FILOSOFÍA Y ÉTICA

Un «pueblo sabio e inteligente» y su legislación

Diez Mandamientos (Library of Congress/wikimedia)

Hay un texto de la Escritura que ofrece puntos interesantes para una reflexión más amplia sobre el sentido de la legislación, su significado en el bienestar de una sociedad y el rol del derecho en ella. Nos referimos a un pasaje del Deuteronomio, donde, en relación con las leyes de Israel, se afirma: «Obsérvenlas y pónganlas en práctica, porque así serán sabios e inteligentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: “¡Realmente es un pueblo sabio e inteligente esta gran nación!”» (Dt 4,6). Una legislación es, por lo tanto, propiamente, la sabiduría y la inteligencia de un pueblo, en el doble sentido de mostrarla y darle forma concreta, constituyéndola.

Obviamente, este texto debe entenderse en un contexto en el cual la ley civil y la ley religiosa coinciden, al igual que coinciden la sociedad civil y la de los fieles, el llamado «monismo jurídico». Por lo demás, esta es precisamente la situación en la que se encontraba Jesús en la sociedad de su tiempo. Él mismo, al proclamar «Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios» (Mt 22,21), separa los dos ámbitos y sienta así las bases de la laicidad del ordenamiento jurídico. Con Graciano, y hacia el final de la Edad Media, se distinguirán definitivamente las normas de derecho divino de las de derecho humano o eclesiástico, como se decía: el ordenamiento jurídico inaugura el segundo milenio diferenciando las fuentes, previamente confundidas, sentando así las bases de la laicidad de los actuales ordenamientos jurídicos seculares[1]. Del mismo modo, la narración de la creación en el primer capítulo del Génesis desacralizó la naturaleza y, en el fondo, eliminó a Dios de la escena del mundo, separando los dos ámbitos: el natural y el sobrenatural.

También hoy, por ejemplo, en la familia jurídica del islam, el Corán es un texto tanto civil como religioso, y sus intérpretes, al igual que los de la Torá (escribas y fariseos), desempeñan un papel también civil. Vale la pena recordar que el monismo jurídico es propio de las sociedades no cristianas: si Dios da leyes, ¿no serán justas? ¿Y qué sentido tendría separarlas de las civiles, como ocurre en nuestra sociedad actual? Incluso en el mundo romano, un funcionario, para convertirse en cónsul, primero debía ser pontífice máximo: la elaboración del derecho se basaba en un mos que tenía sus raíces en un colegio de pontífices[2]. Los intérpretes del derecho, los textos normativos y la comunidad jurídicamente organizada no se distinguen del ámbito religioso, de sus textos, de sus sacerdotes y de sus fieles.

Todo esto ya no existe para nosotros, los occidentales. En realidad, la página del Deuteronomio de la que partimos está desactualizada, al menos desde un punto de vista jurídico. Sin embargo, nos invita a reflexionar sobre el sentido de la legislación, sobre su pertenencia a un pueblo sabio e inteligente.

¿Existe una ley más importante que las demás?

Escuchar la Escritura con oídos de jurista ofrece sorpresas, incluso para nuestra reflexión política, histórica y propiamente jurídica. Así encontramos un problema típicamente moderno en la pregunta que un doctor de la ley plantea a Jesús: «Maestro, en la Ley, ¿cuál es el mandamiento más grande?» (Mt 22,36)[3]. Donde hay un conjunto de normas, y cuanto más numerosas son, la primera pregunta es cuál es la «grande», no solo en términos de extensión, de los casos o situaciones que contempla, sino en un sentido más profundo: ¿cuál es la norma que constituye el corazón o el alma de todas, de modo que las demás se debilitarían si no la mostraran o la tradujeran de alguna manera? Esta pregunta es la misma que plantea, en pleno siglo XX, la reflexión de Hans Kelsen en su Stufenbautheorie. El jurista de Praga elabora una «pirámide escalonada» de las normas[4], en cuya cúspide se encuentra la Constitución, un «gran mandamiento» que fluye hacia todas las demás normas, las cuales la determinan, la traducen y le dan consistencia en las numerosas y diversas situaciones, dejadas justamente a la normatividad que desde entonces se llama «ordinaria». También habla de un tribunal, el Verfassungsgericht, nuestra Corte Constitucional, que anula las disposiciones normativas contrarias, garantizando así la uniformidad del ordenamiento con su gran mandamiento, de la misma manera en que Jesús hace depender la ley y los profetas del amor a Dios y al prójimo.

Ya el beato Antonio Rosmini había hablado de esto, cuando en 1848 elaboró un proyecto de Constitución y de una Corte Constitucional, poniendo en su centro a la persona: «La persona del hombre es el derecho humano subsistente: por lo tanto, también es la esencia del derecho»[5]. La sabiduría y la inteligencia de una cultura colocan, por tanto, a la persona en el centro del ordenamiento jurídico, como su eje, de modo que este esté al servicio de la persona y no de la economía o la técnica. Así, el derecho está capacitado para cumplir su tarea de organizar la sociedad, impidiendo la regresión a la violencia en sus diversas formas.

No es casualidad que las primeras constituciones, en el sentido moderno del término, es decir, como norma fundamental y superior a las demás, fueran la italiana de 1948 y la alemana de 1949. La experiencia de los totalitarismos y los horrores del Holocausto, es decir, la cosificación del ser humano a manos de la ideología, dotaron de nuevos significados a una palabra ya existente[6]. Así, por ejemplo, el artículo 1 de la Constitución alemana afirma en su primer párrafo que «la dignidad del ser humano es intocable. Es deber de todo orden estatal respetarla y protegerla». Y el artículo 2 de la Constitución italiana establece: «La República reconoce [no concede, ni otorga] y garantiza los derechos inviolables del hombre, tanto como individuo como en las formaciones sociales donde se desarrolla su personalidad, y exige el cumplimiento de los deberes ineludibles de solidaridad política, económica y social», ya que la constitución de una sociedad basada en la libertad y la igualdad –que, en un entimema, se denominan «dignidad humana»– requiere la colaboración activa de todos.

Realmente, la legislación muestra la sabiduría y la inteligencia de un pueblo, las lecciones que ha aprendido de la historia, su capacidad para organizar, en la medida de lo posible, el presente y el futuro. No tiene la tarea de implementar un proyecto predeterminado de vida en común, sino de crear las condiciones de posibilidad para ello[7]. Así, las Constituciones no son derecho divino ni derecho natural, sino que son nuestra historia, nuestra cultura: en ellas se canalizan los valores que se consideran irrenunciables, tanto para los individuos como para sus formaciones sociales, y las directrices que las leyes ordinarias deberán seguir, tanto en los derechos como en los deberes ineludibles de los individuos y las colectividades.

Persona y sujeto de derecho

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

Observemos que el término «persona», como tal, existía en latín mucho antes del cristianismo, al igual que su equivalente griego, prosōpon. Sin embargo, en el mundo pagano, significaba «máscara», el personaje de una representación teatral. Este término adquirió un nuevo significado gracias a la teología: los Padres de la Iglesia desarrollaron el concepto especulando sobre las tres Personas divinas. En Dios, la identidad está definida por la relación: el Padre lo es en relación al Hijo; el Hijo en relación al Padre; el Espíritu lo es en relación a ambos. En sí mismos, siempre son un solo y único Dios. De esta manera, se superó la metafísica aristotélica, centrada en la sustancia autosuficiente y completa, y se creó una nueva, cristiana, donde la categoría de la relación, la última de los nueve accidentes aristotélicos, adquirió una centralidad antes impensable[8]. De aquí surge la idea de la persona como caracterizada por estar en relación y, por lo tanto, por mantenerla; y la relación solo ocurre entre iguales y libres. Pablo ya había enseñado: «Ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3,28)[9]. Así, solo el cristianismo sentó las bases, que se desarrollarían con el tiempo, para una igualdad real, superando incluso la democracia griega, que era una oligarquía de hombres propietarios. Se puede decir que Grecia inventó el término «democracia», pero solo con el cristianismo pudo adquirir el significado que hoy le atribuimos. En efecto, todas las cuestiones teológicas tienen enormes implicaciones políticas y jurídicas, en todas las épocas.

Del concepto filosófico de «persona», distinto del de «individuo» – propio de la zoología, que indica un elemento indivisible dentro de una especie, es decir, in-dividuum –, la doctrina jurídica desarrolló el de «sujeto de derecho» – una creación maravillosa –, postulando que todos los hombres, por el mero hecho de serlo, lo son en igual medida, superando las distintas formas de pertenencia a lo público propias del mundo antiguo, como los sujetos optimo iure y dimidiato iure[10].

Lo que significa, parafraseando y desarrollando lo que Rosmini afirmó en el texto citado anteriormente, que cada persona tiene el derecho a tener derechos, y este no es un derecho como los demás, sino que es el fundamento de todos los derechos. Esta expresión fue acuñada por Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), y fue retomada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en un caso[11] en el que un juez anuló una sentencia que condenaba a muerte a un hombre «legítimamente», argumentando lo siguiente: «Un individuo en prisión no pierde el derecho a tener derechos […]; una persona ejecutada realmente ha perdido el derecho a tener derechos»[12]. Para el condenado a muerte, es como si se le dijera: este mundo, el nuestro, no es para ti. Esto es el sacer propio del mundo pagano[13].

Esta es verdaderamente la maravillosa sabiduría jurídica que Occidente, con tanto esfuerzo, ha desarrollado a lo largo de su historia: el derecho se convierte así en un instrumento de dignidad, de libertad recíproca, de posibilidad de convivencia en la igualdad, una lucha que debe ser sostenida continuamente. Las palabras de la ley, casi como una creación laica[14], moldean un mundo más habitable, mejor para todos. Por tanto, debemos reflexionar sobre el enigma de la palabra, ya que el derecho está hecho de palabras, leyes, sentencias, actos administrativos, y opera a través de ellas. El lenguaje se convierte así en la clave para comprender el problema jurídico, el valor y el sentido de la legislación, pudiendo mantener su sabiduría e inteligencia, o bien disolverse en el delirio de su propia auto referencialidad.

Derecho y lenguaje

Sucede con el derecho lo mismo que con el lenguaje: todos aprendemos a expresarnos entrando en ese horizonte de sentido constituido por las reglas de la gramática que todos utilizamos, no porque estemos obligados, sino porque las sentimos vinculantes. «Es un hombre alienado aquel que, enjaulado en su propia visión del mundo, resulta ajeno al sentido que los demás hombres confieren al mundo mismo e incapaz de comunicar esta visión. Para acceder al universo del sentido, el hombre debe renunciar a la pretensión de imponer su propio sentido al universo»[15]. Para que nuestra palabra sea comprendida y comunique, debe poseer el sentido que todos le confieren; de lo contrario, sería comprendida solo por quien la pronuncia.

La palabra abre a la comunicación, o bien al delirio, a la comunicación loca solo con uno mismo. Puedo usar el lenguaje también para criticar el sentido que todos confieren a las palabras y para sustituirlo por otro sentido, pero solo puedo hacerlo presuponiendo un sentido compartido, unas reglas comúnmente sentidas. En otros términos: el sentido del juego jurídico es la condición o el presupuesto de las reglas, y no es una regla del juego, al igual que el sentido del lenguaje precede a las palabras individuales, que puedo usar incluso para demoler todo sentido, pero solo presuponiendo el significado común de los términos que uso y aquellas leyes de la gramática que son válidas para todos los hablantes. Este sentido es, como decíamos, la persona o, mejor dicho, el sujeto de derecho.

El derecho es, por lo tanto, una instancia que garantiza el estado de la persona, de su subjetividad: no constitutiva o fundante, como en el artículo 2 de la Constitución italiana[16], sino solamente receptiva y tutora. El derecho, por tanto, deberá garantizar la personalidad o subjetividad jurídica de las personas, quienes no la poseen en cuanto individuos empíricos, ya que es una creación cultural y no natural; esto significa que el derecho debe asegurar y proteger su no comprensibilidad o utilidad como objetos. Esto ha sucedido muy a menudo en la historia: la Shoá fue la cosificación del hombre, su reducción a un número, el sadismo erigido en sistema. Y en nuestro tiempo esto todavía es posible.

Es entonces cierto que «el poder legítimo […] es el poder que hace visible una razón en la cual creemos»[17]. El derecho instituye la razón y se basa en creencias compartidas, y por tanto en el estatus antropológico del hombre como animal fiduciario. La confianza que depositamos en nuestras creencias – sean los derechos del hombre, un texto sagrado, la ciencia y sus afirmaciones, o los recursos de oro como garantía del valor del dinero – no demuestra aquello en lo que creemos, pero hace posible el razonamiento a partir de ellas[18]. Esta fe o confianza, por lo tanto, no es irracional, sino una condición para la posibilidad del razonamiento mismo. De hecho, en griego, logos significa al mismo tiempo «palabra» y «razón», porque es lo mismo. La institución de la razón es propia de la palabra performativa del derecho, que hace existir lo que no es, una especie de transustanciación laica. En la naturaleza somos individuos, y nuestras relaciones se basan, por tanto, en la fuerza, y la guerra es el principio de nuestra acción, mientras que en el derecho somos instituidos – ya que este es un tercero[19] – como sujetos dentro de un bien verdaderamente común que es el convivir o la paz. El error fundamental de la iuspolítica moderna ha sido confundir la sociedad real, es decir, el hombre con sus necesidades y fines reales, con nuestras representaciones de ella, es decir, con la política entendida como ideología. El problema social ha sido entendido e interpretado como un problema político, cuando en realidad el problema político es ante todo un problema social[20].

El derecho como antropología

Partiendo del hombre entendido como animal parlante, la antropología jurídica se constituye como un saber que institucionaliza al hombre y su mundo por medio de la mediación simbólica del lenguaje, y como referencia presupuesta a valores prejurídicos compartidos: es, por tanto, el principio unificador de una multitud de saberes[21]. Es así una afirmación auténticamente filosófica, además de teológica, la del Evangelio de Juan: «En el principio era la Palabra» (Jn 1,1). Esta identifica la metafísica con el lenguaje, y hace del lenguaje la fuente última del sentido del universo[22]. El mundo del lenguaje constituye al hombre, que nace en él, ya lo encuentra, y entra en él aprendiendo su sentido ya compartido por todos. Incluso puedo destruir todo sentido común de las palabras, recreando y reformulando a mi antojo cada palabra[23], reescribiendo un mundo a mi imagen y semejanza, pero solo podré hacerlo aceptando e inscribiéndome en las reglas de una lengua ya dada, so pena de hablar una lengua toda y únicamente mía, comprendida entonces solo por mí: esta es la imagen del delirio[24] o de la idiotez en el sentido etimológico del término[25]. El discurso, la lengua común, es la primera razón común, y constituye uno de los aspectos imprescindibles del bien común. El lenguaje es la primera categoría social a reconocer, aquella en la cual y a partir de la cual se da cada individuo en sus relaciones con los demás; de hecho, el lenguaje es espejo de lo real, y no su imagen falsa. La realidad moldea el lenguaje, y no al contrario.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Lo que hemos dicho hasta ahora no es más que la reexposición, en términos contemporáneos, de la reflexión antigua, clásica. Así, ya Platón distingue, dentro del discurso (logos), el eikon, es decir, la palabra que representa correctamente la cosa, del phantasma, es decir, la imagen o signo engañoso, que miente acerca de la forma de la realidad[26]. El sofista, de ayer y de hoy, es de hecho aquel que, con sus encantamientos lógicos, no dice la verdad, sino que engaña, creando con sus palabras un mundo que en realidad no existe, pero que él presenta como verdadero, y que todos aceptan, ya sea por ignorancia o por temor. La mentira que usa es más radical que la que utiliza un simple estafador: este último se limita a ocultar las cosas, a enturbiar su visión, como en el juego de las tres cartas, donde siempre aparece la misma carta, pero tienes la impresión de que son diferentes, porque tu ojo es engañado. El sofista, en cambio, actúa sobre las palabras, distorsionando su significado y su estructura lógica, llamando a las cosas por lo que no son, es decir, al contrario, sin revelar lo que realmente significan, porque tu mente ha sido embotada.

Este es el problema de la rectitud, o orthotēs, del lenguaje jurídico, y por lo tanto de la legislación, como un lenguaje representativo y no engañoso, algo aún más urgente en tiempos como los nuestros, en los que el mainstream mediático favorece la confusión y la propaganda[27]. Así también afirma Platón que «es necesario que el legislador […], considerando lo que es precisamente el nombre mismo, dé nombres a todas las cosas»[28]. De hecho, la relación entre la palabra – o el verbo o el signo – y la cosa se llama, en la lógica clásica, exactamente ratio, o razón, y recta ratio, la razón recta o (cor)recta; una razón falsificada no solo muestra la cosa por lo que no es, o no la muestra por lo que es, sino que, más profundamente, usa el lenguaje falseándolo.

Las decisiones de Francia y del Parlamento Europeo sobre el aborto

Si las Constituciones nacen para reconocer a la persona y establecer, de acuerdo con el derecho, su subjetividad, con la reciente constitucionalización del derecho al aborto realizada en Francia estamos asistiendo a lo contrario, es decir, a la desinstitucionalización del sujeto, reducido a un objeto del que se puede disponer y que se puede negar. Cabe recordar que las Constituciones son el punto culminante, al menos en la actualidad, de la experiencia jurídica occidental, ya que marcan el paso del Estado de derecho del siglo XIX, que concedía los derechos a quienes quería y los revocaba cuando quería, al Estado de derecho constitucional, que reconoce a cada individuo, por el simple hecho de serlo, el derecho a tener derechos, y los reconoce y garantiza, sin concederlos.

En este contexto, la decisión francesa no puede sino generar una gran perplejidad. De hecho, hiere el sentido mismo del lenguaje y del derecho, como hemos expuesto. El hashtag #moncorpsmonchoix, proyectado en la Torre Eiffel, simplemente no es cierto, porque, en el caso del feto, no estamos hablando solo del «tu» cuerpo, y el derecho condena la elección de negar al otro. Y el otro es, ante todo, «su» cuerpo, aunque en su fragilidad. Impedir la negación del otro es el sentido de las Constituciones, como hemos observado.

Además, dado que la cuestión del aborto provocado ya está regulada, tanto en Francia como en Italia y en otros países, por una ley ordinaria, tiene sentido que sea este el único instrumento para regularla. Por otra parte, el hecho mismo de que se reconozca a los profesionales de la salud el derecho a la objeción de conciencia es la mejor prueba de que no existe un consenso social unívoco y compacto sobre este tema.

Como señala la Conferencia Episcopal Francesa en su comunicado del pasado 29 de febrero, el aborto sigue siendo un atentado contra la vida en su inicio, y no puede, como tal, ser visto únicamente desde el punto de vista de los derechos de la mujer[29]. Además de negar la subjetividad del no nacido, también niega toda relevancia al padre del niño, que simplemente desaparece como tal. En todo este debate, nadie ha mencionado la necesidad de prever medios de protección y ayuda para las mujeres y familias que deciden continuar con el embarazo, cuando la protección de las mujeres y los hijos, al igual que de la familia, es sin duda un tema de relevancia constitucional.

El 11 de abril, causando igual perplejidad, se sumó a la decisión francesa la del Parlamento Europeo de solicitar la inclusión del derecho al aborto en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Con vistas a la votación de dicha resolución, la Comisión de los Episcopados de la Unión Europea emitió una declaración, reafirmando que «la promoción de las mujeres y de sus derechos no está vinculada a la promoción del aborto», y añadió: «El aborto nunca podrá ser un derecho fundamental. El derecho a la vida es el pilar fundamental de todos los demás derechos humanos, en particular el derecho a la vida de las personas más vulnerables, frágiles e indefensas, como el niño no nacido en el vientre materno, el migrante, el anciano, la persona con discapacidad y el enfermo».

En la misma declaración, los obispos reafirman su compromiso de trabajar «por una Europa en la que las mujeres puedan vivir su maternidad libremente y como un don para ellas y para la sociedad, y en la que ser madre no sea de ningún modo una limitación para la vida personal, social y profesional. Promover y facilitar el aborto va en la dirección opuesta a la auténtica promoción de las mujeres y de sus derechos»[30].

El valor de la vida debe ser reconocido como superior a los demás, precisamente por ser el fundamento de todos los demás derechos, y especialmente en relación con los primeros estadios de la vida, que son de particular fragilidad. Ciertamente, llevar adelante un embarazo en algunos casos es realmente un acto heroico, y es precisamente por eso que debería garantizarse la libertad, para la mujer, de elegir la maternidad, y no solo, como de hecho ocurre, la libertad de liberarse de la maternidad. La libertad, a veces limitada y condicionada de las mujeres, debería ser reforzada y facilitada para la vida, y no para la capitulación ante la muerte. En cambio, aquí vemos respaldada en el máximo grado la ideología de la propia medida, que se impone dogmáticamente como la medida justa de las cosas, cuando en realidad nuestra razón no es la medida de las cosas, sino al contrario.

Detrás de estos escenarios – desde la fecundación in vitro y la investigación sobre embriones, hasta la posibilidad de la clonación y la hibridación humana, desde el aborto hasta la eugenesia, llegando incluso a la mentalidad eutanasica, que no es menos una manifestación abusiva de dominio sobre la vida – se encuentran posturas culturales que niegan la dignidad humana[31] en el sentido jurídico del término, y el derecho como tal, propagando una concepción sofística y, por lo tanto, radicalmente insípida. Con san Pablo podemos decir que los hombres, de este modo, «sofocan la verdad con la injusticia» (Rm 1,18).

El deseo es que, incluso en situaciones de gran complejidad, la legislación pueda ser siempre la sabiduría de un pueblo. Y que lo sea en el doble sentido de mostrarla y darle forma concreta, constituirla. De esta manera, como expresó el papa Francisco en el Mensaje pascual de este año, «tomemos conciencia del valor de cada vida humana, que debe ser acogida, protegida y amada»[32].

  1. Cf. H. J. Berman, Diritto e rivoluzione. Le origini della tradizione giuridica occidentale, Bolonia, il Mulino, 1998.

  2. Cf. A. Schiavone, Ius. L’invenzione del diritto in Occidente, Turín, Einaudi, 2005, 41-73.

  3. En el texto griego se dice simplemente: «¿Cuál es el mandamiento grande de la Ley?» (entolē megalē en tō nomō). Cabe recordar que, lamentablemente, los doctores de la ley no quedan nunca bien en el Evangelio, excepto Nicodemo y alguno más.

  4. Cf. H. Kelsen, La dottrina pura del diritto, Turín, Einaudi, 1951.

  5. A. Rosmini, Filosofia del diritto, en Opere edite e inedite di Antonio Rosmini Serbati, Padua, Cedam, 1967-69, vol. I, 191.

  6. La palabra en sí es muy antigua y puramente descriptiva, indicando la configuración del equilibrio de poder en una sociedad y la definición de los distintos roles sociales y políticos. Así, la Constitución o politeia de los atenienses, o la del Reino de las Dos Sicilias (1221). Pero en la actualidad la palabra designa el «gran mandamiento» y ha adquirido así un significado nuevo y más profundo.

  7. Cf. G. Zagrebelsky, Il diritto mite. Leggi diritto giustizia, Turín, Einaudi, 1997, 9.

  8. Cf. Agustín de Hipona, s., De Trinitate, V, 8. Hablando, en un texto lleno de citas, de la lógica aristotélica, afirma que «ambas expresiones pertenecen a la misma predicación, la llamada relación. Un término relativo no significa la sustancia. Por consiguiente, a pesar de la diferencia entre “generado” y “engendrado”, ello no indica una diversidad de sustancia».

  9. Distinciones, todas, absolutamente normales en el mundo antiguo, es decir, no cristiano. Este “uno” no es la unidad numérica, sino cualitativa: todos somos del mismo tipo.

  10. Véase el artículo 1 del Código Civil italiano: «La capacidad jurídica se adquiere en el momento del nacimiento». Sólo hay un tipo de capacidad jurídica, la subjetividad, y no muchos. Y para todos se adquiere al nacer.

  11. Furnam v. Georgia, 1972.

  12. Cf. F. Stella, La giustizia e le ingiustizie, Bolonia, il Mulino, 2006, 126 s.

  13. Cf. G. Agamben, Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Turín, Einaudi, 1995. Una gran aportación de este autor es habernos hecho repensar el derecho a partir del universo concentracionario, del Lager, que es el no-derecho por excelencia.

  14. En efecto, repiten el valor performativo de la Palabra divina, que realiza lo que dice.

  15. A. Supiot, Homo juridicus. Saggio sulla funzione antropologica del Diritto, Milán, Mondadori, 2006, 26.

  16. Así, no sobre la base de tesis filosóficas o religiosas preestablecidas en él, sino por su estructura como tal. Y por eso el derecho no es una técnica que presuponga objetos, porque él mismo presupone, e instituye, sujetos. En otras palabras, el derecho, como gramática social, proscribe la violencia, no permitiendo que la fuerza -o el poder político, económico o tecnocrático- sea la medida de las relaciones.

  17. A. Supiot, Homo juridicus…, cit., 176.

  18. Como en Santo Tomás la praesuppositio fidei. Las llamadas «cinco vías» del Aquinate no son una demostración de la existencia de Dios más geométrica, sino una explicación de lo que todo el mundo quiere decir cuando dice «Dios».

  19. No en vano está escrito en todos los tribunales que la ley es la misma para todos, y el juez es un tercero respecto a las partes en litigio. Como en la parábola del padre misericordioso de Lc 15, los dos hermanos no pueden reconocerse como tales, porque no han conocido a su padre, que es tercero para ellos. La fraternidad es una relación de tres, no de dos: yo, mi hermano y quien nos establece como tales, es decir, la ley.

  20. Cf. L. Dumont, Homo hierarchicus. Il sistema delle caste e le sue implicazioni, Milán, Adelphi, 2004, 84.

  21. Cf. P. Legendre, Della società come testo. Lineamenti di un’antropologia dogmatica, Turín, Giappichelli, 2005, 39 s.

  22. Cf. A. Supiot, Homo juridicus…, cit., 38. Por lo demás, ya Parménides observaba que «el ser, el decir y el pensar son la misma cosa» (H. Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker, griechisch und deutsch, vol. 1, Berlin, Weidmann, 1954, 232). Por otro lado, Friedrich Nietzsche afirma: «Temo que no nos desembarazaremos de Dios porque creemos todavía en la gramática» (F. Nietzsche, Crepuscolo degli idoli, Milán, Adelphi, 1997, 44).

  23. Lo que ocurre hoy en día en los delirios de la reescritura del género incluso en las palabras, con el intento de erigir la schwa en sistema, anulando precisamente la diferencia de género, constitutiva de la lógica gramatical, y por tanto del hombre y la mujer mismos.

  24. Cf. A. Supiot, Homo juridicus…, cit., 27.

  25. En griego, idios significa «limitado a sí mismo»; es el contrario de la inteligencia, que reconoce los vínculos constitutivos de las cosas y de las personas.

  26. Cf. Platón, Sofista, 223a-236c.

  27. Es precisamente desde el siglo XX, la época de los grandes totalitarismos, cuando la información – primero con el cine, luego con la televisión, finalmente con las redes sociales – se ha convertido en propaganda, o sofisma. Este es un aspecto más radical que las fake news: no solo la falsedad de la noticia, sino la lógica distorsionada que subyace a su representación, la falsificación del lenguaje.

  28. Platón, Cratilo, 389e.

  29. Cf. https://eglise.catholique.fr/espace-presse/communiques-de-presse/546547-vote-par-le-senat-de-linscription-du-droit-a-livg-dans-la-constitution-declaration-de-la-cef-2

  30. Cf. Comece, «Sí a la promoción de las mujeres y al derecho a la vida, no al aborto y a la imposición ideológica», en https://www.comece.eu/wp-content/uploads/sites/2/2024/04/2024-04-08-Abortion-Statement-EN-Final.pdf

  31. Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 75. La encíclica afirma: «Sorprende la selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas». Véase también, a este respecto, la reciente Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe Dignitas infinita sobre la dignidad humana (https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2024/04/08/080424c.html).

  32. Francisco, Mensaje «Urbi et Orbi», Pascua 2024, en www.vatican.va

Ottavio de Bertolis
Sacerdote de la Compañía de Jesús, actualmente es el capellán de la Sapienza Università di Roma. Es autor de numerosas publicaciones sobre Filosofía del Derecho y espiritualidad, que representan sus principales intereses. Entre ellas: Elementi di antropologia giuridica (Esi, 2010); L'ellisse giuridica (Cedam, 2011); La moneta del diritto (Giuffrè, 2012).

    Comments are closed.