FILOSOFÍA Y ÉTICA

Philip Clayton y sus reflexiones interdisciplinarias sobre la «persona»

(https://unassemillitas.com)

El complejo concepto de persona

Los teólogos del siglo XX sentían una especial atracción por el lenguaje «personal». Rara vez las defensas recientes de la persistente relevancia del teísmo en el clima intelectual contemporáneo o «a la luz de la ciencia moderna» explican la relación entre Dios y el mundo en función, por ejemplo, de sustancias interactuantes, como podrían haberse hecho en el siglo IV[1].

En el contexto de los escritos patrísticos, el concepto de «persona» fue adquiriendo un nuevo sentido después de surgir como una respuesta a la necesidad del cristianismo de comprender y comprenderse dentro del contexto del pensamiento antiguo, descubriendo en la filosofía griega, con su terminología y esquemas, un camino acertado para expresar su fe. Es necesario también tener en cuenta otros términos que ayudaron a entender el alcance del concepto «persona», pues en el transcurso de las disputas teológicas, su sentido más antiguo (prosopón: máscara) perdió valor y se identificó con el término griego hypostasis, el cual fue traducido al latín directamente con el término substantia, cuyo significado es «fundamento», es decir, lo que es, lo que está directamente en oposición a las apariencias, y que se encuentra «detrás de».

La «persona» en los filósofos actuales

Y los filósofos actuales, aunque han trabajado en detalle sobre los problemas de lo «personal», han hecho escaso uso de los conceptos de hypokeímenon, hypostasis, substantia. En vez de ello, los filósofos teístas cuando tratan de explicar por qué el teísmo debería considerarse como una opción viva, suelen recurrir al lenguaje sobre personas. La naturaleza divina, se argumenta, es no menos que personal, aunque infinitamente más. Dios es un agente personal que abriga intenciones y actúa en el mundo. El ser divino está compuesto por las «personas» del Padre, el Hijo y el Espíritu. Y en las relaciones divinas ad extra, Dios se hace personalmente presente en el mundo.

De hecho, a veces incluso se emplean argumentos basados en la noción de persona contra los panenteístas[2]: para ellos, el panenteísmo tiene que ser falso –se afirma en ocasiones– porque, para el teísmo, nosotros realmente somos personas, o sea, agentes que se comprometen en relaciones personales e inician una actividad personal en el mundo, mientras que el panenteísmo haría de nosotros «partes» de un todo divino más abarcador (todas las cosas están EN Dios).

Si en la época contemporánea se volvió a prestar interés al término persona fue por el surgimiento de diversas corrientes de pensamiento, que motivaron ciertas acciones que desconocían o ignoraban el valor de la vida humana por encima de los intereses particulares de orden político y económico. Estas corrientes, mencionadas anteriormente (positivismo, capitalismo, marxismo, etc.) se enfocaron en el hombre desde una perspectiva funcional, como parte de un todo que encuentra su identidad en la medida en que hacía parte de dicho sistema y deja a un lado cualquier aproximación al hombre desde la perspectiva de la relación, propia de la dignidad de la persona.

Por destacar la raíz cristiana del término persona, esta investigación propone que es desde la relación donde se encuentra la identidad del ser humano. Modo fundamental, la relación que define y orienta la verdadera identidad es la relación con el Ser Trascendente, con quien el hombre establece un diálogo definitivo y que lo abre a sus múltiples cuestiones teológicas.

El concepto de persona humana en la tradición cristiana y su progresión hasta el personalismo ofrece posibilidades para responder de manera adecuada a los desafíos propios de su condición. Esta relación le da a la persona una medida más allá de sus propios límites, pero con un sentido solidario hacia los demás, reconoce que, en todos los seres humanos, dicha relación con lo trascendente es posible y realizable y que, a su vez, ella abre, de manera particularísima, a una relación con el otro (persona, igual, hermano) desde la entrega y la solidaridad, y con lo otro (mundo, criatura, objeto) desde la responsabilidad.

Philip Clayton y la «persona»

Sin embargo, para Clayton[3], «persona» no es, por desgracia, una categoría que se explique por sí sola. Sostiene que, aun cuando el término latino persona surgió inicialmente en un contexto en el que dominaba la metafísica de la sustancia, en la actualidad ha perdido en gran medida el contacto con ese concreto contexto originario.

Es más: una de las principales razones de la importancia del panenteísmo como recurso teológico es –me atrevería a sugerir– que la «analogía panenteísta» proporciona una forma rigurosa de especificar lo que queremos decir cuando aplicamos el lenguaje personal a Dios, una clase de rigor ausente con demasiada frecuencia en los debates sobre Dios y lo personal (por supuesto, el argumento sólo será convincente en último término si es respaldado por consideraciones metafísicas y científicas).

En la lucha por restablecer una teoría creíble de lo personal después del deceso de la metafísica de la sustancia, los pensadores modernos se han vuelto hacia las ciencias de la naturaleza; a la sociobiología y a la psicología evolutiva; a las ciencias sociales como la psicología, la sociología, la economía y la antropología cultural; a la historia, a la literatura y a las artes; y desde luego, a la reflexión metafísica.

Entre las lecciones que nos enseña esta «moderna búsqueda de la persona»[4] está la de que, para rehabilitar la relación entre Dios y el mundo, no bastará la simple apelación a una supuesta «teoría de sentido común sobre la persona». Los actuales tratamientos deconstructivos de lo personal, por ejemplo, bastan probablemente por sí solos para socavar el lenguaje «de sentido común» sobre las personas (en especial, sobre el carácter personal de Dios); para obtener pruebas adicionales, uno no tiene más que considerar las concepciones radicalmente diferentes de lo personal que existen en las culturas y tradiciones religiosas del mundo.

La «persona» en la teología occidental

Los teólogos de las tradiciones occidentales han sostenido característicamente que la analogía más adecuada para la relación entre Dios y los seres humanos es la relación interpersonal antes que la relación de fuerzas impersonales o causas deterministas. «Dios se relaciona con nosotros como una persona con otras personas», suele decirse, aun cuando Dios sigue siendo infinitamente más que «solo una persona».

Pero una cosa es emplear la idea de lo personal como un punto de partida intuitivo y otra muy distinta es considerar que la aserción «Dios es personal» es toda la base filosófica que uno necesita para determinar la relación de Dios con el mundo. Cuando los teólogos dejan sin explicar en qué sentido Dios es personal, abriga intenciones o se relaciona con el mundo de un modo personal, esa laguna no se rellena sin más recurriendo a la teología bíblica en busca de datos sobre la relación entre Dios y el mundo, ni ofreciendo un estudio histórico de las distintas afirmaciones de los teólogos doctrinales sobre el tema a lo largo de los siglos.

Si uno estuviera satisfecho con ese modo de proceder, seguramente no tendría motivación alguna para elaborar una teología panenteísta. El problema, sin embargo, radica en que la expresión: «que se relaciona con nosotros como personas», sobre todo cuando se aplica a Dios, expresa un desiderátum: más que la respuesta misma, es el hueco que se reserva para una respuesta. Gesticular en pro de lo personal no es suficiente: la teología se enfrenta a serias objeciones teóricas, y es necesario un nuevo trabajo conceptual para responderlas.

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Momentos centrales en la moderna filosofía del sujeto

De acuerdo con Clayton (dentro de un paradigma panenteísta) la aurora del período moderno en Occidente coincidió con una conciencia creciente de que las ideas heredadas sobre la relación entre Dios y el mundo estaban en dificultades. Filósofos y teólogos comenzaron a ofrecer nuevas explicaciones de en qué consiste ser persona en el mundo… y de qué significaría para un Dios infinito, como fundamento y origen de todo lo que existe, interactuar con el mundo creado. De hecho, casi en cuanto se formula la pregunta, uno se percata de que la historia del pensamiento moderno ha sido un intento continuo de encontrar una metafísica adecuada para expresar qué se quiere decir cuando se habla de «ser personal».

Descartes disparó la salva inaugural distinguiendo con nitidez a las personas de todos los demás seres vivos (un movimiento que lo situó firmemente dentro de la tradición aristotélica y de gran parte de la tradición escolástica). Como es sabido, el filósofo francés dividió el mundo en res extensa y res cogitans: el cuerpo y la mente tienen naturaleza distinta. El ser humano es un compuesto de ambos, y primera y fundamentalmente nos conocemos a nosotros mismos como res cogitans.

Por desgracia, esto se reveló como una tentativa de solución inestable. En el contexto cartesiano resultó imposible especificar conceptualmente la interacción mente-cerebro: ¡a buen seguro, la glándula pineal no era suficiente para ello! El problema era tan inabordable que Malebranche, con tal de evitarlo, se vio empujado a pagar el rescate extremo del ocasionalismo: quizá en cada instante en que debe producirse la interacción entre mente y cuerpo, Dios interviene directamente para causar los cambios pertinentes.

A pesar de la brillantez intelectual de Leibniz, su solución metafísica resultó no menos costosa: mónadas aisladas unas de otras contienen todas las propiedades esencialmente, de suerte que un intelecto infinito que conociera el concepto individual o haecceitas de ti podría predecir todas tus acciones. De acuerdo con la teoría de Leibniz de la armonía preestablecida, Dios coordina todas las mónadas por anticipado, para producir, por ejemplo, la apariencia fortuita de que estás respondiendo a las palabras escritas en esta página y de que a mí me afectan tus críticas.

Los empiristas británicos, veloces en abandonar un barco que se hundía, se las arreglaron para arrinconar poco a poco, hasta descartarla por completo, la noción de sustancia humana, apostando finalmente (en la filosofía de David Hume) por una visión del sujeto humano cual «haz de percepciones» sin un principio discernible de unidad metafísica.

Kant brindó una forma filosóficamente viable de pensar el yo sin el dualismo cartesiano (aunque con algunos nuevos dualismos de propio cuño). Como comenta con ironía William James, «al principio, “espíritu y materia” o “alma y cuerpo” designaban un par de sustancias equivalentes, bastante parejas en peso e interés. Pero un buen día, Kant minó el alma e introdujo el yo trascendental, y desde entonces la relación bipolar está más bien desequilibrada». El coste del movimiento de Kant fue convertir en primitivos los distintos elementos constitutivos de la persona en vez de proporcionarles una fundamentación metafísica. En su opinión, existe una aportación al cognoscente humano desde no sabemos qué (Kant lo llamó das Ding an sich, «la cosa en sí», o sencillamente incognitum «x»).

Dos formas de la sensibilidad y doce categorías del entendimiento, sostuvo Kant, son necesariamente impuestas por los seres sentientes a sus percepciones, aunque nunca es posible especificar, ni siquiera en principio, por qué esto puede ser así. Y el resultado es nuestra experiencia de otras personas y cosas en el mundo, todo el mundo de experiencia que habitamos, el único mundo que conocemos y conoceremos. No obstante, Kant se percató de algo con mayor claridad que nadie antes que él: fundamental para una metafísica de lo personal es el principio activo de la unificación de experiencias diversas en un solo todo, principio al que denominó «unidad trascendental de apercepción». Decisivo para ser un sujeto humano es transformar los abigarrados aportes (de la percepción) en la experiencia central del «pensado por mí» o «sentido por mí».

Es interesante señalar que ya Agustín se había dado cuenta de este fenómeno, como cabe constatar en el pasaje de sus Confesiones en el que habla de un “presente” extendido de la atención que es capaz de experimentar una progresión temporalmente dilatada de notas musicales como una única melodía. Pero Agustín, según Kant, carecía del marco «trascendental» adecuado para explorar las condiciones de posibilidad de la agencia personal.

Ciertamente, los idealistas alemanes, desde Jacobi a Hegel, fueron en el desarrollo de tal «fenomenología» más allá que cualesquiera otros pensadores en la tradición occidental. Uno piensa, por ejemplo, en las conferencias de Schleiermacher («el que fabrica velos») sobre dialéctica, en las que la experiencia subjetiva y «lo experimentado» objetivamente devienen categorías básicas, a partir de las cuales él extrae conclusiones teológicas tales como las categorías de «fundamento trascendental»: Dios y Mundo.

Emerge algo nuevo en la reflexión sobre la «persona»

Para Clayton, es evidente que aquí estaba aflorando algo nuevo. Por primera vez se estaban dando pasos desde la ontología de sustancias basada en la «cosa» hacia una ontología viva de sujetos. Resultó, sin embargo, que todo el mobiliario de la metafísica tenía que ser dispuesto de otra forma: uno sencillamente no puede llegar a los sujetos si parte de sustancias en el sentido de la tradición aristotélica. Como es bien sabido, Hegel escribió en la Fenomenología del espíritu que el ser tenía que ser repensando primero como sujeto (Sein als Subjekt).

Las teorías contemporáneas de lo personal ignoran estos desarrollos a riesgo y ventura. Ya sea a causa de los horrores de la historia política de Alemania, ya sea a causa de la opacidad de la lengua alemana, los filósofos anglohablantes solo se han apropiado parcialmente de los desarrollos conceptuales derivados de la explosión de pensamiento que aconteció en el período de tiempo que separa a Hegel de Kant.

En estos años, la ontología de lo personal fue reescrita y se establecieron nuevos fundamentos para una metafísica del sujeto. La Ciencia de la Lógica (Wissenschaftslehre) de Fichte, por ejemplo, intentó defender una versión coherente de «idealismo objetivo», la visión de que todas las cosas y los cambios derivan del sujeto o yo que se autodespliega.

Pero se puso de manifiesto que este programa se enfrenta a un dilema insuperable: partir del yo finito lleva (en el mejor de los casos) al agnosticismo sobre Dios, puesto que Dios como yo absoluto se encuentra fuera –o por encima– de la evolución del yo tal como es presentada en la Ciencia de la Lógica. Sin embargo, partir del acto creador de un yo infinito lleva al agnosticismo sobre los seres humanos, puesto que el idealismo subjetivo no puede entonces explicar ya el proceso por el que el yo finito –su núcleo principal– cobra existencia.

En contraste con ello, el temprano «idealismo objetivo» de Schelling sigue a Spinoza en tanto en cuanto parte de la noción de lo absoluto. Pero esta temprana tentativa fracasó, porque el principio idealista de la pura actividad subjetiva –la actividad sintética de percepción consciente– no puede derivarse de un punto de partida que está ausente.

Ya hacia 1802 se había percatado Hegel de que la única respuesta posible debe estribar en una fusión de ambas clases de idealismo, el subjetivo y el objetivo. Según este «idealismo dialéctico» la actividad del emergente sujeto humano produce realidad en un proceso dialéctico iterativo, a través del cual el sujeto se ve repetidamente confrontado con un «otro» (das Andere seiner selbst) y supera la diferencia entre ambos en una nueva síntesis que la trasciende y a la vez conserva (hebt auf).

Gracias a este principio de movimiento, que es el principal logro de Hegel, la antigua metafísica de la sustancia fue reemplazada por una nueva metafísica de la subjetividad. En esta nueva visión, el ser pasa a ser entendido como sujeto: la teoría idealista de la subjetividad puede desempeñar ahora la función que antaño desempeñó la sustancia, con no menor sofisticación, pero sí mayor éxito.

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Del «ser como sujeto» al panenteísmo

Aquí es donde el panenteísmo entra en escena: el marco metafísico que se desarrolló durante el período moderno desde Descartes hasta Hegel obliga a replantear la relación entre Dios y el mundo. Uno no puede embastar (poner un bastidor para coser una tela) sin más la nueva metafísica de la subjetividad a la antigua metafísica de la sustancia con sus nociones separadas de Dios y el mundo. Curiosamente, ya Descartes reparó en que la idea de sustancia apuntaba en una dirección distinta de la que pensaban los escolásticos. En los Principia Philosphiae (1644), escribe: «Por “sustancia” no puede entenderse sino algo que existe de forma tal que no depende de ninguna otra cosa para su existencia. Y tan solo hay una sustancia que no depende absolutamente de nada más, a saber, Dios».

Spinoza siguió la sugerencia, apropiándose de ella de un modo bastante más audaz que Descartes. Su Ética es una dilatada argumentación a favor de que tiene más sentido afirmar que existe una única sustancia, de la cual todas no son más que modos o afecciones, es decir, maneras en las que se manifiesta su esencia infinita.

Entre los infinitos atributos del único todo, al que llama «deus sive natura», están el pensamiento y la extensión. Si el pensamiento y la extensión no pueden ser tipos separados de sustancias, al modo de Descartes, entonces deben ser aspectos distintos del UNO (de ahí el spinoziano «monismo de doble aspecto»).

A cada modo en el mundo le corresponde una idea; y así como los modos proceden de modo ascendente en una jerarquía entrelazada hacia la totalidad física que llamamos «naturaleza», así también la jerarquía de «ideas de ideas» procede de forma ascendente hacia el todo entrelazado que Spinoza llama «Deus sive natura», donde el «sive» no es alternativo, sino sinónimo. Dios y naturaleza designan el mismo objeto.

El problema es que Spinoza fue incapaz de conceptualizar el principio de actividad. Por supuesto, afirmó que las ideas son tanto activas como pasivas y habló de la naturaleza no solo como hecho (natura naturata), sino también como actividad (natura naturans). Pero no reconoció que tiene que haber un centro de agencia o acción –lo que Kant llama una «unidad trascendental de apercepción»– que sirva como la fuerza unificadora detrás de cualquier centro de experiencia consciente.

Es fascinante observar cómo los comentarios de los tres intérpretes más importantes de Spinoza anteriores a Kant (Lessing, Jacobi y Meldelssohn) impulsan gradualmente el sistema spinozista en dirección a un principio unificador activo. Si hubiera añadido la unidad trascendental de apercepción, Spinoza no habría podido mantener, sin embargo, el estricto panteísmo por el que tan famoso es: la unidad total de Dios y la naturaleza («deus sive natura»). Uno puede, de hecho, hablar de la totalidad de la naturaleza como correlacionada con la idea de todas las ideas; pero para preservar los atributos tanto del pensamiento como de la extensión, uno debe entonces añadir, por encima y más allá de la totalidad de los hechos o ideas, el principio activo de pensamiento que concibe todas esas ideas.

Nótese, no obstante, que tal principio activo, si se quiere que sea capaz de formarse una idea del mundo, no puede ser idéntico a este (ni a ninguna de sus partes); debe ser una entidad que sea más que el mundo, que lo trascienda.

Si Spinoza hubiera seguido de este modo la lógica de su propia posición, se habría convertido a la fuerza en un panenteísta (Todas las cosas están «en» Dios, pero este es más grande que todas ellas, las trasciende; teología apofática: por negaciones Dios «no» es esto, es más).

La literatura crítica sobre Kant, Fichte, Schelling y Hegel describe cómo Spinoza fue una influencia formativa en estos cuatro pensadores. Estas cuatro figuras centrales de la teoría moderna del sujeto aceptaron alguna forma de la unidad trascendental de apercepción; de ahí que todos ellos aceptaran, tácita o explícitamente, esta modificación de Spinoza en la dirección del panenteísmo: Kant, en la parte final de su primera crítica y en su Opus postumum, si bien en forma aforística; Fichte, en sus contribuciones al Atheismusstreit (disputa sobre el ateísmo) y, especialmente, en su filosofía tardía; Schelling, sobre todo en su ensayo Sobre la libertad humana; y Hegel, a lo largo de toda su obra.

Otro avance caracteriza a estos cuatro pensadores: el distanciamiento respecto a una «metafísica de la perfección» medieval –Dios entendido principalmente según la lógica del ens perfectissimum– hacia una nueva concentración en las implicaciones de la infinitud divina.

De nuevo, si el espacio lo permitiera, podríamos rastrear la influencia de la comprensión spinoziana de la infinitud en el pensamiento moderno sobre Dios[5]. El resultado neto de estos desarrollos, más evidentes quizá en la obra de Fichte y de Hegel, fue la idea de que el Dios infinito no puede excluir lo finito.

Se identificaron en concreto dos errores. Fichte, en un ensayo temprano, mostró que Dios no puede ser concebido como una persona infinita. Para él, o Dios es absolutamente infinito y, en tal caso, no está limitado por (ni, por ende, tampoco en relación con) cualesquiera otros sujetos; o Dios es una persona en relación con (y por ende, limitado por) otras personas y, en consecuencia, no es infinito. Hegel argumentó más tarde que un infinito contrapuesto a algo finito con lo que debe entablar luego relación no es verdaderamente infinito (das schlechte Unendliche).

Lo verdaderamente infinito incluye en sí lo finito. Así pues, para ser verdaderamente infinito, Dios debe incluir el mundo en su divinidad. Como mostró Hegel, esto puede hacerse sin eliminar la capacidad de acción y la esencial finitud de los seres creados, por un lado, ni la infinitud y capacidad de acción de Dios, por otro. Si se quiere, esta idea (panenteísta) de que el mundo finito está lógicamente contenido en el Dios infinito, es un inevitable subproducto de la teoría moderna de la subjetividad, ese enfoque de la subjetividad que primero fue capaz de expresar el carácter distintivo de lo personal respecto de los objetos.

Conclusión: la «persona» en la analogía panenteísta

Siguiendo el hilo de Philip Clayton, resulta que estos dos ramales principales en la historia de la teología filosófica –los conceptos de lo infinito y de lo perfecto– tienden a asociarse, respectivamente, con concepciones monistas y pluralistas de la realidad.

En El problema de Dios en el pensamiento moderno –dice Clayton– he tratado de mostrar que estas dos familias separadas de conceptos –la unidad última basada en la infinitud y el pluralismo irreductible basado en la perfección– contribuyeron a formar el terreno en el que se mueve la teología moderna.

Cuando se acentúa la total perfección divina, hay razones para separar todos los seres y objetos creados –menos que perfectos– de lo divino, pues la perfección divina quedaría comprometida si Dios incorporara a la divinidad otros objetos antes de que hayan sido suficientemente limpiados (santificados) de su imperfección (pecado). Gran parte de la historia del calvinismo ilustra la puesta en práctica de esta lógica.

En contraste, la lógica de la idea de infinitud descarta el último término que algo pueda quedar «fuera» de lo infinito; todo debe estar incluido en él. La aparición del panenteísmo en el siglo XIX refleja este mundo conceptual.

Por nítida que pueda parecer esta división conceptual, existen razones teológicas para sospechar que ninguno de los enfoques puede mantenerse por sí solo. Por una parte, un monismo fuerte no deja lugar adecuado para las diferencias individuales o la integridad de la creación. Esta es precisamente la crítica que se ha realizado una y otra vez a la filosofía de Spinoza. Por otra parte, una marcada distinción entre Dios y el mundo ha llevado en el período moderno al deísmo y a la aparente imposibilidad de la acción divina.

  1. Una explicación amplia y actualziada puede verse en: D. Buriticá Zuluaga, «El concepto de persona humana en la tradición cristiana y su progresión hasta el personalismo», en Cuestiones Teológicas 96 (2014) 467-493.

  2. El panenteísmo es la doctrina filosófica que sostiene que Dios contiene al mundo (cf. panteísmo), pero al mismo tiempo lo trasciende.

  3. Philip Clayton es un filósofo y teólogo estadounidense, especializado en todas las cuestiones que surgen de la intersección entre ciencia y religión.

  4. C. Taylor, Fuentes del yo: la construcción moderna de la identidad, Barcelona, Paidós, 2011.

  5. Cf. Ph. Clayton, The problem of God in Modern Thought, Grand Rapids (MI), Eerdmans, 2000.

Leandro Sequeiros
Es Doctor en Ciencias Geológicas, Licenciado en Teología (Granada, 2000); Catedrático de Paleontología (en excedencia desde 1989). Ha sido profesor de Filosofía de la Naturaleza, de Filosofía de la Ciencia y de Antropología filosófica en la Facultad de Teología de Granada. Es miembro de la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de Zaragoza, y del Consejo de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad Comillas (UNIJES).

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