Biblia

La Pasión según Lucas

San Lucas, Giorgio Vasari (entre 1570 y 1571)

Introducción

Cada Evangelio presenta la Pasión y la Resurrección de Jesús de manera específica. Se trata del mismo misterio, pero cada uno tiene acentos literarios y teológicos propios. En las últimas décadas, hemos desarrollado una mayor sensibilidad hacia esta originalidad característica de cada uno de los Evangelios. Esto significa que, en lugar de considerar a los evangelistas como simples recopiladores de tradiciones, como meros ejecutores, los vemos como verdaderos autores, auténticos teólogos. Ciertamente, los evangelistas están insertos en una comunidad y respetan las tradiciones sobre Jesús tal como les han llegado por medio de la transmisión oral, pero al mismo tiempo son capaces de una verdadera creatividad teológica: una creatividad que creemos fue inspirada por el Espíritu Santo, porque el Espíritu presente en las comunidades cristianas reconoció que estos cuatro Evangelios nos hablan de manera fiel de Jesús muerto y resucitado.

Entre los cuatro evangelistas tenemos, entonces, a san Lucas. ¿Qué podemos decir de su relato de la Pasión? ¿Cuáles son los aspectos originales de Lucas? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo de Jesús y de su Pasión, de manera particular, a través de Lucas?

La obra de Lucas

Conviene ante todo destacar dos cosas: la primera es que Lucas afirma, ya al inicio de su Evangelio, haberlo compuesto a partir de lo que otros han escrito o transmitido. Dice explícitamente que ha hecho una selección, ha reorganizado materiales, buscando por tanto hacer algo diferente de sus predecesores. Si, como sostiene la mayoría de los biblistas, se considera que Lucas tuvo a disposición el Evangelio según Marcos y que de allí retomó cerca del 80% de los datos, será interesante ver cómo los ha modificado.

En segundo lugar, Lucas es el único que redactó una obra doble, que comprende tanto el Evangelio como los Hechos de los Apóstoles. Por lo tanto, quiso crear resonancias y paralelismos entre la trayectoria de Jesús y la de los apóstoles; quiso que sus vidas se situaran explícitamente en el mismo plano.

Hay muchas correspondencias entre el Evangelio y los Hechos: muy a menudo los apóstoles reproducen los gestos y las enseñanzas de Jesús. Por ejemplo, Jesús curó a un paralítico: Pedro y Pablo hacen lo mismo. Jesús resucitó a muertos: también Pedro y Pablo lo hacen. Jesús enseñó a las multitudes en el templo: también Pedro y Pablo lo hacen. Jesús fue impulsado por el Espíritu a ir hacia Jerusalén, aun sabiendo que le esperaban pruebas e incluso la muerte: de la misma manera, el final de los Hechos está marcado por los anuncios de la pasión que Pablo deberá sufrir en Jerusalén. Pablo sube hacia Jerusalén advertido por el Espíritu Santo de que le esperan pruebas. Y podrían multiplicarse los ejemplos.

Todo esto nos lleva a preguntarnos, al leer la Pasión según Lucas, qué elementos remiten a los Hechos y por qué. Y qué nos dice esto de la Pasión de Jesús en relación con nosotros mismos, porque los apóstoles no pueden ser separados de nosotros: lo que los afecta a ellos, también nos afecta a nosotros.

La compasión por Jerusalén

Después de la larga subida hacia Jerusalén, iniciada en Lc 9,51, Jesús finalmente llega a divisar la ciudad. Y en ese momento llora por ella. Es un Jesús humano y conmovido el que abre los capítulos de la Pasión. Lucas no se resigna al rechazo de Israel, y de esto veremos ahora varios signos.

Cuando Jesús estaba en el templo enseñando (cf. Lc 19,47), aunque las autoridades de Jerusalén conspiraban para matarlo, Lucas nos dice enseguida que «todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras» (19,48). Un poco más adelante, en las enseñanzas dadas por Jesús en Jerusalén, Lucas introduce una observación sobre los escribas: «Y dijo a los discípulos, de manera que lo oyera todo el pueblo…» (Lc 20,45). Y concluye el capítulo 21, en el que Jesús habla del fin de los tiempos, con esta frase: «Y todo el pueblo madrugaba para ir al Templo a escucharlo» (Lc 21,38). Del mismo modo, durante el camino hacia la cruz, Lucas nos dirá que «lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él» (Lc 23,27).

¿Por qué es importante este hecho? Porque con demasiada frecuencia, en la historia del cristianismo, ha parecido que el ofrecimiento cristiano de perdón excluía a los judíos, considerados en bloque culpables de la Pasión. Lucas, en cambio, no cae en esta trampa. Estos versículos de la Pasión tienen un paralelo en los Hechos, donde la predicación del Evangelio continúa siendo dirigida a los judíos en las sinagogas e incluso en el templo. Y es aún más interesante notar que, en el momento en que Lucas escribe, el templo ya no existe.

Pablo sigue dirigiéndose a los judíos: tiende una mano a los fariseos y a los jefes judíos. Los Hechos nos presentan al gran Gamaliel como un personaje inteligente y espiritual. E incluso en Roma, Pablo continúa el diálogo con los jefes de la sinagoga. Aunque este diálogo sea difícil, y aunque muchos no acojan esa palabra, sigue siendo un hecho que Jesús es el Mesías de Israel, el Mesías de su pueblo, aquel que lloró por Jerusalén y que sigue siendo, según las palabras de Simeón, «luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32).

El servicio en el centro de la Última Cena

Después de retomar elementos de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual, Lucas nos introduce en un discurso de despedida de Jesús. Es en este contexto que Jesús nos deja los gestos y palabras que conocemos sobre el pan y el vino. Este discurso de despedida es más largo y más estructurado que el de Marcos. Lucas retoma un género literario que se había vuelto muy popular en aquel tiempo y que se denominaba «discurso de despedida». Se trata del momento en que el profeta o el héroe, antes de morir, entrega sus últimas instrucciones, distribuye tareas, comunica sus últimas voluntades.

En Lucas llama la atención el hecho de que haya elegido poner en el centro de la escena estos versículos: «Entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor. Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,26-27). Está claro que la cuestión del servicio es central.

De hecho, san Juan adoptará una perspectiva similar cuando sitúe en el centro de la Última Cena el lavatorio de los pies. La lección subyacente es clara y sigue siendo válida hoy: a quienes tienden a concentrarse en la dimensión puramente ritual o litúrgica del rito de la Eucaristía, Lucas y Juan les dicen que lo que cuenta es el servicio; ese es el sentido de ese gesto. Si se conforman con asistir a la Eucaristía sin servir a sus hermanos, se engañan a sí mismos y no comprenden lo que ese gesto significa realmente. Dado que Lucas y Juan fueron escritos al final del siglo I, se entiende que la tentación de un rito separado de la vida no es un problema nuevo.

El don en el centro del Evangelio

Pero hay aún otro aspecto que destacar en la manera en que Lucas relata el último gesto de Jesús: él insiste fuertemente en la dimensión del don. Mientras que Marcos utiliza este término una sola vez, Lucas dice: «[Jesús] tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”» (Lc 22,19). No se trata, en nuestra opinión, de una redundancia inútil. Y queremos confirmar esta convicción refiriéndonos a un pequeño pasaje de los Hechos.

Se trata del discurso de despedida de Pablo a los cristianos de Éfeso, ciudad donde él vivió y donde fundó una comunidad: los ancianos de Éfeso son para Pablo un poco como los Doce para Jesús. El discurso de Pablo es muy conmovedor y lleno de pathos, y termina de una manera curiosa; dice: «De todas las maneras posibles, les he mostrado que así, trabajando duramente, se debe ayudar a los débiles, y que es preciso recordar las palabras del Señor Jesús: “La felicidad está más en dar que en recibir”» (Hch 20,35). Nosotros, cristianos lectores de la obra de Lucas, quedamos sorprendidos: ¿por qué estas palabras de Jesús no están en el Evangelio? ¿Ni siquiera en el de Lucas? ¿Cómo es posible que una bienaventuranza así se encuentre solo aquí?

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Creemos que aquí Lucas nos habla directamente y nos dice: «¿Quieren comprender cuál es el sentido de toda la vida de Jesús, y en particular el sentido de su Pasión? Pues bien, lo encontrarán en el don». Toda la vida de Jesús está bajo el signo del don. Un don que tal vez va más allá de nuestra capacidad de comprensión, pero que sigue siendo un don. Jesús no esperó a que los discípulos comprendieran todo, sino que se entregó sin reservas a ellos, a nosotros y a todos: «por nosotros y por la multitud».

Desde un punto de vista teológico, no importa si Jesús pronunció o no esta bienaventuranza, porque lo único seguro es que el Espíritu Santo quiso que estas palabras estuvieran en boca de Pablo, quien hace hablar a Jesús. Es natural que el estudioso del Jesús histórico quiera investigar si es probable, o no, que Jesús las haya pronunciado durante su vida pública, pero eso es secundario. Desde un punto de vista teológico, en cambio, es interesante constatar que Lucas ha ejercido su creatividad teológica forjando esta expresión, en caso de no haberla recibido de la tradición. En tal caso, se constata que su comunidad y los primeros cristianos consideraban que quien pronunciaba esa bienaventuranza era efectivamente el Jesús resucitado. La vida cristiana está —como la Pasión— bajo el signo del don.

Simón Pedro en el centro de la oración de Jesús

Después de haber insistido en el don y en el servicio, colocando en el centro del discurso el logion sobre el servicio (que en Marcos se encontraba antes: cf. Mc 10,42-45), Lucas presenta un pasaje sorprendente sobre Simón Pedro. Todos sabemos que Jesús predijo la negación de Pedro y también anunció que esa no sería la última palabra. Pero Lucas abre este tema tan conocido con un comienzo sorprendente: «Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Jesús continúa llamando a Simón por su nombre de nacimiento, y no por el nuevo nombre que le había dado. Es un hecho que también se encuentra en los otros evangelios. ¿Por qué?

Es difícil responder a un hecho tan extraño: la hipótesis menos improbable nos parece ser que el nombre Kefas (Piedra), que corresponde a su misión —la de ser una roca—, por definición solo tiene sentido en relación con los discípulos. ¿Cómo podría Pedro ser una roca para Jesús, que es la piedra angular, la roca por excelencia? Pero hay más. En el momento de la confesión en Cesarea, cuando Simón Pedro testimonió por primera vez la identidad mesiánica de Jesús, Mateo situó en ese lugar, en Galilea, el tema del primado de Pedro, es decir, el hecho de que Jesús le confía una misión única y específica a Pedro en relación con los demás apóstoles. Una misión que continúa aún hoy en la misión del Papa, sucesor de Pedro.

Lucas, en cambio, no dice nada sobre esta misión en la confesión relatada en 9,20. Él ha elegido fundar el primado de Pedro en la oración de Jesús por él durante la Pasión. Es una elección teológicamente muy fuerte. Satanás tentará a todos los apóstoles, ¡pero Jesús dice que orará solo por Pedro! Es una elección audaz. ¿Por qué? Porque Pedro es la piedra angular. El hecho de que él resista hará que los demás también resistan. Y así, en esta oración especial de Jesús por Simón, Lucas fundamenta la futura misión de Pedro: la de confirmar a sus hermanos.

«Confirmar» es el gran verbo de los apóstoles en los Hechos. Un verbo que ya nos orienta hacia los Hechos y hacia la futura misión de Simón Pedro. El primado de Pedro no se funda ante todo en una palabra gloriosa dada en un momento de entusiasmo en Galilea, sino en la oración de Cristo en sus últimos días, cuando enfrenta la tentación pensando en sus discípulos, y en primer lugar en Pedro.

Los cuatro testigos

Durante su Pasión, Jesús entra progresivamente en la soledad: la soledad del justo perseguido, del profeta despreciado, del Hijo del hombre humillado. Pero Lucas no quiso que esa soledad fuera total. Aparecen figuras que se manifiestan cercanas a Jesús y hacen que nuestra humanidad esté presente en la humanidad de Jesús que se dirige hacia su muerte.

El primero de todos es Simón de Cirene (Lc 23,26). Es él quien ayuda a Jesús a llevar su cruz, cumpliendo así la palabra del Señor: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23). Ciertamente, Simón no quiso seguirle voluntariamente, pero lo hizo. No se echó atrás. Lo hizo el día en que debía hacerlo, y esa experiencia cambió su vida. De hecho, es un hombre cuyo nombre nos es transmitido, mientras que Marcos menciona el nombre de sus hijos (cf. Mc 15,21), para señalarnos mejor que él ciertamente se había convertido al cristianismo.

Al final del relato de la Pasión, tenemos la bella figura de José de Arimatea, «hombre bueno y justo» (Lc 23,50), que era miembro del Sanedrín. Y esto también nos permite entender que no todos los miembros del Sanedrín estaban a favor de la muerte de Jesús. También José, sin duda, se convirtió al cristianismo.

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Entre estas dos figuras identificadas, hay otras dos anónimas: la de un judío y la de un pagano: el buen ladrón (Lc 23,39-48) y el centurión (Lc 23,47). Podemos decir que esta última figura es retomada de Marcos, pero Lucas es el único que nos habla del buen ladrón. Este diálogo es importante para él. El teólogo asuncionista Bruno Chenu lo describe bien, y queremos citarlo: «El último de los bandidos se convierte en el primero de los salvados. Es desde lo más profundo de la miseria humana que brota la fe pura en Jesús Salvador. Reconocimiento de la culpa, proclamación de la inocencia del hombre de Nazaret, invocación del poder misericordioso de Jesús que puede ir más allá de la muerte: estas tres palabras son otras tantas invocaciones que resuenan en el corazón del hombre. No siempre es fácil reconocer la propia complicidad con el mal y confesarla. Y si muchos denuncian con el ladrón la injusticia del proceso hecho a Jesús, ¿cuántos se atreven a descubrir en el Crucificado los rasgos de Dios en la historia? Recogiendo toda la búsqueda religiosa de la historia, la oración del ladrón es la de ser inscrito en la memoria de Dios. La respuesta de Jesús cumple la petición más allá de toda expectativa. La salvación no es para un mañana, sino para hoy mismo, y se realiza en el “estar con” Jesús. La fe confiada del ladrón le permite acceder inmediatamente al paraíso. Según la palabra de los Padres de la Iglesia, no se contentó con robar la tierra, sino que también robó el cielo. Canonización expresa. Pero el malhechor muestra a cada uno el beneficio del verdadero arrepentimiento y de la fe que espera. La puerta de la Vida está abierta para siempre»[1].

Las mujeres en el sepulcro

Sin embargo, hay testigos que hemos olvidado: se trata de las mujeres. Y su testimonio es fundamental, porque las encontraremos de nuevo en la mañana de Pascua. Ciertamente, Lucas no es el único en hablar de las mujeres, porque ya Marcos las había mencionado: «Había también allí algunas mujeres que miraban de lejos. Entre ellas estaban María Magdalena, María, la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé, que seguían a Jesús y lo habían servido cuando estaba en Galilea; y muchas otras que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15,40-41). Lucas nos dice sobriamente: «Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido» (Lc 23,49).

Sabemos bien que Lucas es el evangelista que más se ocupa de las mujeres. A menudo hace seguir un episodio referido a una mujer con otro referido a un hombre: por ejemplo, el episodio de la mujer que busca la moneda perdida sigue inmediatamente al del hombre que busca la oveja extraviada. Pero ¿por qué en este caso Lucas no menciona sus nombres? ¿Es para reservarlos para más adelante? ¿Para la mañana de Pascua? Cuando Lucas escriba: «Eran María Magdalena, Juana y María, la madre de Santiago, y las demás mujeres que las acompañaban. Ellas contaron todo a los Apóstoles» (Lc 24,10). Pero sobre todo está el hecho de que Lucas es el único que ya nos había hablado de ellas desde Galilea. En efecto, había dicho: «Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes» (Lc 8,1-3).

Las mujeres están al principio y al final de la vida pública de Jesús. Ellas son hechas discípulas y, por ese mismo hecho, son también convertidas en testigos oculares. Así, Lucas es el único evangelista que presenta a las mujeres como testigos oculares creíbles de toda la vida de Jesús, desde Galilea hasta Jerusalén. Él subraya su número y destaca el hecho de que seguían a Jesús.

Los ojos de la fe

Para Lucas, como para Jesús, nada es más importante que la fe. El evangelista ha querido poner en evidencia, por un lado, la fe de Jesús hasta el final, y por otro, la fe de los testigos. La fe de Jesús se manifiesta precisamente cuando está asediado por sentimientos de angustia y abandono. Él obedece a una necesidad interior marcada por el famoso «es necesario». Pero esta necesidad, esta fuerza obligante de la voluntad del Padre, no se nos presenta como algo que cae sobre un hombre que ha renunciado a toda voluntad y libertad. Por el contrario, Lucas nos describe a un Jesús que vive muy íntimamente esos acontecimientos, que está continuamente afectado en lo más profundo por lo que está en juego. Frente a las tres fórmulas de Marcos que enuncian «es necesario que el Hijo del hombre…» (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,33), Lucas hace decir a Jesús: «Debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura» (Lc 22,37). Percibimos el «yo» de Jesús. Es también un Jesús cuya situación personal no le impide interesarse por los demás y compadecerse de su vida. Así es como habla a las mujeres de Jerusalén y acepta hablar con el buen ladrón.

Finalmente —y se trata de una elección de gran importancia—, Lucas pone en boca de Jesús estas últimas palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Esta expresión retoma una frase que proviene de un salmo (Sal 31,6), añadiéndole la palabra más importante de toda la vida de Jesús, ese «Abbá-Padre» que sintetiza toda su relación con el Padre. Esta palabra expresa el amor del Hijo hacia su Padre. Jesús fue puesto a prueba, pero resistió.

En cuanto a los testigos, Jean-Noël Aletti[2] destaca una paradoja que se puede observar en el centro del relato lucano de la crucifixión: es en el momento en que descienden las tinieblas sobre la tierra, «porque el sol se había eclipsado» (Lc 23,45), cuando aparece el verbo «ver». Es en ese instante que ese testigo privilegiado que es el centurión proclama la justicia y la inocencia de Cristo: «Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: “Realmente este hombre era un justo”» (Lc 23,47). Es ante un condenado en la cruz que el centurión «ve» a un justo. Y Lucas continúa: «la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho. Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido» (Lc 23,48-49).

Así, un centurión romano y pagano, la multitud del pueblo y los propios amigos de Jesús ven. A pesar de la noche, los ojos pueden ver. Pero, al mismo tiempo, Jesús ha muerto… Estos ojos que ven más allá de lo visible anuncian los ojos de los discípulos de Emaús y de los testigos de Pascua, que verán a plena luz del día lo que debía ser invisible.

El Jesús de Lucas

Todavía habría mucho que decir sobre otros elementos de este relato de la Pasión en Lucas. Pero queremos terminar volviendo sobre la persona de Jesús. ¿Qué imagen de Jesús nos ofrece Lucas? Es decir, ¿qué imagen de Jesús el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús resucitado, ha querido que nos sea transmitida a través de este Evangelio?

Nos parece que el principal aporte de Lucas es el de hacernos tocar con las manos, por así decirlo, la humanidad de Cristo, el hecho de que su carne sea similar a la nuestra, que su corazón sea similar al nuestro. ¿De qué manera? Jesús es un hombre de deseo. Él dice: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión» (Lc 22,15). Y también está ese pasaje tan fuerte y enigmático en el que Jesús lucha como si fuera un luchador en la arena: «Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo» (Lc 22,43-44). En el momento en que Jesús se parece más a nosotros, cubierto de grandes gotas de sudor, el Señor lo fortalece. Pero llama la atención el orden de los versículos, que todos querrían invertir: que Jesús viva primero su angustia para luego ser consolado. Y, sin embargo, tenemos lo contrario: él es consolado, pero esto no le impide caer en la agonía. No hay incompatibilidad entre la gracia de Dios y la angustia, entre el apoyo de Dios y el sentirse débil.

Este pasaje es de gran consuelo para todos los discípulos en la prueba: el Cristo no está lejos de ellos en su lucha, y no está lejos tampoco el Padre, que envía a su ángel. Bajo cierto aspecto, Jesús está solo, y en su proceso no hay nadie que lo defienda. Por otro lado, él no está solo, porque «amigos» y «mujeres» permanecen cerca de él. Como en san Juan: cuando Jesús es arrestado, un discípulo anónimo corta la oreja de un criado del sumo sacerdote (cf. Jn 18,10); pero, a diferencia de Juan, aquí Lucas escribe: «Jesús dijo: “Dejen, ya está”. Y tocándole la oreja, lo curó» (Lc 22,51). Jesús sigue siendo esta persona apasionada por la sanación y el cuidado del hombre. Incluso cuando todos los esfuerzos deberían estar dirigidos hacia él mismo.

Sobre todo, entre las tres palabras en la cruz, Lucas hace que Jesús diga: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Notemos aún esta humildad de Cristo: de hecho, no es él quien perdona, él no dice «yo». Jesús sigue dirigiéndose al Padre: intercede sin ocupar el lugar de su Padre; no lo hizo y nunca lo hará. Así, las tres palabras pronunciadas en la cruz están todas dirigidas a Dios, su Padre: dos lo nombran expresamente, la tercera habla del paraíso, que no es más que el seno del Padre.

Así, el relato de la Pasión escrito por Lucas es extremadamente fiel a los datos de la tradición, especialmente a los heredados del Evangelio según Marcos. Pero, al mismo tiempo, Lucas utiliza todos los recursos a su disposición para perfeccionar su retrato de Jesús, un retrato coherente con lo que se manifestó en el momento originario en la sinagoga de Nazaret. Jesús sigue siendo ese hombre de quien Pedro pronto hablará para resumir una vez más toda su vida en una fórmula: «Jesús de Nazaret, pasó haciendo el bien […], porque Dios estaba con él» (Hch 10,38).

Cada Evangelio es un tesoro, y cada uno de ellos nos presenta una manera de mirar a Jesús que enriquece nuestra fe. La Pasión según Lucas revela un Jesús extremadamente humano, compasivo y bueno, un Jesús que no nos es lejano ni inaccesible, sino que está cerca de nosotros. Un Jesús que es al mismo tiempo maestro y modelo, hermano e intercesor.

  1. B. Chenu, «Le malfaiteur exemplaire», en La Croix, 6 de abril de 1996. Cf. http://www.la-croix.com/Archives/1996-04-06/Le-malfaiteur-exemplaire-_NP_-1996-04-06-409313.

  2. Cf. J.-N. Aletti, L’ arte di raccontare Gesù Cristo, Brescia, Queriniana, 1991.

Marc Rastoin
Es un jesuita francés. Luego de obtener su título en Ciencias Políticas, entró a la Compañía de Jesús en 1988. Defendió su tesis sobre la Epístola a los Gálatas. Comprometido desde la infancia en el diálogo judeo-cristiano, es delegado del Padre General de la Compañía para las relaciones con el judaísmo desde 2014. Enseña el Nuevo Testamento en el Centro Sèvres de París y en el Institut Biblique de Rome.

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