El mensaje cristiano se resume en una palabra: «Evangelio», la Buena Nueva. Y este único Evangelio se desarrolla ampliamente en cuatro Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. ¿No debería ser más que suficiente para los cristianos? Sin embargo, en el Nuevo Testamento, la parte de la Biblia cristiana relativa al mensaje evangélico, se encuentran numerosas cartas. Además de la gran colección bajo el nombre de Pablo (13 cartas), hay tres atribuidas a Juan; luego dos atribuidas a Pedro, una a Santiago y otra a Judas; y por último un escrito muy difícil de clasificar, la carta a los Hebreos, que no es una carta ni está dirigida específicamente a los judíos, pero que cerró el ciclo paulino en el siglo II.
El Evangelio debería bastar, y sin embargo hay cartas, una manera de hablar en la que el escritor aparece en primer plano. Es ciertamente un hombre habitado por el Espíritu, sin duda un apóstol, pero también un hombre con temperamento, preocupaciones y amigos. La primera paradoja que cabe señalar es que algunas cartas se escribieron sin duda antes que los Evangelios y constituyen los primeros escritos cristianos. Se trata de siete cartas paulinas, que la tradición crítica considera de puño y letra de Pablo de Tarso (Romanos, Gálatas, Filipenses, 1 y 2 Corintios, 1 Tesalonicenses y Filemón). Se observa aquí un sorprendente paralelismo con el Antiguo Testamento, la Biblia hebrea: también en ese caso los textos encontrados en primer lugar en el libro no fueron los primeros en escribirse. En ese caso uno podría esperar encontrar sólo la Ley de Moisés, y en su lugar se encuentra con historias, canciones, proverbios, etc. Evidentemente, aunque el Evangelio debería haber sido suficiente, las primeras comunidades cristianas reconocieron muy pronto que la palabra de Dios se manifestaba también cuando hablaban algunos de sus líderes.
Un Evangelio, pero muchos intérpretes
En efecto, lo primero es precisamente el Evangelio, en el sentido de noticia, de anuncio que no puede reducirse a un libro. Tanto las cartas como los cuatro Evangelios se refieren al único Evangelio: en Jesús de Nazaret, el Mesías crucificado, está en juego el plan mismo de Dios para Israel y para el mundo. Por eso, en el Nuevo Testamento no encontramos la vida de Jesús relatada por los apóstoles, sino la de los discípulos de la tercera generación, mientras que tenemos un gran número de cartas de un tal Pablo, un hombre que no había conocido a Jesús «según la carne» (2 Cor 5,16). Pablo de Tarso tuvo la osadía de escribir primero, él que no era uno de los Doce, uno de los apóstoles elegidos por Jesús, y que, además, había sido un feroz perseguidor del movimiento cristiano en sus orígenes, razón por la cual apenas fue aceptado por muchos de los primeros cristianos.
Para comprender la diversidad de sus cartas, y de los nombres con los que fueron colocadas, hay que recordar que los primeros cristianos estaban repartidos en un amplio abanico de comunidades diferenciadas. Para simplificar – y es una distinción que podría discutirse –, es posible identificar al menos cuatro grandes «familias»: los jacobitas (que reivindicaban ser de Santiago, «el hermano del Señor»); los petrinos (que decían ser de Simón Pedro); los paulinos (que decían ser de Pablo); y los juanistas (que decían ser de un tal Juan, al que hoy tendemos a distinguir del galileo Juan, hijo de Zebedeo)[1]. El privilegio único de Pablo, que fue el primero en escribir un mensaje basado en una palabra libre, ligera como el viento, permanecerá en la historia. ¿En calidad de qué? Él se cree llamado directamente por Jesús resucitado y llega a decir: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, nuestro Señor?» (1 Cor 9,1), y afirma que no tiene menos carisma que los demás: «Yo creo que también tengo el Espíritu de Dios» (1 Cor 7,40b).
En esta sorprendente paradoja – sobre la que Joseph Ratzinger ha reflexionado en su segundo volumen sobre Jesús[2] –, el extraño mensaje de esos judíos mesiánicos que son los primeros cristianos encontró sus primeras palabras griegas a través de un cristiano que no había conocido a Jesús según la carne y que no había sido uno de los Doce. Todo el mundo está de acuerdo en que Pablo fue el primero en escribir cartas; después de él, otros miembros de otras «familias» cristianas empezaron a imitarle. Al escribir él mismo, Pablo permitió implícitamente que otros escribieran a su vez, abriendo así el período de la revelación cristiana no sólo a los apóstoles, sino también a los que vendrían después. De hecho, ningún apóstol de Jesús escribió personalmente, pero sí lo hicieron sus compañeros y colaboradores: Pablo es, pues, emblemático del grupo que permitió la transmisión de la fe de este grupo de judíos ardientes.
Los hombres de ese grupo de la segunda generación cristiana escribieron entre los años 49 (fecha que se suele fijar para el primer escrito cristiano, la primera carta a los Tesalonicenses) y 115 (fecha en la que se cree que se escribió la segunda carta de Pedro). Pablo es, pues, como un eslabón entre los cristianos de hoy y los apóstoles; como éstos, en efecto, es un apóstol, y nunca cejará en este punto: «se me apareció también a mí [Cristo resucitado], que soy como el fruto de un aborto» (1 Cor 15,8). Sin embargo, al igual que los cristianos de los siglos siguientes hasta nuestros días, Pablo no conoció a Cristo según la carne y debe apoyarse en la transmisión oral de los primeros discípulos, por ejemplo sobre la Eucaristía o la resurrección de Jesús: «Les he transmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí» (1 Cor 15,3).
¿Es necesario recordar que las grandes cuestiones de la teología cristiana de los siglos siguientes encontraron en la lengua de Pablo sus mayores lugares de expresión y controversia? Una frase del autor de la segunda carta de Pedro nos muestra que los acalorados debates que surgieron sobre el significado de ciertas fórmulas paulinas no se remontan ciertamente a la Reforma: «Como les ha escrito nuestro hermano Pablo, conforme a la sabiduría que le ha sido dada, y lo repite en todas las cartas donde trata este tema. En ellas hay pasajes difíciles de entender, que algunas personas ignorantes e inestables interpretan torcidamente –como, por otra parte, lo hacen con el resto de la Escritura– para su propia perdición» (2 Pe 3,15-16).
Es imposible comprender el desarrollo histórico del cristianismo sin tener en cuenta el pensamiento de Pablo tal como se expresa, por una parte, en las cartas de su puño y letra y, por otra, en las de sus colaboradores que recogieron su legado (Efesios, Colosenses, las dos cartas a Timoteo, la carta a Tito y la segunda carta a los Tesalonicenses). Según muchos historiadores, los pensadores que más influyeron en el pensamiento teológico cristiano son dos intérpretes de Pablo: Agustín de Hipona y Martín Lutero[3]. Si Efesios y Colosenses son las cartas paulinas más citadas en la época patrística y, en general, durante el primer milenio de la era cristiana, Romanos y Gálatas han estado en el centro de los debates teológicos entre protestantes y católicos durante los últimos cinco siglos.
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Discutir los problemas concretos de las comunidades
Pero, aparte de dar testimonio del Evangelio, ¿de qué tratan estas cartas? Casi nunca tratan de la vida de Jesús de Nazaret, sino que más bien reflejan las enseñanzas de los maestros cristianos del siglo I. ¿Cómo distinguirse de las comunidades judías y de sus reglas cultuales tan arraigadas y tan atractivas para los conversos paganos, que a menudo procedían de círculos proselitistas y habían frecuentado durante mucho tiempo las sinagogas? ¿Cómo podían seguir participando en la vida ordinaria de las ciudades griegas caracterizadas por el paganismo? ¿Se podía comprar la carne de los sacrificios que se vendía en las carnicerías anexas a los templos paganos? ¿Qué normas seguir para el repudio, si uno de los cónyuges rechaza la conversión del otro (cf. 1 Cor 7,12-16)? ¿Cómo remunerar a los predicadores itinerantes? Todas las cuestiones concretas que agitaban a las comunidades se abordan en estas cartas, que nos permiten así vislumbrar la sociología del cristianismo primitivo.
Por supuesto, según las cartas, es decir, según la «familia» cristiana encontrada, los acentos son diferentes, las respuestas no siempre totalmente armoniosas entre sí. La lectura continuada de estas cartas permite experimentar las diferencias no sólo de estilo, sino también de teología entre las distintas comunidades cristianas. También es posible, e incluso probable, que algunos círculos estén infrarrepresentados, ya que no todos escribieron en la misma medida. Está claro, por ejemplo, que la corriente paulina, muy probablemente minoritaria hasta el año 70 y violentamente contestada (como atestiguan algunos pasajes de la carta a los Gálatas o de la carta a los Romanos), acabó por estar sobrerrepresentada en el Nuevo Testamento. De hecho, los escritos de esta corriente constituyen aproximadamente la mitad de todo el Nuevo Testamento[4]: a las cartas del corpus paulino hay que añadir la obra de Lucas (el Evangelio y los Hechos, es decir, una cuarta parte del Nuevo Testamento), que está escrita desde una perspectiva paulina. También podría pensarse que uno de los principales objetivos de Lucas es defender la memoria de Pablo, a quien sitúa en fuerte continuidad con Pedro.
Pablo y el misterio de la carta a los Romanos
Es sin duda en los cuestionamientos que sufrió Pablo en vida donde se puede encontrar una pista sobre el misterio de la carta a los Romanos. En efecto, Pablo escribió a comunidades que había fundado personalmente en Asia Menor y Grecia. Excepcionalmente, hay una nota dirigida a un individuo de esas mismas regiones, Filemón. Y en la carta a los Romanos, Pablo explica que no quiso inmiscuirse en las regiones evangelizadas por otros apóstoles: «Me propuse no predicar la Buena Noticia allí donde el nombre de Cristo ya había sido invocado, para no edificar sobre un fundamento puesto por otros» (Rom 15,20). Surge, entonces, necesariamente la pregunta: ¿por qué Pablo escribe a los cristianos de Roma, a pesar de no haber fundado tal comunidad?
En la carta, Pablo explica que le gustaría quedarse unos días en Roma antes de proseguir su viaje a España, el Far West de las tierras habitadas del Imperio Romano. Pero escribir 16 capítulos – la exposición más larga de la suma de sus convicciones teológicas – sólo para beneficiarse de un punto de apoyo durante un breve pasaje parece desproporcionado. El asombro aumenta cuando Pablo declara que tiene intención de ir a Jerusalén para hacer la colecta en favor de los cristianos de esa ciudad: una colecta que lleva organizando varios años (cf. 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8; Rm 15,25-28). Por ello, algunos exégetas han avanzado la hipótesis de que la carta a los Romanos es, en cierto modo, el testamento teológico de Pablo, en el que pone por escrito todas sus ideas[5]. Antes de arriesgar su vida en Jerusalén, quiere ser juzgado no por rumores, sino por la sustancia. Esta carta sería entonces, en cierto modo, la embajada escrita que Pablo envía por delante de sí mismo, para que también sea leída en Jerusalén y algunos de sus críticos revisen su juicio sobre él.
La comunidad de Roma tiene la especificidad de que, al parecer, no fue fundada por ningún apóstol en particular, aunque es muy antigua. Los historiadores especulan con que algunos cristianos llegaron allí muy pronto, después de la resurrección de Jesús, como esclavos, libertos o comerciantes, y que los cristianos de allí precedieron de algún modo a los apóstoles. En cualquier caso, en Rom 16,7 Pablo saluda a Andrónico y Junia, que eran cristianos antes que él. Evidentemente, pueden haber sido bautizados en Asia antes de ir a Roma, pero en cualquier caso se pueden encontrar algunos cristianos de la primera generación en Roma. Capital del imperio y centro de las comunicaciones, Roma es el destino ideal para que una carta circule muy rápida y ampliamente, sobre todo si Pablo escribe en otoño, antes del tradicional «cierre del Mediterráneo» a la navegación comercial ordinaria y cuando entre Roma y Alejandría sólo circulan barcos y convoyes de correo imperial. Así pues, su carta podría haber llegado a Jerusalén en primavera. Esta hipótesis explicaría por qué la carta a los Romanos es, en cierto sentido, el testamento teológico y espiritual de Pablo. En efecto, en ella se ofrece la exposición más completa de su Evangelio, de su enseñanza.
Pablo sabe que es muy criticado y que muchas voces le acusan. Se le juzga moralmente laxo, y Rom 3,8 alude claramente a ello: «¿Debemos hacer el mal para que resulte el bien, como algunos calumniadores nos hacen decir? ¡Estos sí merecen ser condenados!». El motivo principal es declarar su amor a su pueblo y comunicar que una revelación divina le hizo anticipar la salvación de «todo Israel» (cf. Rom 9-11). Pablo no quiere que los rumores determinen su acogida en Jerusalén, o más bien quiere hacer todo lo posible por apaciguar lo que considera calumnias.
Otro factor explica – y justifica – que Pablo escriba a los romanos: conoce a muchos de esa comunidad. Cuando, en el año 49, el emperador Claudio había expulsado de Roma a los dirigentes judíos que se habían hecho cristianos (y ciertamente a algunos de sus adversarios judíos en las sinagogas)[6], algunos de esos cristianos expulsados se habían encontrado en Grecia, en particular en Corinto, donde Pablo se reuniría con ellos, como relata Lucas en Hechos 18. Por ello entabló amistad con una pareja de misioneros formada por Prisca y Aquila. A la muerte de Claudio y tras el advenimiento de Nerón, algunos de los expulsados habían regresado sin duda a Roma; y es a estos cristianos conocidos en Asia a quienes Pablo puede saludar al final de su carta a los Romanos.
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Aunque atravesadas por corrientes y teologías diferentes, las comunidades cristianas estaban también animadas por un fuerte deseo de comunión mutua y de solidaridad concreta entre ellas, sin olvidar el poderoso fermento de unión constituido por los sacramentos fundamentales del bautismo y la eucaristía que tenían en común. Las cartas dan testimonio tanto de su diversidad como de su comunión. El último viaje de Pablo a Jerusalén y la carta que escribió a los romanos dan testimonio de su ardiente deseo de que sus comunidades helenísticas, de mayoría pagano-cristiana, estuvieran en verdadera comunión con las «iglesias madres» de Judea, que en su mayoría eran de origen judío.
Pablo dudó durante mucho tiempo antes de hacer este viaje a Jerusalén. Conoce los riesgos que entraña. Además, al principio, no piensa hacerlo personalmente, sino enviar mensajeros: «Una vez allí, enviaré a los que ustedes hayan elegido, para que lleven a Jerusalén esas donaciones con una carta de recomendación. Si conviene que yo también vaya, ellos viajarán conmigo» (1 Cor 16,3-4). Pero lo que está en juego es de capital importancia. Desde hacía algunos años, Pablo recogía dinero para «los santos que están en Jerusalén». A los gálatas les había dicho que era una promesa hecha durante su paso por Jerusalén: «Solamente nos recomendaron que nos acordáramos de los pobres, lo que siempre he tratado de hacer» (Gal 2,10).
Para Pablo, la colecta era un signo de la profunda comunión entre las Iglesias pagano-cristianas de Asia Menor y Grecia con la de Jerusalén. Para él, la comunión espiritual no puede separarse de la comunión material, y los intercambios financieros forman parte de la naturaleza de la Iglesia. La universalidad de la Iglesia se traduce en el reparto de bienes: Jesús murió por todos. No es posible recordar a Cristo sin acordarse de los pobres, de los santos que están en Jerusalén, de los cristianos que viven en comunidades menos ricas que en Corinto o Tesalónica. Y por muy pobre que uno sea, en cualquier caso debe ser generoso. Pues Pablo escribe a los Corintios: «En cuanto a la colecta en beneficio de los santos de Jerusalén, sigan las mismas instrucciones que di a las Iglesias de Galacia. El primer día de la semana, cada uno de ustedes guarde en su casa lo que haya podido ahorrar, para que las donaciones no se recojan solamente a mi llegada» (1 Cor 16,1-2).
Pablo fundamenta esta colecta en el hecho de que las comunidades paulinas se han beneficiado de la fe y participan de las promesas de Israel: por ello deben estar agradecidas. Así, toda la teología que Pablo expone en la carta a los Romanos tiene su correspondencia en el intercambio de bienes materiales. Será esta misión demostrar, con una buena suma de dinero, que los cristianos de origen pagano están en plena comunión con los de origen judío. Pablo está orgulloso de esta iniciativa. La colecta es la garantía financiera de su ambición religiosa y comunitaria: los paganocristianos son cristianos de pleno derecho, y no cristianos de segunda clase[7]. Todos participan del mismo Cristo en el que fueron bautizados. Todos están asociados a las mismas promesas, al haber recibido el mismo Espíritu.
Desde finales del siglo I, las cartas de Pablo, al igual que las de Pedro y Santiago, se leían en todas las iglesias. No sabemos si históricamente la colección de Pablo fue aceptada, pero sin duda el mensaje que transmitía tuvo éxito. Lucas prefirió no mencionarlo, para subrayar que fue el Espíritu quien impulsó a Pablo a ir a Jerusalén. Lucas va directamente a la razón espiritual de ese viaje y subraya la correspondencia entre la subida de Jesús a Jerusalén, para dar su vida por Israel y la multitud, y la de Pablo, que también sube para dar su vida por la comunión de todos los cristianos.
Las cartas: un hecho teológico
El hecho de que algunos cristianos pudieran tomar la palabra en su propio nombre para discutir cuestiones concretas de sus comunidades y que lo que dijeran fuera muy pronto considerado como inspirado por Dios no es, evidentemente, insignificante: es un hecho de una importancia teológica capital. Algunos hombres escribieron espontánea y rigurosamente para compartir sus convicciones, y fueron precisamente estas expresiones las que se juzgaron dignas de pertenecer al Nuevo Testamento, a la revelación de Dios. Así, este hecho es en cierto modo una prolongación de la mayor lógica del cristianismo, la de la encarnación. Dios puede comunicarse en un hombre y a través de palabras humanas. La naturaleza variada de los textos del Nuevo Testamento es una especie de contrapartida literaria de una convicción teológica, a saber, que Dios habla a través de los hombres, y el Espíritu Santo sigue actuando en las palabras de los primeros apóstoles y sus sucesores. Un exégeta ha señalado que, bien mirado, es toda la Biblia la que refleja una estructura dialógica, como un intercambio continuo entre Dios y los hombres[8]. Dios actúa, de alguna manera toma la palabra, y luego el hombre responde, a su vez habla, y esta palabra se reconoce como procedente también de Dios. Uno de los criterios para la canonicidad de los escritos era que pudieran leerse en la liturgia[9].
Conclusiones
Cuando Dios toma la palabra, se hace carne en un hombre que no ha escrito nada y hace que otros hombres tomen la palabra: palabras humanas y palabras divinas son inseparables. Las cartas del Nuevo Testamento son un testimonio insustituible de la increíble libertad concedida por el Espíritu de Dios: son un eco precioso de las alegrías y las esperanzas, los sufrimientos y los dramas de un grupo de hombres del siglo I, sin los cuales nuestro mundo no sería lo que es. Leer estas cartas es entrar en la intimidad de aquellas minúsculas comunidades que a veces se alojaban en casa de algún notable (Febe, Erasto, etc.), estaban expuestas a la hostilidad de su entorno, y a menudo de sus propias familias, celebraban un sobrio culto doméstico y vivían una fuerte solidaridad.
Por supuesto, había entre ellos muchos esclavos e incultos. Pero también había un fariseo de Tarso (la información sobre sus orígenes la proporciona Lucas en Hch 9,11), un hombre formado en lo mejor de la retórica griega y la sabiduría hermenéutica de los judíos, hijo de la tribu de Benjamín, ciudadano romano. Fue con este «instrumento elegido», este maravilloso «vaso escogido» (Hch 9,15), que la palabra del evangelio cobró vida con todo su poder. Pablo fue el primero en escribir cartas, y esta iniciativa fue imitada por algunos cristianos de las demás Iglesias. Gracias a ellos, la forma en que el mensaje de Jesús pudo ser comprendido y puesto en práctica por las primeras generaciones cristianas se hizo, por así decirlo, tangible. Desde entonces será imposible separar los Evangelios de las cartas que los desarrollan. Una lección para meditar siempre.
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Los eruditos creen que la tradición joánica tiene su origen en un discípulo primitivo, un tal «Juan el Viejo (o el presbítero)», que vivía en Jerusalén, no en Galilea, y estaba próximo a los círculos sacerdotales. ↑
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Cf. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret. Segunda parte. Biblioteca de Autores Cristianos, 2024, en particular el capítulo 8, dedicado a la resurrección. ↑
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Para una demostración suscinta y brillante de esta tesis, véase E. Przywara, Agostino inForma l’Occidente, Milán, Jaca Book, 2007 ↑
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Y aún más, si con muchos exégetas recientes se considera el Evangelio de Marcos como fuertemente paulino. ↑
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Cf. G. Bornkamm, «The Letter to the Romans as Paul’s Last Will and Testament», en K. P. Donfried (ed.), The Romans Debate, Edinburgh, T. & T. Clark, 1991, 16-28. ↑
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Este decreto de expulsión, mencionado por el historiador romano Suetonio, está fechado en 41 o 49, el año actualmente preferido por los eruditos. ↑
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Cf. las incisivas páginas del pensador judío J. Taubes, La théologie politique de Paul, París, Seuil, 1999, 38-40 ↑
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Cf. W. Vogels, «La structure symétrique de la Bible chrétienne», en J.-M. Auwers – J. H. de Jonge (edd.), The Biblical Canons, Leuven, Peeters, 2003, 295-304. ↑
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Cf. B. Sesboüé, «Essai de théologie systématique sur le canon des Écritures», en AA.VV., Le canon des Écritures, París, Cerf, 1990, 523-539. ↑
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