Retomar un tema siempre actual
Es una opinión difundida que la psicología y el psicoanálisis, por no mencionar la psiquiatría, se ocupan sobre todo del aspecto «enfermo» del comportamiento humano: interpretan sus síntomas y las posibles consecuencias, con miras a un modo eficaz de tratamiento. Un enfoque así es, sin duda, importante y ayuda a la persona a vivir. Sin embargo, si se absolutiza, puede llevar a consecuencias negativas, como la tendencia a considerar la realidad con un matiz oscuro o incluso muy oscuro. Es significativo que algunos temas decisivos de la existencia humana, como la esperanza y la gratitud, capaces de proporcionar una ayuda esencial para afrontar situaciones críticas, de hecho encuentren poco espacio en la investigación psicológica precisamente por su componente «sana»[1].
La imagen subyacente del mundo y del hombre que, en consecuencia, se comunica no es de las más confortantes y suscita no pocas perplejidades si se sacan las lógicas conclusiones. Al abrir un congreso sobre el tema del altruismo, el entonces presidente de la American Psychological Association, Donald T. Campbell, reconocía que las lentes demasiado oscuras y estrechas con las que el psicólogo tiende a considerar al hombre no solo hacían difícil reconocer una posible «bondad» en él, sino que terminaban por obstaculizar todo intento por abordarlo desde la perspectiva contraria: «La psicología y la psiquiatría […] no solo describen al hombre como motivado egoístamente, sino que implícita o explícitamente enseñan que debe ser así»[2]. En la misma línea, Irvin Yalom, un célebre psiquiatra estadounidense de origen lituano, observa en su libro Momma and the Meaning of Life – una especie de autobiografía psicoanalítica – la dificultad de abordar cuestiones de tipo global y sapiencial, imprescindibles para el trabajo terapéutico: «Los textos de psiquiatría raramente discuten lo que caracteriza a una personalidad “buena”, excepto al definirla como una defensa contra oscuros impulsos»[3]. De ahí la escazas investigaciones y estudios sobre temas «incómodos», como la gratuidad, la empatía o el altruismo.
Sin embargo, no faltan reacciones en sentido contrario. El psicólogo Abraham Maslow ha cuestionado la tendencia a interesarse únicamente en personas problemáticas o con deficiencias en el desarrollo, reduciendo la psicología a mero análisis y tratamiento de patologías. A esta lectura «enferma» de la persona, él objeta que, cuando se estudian sujetos satisfechos de sí mismos y de su vida, se descubren elementos nuevos e importantes para la psicodinámica de la persona, capaces de devolver significado a la misma investigación psicológica: «Desde que Maslow interrogaba a personas que realizaban su existencia con éxito, privilegiando el examen de ciertos momentos de plenitud (peak experiences, «experiencias culminantes») que habían inspirado su vida o la habían marcado de vez en cuando, descubrió que sus motivaciones y sus modos de percibir el universo, las cosas y las personas, tenían características hasta entonces desconocidas en la psicología general»[4].
Las observaciones de Maslow han sido retomadas en particular por la llamada «psicología positiva», interesada en identificar qué hace que la vida sea satisfactoria y feliz, en lugar de limitarse a investigar sus aspectos patológicos. En 2004 se publicó un estudio colaborativo sobre el tema, editado por Christopher Peterson y Martin Seligman. Ellos, al examinar la literatura al respecto, incluida la de carácter filosófico y religioso, delinean algunos puntos nucleares capaces de embellecer la existencia y hacer a la persona más estable, fortaleciendo su carácter. Otro exponente de esta corriente, Alan Waterman, destaca la importancia de la eudaimonia aristotélica, es decir, la práctica de la actividad más noble del hombre, como la contemplación, para llevar una vida plena[5].
Las características relevantes de la psicología positiva
En línea con la reflexión filosófica clásica, también Peterson y Seligman ponen en primer lugar las virtudes exploradas por Aristóteles y Tomás de Aquino: la sabiduría, el coraje, el amor, la justicia, la templanza, y la trascendencia[6]. Se trata de cualidades cultivadas por la persona a lo largo del tiempo, gracias a la educación, a relaciones afectivas relevantes, a la vida en comunidad, y a un desarrollo sano y armónico, capaz de cuidar los diversos ámbitos de la personalidad.
Entre las características principales reveladas por las investigaciones, la felicidad está estrechamente ligada al amor, entendido no como placer (eros), sino como donación (ágape), como la capacidad de vivir relaciones afectivas gratificantes, duraderas y estables, favorecidas por la presencia de comunidades de referencia relevantes también desde el punto de vista público, como la familia y las instituciones culturales, sociales y religiosas. Si un niño crece en un matrimonio afectivamente estable, muestra una ventaja indudable a nivel escolar desde el punto de vista cognitivo, de atención, aprendizaje e intereses, junto con la capacidad de convivir con sus compañeros de manera respetuosa y no violenta[7]. Al interrogar a grupos e individuos satisfechos con su vida, emergieron así algunas características constantes: las relaciones familiares, la profesión, los amigos, la salud, la posibilidad de expresar sus deseos profundos[8].
Otra investigación digna de mención fue llevada a cabo por el psiquiatra Robert Waldinger, de la Universidad de Harvard. Waldinger llevó a cabo el estudio más completo y extenso sobre el tema de la calidad de vida – 75 años, desde 1938 hasta 2013 –, involucrando a generaciones enteras a lo largo del desarrollo de la investigación. Las personas de la muestra, inicialmente 724, se convirtieron posteriormente en 2.000, sumándose la generación de hijos y nietos[9]. El grupo era muy variado, y comprendía situaciones extremadamente diferentes en cuanto a clase social, educación y experiencias de vida. Había quienes experimentaron la Segunda Guerra Mundial, la «guerra fría», la prosperidad económica, el consumismo, la protesta juvenil, y la revolución informática y digital. Había ricos de Harvard y pobres de Boston, carentes de los bienes más esenciales.
Y mientras tanto, también habían envejecido sus investigadores, quienes pasaron el testimonio a otros colegas: Robert Waldinger fue el cuarto (después de George Vaillant, Xingjia Cui, Stephen Soldz) en asumir el rol de director de la investigación, que se actualiza puntualmente cada dos años. El recorrido de vida de las personas entrevistadas es igualmente variado: entre ellas hay profesionales, dirigentes, políticos de relevancia —entre los cuales se encuentra John F. Kennedy, quien llegó a ser presidente de los Estados Unidos—, pero también empleados, alcohólicos, drogadictos y enfermos psiquiátricos. Algunos habían pasado de los niveles más bajos a la cima de los vértices de la nación, y otros, al contrario, partiendo desde la cima, habían caído al fondo. Por todas estas razones, se trata de una muestra única de la humanidad en sus posibles recorridos.
El parámetro decisivo: las relaciones
Las conclusiones de la investigación son múltiples. Tres lecciones en particular emergen como puntos constantes de referencia, que se encontrarán también en otros estudios.
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1) La primera lección es muy similar a lo señalado por Peterson y Seligman: lo que más contribuye a la calidad de la vida son las relaciones afectivamente bellas y gratificantes (vinculadas a la familia, amigos, comunidad de referencia), mientras que la soledad es nociva, al punto de constituir una de las causas más frecuentes de autodestrucción, hasta la muerte. Es un dato que también ha surgido del informe del Ministerio de la Soledad, instituido en Gran Bretaña. Las nuevas oportunidades digitales parecen amplificar esta tendencia[10]. Por otro lado, las relaciones conflictivas son más nocivas que la soledad.
2) La segunda lección es que las relaciones afectivamente bellas y gratificantes, además de hacer felices, mantienen la salud y alargan la vida. Los investigadores, como posible verificación de la teoría, se preguntaron, en base a la muestra de referencia, cuáles personas de cincuenta años estarían aún vivas y sanas treinta años más tarde. Y las personas de cincuenta años que en ese momento cumplían con los criterios de felicidad fueron aquellos que a los 80 años continuaban estando vivos y contentos con su condición. El parámetro decisivo de los «sanos» no era la constitución física, las actividades deportivas, la cantidad de azúcares o de colesterol en la sangre, sino la calidad de las relaciones. Y cuando hablan de «relaciones de calidad», los investigadores no se refieren a la ausencia de conflictos, sino a la confianza en su estabilidad: «Las buenas relaciones íntimas parecen protegernos de los achaques de la vejez. Algunas parejas de octogenarios pueden pelear un día sí y otro no, pero, mientras sientan que realmente pueden contar con el otro cuando las cosas se ponen difíciles, esas discusiones no afectan en absoluto sus recuerdos»[11].
Además, la conciencia de estar contento con la propia vida parece proteger del dolor mucho más que la toma de medicamentos. En la práctica, se envejece como se ha vivido. El sufrimiento más devastador no está ligado a la enfermedad o a la discapacidad física, sino a la sensación de no encontrar un propósito en la vida.
Henri Nouwen, al visitar la comunidad de L’Arche, notaba: «En mi comunidad, hay muchos hombres y mujeres gravemente discapacitados, pero la mayor fuente de sufrimiento no es la discapacidad en sí misma, sino la sensación de ser inútiles, indignos, incomprendidos y no amados. Es mucho más fácil aceptar la incapacidad para hablar, caminar o alimentarse por sí mismos, que aceptar la incapacidad de tener un valor especial para otra persona»[12].
El escritor japonés Murakami Haruki distingue acertadamente entre dolor y sufrimiento: el dolor se padece, pero puede ser vivido de manera diferente al interior del sujeto, en su mundo de valores y motivaciones. Un mismo acontecimiento doloroso implica un sufrimiento diferente dependiendo del sujeto que lo vive. Por eso Murakami observa: «El dolor no se puede evitar, pero el sufrimiento es opcional. Supongamos, por ejemplo, que alguien piensa: “No puedo más, es demasiado agotador”. El cansancio es una realidad inevitable, mientras que la posibilidad de superarlo o no es exclusiva discreción de cada individuo»[13].
3) La tercera lección que surge de esta investigación de varias décadas es que la felicidad también favorece la vivacidad intelectual, el deseo de abrirse a nuevos conocimientos y experiencias, que es un aspecto esencial para la calidad de vida.
El equipo de Waldinger, una vez concluida la investigación, también se preguntó por qué estas verdades, aunque conocidas desde siempre, son en su mayoría ignoradas. Y observó la presencia de «distorsiones cognitivas», de automatismos egoístas, la tendencia a replegarse sobre uno mismo y a querer frutos inmediatos. Cuando se preguntaba a las personas con qué asociaban la felicidad, la mayoría respondía: cuando se recibe dinero y se gasta en uno mismo. Dos presupuestos erróneos, pero extremadamente arraigados. Einstein notaba que es más fácil dividir el átomo que vencer un prejuicio. En realidad, uno es feliz solo cuando se propone hacer felices a otros.
Otras investigaciones sobre el mismo tema, llevadas a cabo también en Estados Unidos (la nación en la que este tema ha sido más estudiado), identifican parámetros muy similares. Ellos son, en orden de importancia: 1) la familia; 2) la estabilidad económica; 3) un trabajo gratificante; 4) las relaciones amistosas; 5) la salud. Otros parámetros, aunque relevantes —como la libertad y los valores de referencia generales—, resultan más difíciles de clasificar, ya que son transversales a todas las situaciones[14].
El amor conyugal sigue considerándose como uno de los valores más altos, especialmente si se asocia con la generatividad y el cuidado de los hijos, aunque a primera vista esto parece incompatible con el placer y la satisfacción inmediata, propios de una propuesta vinculada a la autorrealización personal: «La investigación sobre la felicidad ha demostrado que el bienestar psicológico de los padres disminuye significativamente, especialmente en los primeros años después del nacimiento de un hijo, lo que llevaba a preguntarse si tener hijos no acabaría por hacer infelices a las personas. Pero muchas investigaciones muestran que las noches de insomnio y la falta de tiempo libre no ponen en peligro la plenitud de sentido derivada de ser padres, y esto es especialmente cierto para aquellos que ponen el bienestar de sus hijos por encima de sus propias necesidades»[15].
Jonathan Freedman, en una investigación realizada sobre una muestra de 100.000 personas, destaca a su vez que la felicidad no está en absoluto asociada al éxito o a la cantidad de bienes, sino a la calidad de las relaciones, en particular en el matrimonio[16].
Las resistencias a la felicidad
Las conclusiones de los estudios están muy cerca de lo que la historia del pensamiento había mostrado de otras formas: aspectos de alguna manera ya conocidos, pero frente a los cuales siempre surge una curiosa resistencia.
Los investigadores también se han preguntado por qué tales conclusiones, aunque confirmadas en cada investigación, son en su mayoría ignoradas, dada su evidencia y constancia en el tiempo. El punto decisivo es el «costo» que todo esto requiere, como ocurre con cualquier cosa importante (estudio, profesión, logros deportivos, fidelidad a los compromisos), en términos de esfuerzo, dedicación, renuncia y tiempos prolongados. Cuando uno se apasiona desinteresadamente por algo, se obtiene un beneficio mayor y, sobre todo, se experimenta la belleza de «sentir y gustar interiormente», que, como recuerda Ignacio de Loyola, es lo que realmente «sacia el alma» (Ejercicios Espirituales, n. 2). Sin embargo, esto requiere invertir en algo sin un retorno rápido, no inmediatamente gratificante; de ahí la duda de si realmente «el juego vale la pena». En realidad, lo que perjudica la calidad de vida es precisamente la prisa y el ansia de posesión.
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La espontaneidad no es una buena consejera para abordar de la mejor manera los temas de la vida; antes bien, requiere ser confrontada, educada y, a menudo, también puesta en cuestión críticamente. Cabe precisar que lo que surge de la constelación «felicidad» es poco grato para quienes manejan los hilos de las sociedades industrializadas actuales, las grandes agencias de capital e incluso las asociaciones delictivas. Todas tienen en común la búsqueda desenfrenada del beneficio, para conseguirlo únicamente para sí mismas, sin poder encontrarlo. Quien está contento con su vida, en cambio, no necesita múltiples compensaciones.
La presencia de relaciones cualitativamente relevantes es indispensable, además de para la felicidad individual, también para la salud de la colectividad, porque está ligada a lo que el sociólogo estadounidense Robert Putnam llama «capital social», la red de relaciones e intereses que sustentan una sociedad y su salud. El capital social «permite, ante todo, a los ciudadanos resolver más fácilmente los problemas colectivos»[17]. Por ello, puede considerarse el índice de la salud de una comunidad, ya que proporciona anticuerpos capaces de afrontar y superar eventos negativos y calamidades trágicas. Este es un aspecto fundamental para la calidad de vida, que necesita recuperar su lugar central, principalmente en el ámbito de la reflexión.
Algunos pasos posibles
La relación con la gente común puede ayudar a comprender qué hace que la vida sea hermosa, dedicándose a los demás. La investigación sobre varias generaciones realizada por George E. Vaillant, Xingjia Cui, Stephen Soldz y Robert Waldinger mostró de manera evidente que la felicidad está estrechamente ligada al cuidado de las relaciones: un cuidado desinteresado, no con vistas a obtener un beneficio. Sus conclusiones son de una sencillez desconcertante: «Puede ser simplemente dedicar más tiempo a las personas en lugar de a la televisión, o avivar una relación apagada haciendo algo nuevo juntos, largas caminatas o salidas nocturnas, o volver a ponerse en contacto con un familiar al que no se ha oído en años, porque las comunes disputas familiares exigen un gran tributo a las personas que guardan rencor»[18]. La plenitud de vivir está ligada al deseo de poner a disposición los dones recibidos ayudando a otros.
Martin Seligman indica en particular algunos pasos concretos para invertir en las relaciones:
1) destinar el 5% de los ingresos brutos a la beneficencia;
2) establecer un tiempo para dedicar a los más desfavorecidos, para una actividad de voluntariado o de carácter caritativo/social, como por ejemplo visitar a los enfermos en el hospital;
3) si alguien pide dinero, tratar de dialogar con él, en lugar de limitarse a dar una limosna[19].
Otro aspecto importante es considerar la brevedad del tiempo disponible. Frente a la muerte, surge por contraste lo que realmente importa en la vida, y a menudo esta es la fuerza decisiva para decidirse a actuar. Como diría Mark Twain: «La vida es tan corta, no hay tiempo para peleas, disculpas, rencores, venganzas. Solo hay tiempo para amar y solo un instante, por así decirlo, para eso»[20].
Irvin Yalom, acompañando grupos de enfermos terminales, reconocía, junto con la carga psicológica y afectiva de tal labor, una profunda enseñanza capaz de cambiar radicalmente la tabla de valores de lo que se considera importante. Un miembro del grupo entró un día con una expresión radiante en el rostro, porque había decidido que su manera de enfrentar la muerte podía ser la enseñanza más valiosa para transmitir a sus hijos: «Nunca he encontrado un mejor ejemplo de cómo tener un propósito en la vida genera una sensación de bienestar. Es también un ejemplo extraordinario del concepto de los “círculos en el agua”, que ayuda a muchos a atenuar el terror de la muerte. Los círculos en el agua se refieren a la transmisión de partes de nuestro ser a otros, incluso a personas que no conocemos, tal como los círculos provocados por una piedra lanzada en un estanque continúan expandiéndose hasta que ya no son visibles y, sin embargo, persisten […]. Varios otros miembros del grupo compartían esa experiencia. Según las palabras de una paciente: “Qué lástima haber tenido que esperar hasta ahora que mi cuerpo está acribillado por el cáncer, para aprender a vivir” […]: aunque la realidad de la muerte puede destruirnos, la idea de la muerte puede salvarnos. Me parece que ilustra bien la idea de que, dado que solo tenemos una oportunidad de vivir, deberíamos aprovecharla al máximo y terminar la vida con el menor número posible de arrepentimientos»[21].
Convertir la mente
Las múltiples «estrellas» de referencia identificadas por la psicología positiva están unidas por un cambio radical de perspectiva respecto a los criterios de evaluación que provienen de la espontaneidad o el sentido común. Muchos creen, por ejemplo, que ocuparse de quienes están mal podría deprimir o quitar las ganas de vivir (¡cada uno ya tiene suficientes problemas que atender!). Por el contrario, el descubrimiento de sentirse importante para alguien es motivo de una alegría y felicidad de vivir que nada más parece ser capaz de proporcionar: «El compromiso social a largo plazo es una ventaja para uno mismo. Se puede comprobar que la depresión y el malestar se manifiestan con menor frecuencia y que se obtiene mayor satisfacción al actuar por el bien común que al dedicarse a actividades placenteras en solitario». Además, y mucho más importante, desaparece ese sentido de vacío que acompaña las formas más extremas de individualismo»[22].
«Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Esta enseñanza, en gran parte ignorada, captura la verdadera esencia de la felicidad: esta florece de manera inesperada cuando uno se dedica a hacer felices a los demás. Las cosas más importantes llegan de manera gratuita y se pueden reconocer cuando uno deja de preocuparse por sí mismo.
Kierkegaard observaba que la puerta que conduce a la felicidad se abre hacia afuera: quien la tira hacia sí la bloquea irremediablemente[23]. Esta es una imagen elocuente de las «distorsiones cognitivas» y de las falsas expectativas sobre la vida. La plenitud de vivir se alcanza cuando no se busca directamente: cuando, en otras palabras, se deja de estar centrado en uno mismo y en los propios problemas para volverse hacia los demás, con generosidad.
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Cf. G. Cucci, La forza dalla debolezza. Aspetti psicologici della vita spirituale, Roma, AdP, 20224, 179-186; 201-210. ↑
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D. T. Campbell, «On the conflicts between biological and social evolution and between psychology and moral tradition», en American Psychologist 30 (1975) 1104. ↑
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I. D. Yalom, Momma and the meaning of life. Tales of Psychotherapy, New York, Basic Books, 1999, 22. ↑
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A. Godin, Psicologia delle esperienze religiose. Il desiderio e la realtà, Brescia, Queriniana, 1993, 84. Cf. A. H. Maslow, Toward a Psychology of Being, Princeton, Van Nostrand, 1962, 67-96. ↑
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Cf. A. T. Waterman, «The relevance of Aristotle’s Conception of Eudaimonia for the Psychological Study of Happiness», en Theoretical & Philosophical Psychology 17 (1990/1) 39-44; Id. (ed.), The best within us: Positive psychology perspectives on eudaimonia, Washington, American Psychological Association, 2013. ↑
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Cf. N. Park – Ch. Peterson – M. E. P. Seligman, «Strengths of character and well–being», in Journal of Social and Clinical Psychology 23 (2004/5) 603- 619; Ch. Peterson – M. E. P. Seligman, Character strengths and virtues: A handbook and classification, Washington, American Psychological Association, 2004. ↑
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Cf. I. Boniwell, La scienza della felicità. Introduzione alla psicologia positiva, Bolonia, il Mulino, 2016, 123; M. Seligman, Authentic Happiness: Using the New Positive Psychology to Realize Your Potential for Lasting Fulfillment, New York, The Free Press, 2002, 188. ↑
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Cf. R. Layard, Felicità. La nuova scienza del benessere comune, Milán, Rizzoli, 2005, 84. ↑
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Cf. http://adultdevelopment.wix.com/harvardstudy/; R. J. Waldinger – M. S. Schulz, «What’s love got to do with it? Social functioning, perceived health, and daily happiness in married octogenarians», en Psychol Aging, 25 de junio de 2010, 422–431. ↑
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Cf. «Effect on loneliness on local communities», en https://researchbriefings.files.parliament.uk/documents/CDP-2017-0221/CDP-2017-0221.pdf/; S. Turkle, Insieme ma soli. Perché ci aspettiamo sempre più dalla tecnologia e sempre meno dagli altri, Turín, Einaudi, 2019; M. Spitzer, Connessi e isolati. Un’epidemia silenziosa, Milán, Corbaccio, 2018. ↑
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R. J. Waldinger – M. S. Schulz, «What’s Love Got To Do With It?», cit., 427. ↑
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H. Nouwen, Sentirsi amati. La vita spirituale in un mondo secolare, Brescia, Queriniana, 1993, 72 s. ↑
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H. Murakami, L’arte di correre, Turín, Einaudi, 2009, 4. ↑
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J. Retzbach, «Il senso della vita», en Mind, n. 164, 2018, 31. ↑
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Cf. J. L. Freedman, Happy people: What happiness is, who has it, and why, New York, Harcourt Brace Jovanovich, 1978. ↑
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R. D. Putnam, Capitale sociale e individualismo. Crisi e rinascita della cultura civica in America, Bolonia, il Mulino, 2004, 345. Cf. G. Cucci, «Il capitale sociale. Una risorsa indispensabile per la qualità della vita», en Civ. Catt. 2019 I 417-430. ↑
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R. Waldinger, «What makes a good life? Lessons from the longest study on happiness», en https://www.ted.com/talks/robert_waldinger_what_makes_a_good_life_lessons_from_the_longest_study_on_happiness?subtitle=en ↑
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Cf. M. Seligman, Imparare l’ottimismo. Come cambiare la vita cambiando il pensiero, Firenze, Giunti, 2013, 374 s. ↑
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M. Twain, Lettera a Clara Spaulding, 20 de agosto de 1886. ↑
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I. D. Yalom, Diventare se stessi, Vicenza, Neri Pozza, 2018, 213 s. Las cursivas son nuestras. ↑
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M. Seligman, Imparare l’ottimismo, cit., 375 s. ↑
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Cf. S. Kierkegaard, Aut-Aut, en Id., Opere, Florencia, Sansoni, 1972, 10. ↑
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