Introducción
Después de que el Oxford Dictionary la elevara al estatus de palabra del año en 2016, la noción de post-verdad ha ganado mucha atención pública[1]. El prestigioso diccionario vinculaba el término a eventos como el Brexit y el crecimiento de la nueva derecha populista en varios países occidentales. Es posible decir que el término «post-verdad» se refiere a una actitud que deja de dar prioridad a los hechos objetivos en el proceso de formación de la opinión pública, en favor de las ideologías tribales.
Sin embargo, si el ascenso del populismo, a menudo alimentado por teorías de conspiración, nos da la sensación de que estamos entrando en una nueva era, la de la post-verdad precisamente, es oportuno reconocer que no se trata de un fenómeno completamente nuevo. Los totalitarismos del pasado informaban a los ciudadanos de sus naciones solo sobre los hechos que confirmaban sus ideologías. A menudo llegaban incluso a modificar los hechos objetivos para validar la ideología institucionalizada. La verdad debía adaptarse no a una realidad objetiva e independiente de las construcciones humanas, sino a la ideología del grupo que había conquistado el poder. Es por esto que la post-verdad nos lleva fácilmente a pensar en el nazismo de los años treinta del siglo pasado, así como en el revisionismo histórico del régimen soviético y sus aliados.
Vale la pena retomar en este contexto la tesis propuesta por el historiador y ensayista estadounidense Timothy Snyder[2]. Según él, «la post-verdad es un prefascismo»[3]. Snyder nos abre así una perspectiva paradójica: la violencia del fascismo, típica de la práctica de la extrema derecha, parece haberse desarrollado a partir del relativismo promovido por ideologías de extrema izquierda.
Profundizando en esta tesis, podremos comprender cómo la post-verdad emerge de la estructura mental de un cierto posmodernismo: se trata de despreciar la verdad factual a favor del principio según el cual todo es relativo. Intentaremos entonces entender de qué manera el relativismo promovido por la llamada «izquierda posmoderna» puede crear el horizonte para el retorno de una suerte de fascismo.
Examinaremos, por tanto, esta tesis, identificando en primer lugar el problema de la estructura mental de la llamada «posmodernidad» en cuanto a la convivencia común. Posteriormente, mostraremos cómo las estrategias promovidas para contrarrestar los problemas de la post-verdad solo son comprensibles dentro de una perspectiva realista. Finalmente, defenderemos la importancia de la fraternidad y del diálogo, basados en la posibilidad de una convergencia hacia verdades objetivas.
La deconstrucción del concepto de verdad objetiva
Si pidiéramos a un autor clásico como Aristóteles que nos presentara una definición de verdad, nos encontraríamos con una relación de correspondencia entre las afirmaciones que podríamos hacer como sujetos cognitivos y la realidad objetiva e independiente de nosotros: «Falso es decir que el ser no es o que el no-ser es; verdadero, en cambio, es decir que el ser es y que el no-ser no es»[4]. Esta definición sugiere que la verdad de una afirmación está determinada por su correspondencia con los hechos objetivos, los cuales se refieren a realidades externas e independientes de nosotros. A pesar de que la verdad reside en el pensamiento, Aristóteles afirma su dependencia de una realidad desvinculada de las construcciones humanas: «El discurso verdadero no puede en modo alguno causar la realidad de su propio contenido, mientras que el contenido se presenta de cierto modo como causa de la realidad verdadera del discurso»[5].
Según esta perspectiva, mi pensamiento comprende la esencia de una determinada realidad que es independiente de mi voluntad, mis creencias, mis ideologías. Fiel a esta tradición filosófica, Tomás de Aquino heredó una fórmula que expresa esta concepción realista: la verdad es «adaequatio rei et intellectus»[6], es decir, «la adecuación de la cosa y el intelecto»[7]. La verdad es entonces concebida como una correspondencia entre la sustancia, entendida como realidad objetiva, y la mente.
Esta es la noción clásica de verdad como correspondencia. Se trata de una noción según la cual debe haber una cierta identificación entre la realidad en sí y lo que se produce en mi mente. La dificultad de tal perspectiva deriva del hecho de que no vemos las cosas con los ojos de Dios que las ha creado. Si no soy yo el creador de las cosas que veo, ¿cómo podría saber si mi percepción corresponde a su realidad intrínseca? De hecho, mientras solo accedo a imágenes que se producen dentro de mi mente, me será difícil, si no imposible, conocer con certeza la esencia de las cosas en sí que existen fuera de mí. Parece, por tanto, una ilusión pensar en acceder a la esencia exacta de las entidades externas e independientes de mí, porque las veo solo a través de las lentes de mis ojos.
Nietzsche expresó bien esta aporía de la posición realista afirmando que la percepción sensible a la que accedemos en cada instante «de ningún modo conduce a la verdad, sino que se satisface de recibir estímulos» que recibimos y que se producen dentro de nuestro ser, de nuestra vida[8]. Ya Descartes había intuido la fuerza de este argumento escéptico que deconstruye el realismo. Y, tratando de superarlo, había propuesto una nueva definición de verdad: se trataba, pues, de una certeza subjetiva que se establecería en nosotros mediante la evidencia de la claridad y distinción de ciertas ideas[9].
Fue él, como padre de la modernidad, quien nos condujo hacia un enfoque cada vez más centrado en el sujeto que somos. Así, a medida que nos concentramos, y nos encerramos, en las ideas que emergen en nuestra mente, terminamos alejándonos de la perspectiva realista. Y gran parte de los filósofos empezaron a concebir la verdad como una simple operación subjetiva. Al final, el realismo dio paso al perspectivismo: no se trata solo de afirmar la imposibilidad de acceder a una Verdad objetiva y universal, sino de refutar con mayor razón la existencia de tal Verdad escrita con mayúscula. Los hechos objetivos, por tanto, pierden relevancia, mientras se exaltan las interpretaciones subjetivas y circunstanciales. En definitiva, ya no hay hechos objetivos: todo se reduce ahora a una posible interpretación.
Esta es, en síntesis, la visión de Nietzsche, uno de los padres de los autores definidos como «posmodernos». Como observa Habermas, aquel que decía «filosofar a golpes de martillo» abrió la posibilidad de una consideración artística del mundo, en una posición antimetafísica caracterizada por un escepticismo epistemológico radical. En este sentido, es fácil que en última instancia la verdad se reduzca, dentro de tal perspectiva, a la producción de la voluntad de poder. Este será el resultado natural de denunciar la ilusión de aquellos que creen en la objetividad de la verdad[10]. Esta última, por tanto, es concebida como una construcción puramente humana. Así es como el filósofo alemán la define, como un antropomorfismo[11].
Nietzsche nos describe el proceso de formación de las verdades que se han cristalizado a través de convenciones sociales, determinados periodos históricos, tradiciones y culturas. Al hacerlo, lanza una sospecha escéptica sobre cualquier conocimiento que podamos acumular. De hecho, ¿cómo puedo estar seguro de que el pensamiento producido en mi mente corresponde a la realidad objetiva de lo que me rodea? Para Nietzsche, los clásicos han cometido un acto hipócrita de pura soberbia pretendiendo conocer las esencias de las cosas en sí mismas, como si la representación en el intelecto contuviera la realidad de la cosa[12].
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El relativismo como buena noticia
Al anunciar el carácter precario, relativo y mutable de cualquier verdad que podamos concebir, Nietzsche no pretende darnos malas noticias: para él, se trata de una buena noticia, aunque conlleve el riesgo para aquellos que se atreven a habitar la pura contingencia de esta Tierra. En la medida en que se deconstruye la noción clásica de verdad, se abre el horizonte hacia nuevas verdades que cada uno de nosotros podría crear con su propia vida. Si la debilidad de la verdad deriva de su naturaleza intrínsecamente relativa, su fuerza reside en nuestra capacidad de generar nuevas verdades. Aceptar la insuperable contingencia de cualquier verdad es descubrirse a uno mismo como un sujeto «artísticamente creativo»[13]. La deconstrucción del realismo acompaña el anuncio de que cada uno de nosotros es un sujeto creador de nuevas verdades. Por eso, me vuelvo verdaderamente libre solo después de haber matado la Verdad objetiva y universal. Así, la derrota de tal Verdad absoluta, a la que debería adaptarme, corresponde a mi victoria como poderoso «genio constructivo». Y, contrariamente a las abejas, que producen la miel a partir de lo que encuentran en la naturaleza circundante, puedo crear conceptos solo desde mí mismo[14]. Nietzsche, por lo tanto, no se limitó a deconstruir la perspectiva realista: nos invitó a crear nuestra propia esencia, absolutamente única, partiendo de la persona que somos, o, en otras palabras, de nuestra propia voluntad.
La lucha contra el realismo clásico proviene de este impulso que me lleva a resistirme al movimiento de adaptación a una realidad externa a mí, una realidad que aparentemente no pertenece a mi propia vida. Percibo esta perspectiva realista como totalitaria, en la medida en que busca imponerme una Verdad a la cual debo adaptarme, uniformándome a todas las demás personas que habitan conmigo esta misma Tierra, rica en posibilidades por explorar. Se trata de las convenciones sociales que terminan determinando lo que debo ser, cuando podría convertirme en una persona diferente, que no se deja adaptar a esas construcciones que no provienen de mí.
En esta perspectiva, la búsqueda de una Verdad universal está asociada a la restricción de la libertad de autodescubrimiento y autodeterminación de mi ego. Y es fácil entender el motivo: la referencia a la Verdad objetiva se encuentra en una realidad externa a mi ser e independiente de lo que podría desear. La liberación ocurre entonces cuando me convierto en el punto de referencia primario en la construcción de mi verdad. Ni la sociedad humana, que me obliga a adaptarme a sus convenciones sociales y a sus principios universales y abstractos, ni la biología, que determina lo que son los individuos para la adaptación al entorno o a las características físicas de un determinado cuerpo, deben limitar el horizonte de mis posibilidades como sujeto creador y artífice de su realidad.
De este modo, todas las Verdades con la «V» mayúscula son desmanteladas. Todo lo que se me presenta como universal y absoluto será percibido por mí como una violencia contra mi voluntad singular. Después de todo, ¿por qué debería adaptarme a una verdad que es solo una construcción humana y que ha sido cristalizada a través de convenciones sociales? ¡Déjenme ser quien soy o quien quiero llegar a ser!
¿Hacia dónde nos lleva el perspectivismo?
Acabamos de describir lo que llamamos la mentalidad de la llamada «posmodernidad». Ahora surge la cuestión de hacia dónde puede llevarnos el perspectivismo radical de Nietzsche. Nuestra posición quiere subrayar que en la deconstrucción de la Verdad también hay una pretensión soberbia. De hecho, si el realismo puede llevar a la arrogancia de quienes presumen conocer completamente las esencias de las cosas en sí mismas, el perspectivismo también puede encerrar a los individuos en la presunción de imponer una verdad absolutamente personal a los demás.
En primer lugar, es importante comprender que la post-verdad no tiene su origen en los movimientos tribales de la extrema derecha actual, sino que se remonta a la perspectiva enseñada durante décadas en las universidades más prestigiosas de Occidente. Al menos, esa es la tesis que sugiere Snyder. Según esta perspectiva, es en este contexto académico donde la verdad ha sido examinada con el fin de identificar, siguiendo una narrativa cercana a la de Nietzsche, la historia, los valores y los intereses que operan en el acto de su creación y cristalización social. Así, en tales ambientes académicos, se ha vuelto muy difícil ser realista, porque el status quo vigente considera ilegítimo y propio de una actitud totalitaria afirmar conocer una realidad objetiva e independiente de nosotros. Además, incluso la existencia misma de esta realidad externa se ha convertido, en tales contextos, en una ilusión.
Por un lado, el perspectivismo nos lleva a concebir la verdad como una convención impuesta por la fuerza de un poder constituido. Se considera que las verdades vigentes están intrínsecamente ligadas al ejercicio de un poder. Dado que no existe una búsqueda neutral de una verdad objetiva, al final todo se reduce a un status quo que conviene a un determinado grupo o institución. Serán, por lo tanto, los vencedores quienes establezcan lo que es justo e injusto, lo que es bueno y malo, con el fin de consolidar su poder. A partir de esta concepción de verdad, se hace imperativo denunciar el autoritarismo de las instituciones que actualmente detentan el poder en la sociedad y que impiden al individuo vivir su propio y único ego.
Por otro lado, es esta perspectiva la que termina legitimando la imposición de la verdad a través de la fuerza. Esto ocurre porque, en la lógica del perspectivismo, no existe otra manera de establecer una verdad. De hecho, dado que falta un punto de referencia externo a la inmanencia humana para formular una proposición verdadera, todo se reduce a una mera construcción de nuestro genio constructor. Por lo tanto, dado que son absolutamente singulares y únicas, las construcciones de cada uno de los individuos solo pueden realizarse en el mundo a través de la fuerza, el poder que algunas personas – los «fuertes», los «nobles», diría Nietzsche – logran obtener.
No se trata de negar la existencia de la verdad, sino más bien de subordinar los hechos al punto de vista ideológico y personal del sujeto humano. Encerrados en tal horizonte, comprendemos que, cuando se cuestiona un hecho objetivo, hay un motivo poderoso para hacerlo: el perspectivismo nietzscheano sostiene que quien lo hace busca alcanzar el máximo beneficio para sus propios intereses, busca dejar florecer su propia vida. Es en este sentido que la post-verdad configura una forma de supremacía ideológica que se impone con la fuerza, despreciando la evidencia de los hechos objetivos.
Llegados a este punto, retomamos la tesis de Snyder para desarrollarla: «Hoy nos encontramos ante algo que llamamos “post-verdad” y tendemos a pensar que su desprecio por los hechos cotidianos y su construcción de realidades alternativas son algo nuevo o posmoderno […]. En su filosofía, la post-verdad restaura precisamente la actitud fascista hacia la verdad»[15].
De hecho, no es sorprendente observar ciertas similitudes entre los totalitarismos del siglo pasado y los defensores de nuevas expresiones de nacionalismos de exclusión y de derecha populista, porque ambos construyen un universo paralelo regido por sus propias normas. Ambos rechazan la Verdad como principio objetivo, llegando incluso a negar los datos que la ciencia proporciona hoy en día. En el fondo, si toda verdad se reduce al producto de un determinado contexto histórico, social e ideológico, se trata solo de intentar imponer la construcción del grupo al que pertenecemos, con la intención de pasar de vencidos a vencedores de la historia. En cualquier caso, esta perspectiva constructivista de una verdad antropomórfica pesa tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda. De hecho, como ocurrió en el pasado con los nazis y con el revisionismo histórico del régimen soviético, todo es lícito para imponer la verdad ideológica de su propio grupo.
Del perspectivismo radical surge un conflicto entre diferentes puntos de vista que se disputan la supremacía sobre cuál verdad prevalecerá en la sociedad. Lo que nos queda por hacer es adherirnos al grupo que más promueva nuestra verdad. La tesis de Snyder parece afirmar que esta mentalidad de la post-verdad no es solo fascista, ya que caracteriza la esencia de la izquierda postmoderna. De hecho, ¿quién es más nietzscheano que un ideólogo del wokismo contemporáneo? Por esta razón, no solo la verdad se reduce a una construcción humana, a una simple convención social, sino que cada individuo posee su propia verdad, absolutamente única, tanto que ya ni siquiera se permite que la realidad biológica determine la persona que cada uno de nosotros es. En este contexto, es oportuno hacer referencia a la reciente Declaración Dignitas Infinita, ya que critica la llamada «teoría de género», que se vuelve ideológica cuando anula completamente cualquier «diferencia» entre hombre y mujer, considerando esta distinción como puramente cultural[16]. Efectivamente, la mejor manera de garantizar la dignidad de la persona humana es afirmar que esta es intrínseca ontológicamente a la naturaleza misma de las cosas, en lugar de ser atribuida mediante un decreto impuesto por una sociedad o por un grupo de individuos que asumen el poder en un contexto social específico[17].
Sin embargo, el perspectivismo relativista rechaza la posibilidad de una Verdad común a todos los seres humanos, es decir, universal. Y esto influye en la forma en que comprendemos los derechos humanos. Aunque todavía se etiqueten como universales, estos derechos se vuelven absolutamente particulares, porque, cuando se cuestiona la posibilidad de conocer una verdad común a todas las personas, el derecho de cada uno se limitará a respetar la construcción de su propia y única identidad.
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En este contexto, es oportuno tener en cuenta lo que el papa Francisco afirma en la encíclica Fratelli tutti, citando la Laudato si’ a propósito del «relativismo»: «Cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar»[18].
El Papa habla, por lo tanto, de un tipo de tolerancia que termina por separarnos a unos de otros. De hecho, me separo necesariamente de las personas cuando debo tolerar sus voluntades individuales. Asumiendo que las Verdades universales limitan la vida de cada individuo, podré permitirles vivir su vida en la medida en que se mantengan lejos de mí sin perturbar mi verdad. El tejido social se fragmenta entonces cada vez más, mientras los individuos intentan imponer sus propias verdades intransferibles a todos aquellos que no las han construido o que no quieren adoptarlas como propias. Esto se traduce también en una creciente polarización de nuestro tejido social.
Es por eso que, después de la muerte de la Verdad, terminamos por echarla de menos: porque cuando se renuncia a la búsqueda de una Verdad objetiva, fácilmente se nos impondrá el principio del más fuerte. Este es el proceso que explica el vínculo entre el relativismo promovido por la izquierda postmoderna y el principio fascista de la violencia. Sin una referencia a una realidad externa a la cual todos nosotros debamos adaptarnos, se vuelve imposible afirmar que alguien está equivocado al expresar una opinión no respaldada por los hechos objetivos. Al renunciar a la factualidad objetiva, el perspectivismo no se limita a anunciar que toda verdad corresponde a la visión de un individuo o de un grupo. Su concepción relativista de la verdad implica una forma muy concreta de transmisión: la violencia. En tal contexto, o hay un grupo que al final prevalece sobre todos los demás, o se establece una separación entre todos, cada uno en su propia sociedad paralela. En ambos casos, se destruye la posibilidad de construir la comunión entre personas diferentes.
Por esto, el actual prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el cardenal Víctor Manuel Fernández, ha afirmado algo muy similar en la Presentación del documento Dignitas infinita: «La Declaración se esfuerza por mostrar que estamos ante una verdad universal, que todos estamos llamados a reconocer, como condición fundamental para que nuestras sociedades sean verdaderamente justas, pacíficas, sanas y, en definitiva, auténticamente humanas»[19].
En un mundo cada vez más polarizado y fragmentado, acabamos sintiendo la falta de una Verdad que pueda unirnos. En este sentido, el Papa Francisco afirma: «Hoy […] se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar […] y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte»[20]. Aquí está la lucha de todos contra todos. Por lo tanto, las palabras del Papa Francisco consideran los peligros de este horizonte relativista como un mal que amenaza nuestro futuro. En este contexto, exponemos a continuación en forma de borrador tres líneas de argumentación a favor de la concepción realista, haciendo referencia al magisterio actual de la Iglesia.
Por qué deberíamos permanecer realistas
Primero que todo, es importante entender cómo el propio concepto de post-verdad, así como los medios para mitigar sus daños, presuponen una perspectiva realista. Por ejemplo, consideremos los polígrafos y el fact-checking ampliamente utilizados por los medios de comunicación actuales. Por un lado, la verificación de la veracidad de una noticia depende del conocimiento correcto del hecho objetivo en cuestión. Solo se puede afirmar que alguien ha difundido una noticia falsa si se puede demostrar que esa persona ha hecho una afirmación que no corresponde a la realidad objetiva que podemos conocer. Por otro lado, las instituciones que realizan este servicio de verificación de hechos deben garantizar su independencia de las ideologías que operan en el tejido social. La verificación de hechos utilizada para contrarrestar los peligros de la post-verdad presupone, por lo tanto, necesariamente el realismo, según el cual debemos referirnos a una realidad objetiva, independiente de nuestra voluntad y de nuestras construcciones ideológicas.
En este sentido, al abordar la cuestión de la «violencia digital», el cardenal Fernández menciona el paradójico papel de los medios digitales, que aunque hacen que la información sea más accesible y facilitan la comunicación entre personas, al mismo tiempo pueden aislar y empobrecer las relaciones interpersonales: es necesario evitar la violencia hacia los demás mediante la «búsqueda sincera de la verdad plena»[21].
En segundo lugar, se puede desafiar la deconstrucción nietzscheana demostrando que es posible presumir, sin arrogancia, de conocer algo de la realidad objetiva que existe independientemente de nosotros. Es posible ser realistas sin caer en la ingenuidad de creer que lo que vemos corresponde exactamente a la esencia de las cosas. Es evidente que percibimos solo lo que viene filtrado por nuestra conciencia y que está construido de alguna manera dentro de ella. Pero esto no significa que el conocimiento no dependa de una realidad independiente de nosotros y de nuestras construcciones, ni implica que esta realidad sea completamente inaccesible. Es fácil entender cómo siempre hay algo que se escapa a nuestros errores cognitivos y a nuestros afectos volitivos. Por ejemplo, cuando intento abrir una puerta y uso la llave incorrecta, inmediatamente compruebo la presencia de una realidad externa a la que debo adaptarme, lo quiera o no: de lo contrario, me quedaré afuera de casa, en la calle.
La construcción antrópica de la verdad se ve así limitada por una realidad recibida. Estamos constantemente llamados a aceptar realidades que no hemos construido y a adaptarnos a circunstancias que escapan a nuestro control. Y el conocimiento de tales realidades le llega a través de la humildad de quien reconoce que no puede saberlo ni construirlo todo. Quien se adapta a una realidad que le precede y la construye es consciente de que alcanza un conocimiento limitado. La arrogancia reside más en el sujeto que crea sus propias verdades subjetivas que en la persona que se esfuerza por aceptar una realidad objetiva independiente de sus propias construcciones.
En tercer lugar, la Verdad objetiva se manifiesta como condición de posibilidad para el diálogo y la comunión entre personas diferentes. En este sentido, es importante comprender que la concepción constructivista de la verdad, por un lado, ha conducido al relativismo moral y, por otro, ha acabado reduciendo el aprendizaje a un saber técnico, con el que podemos producir cosas y obtener beneficios en este mundo. Cuando el conocimiento se instrumentaliza de este modo, convirtiéndolo en una técnica que nos permite modelar el mundo a nuestro gusto, las humanidades y las ciencias sociales no desaparecen por completo, pero dejan de ser lugares de encuentro y debate armonioso. De hecho, la propia ciencia pierde su objetividad, para convertirse, por así decirlo, en un arma ideológica y política que niega precisamente el terreno común y el diálogo.
Es importante recordar, a este respecto, lo afirmado por el Papa Francisco en su primera encíclica, Lumen fidei, en clara continuidad con el magisterio de Benedicto XVI: «A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos […]. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos»[22].
Conclusión
Podemos concluir imaginando una breve visita a la Stanza della Segnatura del Palacio Apostólico Vaticano. Quien entre podrá contemplar la armonía de una sala que reúne a los filósofos griegos de la Antigüedad con los teólogos cristianos de la Edad Media. Se vislumbra así una continuidad entre dos épocas históricas diferentes. Se respira allí un cristianismo capaz de reunir a Parménides, Heráclito, Pitágoras, Sócrates, en torno, por supuesto, a Platón y Aristóteles, con teólogos como Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Tomás de Aquino. Contemplando hoy la armonía de todas esas figuras históricas reunidas en una misma sala, podría sorprendernos que el cristianismo romano hubiera acogido influencias de la tradición pagana de la Antigüedad, e incluso del Islam. De hecho, es importante señalar la presencia de Averroes en La Escuela de Atenas. Junto a Zenón y Pitágoras, Rafael sitúa a este pensador musulmán frente a Santo Tomás de Aquino, que no sólo toleró su pensamiento, sino que aprendió de sus comentarios sobre la filosofía de Aristóteles.
Con Rafael aprendemos, pues, algo muy importante: la Biblia, con sus santos y profetas, no es suficiente para los cristianos. Sin abandonar la tradición cristiana, Rafael abrazó la sabiduría de otras tradiciones distintas a la suya. Este espíritu renacentista se basa en la convicción de que es posible alcanzar, hasta cierto punto, una Verdad universal. Sólo entonces podemos creer que merece la pena promover un debate fructífero y armonioso con personas que piensan de forma diferente a nosotros.
La mentalidad renacentista presente en las obras de Rafael contrasta con el espíritu posmoderno de la posverdad, que abre la posibilidad del retorno del fascismo. Al contemplar hoy La Escuela de Atenas, se nos invita a abandonar las perspectivas dominadas por una mirada ideológica. Si nos liberamos de la ceguera ideológica, podremos mirar el mundo desde la perspectiva de una Verdad que nos trasciende. Esta Verdad sólo podrá liberarnos cuando seamos capaces de distanciarnos de la ideología promovida por el grupo al que pertenecemos. Para dejar de estar aislados al margen de nuestro grupo, es importante asumir la presencia de una Verdad que trasciende todas las tradiciones, todas las ideologías, todos los puntos de vista. Sólo ella nos permitirá superar el espíritu de odio y violencia que hoy nos divide en el empeño de imponer verdades a quienes no las comparten de forma natural y pacífica. Así, en lugar de asumir la imposibilidad de alcanzar la verdad, como un Pilatos que ironiza sobre la pregunta: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38), podremos emprender el esfuerzo de acercarnos juntos a ella. Sólo entonces la fraternidad humana, el diálogo constructivo y la paz serán posibles.
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Cf. L. McIntyre, Post-Truth, Cambridge – London, The MIT Press, 2018, 1. ↑
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Cf. T. Snyder, On Tyranny. Twenty Lessons from the Twentieth Century, New York, Crown, 2017. ↑
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Ibid. ↑
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Aristóteles, Metafísica, Milán, Rusconi, 1993, 179 (Met. 1011b, 26-27). ↑
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Id., Opere, I. Organon: Categorie, Dell’espressione, Primi Analitici, Secondi Analitici, Bari, Laterza, 1973, 45 (Cat. XII, 19-23). ↑
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Cf. Tomás de Aquino, s., Le questioni disputate Vol. 1: La verità (Questioni 1-9), Bolonia, Edizioni Studio Domenicano, 1992, 78. ↑
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Ibid., 79. ↑
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Cf. F. Nietzsche, Su verità e menzogna in senso extramorale, en Id., Scritti minori, Nápoles, Ricciardi, 1916, 49. ↑
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Cf. R. Descartes, Meditazioni metafisiche, Milán, Bompiani, 2001, 183. ↑
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Cf. J. Habermas, Il discorso filosofico della modernità, Bari, Laterza, 1987, 100. ↑
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Cf. F. Nietzsche, Su verità e menzogna in senso extramorale, cit., 54. ↑
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Cf. Ibid., 59. ↑
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Ibid., 57. ↑
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Cf. Ibid., 56. ↑
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T. Snyder, On Tyranny…, cit., 70 s. ↑
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Cf. Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración «Dignitas infinita» sobre la dignidad humana, Roma, 2 de abril de 2024, nn. 58-60. ↑
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Cf. Ibid., n. 15. ↑
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Francisco, Fratelli tutti, n. 206; Id., Laudato si’, n. 123. ↑
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Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración «Dignitas infinita» sobre la dignidad humana, cit. ↑
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Francisco, Fratelli tutti, n. 15. ↑
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Cf. Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración «Dignitas infinita» sobre la dignidad humana, cit., nn. 61-62. ↑
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Francisco, Lumen fidei, n. 34. ↑
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