]. En la primera, ilustramos una manera ignaciana de acercarse al arte, descartando tres formas que podemos considerar inadecuadas. Sobre esta base, en la segunda parte, enumeraremos 10 frutos sorprendentes de tal experiencia. Finalmente, en la última parte, presentaremos brevemente nuestra propuesta concreta para orar con el arte.

Una manera ignaciana de acercarse al arte

En primer lugar, debemos despejar una objeción que a menudo se hace al arte, es decir, que nos aleja de la realidad. Durante una de nuestras conferencias sobre este tema, un oyente criticó el arte, culpable, según él, de endulzar y distorsionar la realidad, a menudo brutal y violenta, creando un mundo imaginario incapaz de ofrecer un terreno seguro para acercarse al Dios de Jesucristo.

Esta objeción es un criterio valioso para distinguir el arte, por así decirlo, «auténtico» de formas expresivas edulcoradas, que no nos interpelan en absoluto, manteniéndonos encerrados en nuestra zona de confort y devolviéndonos solo la imagen que ya tenemos de nosotros mismos (la misma objeción sirve para distinguir la oración auténtica de la falsa). Obviamente, no hablaremos de este arte empalagoso, porque no creemos que sirva para un camino ignaciano.

Ahora bien, las únicas obras que no se deben considerar son aquellas que no ayudan al hombre «a alcanzar el fin para el cual fue creado» (EE 23); si luego son útiles para otros, no nos corresponde a nosotros juzgarlo. Romano Guardini afirma que el arte digno de ese nombre no se limita a devolvernos la realidad tal como es, como lo haría un espejo o un periódico, sino que la «celebra» con una nota de esperanza, mostrando cómo en esa realidad también están presentes los gérmenes del reino de Dios. En este sentido, puede mostrar la violencia sin violentar, orientándonos hacia el bien (como cuando quien propone los Ejercicios debe asegurarse de que el ejercitante se sienta espiritualmente «movido» y los esté haciendo de la manera correcta [cf. EE 6]). Naturalmente, ni para Guardini ni para nosotros el arte que logra este resultado tiene que ser necesariamente de temática religiosa[2].

Para proponer una manera ignaciana de acercarse al arte, conviene ilustrar otras tres que no son plenamente ignacianas, pero que quizás hemos utilizado durante nuestros retiros: la primera es usar el arte con fines religiosos; la segunda es utilizarlo para ilustrar un concepto; la tercera es observar el arte como espectadores. Se trata de enfoques legítimos, que ciertamente tienen su lugar en los Ejercicios, pero que no son plenamente ignacianos. Aquí, en cambio, queremos proponer una manera realmente nueva y profundamente ignaciana, en la que el arte no es simplemente un remedio o un pretexto, sino el lugar y la letra misma de la oración.

Usar el arte con fines religiosos

En primer lugar, debemos rechazar el uso –y abuso propagandístico– del arte con fines religiosos. Esto sucede cuando en el arte buscamos solo aquello que queremos encontrar, lo que hemos establecido de antemano, dogmáticamente o no: si se puede separar el mensaje de la obra, no se valora el arte en sí.

Rezar con el arte significa, en cambio, contemplar el arte en sí mismo y descubrir en él un sustrato espiritual –justamente ahí, y en ningún otro lugar–, es decir, de manera sacramental. Porque la espiritualidad no se aleja del mundo y de la materia, ni tampoco de Dios; más bien encuentra en el arte un terreno fértil en el que la gracia asume la naturaleza, revelando su dimensión latente de alegría y vida, sin destruir nada.

Usar el arte para ilustrar un concepto

Otro enfoque erróneo es usar el arte para ilustrar un concepto. De este modo, el arte se convierte en un elemento secundario, en el mejor de los casos, una aplicación estéril de los cinco sentidos a una construcción mental.

Otra cosa sería proponer en primer lugar la imagen como una composición de lugar, como un espacio que se abre ante nosotros, no más con palabras, sino con «palabras visibles», retomando una expresión de san Agustín, es decir, por medio de colores, líneas, volúmenes, luz, espacio, gestos, miradas y manos que nos hablan sin necesidad de palabras.

Ciertamente, las palabras ayudan, pero más como subtítulos o notas al pie de página, aclarando en lugar de explicar, y abriendo en lugar de cerrar el espacio creado por la obra. En este sentido, las palabras, ideas y conceptos son necesarios, porque no se trata solo de sentimentalismo o de vagar en las emociones, sino de comprender con todas nuestras facultades mentales, partiendo de una concepción holística de la razón y la inteligencia, incluyendo la dimensión emocional y la relacionada con la imaginación.

Observar el arte como espectadores

Muchos ejercitantes que eligen esta modalidad rezan por primera vez con el arte. Rezar con el arte significa mucho más que observar o admirar el arte como podría hacerlo un espectador externo, desde la distancia. Incluso cuando visitamos un museo, raramente le damos a una obra de arte el espacio, el tiempo, el silencio y la escucha necesarios para que nos comunique todo lo que tiene que decirnos (en nuestro caso, lo que el Espíritu Santo puede decirnos a través de ella).

Al igual que en la vida, nuestra ansiedad consumista nos impulsa a pasar de una cosa a otra, apreciando solo los primeros efectos superficiales. De esta manera, dejamos muchos «banquetes» suculentos sin saborearlos, renunciando a migajas y sobras que aún son apetitosas, sin extraer todo el jugo que contienen (en esto reside el valor de la «repetición ignaciana»).

Por eso es muy útil hacer los Ejercicios de vez en cuando: para ver como nuevas todas las cosas que hemos vivido y recapitularlas en Cristo, para apreciar las «migajas» y ser el «cuenco para la limosna que acepta hojas caídas», como dice un célebre haiku de Taneda Santōka, con el que solemos iniciar el tiempo de los Ejercicios. Acompañado por la obra Acumulación (2016), de la escultora madrileña Cristina Almodóvar, este haiku realiza verdaderas maravillas, ayudando a muchos ejercitantes a hacer silencio y a «preparar y disponer el alma» (EE 1) como una caja de resonancia y un cuenco que permite no desperdiciar esas migajas y esas hojas caídas, valorándolas por lo que son, pequeños dones caídos del cielo, y ver simplemente «cómo todos los bienes y dones descienden de lo alto» (EE 237).

El tiempo que dedicamos a los Ejercicios, incluso cuando no nos ofrece ningún «contenido» nuevo, al menos puede ser un tiempo de gracia en el que vemos con ojos nuevos, desde la perspectiva de Jesús, lo vivido que llevamos a los Ejercicios. En este sentido, las cosas de la vida que se insertan en nuestra oración no son necesariamente distracciones: pueden ser restos de banquetes, migajas que aún reclaman nuestra atención, sobre todo en el tiempo en que hacemos silencio y damos espacio a la escucha de Dios. Quizás el Dios de las migajas quiere interpelarnos acerca de nuestra vida vivida a medias: no para hacer surgir una nueva idea o experiencia, sino para que lo que hemos vivido con Él eche raíces y se imprima mejor en nuestro corazón.

Creemos que justamente esta es una posible interpretación de lo que canta la Virgen en el Magnificat: «Despidió a los ricos con las manos vacías». Para nosotros, que somos ricos, es una gracia ser considerados como cuencos de mendigo, espacio vacío y vaciado: a menudo llegamos a los Ejercicios cansados, pero ricos en experiencias, sobrecargados de una vida vivida rápidamente sin haberla saboreado por completo, en esa profundidad donde habita y nos espera Dios. Por lo tanto, no necesitamos nuevas cosas-ideas-experiencias, sino espacio y silencio para acoger y saborear lo que hemos vivido, sintiéndolo y gustándolo internamente bajo la mirada de Cristo, con quien podemos dialogar amistosamente al final de cada momento de oración.

Es muy contracorriente y valiente detenerse y conformarse con una sola cosa, una migaja, una hoja caída: poca cosa, tal vez, para quien observa desde fuera, pero para las personas sencillas y valientes, una migaja capaz de nutrir hasta la saciedad, e incluso de enternecer el corazón de Jesús (cf. Mt 15,21-28). Esta es, tal vez, la sabiduría de los ancianos y del amor maduro; madurado no por el hecho de haber permanecido inmaculado tras todas las fatigas y los desiertos posibles que se cantan en el himno del amor (cf. 1 Cor 13), sino por haberlos atravesado con heroísmo.

Rezar con el arte, por lo tanto, significa entrar en un espacio abierto por este, «con magnanimidad y liberalidad hacia su Creador y Señor, ofreciéndole toda la propia voluntad y libertad» (EE 5), dispuestos a ser tocados, conmovidos, interpelados, removidos de nuestras posiciones, tal vez incluso desconcertados y provocados, como los profetas. Entre las múltiples obras de arte, hay obras maestras que, con increíble facilidad, logran hablar a muchas personas del encuentro con Dios de manera inmediata, casi sacramental. Son vehículos de la palabra de Dios, que hacen presente al Verbo encarnado. Por lo tanto, para que la observación se convierta en oración, son necesarios, en primer lugar, tiempo, silencio, atención y disponibilidad para dejarse interpelar, asegurando que el objeto —es decir, la obra de arte— sea la voz del Sujeto, es decir, que quien hable en la obra sea Dios, quien tiene la iniciativa en la oración.

En segundo lugar, es necesario exponerse en primera persona como caja de resonancia de esa voz que llega a nosotros a través de la obra, para escuchar, cada uno dentro de sí, incluso la más mínima resonancia o resistencia provocada por el objeto contemplado, «notando y haciendo pausa en los puntos en los cuales he sentido mayor consolación o desolación o mayor sentimiento espiritual» (EE 62).

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Un modo ignaciano de acercarse al arte desde esta perspectiva consiste en «reflexionar para obtener algún fruto» (EE 108) del objeto contemplado, siendo caja de resonancia de lo que se contempla, escuchando dentro de nosotros los movimientos y agitaciones (cf. EE 6) que puedan surgir, sin excluir ninguno. En otras palabras, debemos dejar que el misterio contemplado se refleje en nosotros como «espacio» liberado, como si fuéramos un espejo.

Por eso es fundamental «preparar y disponer» (EE 1) el «espacio» que somos, lo que no significa tanto eliminar manchas y arrugas con una obsesión perversa de ser puros e inmaculados, sino ordenarlas, poniendo las preocupaciones, las dudas de fe y las faltas de caridad y esperanza en su debido lugar, sin dejar que ocupen todo el espacio, sino disponiéndolas en su orden relativo a Cristo, quien, al recapitularlas, nos consagra en el amor (cf. Ef 1,4). En definitiva, se trata de disponernos como un espacio abierto y receptivo, sin quedarnos pasivos y aturdidos, sino vigilantes y prudentes como serpientes (cf. Mt 10,16), y activando todas las facultades mentales, no para que Dios hable, sino para poder escuchar lo que Él dice.

La contemplación, en efecto, es un ejercicio de escucha. Observar el arte y usarlo con fines religiosos son solo formas de acercarse a él desde fuera (mirar, entender, recoger información sobre la obra o el autor), mientras que rezar con el arte significa esencialmente contemplar y escuchar lo que Dios dice dentro de nosotros.

Frutos de la experiencia

Rezar con el arte representa una enorme ventaja con respecto a las formas más tradicionales de proponer los Ejercicios: evita, de hecho, el riesgo de que quien guía los Ejercicios se interponga entre el ejercitante y su Creador, y de perderse en elucubraciones mentales. En este sentido, es un modo más específicamente ignaciano en comparación con otros, a los cuales quizás cierto tipo de ejercitantes está acostumbrado. Para Ignacio, los Ejercicios eran una ayuda para ir en profundidad, de la mente a las entrañas, allí donde Dios nos habla y donde nace la vida, en un lugar mucho más profundo que la mente y el corazón.

A continuación enumeraremos 10 ventajas de esta experiencia, que constituyen dones sorprendentes y resultados obtenidos con la práctica.

1) El arte permite un contacto más inmediato y amplio que la mente

Las palabras ayudan, pero a veces son un obstáculo. Deberían dejar espacio y conducir al silencio y a la contemplación. El arte permite un contacto más inmediato con el misterio en comparación con los razonamientos. Expande las ideas mentales, abarcando también el lado emotivo, afectivo, perceptivo y corporal. Rezar con el arte no deja de lado la razón; al contrario, la activa aún más, especialmente en sus aspectos menos explotados. Por lo tanto, no se trata de una experiencia irracional, sino profundamente reflexiva y reflejada.

Cuanto más practicamos y proponemos los Ejercicios, más nos damos cuenta de que lo que Ignacio tenía en mente era una schola affectus: un camino más contemplativo y menos mental, más orientado a los sentidos espirituales, a sentir y saborear, a los coloquios amorosos y a las repeticiones, que realmente son condensaciones afectivas. En este sentido, el arte presenta una gran ventaja, porque es capaz de «habitar» las cosas (Merleau-Ponty), y rezar con el arte nos permite habitarlas internamente. Es el «permanecer» al que Jesús invita a sus discípulos cuando son acogidos en una casa (cf. Mc 6,10); o, en lenguaje ignaciano, «en el punto en el que encuentre lo que deseo, allí me detendré, sin prisa por seguir adelante, hasta quedar plenamente satisfecho» (EE 76). Es la elección contracorriente de no pasar de una cosa a otra sin tomarse el tiempo de terminar bien una sola: «De una sola cosa hay necesidad» (Lc 10,42).

2) El arte ofrece una excelente composición de lugar

A veces pasamos por alto un preámbulo esencial para Ignacio, que nos sitúa, nos involucra y nos induce a salir de la mente y a arraigar la oración en los sentidos espirituales, en lo que se percibe y saborea internamente. Como «composición de lugar», el arte permite al ejercitante entrar más fácilmente en una narración bíblica y acercarse a los personajes «mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si yo estuviera presente» (EE 114).

La composición de lugar no es solo útil para quienes tienen poca imaginación, como en algún momento se pudo pensar, sino que puede servirle a cualquiera, ayudándole a estar más presente en el misterio contemplado.

3) El arte sorprende y ayuda a concentrar la atención

Sucede a menudo, con textos orados muchas veces, que ya no nos sorprenden, que nos quedamos atascados en las mismas cosas o en lo que un predicador nos dijo una vez y que nos gustó. Todo esto tiene muy poco de ignaciano. La mayoría de las veces, en cambio, el arte auténtico —no el empalagoso, que solo ofrece una falsa consolación— es capaz de sorprendernos, induciéndonos a mirar con ojos diferentes un texto bíblico o algún pasaje bien conocido de los Ejercicios. El arte abre y dilata la mirada, permite pensar fuera del marco habitual; abre el camino al Espíritu Santo, nos invita a esperar lo nuevo, a prepararnos para ser sorprendidos, sin conformarnos con lo ya conocido.

Además, la mente, cuando rezamos, divaga y a menudo tiende a distraerse. Pues bien, contemplar una obra de arte ayuda a concentrarse y a prestar atención. El arte es capaz de condensar una larga narración bíblica en un momento o en un determinado gesto, lleno de significado. Existen esculturas talladas como Andachtsbild: literalmente, «imágenes para ejercitar la atención». Estas sirven para llevar la atención a su nivel más profundo, el de la contemplación, yendo mucho más allá del Mindfulness y revelándose también más concretas, en la medida en que concentran nuestra atención en una Persona con un Nombre y un Rostro.

4) Jesús aparece más encarnado y cercano

Un sorprendente e importante fruto de esta propuesta es que Jesucristo aparece más encarnado y cercano: su sonrisa, su mirada, su rostro, su actitud, sus gestos quedan grabados en nuestros ojos más de lo que podría ocurrir con una idea o con palabras. El arte permite contemplar y dejarse mirar por Jesucristo.

Los Ejercicios son felizmente cristocéntricos, contemplativos, icónicos e imaginativos. Por eso, solemos comenzar y terminar nuestras jornadas y conversaciones con una imagen de Jesús, como la del «Cristo sonriente» del castillo de Javier, o la del «Pórtico de la Gloria» de Santiago, donde el Señor glorioso nos muestra tan abiertamente sus heridas, es decir, su vulnerabilidad, como un camino de salvación.

5) El arte conduce naturalmente a la contemplación

Lo que Ignacio dice sobre la composición de lugar, la aplicación de los sentidos, los coloquios y las repeticiones apunta hacia la contemplación y el sentir y gustar internamente. Precisamente porque pasa a través de los sentidos, la experiencia de rezar con el arte representa una forma de encarnación más que meditar solo con la mente. La oración con el arte se sitúa más a nivel de los deseos, de los sentidos, de la piel y del cuerpo. Es más epidérmica que superficial, más orgánica que materialista, más contemplativa que consumista. Sin embargo, requiere tiempo, silencio y buenas directrices.

6) El arte ayuda al ejercitante a orar solo

El arte permite a las personas entrar solas en el espacio de encuentro con su Creador y Salvador, algo que resulta más ignaciano —según la conocida regla de san Ignacio de no interponerse entre el ejercitante y su Creador y Señor (cf. EE 15)— que un curso de Ejercicios en el que se espera que el predicador haga todo.

Cuando los ejercitantes comparten algo de lo que han vivido y orado, a menudo quedamos gratamente sorprendidos por cómo surgen asociaciones espontáneas entre las cosas contempladas y las experiencias personales; por cuántos caminos inéditos e insospechados se revelan a través de su oración; por cuán fértil e inacabado es el campo del arte; y por cuánta riqueza se oculta en cada una de esas obras que son como fuentes de las que brota el río de la gracia y donde se escucha la voz de Dios.

Cuando nos cuentan estas maravillas, cuando las comparten con nosotros, haciendo como María que, después de la Anunciación, fue a ver a Isabel para no quedarse con la bendición recibida solo para sí, sentimos cómo sus palabras, llenas de vida y emoción, transforman nuestro espacio, a primera vista profano, en algo sagrado y sacramental, un espacio aparentemente mediocre, ordinario y vacío, en un espacio habitado y lleno de la presencia de Dios. Algo similar se puede ver en el espléndido fresco de la Anunciación del Beato Angelico, en el convento dominicano de Florencia: un espacio gris que se convierte en un espacio sagrado gracias al maravilloso encuentro que ocurre en ese silencio habitado por una presencia invisible, aunque no intangible para quien haya ejercitado su sensibilidad.

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Nos sorprende la forma en que los ejercitantes han pasado el tiempo inmersos en estas obras, que ahora son amigas, que los han visitado y habitado durante algún tiempo y que, después del momento de gracia de los Ejercicios, continúan acompañándolos en su camino. Pues sí, el arte es inagotable, y nuestro Dios parece tener una predilección especial por ella, porque nos conduce de manera tan directa y natural a los sentidos espirituales – más profundos que la mente y las emociones –, al gusto, a la contemplación, a las entrañas, allí donde nace la vida nueva concebida gracias a Dios.

Por eso solemos reducir al mínimo nuestras palabras, ofreciendo solo algunas líneas guía posibles, no para explicar la imagen, sino para desplegar sus potencialidades y hacer que se conecte mejor con la vida de cada uno. Entre las pistas propuestas, cada ejercitante deberá encontrar aquella que el Espíritu le indique para ese momento de oración.

7) El arte ayuda a rezar con la vida y el cuerpo

A menudo, en una obra contemplada con calma, nos atraen pequeños detalles que quedan impresos en nuestra oración: una mirada, un encuentro, un gesto o una actitud. Nos atraen porque nos recuerdan situaciones que hemos vivido: en este sentido, la vida no entra en nosotros como distracción, sino como oración. El arte, como afirmaba John Dewey, está vinculado a la vida ordinaria, la celebra y la intensifica[3]. El arte también nos permite recapitular esos detalles en Cristo, llevarlos ante él y solicitar su mirada sobre ellos. Además, como estas cosas son muy humanas y corpóreas, la mayoría de las veces inducen al ejercitante a adoptar la misma actitud corporal en su propia oración, para encarnarse mejor, de modo que la actitud de Cristo o del santo contemplado quede impresa en la propia vida y en el propio cuerpo. Así, orar con el arte favorece también orar con el cuerpo (y no sólo con la mente). Y este proceso mistagógico permite configurarse más con Cristo, que es la meta de los Ejercicios.

8) Para todos los ejercitantes, no sólo expertos o amantes del arte

Sorprendentemente, tanto los ejercitantes veteranos como los principiantes descubren aquí una nueva manera de hacer los Ejercicios. Para muchos veteranos, cansados de demasiadas palabras que no llevan a ninguna parte, la propuesta se concreta, haciéndoles acercarse al misterio por caminos poco transitados. Por supuesto, esta propuesta no es nueva en cuanto al contenido (no propone otro Evangelio), pero sigue la dinámica y la estructura de los Ejercicios.

Tal vez siempre habrá personas rígidas que prefieran transitar por caminos conocidos y les cueste abrirse a la novedad. Sin embargo, el Dios de Jesucristo nos invita a salir de la zona de confort en la que a menudo tendemos a encerrarnos. No nos pide algo superior a nuestras fuerzas, pero no se cansa de llamarnos a la esfera de la felicidad, que no es la de la comodidad. El verdadero esfuerzo que exigen los Ejercicios es, más que el activismo o la actividad fatigosa, el de mantener abierto el espacio que somos y necesitamos ser. La contemplación es acción y esfuerzo al cuadrado: el esfuerzo de entregarnos y dejarnos moldear y modelar.

Una agradable sorpresa de esta experiencia reside en el hecho de que este modelo parece «funcionar» – si se nos permite utilizar este término profano y utilitario – incluso con personas que dicen no estar muy familiarizadas con el arte y tener poca inclinación a rezar con él, personas para las que el arte sigue siendo un mundo desconocido, al margen de la vida real, un mundo tal vez bello, pero irreal y, en el caso del arte contemporáneo, decididamente oscuro. En sus vidas hay muchas imágenes del Crucifijo y de la Virgen, pero no se acercan a ellas como arte, sino por lo que representan, que siempre es lo mismo.

Ahora bien, esta propuesta, si está bien acompañada, también puede llegar a ellos, porque el arte, cuando se presenta de la manera adecuada, es capaz de despertar en cada uno de nosotros capas profundas dormidas, de cuya existencia ni siquiera éramos conscientes. Tras un momento inicial de sorpresa y posible incomodidad por encontrarse en un entorno desconocido, muchas personas se atreven felizmente a dejar lo que les es familiar y aventurarse en mar abierto.

En cualquier caso, es fundamental acompañar la forma de rezar bien con imágenes. Como nos dijo una vez un practicante: «Me ayudó no saber mucho de arte, porque no vine a una clase de arte». De hecho, las personas más aptas para aceptar esta propuesta son las que están dispuestas «con magnanimidad y liberalidad» a dejarse sorprender.

9) No hace falta que nos guste la obra de arte para rezar con ella

Además, las obras de arte concretas no tienen por qué ser especialmente bellas o llamativas. No nos tiene que gustar una obra de arte para rezar con ella. Dios puede tocarnos de maneras muy diferentes. Según nuestra experiencia, hemos recibido los dones más sorprendentes a través de obras que no eran estéticamente atractivas, pero en las que un practicante pudo captar un gesto o una mirada que le abrieron el corazón de forma más inmediata de lo que habría ocurrido con una idea o unas palabras.

10) No sólo se necesita arte religioso o figurativo

No es necesario que la obra de arte sea religiosa o devocional. En las contemplaciones del mundo, del infierno, de las Dos Banderas, del alcanzar el amor, del Principio y el Fundamento, no es necesaria la representación artística de un episodio bíblico para entrar en él como composición de lugar.

Todo esto está muy bien, pero hay tanta humanidad contenida en la Biblia y en los Ejercicios que cualquier arte que la presente y la despliegue puede ser válido, porque la dimensión espiritual que contiene el arte auténtico es más amplia que el tema que se representa de vez en cuando. Además, no tiene por qué ser necesariamente arte figurativo, aunque esto nos ayude a reconocernos en él. Hay obras abstractas que son extremadamente concretas, porque condensan toda una vida en sí mismas. Sin olvidar que, según algunos, la Eucaristía es el arte abstracto por excelencia.

Una propuesta concreta

Concretamente, ¿cómo se desarrolla un curso de Ejercicios con el arte? En él contemplamos dos imágenes al día: una por la mañana y otra por la tarde, y las recordamos al final de la jornada. Ofrecemos a los ejercitantes ciertos «puntos» de alrededor de un cuarto de hora, para intentar «desplegar» la obra más que «explicarla», sin el andamiaje con el que solemos mal acostumbrar a los ejercitantes, sobre todo a los que se detienen en las formas externas sin llegar al corazón de la experiencia, que es en definitiva el abandono de uno mismo en el Señor.

También repartimos una hoja con pautas ignacianas para organizar los tiempos de oración. No son los «puntos» los que cambian la vida de una persona, sino el tiempo pasado con el Señor. ¿Qué podemos decir cuando proponemos imágenes para que los ejercitantes recen con y sobre ellas, entendidas como el lugar donde se «compone» la música de su oración?

Hay palabras que más bien «explican» el arte, como palabras científicas propias de la historia o de la crítica de arte, situando la obra en su contexto y en el de su autor. Estas palabras, aunque necesarias, son insuficientes para quien quiere entrar en el espacio que la obra desvela: un espacio que presenta una profundidad espiritual abismal.

En lugar de las palabras que pretenden explicar lo que no se puede explicar, como el misterio mismo de la vida y de Dios, que ya se dicen con naturalidad y sinceridad en nuestra vida cotidiana, en nuestros «puntos» debemos encontrar esas palabras que, como el arte mismo, «habitan» y «hacen presentes» las cosas, en lugar de explicarlas, como señalaron Maurice Merleau-Ponty y John Dewey. Palabras, por tanto, capaces de sugerir y evocar, y no de forzar una única lectura o interpretación. Palabras que abren un espacio, y no palabras que señalan una única línea recta por la que caminar.

Por eso preferimos acompañar cada trabajo con una ficha que presenta pautas ignacianas, sugerencias de textos bíblicos que pueden servir para ampliar el espacio, y preguntas para conectar lo contemplado con las experiencias vitales, extendiendo así la oración a la vida, descubriendo cómo la palabra de Dios se encarna concretamente en los encuentros y desencuentros cotidianos. Son palabras que, más que definir, abren un espacio en el que entrar. Son como notas a pie de página, o subtítulos, caminos posibles en espera, que sugieren a cada ejercitante senderos propios, más personales. Se intenta suscitar el gusto por emprender el camino, de ponerse en marcha y ver qué pasa. Si aunque sólo sea una migaja o una semilla ha llenado su corazón, estamos más que contentos. Porque «no es mucho el saber que sacia y satisface el alma, sino el sentir y gustar interiormente las cosas» (ES 2).

Durante los años transcurridos en España, hemos podido desarrollar y comprobar la fecundidad de dos grandes itinerarios: el primero, siguiendo las estaciones de un Vía Crucis de bronce, que hemos titulado Encuentros en el camino. Una propuesta de discernimiento espiritual[4]; el segundo, más reciente, es El abrazo en el arte. Un recorrido espiritual[5], donde se pueden encontrar muchas imágenes e indicaciones para orar con el arte.

El arte crea espacios para escuchar a Dios

El arte ofrece un campo infinito para la oración. Quienes realmente se adentran en este camino encuentran pistas insospechadas para sus encuentros con Jesús: un Jesús más cercano, sensible e incluso corpóreo. Muchas personas descubren una nueva y feliz forma de orar y se reconcilian con esa realidad incomprendida que es el arte. Sí, realmente hay que vivir esta experiencia para captar su abrumadora fecundidad.

Con las referencias al libro de los Ejercicios Espirituales, hemos intentado mostrar que esta nueva propuesta está en línea con lo que Ignacio quería que fueran los Ejercicios: una transformación a nivel profundo, a nivel de los sentidos espirituales, a través de encuentros y conversaciones llenas de afecto con el Señor. Esta propuesta evita dos grandes dificultades, que dan demasiado valor al esfuerzo mental en detrimento de la oración. Una vez establecida la diferencia entre observar el arte y orar con el arte, lo más fascinante de este acercamiento ignaciano al arte viene dado no sólo por la posibilidad de profundizar en lo que la humanidad, en su lucha por comprender su relación con Dios y con la trascendencia, ha querido expresar a través del arte, sino también por la percepción de cómo Dios habla a través de estas creaciones, frutos de la tierra y del trabajo humano, obras maestras de una humanidad en su búsqueda por comprender el misterio de la esperanza que persiste en ella, a pesar de todo (cf. 1 Pe 3,15).

Ignacio ya había soñado con incluir imágenes en los Ejercicios, ciertamente por las ventajas que el arte ofrece a la oración y que ya hemos enumerado: lo esencial es llegar, por un camino directo, sin andamiajes, al centro de la dinámica de conocer mejor al Señor que se hizo hombre por nosotros, para amarle más intensamente y seguirle más de cerca (cf. EE 104). Gracias a esta propuesta, los más jóvenes y los neófitos descubren los Ejercicios Espirituales a través de los sentidos y de la experiencia directa, más que a través de largos y eruditos discursos; a su vez, los ejercitantes de siempre, a menudo hartos de tantas palabras, acogen con los brazos abiertos este modo de crear un espacio para escuchar a Dios y «oír y gustar interiormente».

  1. Para el contexto teórico de este artículo, cf. B. Daelemans, «Tres claves ignacianas para orar con el arte», en Manresa 92 (2020) 337-357; Id., «“Sentir y gustar” [Ej 2]. Sensibilidad estética», en R. Meana Peón (ed.), El sujeto. Reflexiones para una antropología ignaciana, Madrid – Bilbao, Universidad Pontificia Comillas – Sal Terrae-Mensajero, 2019, 553-574.
  2. Cf. R. Guardini, «La esencia de la obra de arte», en Obras de Romano Guardini, vol. I, Madrid, Cristiandad, 1981, 308-331.
  3. Cf. J. Dewey, El arte como experiencia, Barcelona, Paidós, 2008
  4. Cf. B. Daelemans, Encuentros en el camino. Una propuesta de discernimiento espiritual, Madrid, PPC Editorial, 2015.
  5. Cf. Id., El abrazo en el arte. Un recorrido espiritual, ibid., 2023.
Bert Daelemans
Jesuita belga, doctor en Teología. Se formó como ingeniero civil, pianista y arquitecto. Se dedica a la Teología de los Sacramentos, del Espíritu Santo y de las Artes en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Entre sus más recientes publicaciones destacan La vulnerabilidad en el arte (PPC, 2021) y A orillas del Yukón. Encuentros en Alaska (Fragmenta, 2021).

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