Entre las casi siete mil cartas que san Ignacio de Loyola escribió, directamente o por comisión, hay 237 cartas de dirección y amistad, 152 escritos sobre aceptación o rechazo de ministerios, 142 cartas de finanzas, 100 cartas teóricas (de ellas, 27 abordan problemas pedagógicos y universitarios, 13 cuestiones relativas a la autoridad civil y 11 asuntos de contratos y financiamiento). En cuanto a los destinatarios, más de 1.500 cartas están dirigidas a no jesuitas, incluyendo 301 a nobles, 142 a oficiales civiles o militares, 140 a altos funcionarios o sus familias y 51 a financieros o mercaderes[1].
No se trata en estas páginas de adentrarse en todo este ingente material sino, de manera mucho más humilde, de poner el foco en una parte del epistolario ignaciano que suele pasar más desapercibido. La tesis del artículo es bastante sencilla: a través de las cartas de Ignacio podemos aprender algo acerca del arte ignaciano de gestionar negocios (o, en cierto sentido, su arte de ayudar en lo material) y podemos acceder a la figura de Ignacio como gestor y líder en medio de asuntos concretos y ordinarios[2]. Un Ignacio que muestra capacidad para afrontar grandes retos y para hacerlo de modo convincente. En lo más práctico, el texto busca ampliar la mirada y facilitar el acceso a cartas, temas y destinatarios que no siempre aparecen en los escritos más «espirituales». Dividimos el artículo en ocho apartados, presentando en cada uno de ellos una polaridad entre aspectos que conviene integrar convenientemente para buscar y hallar a Dios en todas las cosas, también en la gestión de los diversos negocios de la esfera secular.
Gracia y naturaleza
En el año 1555, Ignacio tuvo que afrontar una seria crisis económica en el Colegio Romano: su rápido crecimiento, la falta de una fundación estable y la elevada inflación habían generado una deuda de siete mil escudos. En ese contexto, Ignacio convoca una consulta especial, ad hoc para la ocasión, y después escribe a Francisco de Borja, para llegar a través de él al emperador, y al padre Juan Pelletier, con el objeto de acceder por su medio a Hércules de Este, duque de Ferrara y Módena[3]. En la carta a Borja, escrita el 17 de septiembre de 1555, encontramos «la expresión más auténticamente ignaciana de la llamada prima agendorum regula»[4] que formula la adecuada cooperación humano-divina. Dice así: «Mirando a Dios nuestro Señor en todas las cosas, como le place que yo haga, y teniendo por error confiar y esperar en medios algunos o industrias en sí solas; y también no teniendo por vía segura confiar el todo en Dios nuestro Señor, sin quererme ayudar de lo que me ha dado, por parecerme en el Señor nuestro que debo usar de todas dos partes, deseando en todas cosas su mayor alabanza y gloria, y ninguna otra cosa, ordené que los principales de la casa se juntasen en uno para que más en el Señor se viese lo que se debería hacer cerca el Colegio y escolares de él, según que veréis lo que allá escriben»[5].
Encontramos en este párrafo un criterio ignaciano —nítido y complejo a la vez— para articular la acción combinada de naturaleza humana y gracia divina. Para Ignacio, es un error confiar en los medios humanos por sí solos, pero también es inadecuado dejar todo a Dios sin ayudarnos de lo que Él mismo nos ha dado. Más bien, debemos «usar de todas dos partes» buscando siempre, y en todo, la mayor gloria divina. Y es que Dios «quiere ser glorificado con lo que Él da como Criador, que es lo natural, y con lo que da como Autor de la gracia, que es lo sobrenatural» (Constituciones 814). Esta convicción la veremos aplicada en la práctica, en numerosos casos y situaciones diversas[6].
Lo temporal y lo divino
Pedro Contarini era un noble clérigo veneciano a quien, en 1537, Ignacio le ofrece un consejo que sirve para toda persona que debe involucrarse en asuntos de dinero y en tareas de importancia: «Conviene considerar que, si algún bien habéis, por ninguno seáis cogido, por nada temporal poseído, dirigiendo todas las cosas para servicio de quien las habéis. Porque del que no puede emplearse por entero en lo único que es necesario, propio es poner todo su ser en tener bien ordenadas aquellas muchas cosas varias en que se ocupa y se ha ofrecido»[7]. Todo se unifica en el Único Señor, todas las cosas se orientan de modo que «pueda en todo amar y servir a su divina majestad» (EE 233).
Otro ejemplo interesante y muy revelador lo encontramos en el P. Manuel Godinho, jesuita austero que servía en la corte de Juan III y que fue nombrado administrador económico del colegio de Coimbra. Vivía con cierta tensión interior, en ocasiones de un modo desazonante, esta polaridad entre sus deseos y los encargos recibidos. Sentía que estas tareas se convertían en fuente de distracción e, incluso, que le alejaban de Dios. La respuesta de Ignacio es contundente y luminosa: «Del cargo de las cosas temporales, aunque en alguna manera parezca y sea distractivo, no dudo que vuestra santa intención y dirección de todo lo que tratáis a la gloria divina lo haga espiritual y muy grato a su infinita bondad, pues las distracciones tomadas por mayor servicio suyo, y conformemente a la divina voluntad suya, interpretada por la obediencia, no solamente pueden ser equivalentes a la unión y recolección de la asidua contemplación, pero aun más aceptas, como procedentes de más violenta y fuerte caridad»[8].
No es menos, sino más. Cuando se vive orientado al único Señor de la vida y de la historia, todo conduce a Él. Las distracciones (no solo las cosas que parecen distraer, sino incluso las que, de hecho, distraen) pueden ser preferibles a la contemplación. ¿Por qué y cómo puede ser eso? Porque se aceptan como voluntad divina, a través de las mediaciones correspondientes y, sobre todo, porque provienen de una caridad más fuerte, más violenta, más apasionada, más creativa, más ardiente, más abarcante. La caridad es omniabarcante. Dijo Jesús: «He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12,49).
Lo grande y lo pequeño
Entre la atención cuidadosa a lo pequeño y la amplitud de miras se juega una de las tensiones que hay que integrar para realizar una buena gestión. Las cartas de Ignacio ofrecen un material sumamente interesante para captar esta articulación entre lo grande y lo pequeño, lo global y lo local, lo estructural y lo personal. Su despacho en Roma logró establecer ramificaciones por todo el mundo, precisamente gracias al énfasis en el intercambio epistolar que, por definición, siempre remite a personas y situaciones concretas. Veamos algunos ejemplos.
En 1547, el P. Diego Laínez se encuentra en el Concilio de Trento, donde participa con varias intervenciones de alto nivel teológico. En el mes de mayo de ese año, Ignacio le envía una carta con diversos argumentos a favor del estudio de las humanidades, apoyando que los escolares se dediquen a «cosas no muy altas»[9]. En la visión ignaciana, hay una progresión creciente hacia las artes y la teología, y conviene comenzar por «conjugaciones y otras cosas bajas». Recordemos que no solo estamos invitados a «hacernos indiferentes a todas las cosas criadas» (EE 23), sino también a ofrecernos totalmente al «Eterno Señor de todas las cosas», diciéndole: «Eterno Señor: de todas las cosas yo hago mi oblación» (EE 98): las dos puntuaciones son plausibles.
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Con sabiduría práctica, en esa misma carta a Laínez, Ignacio explica que una persona podrá «gobernar mejor las cosas de un reino, si se ocupase antes en las de una aldea». No es casualidad que esta carta se escriba en el momento en que están naciendo los colegios jesuitas en Europa: después de Goa en 1542, se inicia el de Gandía en 1546 y el de Mesina en 1548.
Un enfoque complementario aparece en una carta dirigida al P. Diego Miró, que estaba en su primer semestre como provincial de Portugal y, quizá por un exceso de celo, tendía a intervenir en todo. Encontramos en esta carta algunas claves para entender el liderazgo al modo ignaciano[10]. A un oficio de autoridad como éste, no le corresponde «tener cuenta tan particular de los negocios»; incluso aunque tuviera habilidad para hacerlo, «es mejor poner a otros en ellos», es decir, delegar. Esto se refiere tanto al tratar como al resolver y ejecutar (analizar, decidir, realizar). «Y así haréis más cosas, y mejor hechas, y más propias de vuestro oficio, que de otra manera».
Lo técnico y las relaciones humanas
Ocurre con frecuencia que, buscando la eficacia en nuestras actuaciones, podemos olvidarnos de la dimensión personal, del cuidado de las relaciones humanas. Esto aparece no solo en el ámbito de los negocios económicos o de la incidencia política, sino que también puede entrometerse en las iniciativas pastorales. Ignacio fue sumamente cuidadoso en este sentido y su epistolario ofrece algunas pistas al respecto.
Tomaremos como ejemplo la relación de Ignacio con Juan de Vega, virrey de Sicilia. Su sintonía con el proyecto apostólico de la Compañía fue muy grande: «como el virrey es tan señalado e inclinado a todo lo bueno, y tan pronto a favorecerlo y ayudarlo, todas las pías obras, que se le representasen por los nuestros, comúnmente tienen muy buen suceso. […] Sicilia parece que es otra de la que se ha conocido antes de Juan de Vega»[11].
También en el terreno personal, la relación entre Ignacio y Juan de Vega fue estrecha, cordial y afectuosa. Al morir su esposa, doña Eleonor Osorio, en 1550, Ignacio escribe al virrey una sentida carta de pésame y ofrece las oraciones y misas de todas las casas de la Compañía, «como en todas ellas es conocida nuestra obligación tan grande, gozándonos siempre de ser así obligados en el Señor nuestro»[12]. Al mes siguiente, Ignacio escribe una nueva carta de consuelo e insiste: «No ofrezco nada de nuestra parte, porque, siendo todos cosa de V. Sría. en el Señor nuestro, no queda de nuevo qué ofrecer»[13].
La correspondencia es amplia, pero basten estos ejemplos para mostrar un doble argumento: primero, que incluso en los negocios más asépticos, hay una insoslayable dimensión humana y personal que debemos cuidar; segundo, que muchas veces resultan más efectivos los caminos indirectos que los directos. Ofrecerse genuinamente para dar todo es, muchas veces, la mejor manera de disponerse a recibir. Y esto no sólo ante Dios, también en ellos negocios terrenos.
Más tensa y menos fluida era la relación de los jesuitas con Fernando Vasconcelhos, arzobispo de Lisboa. Intuía Ignacio que podría generarse un conflicto más serio e intentó prevenirlo mediante una carta en la que no aborda directamente el asunto que podría generar fricciones. En lugar de ello, Ignacio adopta una estrategia indirecta, basada en ofrecer sus servicios al arzobispo y pedirle, con humildad, que «nos acepte y nos tenga por hijos y siervos suyos», dispuestos a llevar «la partecilla que pudieren del peso que puso Dios N. S. sobre los hombros de V. Sría. Rma.» (recordándole, eso sí, que dicho peso «es necesario se reparta con otros para poderse llevar»[14]). Ignacio completó la carta diseñando una serie de visitas al arzobispo por parte del P. Provincial y del Rector del Colegio y, en conjunto, logró el efecto que se buscaba[15].
Lo espiritual y las finanzas
En 1541, la naciente Compañía de Jesús recibe uno de los primeros encargos apostólicos que lanza en dispersión a los compañeros. Son enviados a Irlanda los padres Broët y Salmerón, para quienes Ignacio redacta una carta sobre el modo de negociar y conversar en el Señor. En el último párrafo se les recomienda que funcionen «de manera que cada uno de los tres pueda decir que no ha tocado dineros algunos de esta misión»[16]. Una sugerencia parecida encontramos en una instrucción sobre el modo de proceder, enviada a las comunidades jesuitas de Ferrara, Florencia, Nápoles y Módena: «que los amigos, y no nosotros mismos, pidan y traten nuestros asuntos temporales, o hágase de tal manera que no se vea especie mala de codicia»[17].
Se observa aquí una reticencia en el manejo del dinero por parte de los jesuitas y una gran prudencia en cuanto al modo de hacerlo y mostrarlo. ¿Significa esto que Ignacio desconoce, desprecia, delega o teme los asuntos económicos? Nada más lejos de la realidad, como muestra su correspondencia. Nos limitaremos a mencionar algunos ejemplos. Varias cartas de Ignacio abordan cuestiones relativamente técnicas como las distintas modalidades de préstamos, la variación de las tasas de interés y los modos concretos para realizar iniciativas financieras[18], incluyendo algunos consejos propios de un asesor financiero[19].
El padre Pedro de Tablares fue nombrado procurador en España para las empresas romanas, precisamente para hacer frente a las estrecheces económicas de los Colegios Romano y Germánico. Para tal oficio, hay que conocer no solo los mecanismos teóricos de las operaciones financieras, sino también las realizaciones concretas en unos lugares u otros. No basta conseguir el dinero, hay también que hacerlo llegar de modo eficiente. El epistolario muestra que Ignacio, desde Roma, conoce la complejidad de la situación, sopesa las alternativas e invita a explorar creativamente las mejores vías: «Lo que V.R. dice sería bien que buscase aquí quien quisiere dar dineros para que le fuesen pagados en España, cierto, sería bueno; pero raro acertamiento sería en este tiempo, que con intereses de treinta o cuarenta por ciento hay que hacer. Todavía 100 ducados largos podrá V.R. dar al rector de Medina del Campo en plata (o como mandare) para que allá se den, como ordena un hermano nuestro que se llama el Dr. Torres, que dará aquí 100 ducados por ellos. Si semejantes hubiese muchos, podríase pasar acá harto dinero fácilmente; pero otra vía es menester se piense allá, y en esto remítome a muchas que he escrito»[20].
La providencia y los medios materiales
El doctor Jerónimo Vignes fue un laico cercano a los jesuitas de Nápoles que, con el tiempo, se convirtió en su principal agente de negocios, facilitando una ayuda eficaz para las obras apostólicas de la Compañía en la región napolitana, sobre todo en asuntos económicos, como compra de terrenos, trámites legales o procesos judiciales. En ocasiones, se agobiaba con el peso de las responsabilidades y la tensión acumulada[21]. San Ignacio dirigió a Jerónimo Vignes varias cartas; veamos un párrafo de una de ellas: «La solicitud que muestra V. Sría. acercándose el tiempo de pagar buena suma de dinero, parece debería moderarse de modo que engendre diligencia, mas no aflicción; que Dios nuestro Señor, cuyo servicio solo se pretende, es muy rico en poder y misericordia; y por más que en todo acontecimiento ejercite con dificultad de las cosas temporales (la cual es seguida de la pobreza), no abandona ni abandonará; mas quiere no nos olvidemos de nuestra profesión y que ejercitemos la confianza en Él, no apoyándonos en demasía en las cosas de acá. Con esto no dejaremos de cooperar a su gracia, buscando los medios que, según el curso de su providencia, debamos buscar»[22].
Varios criterios de importancia aparecen en este texto: la comprensión ante la responsabilidad de hacer frente a un pago de elevada cuantía; la importancia de la diligencia en los negocios, separada de la inquietud; la confianza en Dios, que nunca nos abandona; la claridad en la propia opción de vida; la imprescindible cooperación con la gracia divina, «buscando los medios que debemos buscar» y «sin apoyarse en demasía» en las cosas terrenas. Semejantes consejos recibe Jerónimo Vignes en otras cartas de Ignacio: «paréceme debería V. Sría. decidirse, haciendo lo que puede suavemente. Del resto no se tenga inquietud, dejando a la divina providencia aquello que la suya no puede disponer»[23]. En medio de las dificultades, «baste a nosotros hacer según nuestra fragilidad lo que podamos, y el resto queramos dejarlo a la divina providencia, a quien toca»[24].
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Otra carta más, enviada dos meses y medio antes de la muerte de Ignacio: «Procure V. Sría. en el futuro atender de tal modo a las obras de la caridad fraterna, que no se tome demasiado afán ni ansiedad, sino que trabaje con moderación, contentándose de haber hecho de su parte lo que convenía y tome el resultado, sea cual fuere, suavemente, como quien espera que Dios nuestro Señor suplirá en lo que nosotros faltamos»[25]. Al comienzo de la parte X de las Constituciones, dirá Ignacio que «es menester en Él solo poner la esperanza» (C 812), indicando después la importancia de los medios espirituales (cf. C 813) y naturales (cf. C 814).
El qué y los cómo
En agosto de 1552, Ignacio escribe al P. Jerónimo Nadal dos cartas acerca de la conveniencia de impulsar una armada contra los turcos, con el objetivo de que exponga el plan al emperador Carlos V. La primera, más breve, indica cómo esta iniciativa permitiría evitar serios males y promover numerosas ventajas para el bien común y universal. «Y no solamente se siente movido a esto del celo de las ánimas y caridad, pero aun de la lumbre de la razón, que muestra ser esta cosa muy necesaria, y que se puede hacer gastando menos el emperador de lo que ahora gasta»[26]. La segunda carta no solo desarrolla con más amplitud las razones a favor de la armada, sino que detalla los planes económicos y logísticos. Sugiere involucrar a las órdenes religiosas, a las diócesis, a las órdenes de caballería, a los caballeros seglares, a los mercaderes, a las ciudades marítimas, al rey de Portugal, a las señorías de Génova, al duque de Florencia y al Papa. A estos fondos habría que añadir la aportación del emperador y de las rentas reales, lo cual permitiría financiar unos trescientos barcos, en su mayoría galeras[27]. Diversificar las fuentes de financiación es bueno para el proyecto y es bueno también para los financiadores. Escribir dos cartas permite desplegar, como ya hemos visto en otras ocasiones, una estrategia de persuasión diferenciada y complementaria.
Este ejemplo no es, ni mucho menos, el único documento de este género[28]. Lo hemos seleccionado porque ayuda a captar el modo en el que Ignacio argumenta acerca de las relaciones entre el fin y los medios, el qué hay que hacer y el cómo llevarlo adelante. Todo es importante. Como sabemos desde el Principio y fundamento, todas las cosas son criadas para que ayuden «en la prosecución del fin para que es criado» el ser humano, que debe vivir «solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce» a ese fin (EE 23).
Aceptar y rechazar
El doctor Pedro Ortiz, agente de Carlos V en ciertos asuntos delicados, fue muy amigo de los jesuitas. En cierta ocasión quiso ofrecer a la Compañía un beneficio eclesiástico en Galapagar (Madrid), pero Ignacio rehusó: «como nuestra mínima profesión sea de no tener ninguna cosa de renta en común ni en particular, […] no osaríamos tornar atrás de un modo de proceder más perfecto en menos». Añade Ignacio que hay maneras diversas de reformar la Iglesia, pero que «a nosotros es más segura y más debida procediendo cuanto más desnudos pudiéramos en el Señor nuestro»[29]. Un caso, en parte semejante, ocurrió con el archiduque Fernando I, rey de romanos, que siempre se mostró cercano y favorable a la naciente Compañía de Jesús. Llevado por ese afán, quiso nombrar obispo de Trieste al padre Claudio Jayo. La oposición de Ignacio fue rotunda: «Porque juzgamos, conforme a nuestras conciencias, que, a tomarla [la dignidad episcopal], daríamos en tierra con la Compañía; y tanto que, si yo quisiese imaginar o conjeturar algunos medios para derrocar y destruir esta Compañía, este medio de tomar obispado sería uno de los mayores, o el mayor de todos»[30].
La relación entre ambas partes siguió creciendo y madurando. El propio Claudio Jayo convenció a Fernando I de la importancia de fomentar la educación de la juventud; este, animado por el ejemplo del colegio de Ingolstadt, prometió fundar uno en Viena, para lo que pedía el compromiso de la Compañía. Aquí, la respuesta de Ignacio: «Enviaremos a Viena en la primera ocasión dos teólogos y otros escolares que, con sus letras y ejemplo, puedan ayudar a esta obra, según ha parecido al embajador de Vuestra Majestad. Entre tanto, si pareciere que el Maestro Claudio Jayo debe preceder, estará dispuesto a obedecer a Vuestra Majestad, como todos nosotros estamos dispuestísimos a lo mismo en el Señor nuestro Jesucristo»[31].
Es decir, que ni el discernimiento apostólico ni el compromiso con la propia vocación pueden quedar distorsionados por las amistades, los influjos o las subordinaciones que sean, por muy bien intencionadas que sean o parezcan. Es éste otro principio básico del arte ignaciano de negociar y gestionar asuntos. En otras ocasiones, Ignacio asume cargos y cargas, como el oficio de confesor del rey Juan III[32] o la «dignidad» de ser Patriarca de Etiopía[33], buscando siempre la mayor gloria de Dios y el servicio de las gentes: «el bien cuanto más universal es más divino» (C 622); debemos «servir a las ánimas conforme a nuestra profesión de humildad y bajeza» (C 817).
Conclusión
Sabemos, por la Autobiografía, que Íñigo «era muy buen escribano» y que, por otro lado, el duque de Nájera le «deseaba dar una buena tenencia, si la quisiese aceptar, por el crédito que había ganado en lo pasado». Sirvan estas breves alusiones como recordatorio del bagaje personal y cultural que tenía Ignacio, formado en la sede del Contador Mayor de Castilla, en Arévalo, donde empieza la gestión sistemática de la Hacienda Pública. También sabemos que, estando el peregrino Íñigo de Loyola en Tierra Santa, cedió «un cuchillo de las escribanías que llevaba» (A 47) para poder entrar en el Monte de los Olivos. ¿Significa esto que abandonó su vida pasada, con sus escribanías y sus créditos, para adentrarse en la vida del Espíritu? No parece que sea del todo así.
En la «eximia ilustración» del Cardoner, en Manresa, se le abrieron los ojos del entendimiento «tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían nuevas todas las cosas» (A 30). La mística ignaciana abarca todas las cosas, incluyendo las letras.
Este artículo ha mostrado, a través de sus cartas, cómo Ignacio empleó las letras escritas para «buscar en todas cosas a Dios nuestro Señor, apartando, cuanto es posible, de sí el amor de todas las criaturas, por ponerle en el Criador de ellas, a Él en todas amando y a todas en Él, conforme a su santísima y divina voluntad» (C 288). También en la gestión y dirección de negocios variados, entre escribanías, créditos y tenencias.
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Cf. D. Bertrand, La política de San Ignacio de Loyola. El análisis social, Mensajero-Sal Terrae. Bilbao-Santander 2003 [ed. original, 1985]. Para esta cuestión, véanse las páginas 41-73, los diversos cuadros sintéticos y el anexo B. ↑
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El enfoque de este artículo será más bien fragmentario para ofrecer, directamente, textos de las cartas de Ignacio. Una visión más amplia y con un planteamiento más sistemático, que además ayuda a entender la relación entre gestión y liderazgo, puede encontrarse en: J. M. Guibert, El liderazgo ignaciano. Una senda de transformación y sostenibilidad, Sal Terrae, Santander 2017. ↑
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Cf. D. Bertrand, La política de San Ignacio de Loyola…, cit. 180; 279 s. ↑
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Ignacio de Loyola, s., Cartas esenciales, Bilbao, Mensajero, 2017, 208. ↑
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Id., Carta a Francisco de Borja, de 17 septiembre 1555. MHSI, Epp. IX, 626-627 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 156, pp. 970-972]. ↑
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Véanse, entre otras, la carta a Juan Nunes Barreto, de 26 julio 1554. MHSI, Epp. VII, 313- 314 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 126, pp. 913-915] y la carta a Juan Álvarez, de 18 julio 1549. MHSI, Epp. II, 481-483 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 51, pp. 764-766]. ↑
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Id., Carta a Pedro Contarini, de agosto 1537, MHSI, Epp. I, 123-125 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 9, pp. 672-673]. ↑
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Id., Carta a Manuel Godinho, de 31 enero 1552. MHSI, Epp. IV, 126-127 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 73, pp. 824-825]. ↑
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Id., Carta a Diego Laínez, de 21 mayo 1547. MHSI, Epp. I, 521-526 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 38, pp. 734-737]. ↑
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Cf. Id., Carta a Diego Miró, de 17 diciembre 1552. MHSI, Epp. IV, 558-559 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 82, pp. 841]. ↑
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Id., Carta al conde de Mélito, de 21 julio 1554. MHSI, Epp. VII,255-266; aquí, p. 264. ↑
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Id., Carta a Juan de Vega, virrey de Sicilia, de 12 abril 1550. MHSI, Epp. III, 13-15 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 55, pp. 792-793]. ↑
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Id., Carta a Juan de Vega, virrey de Sicilia, de 31 mayo 1550. MHSI, Epp. III, 63-64 [Obras, BAC, 2013, n. 56, pp. 794-795]. ↑
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Id., Carta a Mons. Fernando Vasconcelhos, arzobispo de Lisboa, de 26 julio 1554. MHSI, Epp. VII, 327-328 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 127, pp. 915-916]. ↑
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Una estrategia indirecta semejante puede verse en la Carta a María Frassona del Gesso, de 13 marzo 1554, MHSI, Epp. VI, 460-461 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 111, pp. 893-894] y en la Carta a Ascanio Colonna, duque de Paliano y Tagliacozzo, de 15 abril 1543, en MHSI, Epp. I, 254-255 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 23, pp. 699-700]. ↑
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Id., Carta a los PP. Broët y Salmerón, de septiembre 1541, MHSI, Epp. I, 179-181 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 15, pp. 683-684]. ↑
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Id., Carta a Juan Pelletier (instrucción sobre el modo de proceder), de 13 junio 1551, MHSI, Epp. III, 542-550 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 70, pp. 815-819]. ↑
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Entre otras, véanse las cartas dirigidas al P. Juan Bautista Tavono, de 21 abril 1554, MHSI, Epp. VI, 630-631 y al P. Oliverio Manareo, de 30 marzo 1555, MHSI, Epp. VIII, 616-617. ↑
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Cf. Id., Carta al P. Juan Bautista Tavono, de 17 marzo 1554, MHSI, Epp. VI, 483-484. ↑
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Id., Carta al P. Pedro de Tablares, de 20 agosto 1553, MHSI, Epp. V, 364-365. ↑
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Esta metáfora del peso y los pesos aparece en otros pasajes del epistolario ignaciano. Entre otras, véase la Carta a Manuel Sanches, obispo de Targa, de 18 mayo 1547, MHSI, Epp. I, 513- 515 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 37, pp. 733-734], la Carta a Carlos de Borja, marqués de Lom- bay, de 1 noviembre 1550, MHSI, Epp. III, 216-217 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 62, pp. 800- 801] y la Carta a Mons. Fernando Vasconcelhos, arzobispo de Lisboa, ya citada en la nota 14. ↑
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Id., Carta a Jerónimo Vignes, de 24 noviembre 1555, MHSI, Epp. X, 206-208 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 159, p.975]. ↑
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Id., Carta a Jerónimo Vignes, de 17 noviembre 1555, MHSI, Epp. X, 154-156 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 158, pp. 973-975]. ↑
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Id., Carta a Jerónimo Vignes, de 18 enero 1556, MHSI, Epp. X, 528-530 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 160, p. 976]. ↑
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Id., Carta a Jerónimo Vignes, de 17 mayo 1556, MHSI, Epp. XI, 413-414 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 161, pp. 976-977]. ↑
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Id., Carta a Jerónimo Nadal, de 6 agosto 1552, MHSI, Epp. IV, 353-354 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 77, pp. 828-829]. ↑
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Cf. Id., Carta a Jerónimo Nadal, de 6 agosto 1552, MHSI, Epp. IV, 354-359 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 78, pp. 829-833]. ↑
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Otros dos ejemplos relevantes los encontramos en la Carta a Pedro Canisio, de 13 agosto 1554. MHSI, Epp. VII, 398-404 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 128, pp. 916-922], sobre el modo de abordar el reto del luteranismo en los países germanos, y en la instrucción al P. Juan Nuñes Barreto, patriarca de Etiopía, de 7 de abril 1555. MHSI, Epp. VIII, 680-690 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 144, pp. 946-953] sobre la evangelización de Etiopía y su relación con la Iglesia católica. ↑
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Id., Carta al doctor Pedro Ortiz, de principios de 1546, MHSI, Epp. I, 354-356 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 28, pp. 711-712]. ↑
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Id., Carta a D. Fernando I de Austria, rey de romanos, de diciembre 1546, MHSI, Epp. I, 450- 453 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 34, pp. 719-721]. ↑
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Id., Carta a D. Fernando I de Austria, rey de romanos, de abril 1551, MHSI, Epp. III, 401-402 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 66, pp. 804-805]. ↑
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Cf. Id., Carta a Diego Miró, de 1 febrero 1553, MHSI, Epp. IV, 625-628 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 86, pp. 845-848]. ↑
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Cf. Id., Carta a Juan Nuñes Barreto, de 26 julio 1554, MHSI, Epp. VII, 313-314 [Obras, BAC, Madrid 2013, n. 126, pp. 913-915]. ↑
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