Entre los episodios evangélicos que pueden iluminar el camino del cristiano y que nos plantean el problema de nuestra actitud ante Cristo, el episodio de Marta y María nos hace reflexionar sobre la manera de acoger al Salvador en nuestra existencia[1].
El contexto
El Evangelio de Lucas no nos da mucha información sobre la identidad de Marta y María. El Evangelio de Juan nos presenta a las dos hermanas que residen en Betania, localidad cercana a Jerusalén, y el relato de la resurrección de su hermano Lázaro nos permite conocerlas mejor. El evangelista Juan subraya el vínculo de amistad que existía entre ellas y Jesús: «Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5). Este vínculo era tan manifiesto que las dos hermanas habían hecho saber a Jesús la enfermedad de su hermano enviándole un mensaje: «Señor, he aquí que tu amigo está enfermo». El milagro más significativo de la vida pública de Jesús fue, por tanto, realizado a petición de Marta y María. Este milagro confirma el afecto especial de Jesús hacia Lázaro y sus dos hermanas.
A la luz de esta información, podemos entender mejor por qué Jesús se detuvo y fue recibido en la casa de Marta. Quizás difícilmente habría podido pasar por Betania sin detenerse en esta casa. Allí recibía una cálida acogida; las dos hermanas deseaban su visita. El Maestro, que sufría la hostilidad que a menudo se desencadenaba en los caminos de su misión, se alegraba por la sincera acogida que siempre recibía en Betania. Después de escuchar palabras poco amables, que provenían de enemigos obstinados, él entraba en un ambiente de simpatía. Podía descansar y reponer sus fuerzas de cara a una nueva etapa en su itinerario. También podía constatar de manera muy concreta la alegría que su llegada provocaba en mucha gente, porque recibía muchos signos de gratitud por su presencia y muchos testimonios de consuelo por sus palabras.
La casa en la cual era recibido constituía el signo de que su venida a la tierra no era únicamente ocasión de rechazo y contradicción: él también encontraba ambientes favorables en los que la Buena Noticia penetraba en los corazones y los transformaba. Los lazos de amistad que se habían formado en Betania eran la realidad que anunciaba los lazos de amor que ahora debían unir a la humanidad con Dios. Jesús apreciaba el ambiente de una casa que podría haber sido una primera célula de la Iglesia, una casa que se beneficiaba de la presencia de Jesús, reconocido y honrado como el único Maestro.
Esta casa era además una casa de fe. Las personas que la habitaban o la frecuentaban estaban animadas por una gran fe en Jesús. Podemos recordar que, antes de la resurrección de Lázaro, Jesús pidió a Marta un acto explícito de fe en el milagro que deseaba realizar. No bastaba la fe en la resurrección prometida para el último día; se necesitaba la fe en una resurrección inmediata: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». La respuesta expresa una adhesión total: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn 11,25-27). Ya la pregunta suponía que Jesús conocía la fuerza de la fe de Marta. La respuesta confirma esta fuerza. El episodio de la visita de Jesús, relatado por Lucas, no plantea explícitamente el problema de la fe, pero implica, en el comportamiento de las dos hermanas, una disposición fundamental de fe: María, porque escucha ávidamente las palabras del Maestro; Marta, porque se dedica totalmente a la acogida de Jesús.
Al entrar en la casa de Betania, Jesús encontraba en Marta y María ejemplos de la nueva fe que quería difundir en el mundo. Las dos hermanas no solo creían en Dios, según la fe del pueblo judío, sino que creían en el propio Jesús, reconociendo en él al Cristo, el Hijo de Dios, aquel que tenía el poder de comunicar la vida eterna a todos. Con la revelación que hacía de su persona como Hijo en el cumplimiento de su misión, Jesús llamaba a sus oyentes a la fe y se alegraba de tener oyentes muy interesados y fieles como las dos hermanas de Lázaro. La casa de Betania agradaba a Jesús, quien encontraba en ella un símbolo y un anticipo de la fe que a lo largo de la historia estaba destinada a imponerse en la humanidad.
El papel de la mujer
Frecuentando la casa de Betania, Jesús manifiesta la intención de recibir por parte de la mujer una acogida particular. La acogida que recibe de Marta y María viene después de la primera acogida ofrecida al Salvador por la Virgen de Nazaret. En el momento de la Anunciación, María había acogido el proyecto divino de la venida del Mesías con docilidad y con una generosidad dispuesta a todo sacrificio; había perseverado en estas disposiciones de acogida en todas las circunstancias de la existencia terrena de Jesús. El ejemplo de María como madre dedicada al servicio de su hijo mostraba la importancia del papel asignado a la mujer para favorecer el crecimiento del niño.
El episodio evangélico de Marta y María confirma la intención de Jesús de asegurar una contribución notable de la mujer en el desarrollo de la personalidad del futuro Mesías. También es cierto que en este episodio no se trata de un intento de comprometer a la mujer en la misión de dar a conocer la Buena Noticia de la salvación. Otros episodios testimonian un compromiso de este tipo, como el encuentro con la Samaritana o el mensaje confiado a María Magdalena. Cuando Jesús se dirige a la Samaritana diciendo: «Dame de beber» (Jn 4,7), pide expresamente un servicio, aun sabiendo que la petición no será bien recibida por esta mujer extranjera; muestra así la voluntad de hacerla partícipe en el cumplimiento de su misión.
La voluntad de confiar un papel de cooperación en la formación del reino de Dios se confirma también en el caso de María Magdalena. El Señor resucitado le confía expresamente un mensaje destinado a los discípulos: «Ve a decir a mis hermanos: “Subo a mi Padre, el Padre de ustedes”» (Jn 20,17). Jesús habría tenido la posibilidad de comunicar directamente este mensaje a sus discípulos, pero al recurrir a una mujer para esta comunicación, revela su intención de confiar a la mujer un papel importante en la difusión de la Buena Noticia: el mensaje que María Magdalena debe transmitir a los discípulos es el primero del Salvador resucitado.
Diversos modos de acoger a Cristo
El Evangelio nos muestra cómo las dos hermanas de Lázaro, Marta y María, acogen a Cristo en su casa, cada una a su manera. María lo acoge como a un Maestro al que desea escuchar: «Sentada a los pies de Jesús, escuchaba su palabra» (Lc 10,39). El discípulo que quería escuchar la enseñanza dada por un Maestro se sentaba a sus pies. De esta manera, podía, con humilde docilidad, recoger fielmente todas las palabras que salían de la boca del Maestro y asimilar sus contenidos. En los discursos pronunciados por Jesús, María reconocía la palabra de Dios, adaptada a su comprensión. Se nutría con avidez de la enseñanza que recibía y podía olvidar todo lo demás, porque estaba libre de toda preocupación doméstica: su hermana Marta se dedicaba a la preparación de la cena. María podía pensar solamente en las palabras de luz que elevaban su entusiasmo. Se sentía privilegiada de tener como único cometido la acogida del Maestro. Era un privilegio debido a las circunstancias; comprendía que era un don que le venía de lo alto. Este privilegio correspondía a las tendencias de su temperamento, inclinado a la contemplación.
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El temperamento de Marta era muy diferente; era el temperamento de una ama de casa. La diversidad de temperamentos fue aprovechada por el plan divino, ya que se complementaban para proporcionar a Jesús la acogida más deseable: por un lado, con una oyente muy atenta para recoger todas las palabras que merecían ser conservadas y meditadas, y por otro lado, con una persona que podía preparar una comida digna de un huésped excepcional.
Por lo general, Marta preparaba la cena sola. No necesitaba la ayuda de su hermana. Pero en el episodio relatado en el Evangelio, por un motivo particular que no conocemos, hubiera deseado recibir esa ayuda. Al ver a su hermana tranquilamente sentada junto a Jesús, pensaba que María podría intervenir en la preparación de la comida. Podría haber dirigido algún reproche a María, pero la presencia de Jesús parecía proteger y justificar su actitud de pacífica oyente. De hecho, no había nada que pudiera ser reprochado a María. Quedaba una solución para obtener ayuda: dirigirse a Jesús mismo. Marta podía pedir su intervención; dado que él era el origen de esta situación difícil, bastaba una palabra de su parte para invitar a María a socorrer a su hermana.
Cuando Marta interviene, lo hace con descontento. Pone el acento en el reproche, diciendo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo?». Luego, con la autoridad de la dueña de casa que asigna a cada uno lo que debe hacer: «Dile que me ayude» (Lc 10,40). Estas palabras manifiestan el estado de irritación que se había apoderado de Marta y la empujaba a formular acusaciones que superaban su pensamiento. Hacía recaer sobre el Maestro, a quien veneraba, el mal humor que venía de las circunstancias del encuentro con él.
La respuesta de Jesús es la de un amor superior a toda agitación, un amor que no acepta dejarse arrastrar por reivindicaciones de la propia dignidad y sigue, más bien, el camino de la paciencia y la comprensión. Él se comporta no solo como Maestro de luz que procura la solución de los problemas de la existencia humana y hace entender la respuesta divina a todos los interrogantes, sino como aquel que ha venido a fundar una sociedad de paz y amor. La respuesta es esencialmente serena y quiere evitar toda inquietud. Jesús pronuncia solo palabras que hacen penetrar la paz en los corazones turbados o alterados. Para responder a la agitación de Marta, la interpela dos veces con su nombre: «¡Marta, Marta!». Con este modo afectuoso de llamarla, le hace entender que no le ha quitado nada de su amor. No se presta para un intercambio de palabras que daría lugar a la irritación. En las relaciones humanas, la irritación lleva consigo el peligro de suscitar una cadena de reacciones que hacen más vivos los conflictos. Las respuestas mutuas que se suceden conllevan el riesgo de reforzar las divergencias cuando deberían superarlas. Jesús no quería entrar en una conflictividad de este tipo. A la irritación de Marta, él no reacciona con severidad. Su primera preocupación es recordar el contexto de amor en el que ha venido y ha sido recibido en esta casa.
Así, antes que nada, pronuncia dos veces el nombre de Marta, para testimoniar que las relaciones de amistad no están rotas y que las palabras de un momento de irritación no han quitado nada a la generosidad de su corazón. El nombre de Marta es el de una persona amada, que puede contar con la fidelidad de la amistad del Maestro. Cuando Jesús, con una intención de verdad, formula un reproche, lo hace con un notable acento de simpatía: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas» (Lc 10,41). Es un sentimiento de compasión el que lo anima hacia Marta y quisiera ahorrarle esta agitación.
Conviene particularmente subrayar que Jesús no reprende a Marta por la actividad a su servicio. Él se beneficia de su ardiente dedicación. El error de Marta es únicamente ceder a la inquietud y a la agitación. No conocemos las circunstancias que habían provocado esta inquietud; diversas circunstancias pueden causar un retraso en la preparación de una comida. El retraso era penoso para Marta que, como dueña de casa, daba un valor a la puntualidad y se esforzaba por respetar un horario. Pero en cualquier caso, debemos tener presente la lección dada por Jesús, porque tiene una aplicación universal: toda inquietud debe ser superada en la vida cristiana. También nosotros estamos tentados de agitarnos por muchas cosas, pero debemos resistir a esta tentación que fácilmente anularía nuestra serenidad. Para precisar el significado de la posición de Jesús, se trata de evitar la inquietud que se repliega sobre sí misma o más aún la que se encierra en sí misma. El sentimiento de inquietud puede nacer espontáneamente, pero puede ser orientado en el sentido de una mayor confianza en el socorro divino. Con tal orientación, el individuo inquieto se supera a sí mismo y encuentra el camino para liberarse de la opresión de la ansiedad; sale de su propia prisión.
En el caso de Marta, la agitación se había manifestado porque no podía resolver el problema de su retraso. Pero en su dificultad poseía una vía de salida, ofrecida por la presencia benévola del Maestro. Habiendo acogido a Jesús en su casa, podía contar con su simpatía para superar todas las dificultades. Podía abrir sin ninguna reserva la puerta de la confianza. Marta creía en Jesús, y con esta fe podía vislumbrar la solución de todos los problemas, porque había comprendido no solo que Jesús era Maestro de sabiduría, sino que poseía una omnipotencia sin límite. A este Maestro que se había hecho muy cercano a todos y que demostraba su capacidad de socorrer las miserias humanas se le debía un máximo de confianza: él invitaba a todos a un abandono en sus manos.
«Lo único necesario»
Para la afirmación del principio de lo único necesario, existen dos variantes del texto. En la versión más larga se dice: «Pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria». La versión corta dice solamente: «Una sola cosa es necesaria» (Lc 10,42). La versión larga probablemente sea la auténtica; sería difícil suponer que la necesidad de pocas cosas se hubiera insertado en el texto, ya que complica y oscurece el pensamiento. Pero fácilmente podemos imaginar la simplificación que omite la necesidad de esas «pocas cosas» y afirma solamente que una sola cosa es necesaria. Sin embargo, la elección entre las dos versiones no tiene mucha importancia: de todas formas, la necesidad de una sola cosa constituye la afirmación fundamental en ambas versiones. Los comentaristas lo han entendido: concentran su reflexión en el significado de lo «único necesario».
No obstante, para captar más exactamente el pensamiento de Jesús según la versión larga, debemos precisar lo que se dice sobre la necesidad de «pocas cosas». Evidentemente, forman un contraste con las «muchas cosas» que eran el origen de la inquietud y agitación de Marta. Como se trataba de la preparación de una comida, algunos comentaristas han interpretado estas palabras en el sentido del número o la abundancia de los platos: «Pocos platos son necesarios, o incluso solo uno». Por tanto, se atribuye un valor muy concreto a la afirmación. ¿Pero podemos dar este significado a las palabras de Jesús? Por lo general, el Maestro no se preocupa por la abundancia de comida que recibe durante sus desplazamientos y viajes. En el cumplimiento de su misión, se preocupa mucho más por las disposiciones y la apertura de ánimo de sus oyentes. La verdad que quiso inculcar a Marta no se refiere a la cantidad ni a la calidad de la alimentación. Al final del episodio, cuando alaba el comportamiento de María, Jesús subraya la excelencia de una elección que le ha permitido estar espiritualmente más unida al Maestro.
La afirmación: «Pocas cosas son necesarias» tenía como objetivo hacer reflexionar a Marta sobre el valor de todas las cosas que la rodeaban y le permitían rendir muchos servicios. Como Marta estaba animada por una voluntad de servicio, podía entender que necesitaba cierto número de cosas. Pero esta necesidad tiene límites. Marta se equivocó al dejarse dominar por las «muchas cosas» que estaban involucradas en el servicio y al perder su paz interior en medio de demandas a las cuales no podía responder. Su ejemplo es característico: demasiadas cosas a menudo se vuelven necesarias en la existencia humana, más allá de los servicios que estarían destinadas a rendir, con el riesgo de excesos y agitación. El reproche dirigido a Marta era por una inquietud y agitación «por muchas cosas». Era una invitación a reducir a «pocas cosas» todo aquello que pudiera suscitar preocupaciones. Al añadir «pocas cosas» y «una sola es necesaria», Jesús se eleva a un nivel superior. Finalmente, hay una sola cosa necesaria, esencial para el destino humano. Es el destino que le ha sido confiado por el amor soberano del Padre. Entre todas las preocupaciones, el cumplimiento de ese destino debe tener el lugar principal.
Cuando Jesús habla de su propia existencia terrena, la presenta como una necesidad fundada en la voluntad del Padre: es el Padre quien lo ha enviado al mundo. Cuando anuncia el itinerario doloroso de su pasión, nuevamente pone el acento en la necesidad: «Comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31). Sufrir y morir es una necesidad absoluta que proviene de la voluntad suprema del Padre y manifestará su carácter dramático en el conflicto íntimo de Getsemaní.
Partiendo del ejemplo de su destino personal, Jesús nos hace comprender la necesidad que se impone a toda nuestra vida. Hay una sola cosa necesaria: hacer la voluntad del Padre. A veces, como en el ejemplo del Getsemaní, la sumisión a esta voluntad puede volverse más dolorosa y adquirirse al precio de una lucha que sacude y conmueve a toda la persona. La única solución al conflicto íntimo consiste en la aceptación de la necesidad impuesta por el Padre, destinada a restablecer la más profunda armonía por encima de las laceraciones sufridas. Lo único necesario nos salva de toda discordia.
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Extensión de lo único necesario
La acogida del principio de lo único necesario se extiende a todos los aspectos de la existencia, porque toda la vida humana está comprometida en el desarrollo de la misión redentora de Cristo. Los cristianos están llamados a participar en la ofrenda del único sacrificio del Calvario con la entrega de sus sacrificios personales. La presencia necesaria del sufrimiento en diversas formas les ayuda a descubrir cada vez mejor qué significa lo único necesario. Con la aceptación generosa de esta necesidad, la existencia humana puede alcanzar su nivel máximo de riqueza espiritual para cada persona y su nivel más alto de fecundidad en beneficio de todos.
Al enunciar el principio de lo único necesario, Jesús ofrece a Marta una luz que puede iluminarla sobre el significado más profundo del episodio. También es cierto que la palabra del Maestro contenía un significado misterioso que no podía ser comprendido inmediatamente, pero esta palabra estaba destinada a la meditación futura de Marta. Poco a poco, Marta es invitada a escudriñar el misterio de lo único necesario. Como todos los creyentes, estaba llamada a participar en la obra redentora. Como hermana de Lázaro, estaba destinada a compartir el largo camino hacia el drama final, ampliamente anunciado. Lázaro había sido elegido para vivir con su experiencia personal el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Marta había sido testigo del acontecimiento. Existían lazos de amistad entre Jesús y Lázaro; también acercaban a Jesús a las hermanas de Lázaro. Las dos hermanas fueron, por tanto, asociadas a los acontecimientos que llevaron a Jesús a ofrecer el sacrificio destinado a procurar la salvación a la humanidad. Con la luz recibida del Maestro en Betania, Marta se esforzó por descubrir en los acontecimientos dolorosos lo único necesario que expresaba el misterio y daba la explicación de todo.
La elección de María
A los reproches que Marta dirigió a su hermana, Jesús responde con un elogio del comportamiento de María, que no puede ser objeto de discusión: «María eligió la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10,42). Jesús habla expresamente de una elección. En su comportamiento, María no se dejó llevar simplemente por un impulso instintivo que le hacía desear la proximidad del Maestro y recoger toda su enseñanza. Eligió quedarse sentada a los pies de Jesús para poder estar más atenta a palabras que requerían un esfuerzo particular de comprensión. Quería captar el profundo significado de esta enseñanza excepcional. Deseaba aprovechar al máximo lo que le ofrecía la visita inesperada de Jesús.
Al elegir este comportamiento de oyente llena de entusiasmo, María escogió la mejor parte. Fue una elección condicionada por la diversidad de temperamento y actividad entre las dos hermanas. El papel de anfitriona asumido por Marta permitía a María dejar en manos de su hermana toda la responsabilidad de la acogida a los visitantes y no intervenir en la preparación de las comidas. Así, María podía dedicarse plenamente a la presencia del huésped y escuchar las palabras del Maestro. Era la mejor parte, que favorecía el desarrollo de la fe de María y estimulaba la esperanza que nacía de la predicación de Jesús. En su misión, Jesús había deseado encontrar en la tierra oyentes que tuvieran tiempo para escucharlo, abrirse a su enseñanza doctrinal para poder llevarla a cabo. El deseo con el que María quiere entender y asimilar la doctrina divulgada por Jesús responde al intenso deseo con el que Jesús mismo quiere hacer penetrar la verdad en el espíritu y el corazón de los hombres.
Podemos afirmar que, según la descripción evangélica, María tiene verdaderamente un alma de discípula. En el lenguaje evangélico, el término «discípulo» se usa para designar a las personas que siguen a Jesús y quieren participar en su misión, dedicándose al servicio del Reino. En su alma, María manifiesta las cualidades del discípulo, de un discípulo que busca toda la luz en las palabras del Maestro. En un contacto más continuo con Jesús, María esperaba elevar el nivel de su vida profunda. Al escuchar al Maestro, comenzaba a discernir mejor el punto de vista divino sobre las situaciones humanas. La forma de ver el mundo cambiaba. María se abría a una nueva manera de interpretar los hechos y las circunstancias. Una transformación en el sentido de la esperanza y la alegría le daba una nueva perspectiva.
Conviene notar que María testimoniaba así la posibilidad para la mujer de desempeñar un papel importante en el desarrollo de la vida espiritual de la comunidad cristiana. Aludiendo a las mujeres que acompañaban a Jesús en los viajes de su misión, el evangelista Lucas se había limitado a atribuirles un papel marginal: estas mujeres «asistían a los discípulos con sus bienes» (Lc 8,3). Entre ellas, Lucas no menciona a María, hermana de Lázaro, pero el episodio de la casa de Betania revela su presencia y, sobre todo, su compromiso en relaciones intensas de fe con el Salvador.
Las palabras dirigidas por Jesús en Betania muestran claramente su intención de pedir la cooperación de la mujer en el desarrollo espiritual del Reino. El elogio del comportamiento de María, que ha escogido la mejor parte, expresa la sincera estima del Maestro por esta iniciativa femenina que corresponde al plan divino para la difusión del reino de Dios. Esta estima merece ser especialmente subrayada; Jesús quiso expresar su satisfacción respecto a la actitud de María, porque consideraba importante aclarar el valor de un comportamiento contemplativo en el momento en que dedicaba toda su actividad al cumplimiento de su misión apostólica. Incluso esta misión apostólica necesitaba del generoso aporte de una súplica en la oración para obtener el máximo de frutos. El principio de la necesidad de la oración se confirma.
El valor de la contemplación
Justificando la elección de María, Jesús pone en relieve el valor de la contemplación. Muestra que, desde su perspectiva, desea comprometer todas las fuerzas de la persona al servicio del Reino. Pero primero pide el don del corazón. Desea el homenaje más íntimo de la persona y no solo los dones externos. Aprecia todo servicio generoso, pero quiere involucrar primero el don del alma en la oración. La prioridad de la contemplación sobre la acción no significa una superioridad reconocida a un estado de vida sobre otro, es decir, una vida completamente dedicada a la contemplación sobre una vida que incluya una actividad apostólica o caritativa. Debemos simplemente considerar, a este respecto, que Cristo unió, en el cumplimiento de su misión, contemplación y acción. Por lo tanto, ambos aspectos deben ser salvaguardados. La manera concreta de conciliar en una vida consagrada la contemplación y la acción se precisa según las reglas determinadas en comunidad. No es el problema de esta conciliación en el estado de vida lo que se trata explícitamente en el episodio de Betania.
El episodio simplemente responde a la pregunta: ¿qué acogida espera Jesús cuando se hace presente en el mundo o cuando, en su amor por nosotros, desea convertirse en nuestro huésped? En una circunstancia en la que había destacado la generosidad divina que no puede resistir a las súplicas humanas y que invita a la oración perseverante, Jesús formuló una pregunta que mostraba claramente lo que esperaba encontrar en su venida a la tierra: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Durante su vida pública, se lamentó varias veces de la falta de fe de aquellos que imploraban su ayuda. Los relatos evangélicos refieren el desarrollo de la fe de los discípulos, un desarrollo lento que progresivamente superó obstáculos y vacilaciones. Jesús estimulaba este desarrollo no solo con palabras que revelaban su identidad como Hijo de Dios, sino también con numerosas manifestaciones milagrosas de su omnipotencia en la curación de enfermedades e incapacidades.
El comportamiento de María tiene como primera característica ser un comportamiento de fe. La fe en Cristo se expresa en una adhesión a la palabra y a la persona de aquel que nos revela el misterio de Dios. En el encuentro de Betania, María sintió vivamente la atracción de la palabra de Jesús y, a través de ella, la atracción de su persona. Desea permanecer unida a esta persona, como al absoluto de su vida. En su deseo, quiere profundizar el vínculo que la une a este Maestro que se apodera de su existencia para elevarla a un nivel superior.
Se trata de un vínculo esencialmente espiritual, que hace descubrir una verdad más amplia. La adhesión a la persona de Cristo puede definirse como una adhesión de fe, pero dando a la palabra «fe» un significado amplio. En la fe hay una afirmación de verdad, verdad revelada. Cristo es reconocido como el Hijo de Dios, siendo Dios en cuanto Hijo. También es acogido como el único Salvador, fuente de toda la esperanza de la humanidad. Es esta esperanza la que animaba a María en Betania, cuando se sentó a los pies de Jesús. No había realizado estudios de teología y no conocía los problemas que pueden surgir de las investigaciones de diferentes religiones. De los discípulos que habían recibido el mensaje de Jesús y querían difundirlo en la humanidad, recibió el tesoro esencial de la fe cristiana. Creía en Jesús y comprendió que en su enseñanza podía encontrar toda la luz que había buscado hasta ese momento y que sería preciosa para iluminar su propia vida y ayudarla a resolver los problemas más fundamentales de la existencia.
La llegada de Jesús a Betania, una visita totalmente casual, proporcionó a María la posibilidad de tener una conversación muy libre con el Maestro, que atraía a mucha gente y obraba milagros. María aprovechó esta ocasión y no quiso perder nada de lo que le ofrecían las circunstancias. El encuentro de María con Jesús debe, por tanto, ser colocado en su contexto si queremos comprender mejor por qué la hermana de Lázaro manifestó tal voluntad de permanecer a los pies de Jesús para escuchar sus palabras, sin dejarse perturbar por las quejas de Marta. Del coloquio esperaba mucho: esperaba recibir luz para las decisiones de su propia vida. El encuentro con Jesús era un hecho excepcional, que debía ser plenamente aprovechado. Así, de la presencia de un Maestro que estaba a su disposición, María pretendía tomar y recibir todo lo que pudiera hacer mejor su vida. Jesús aprobó expresamente esta elección.
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Este artículo es el último texto que el autor escribió para nuestra revista, fallecido en abril de este año en Woluwe – Saint Pierre, Bélgica. ↑
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