Introducción
La Iglesia se encuentra en un momento importante de su historia, marcado por el camino sinodal. El Concilio Vaticano II, en particular la Constitución dogmática Lumen gentium (LG), describe a la Iglesia como una comunidad de creyentes unidos en la fe y en la misión comunes, mística y espiritualmente constituida como el cuerpo de Cristo mediante el don del Espíritu (cf. LG 7). De este modo, se supera un modelo institucional predominantemente estático para delinear una comunidad dinámica y participativa en la que todos los miembros, laicos, religiosos y clero, comparten la responsabilidad de la misión.
El Papa Francisco ha promovido esta transformación desde que asumió el papel de sucesor de Pedro, exhortando a la Iglesia a escuchar más atentamente a sus miembros y a su sensus fidei, y a comprometerse en el discernimiento comunitario. En esta visión, los principios de subsidiariedad y sinodalidad desempeñan un papel fundamental. Mientras que la sinodalidad promueve el diálogo y el proceso de toma de decisiones colectivas, la subsidiariedad asegura que las decisiones se tomen al nivel más local posible, respetando así la autonomía de las comunidades sin comprometer la unidad.
Este artículo busca ofrecer una perspectiva sobre la transformación en curso, explorando primero brevemente el contexto histórico-eclesiológico, los desafíos y los avances potenciales que resaltan la necesidad de una Iglesia sinodal. Luego profundiza en el significado de dos conceptos teológicos – sensus fidei y discernimiento de los espíritus –, que están al servicio de esta nueva visión de la Iglesia. Finalmente, reflexiona sobre la contribución que el principio de subsidiariedad puede aportar a la mejora de una Iglesia sinodal.
El camino eclesiológico de la Iglesia
Hasta el Concilio Vaticano II, la teología católica utilizaba diferentes modelos[1] para conceptualizar a la Iglesia, y cada uno de ellos reflejaba distintas dimensiones de la eclesiología, poniendo el acento en varios aspectos de la naturaleza y la misión de la Iglesia. El modelo dominante en la teología católica era el de una entidad institucional-jerárquica. Esta perspectiva destacaba su estructura y gobierno, con una clara jerarquía guiada por el Papa, quien, como sucesor de Pedro, ejercía el primado y la jurisdicción sobre toda la Iglesia. Este modelo, especialmente en los manuales españoles (por ejemplo, De Ecclesia Christi de Joachim Salaverri), insistía en las «notas» de la Iglesia – una, santa, católica y apostólica – como prueba de que la Iglesia católica romana es la verdadera Iglesia de Jesucristo[2].
Como corolario de este modelo jerárquico, la Iglesia se presentaba al mundo como una «sociedad perfecta» (societas perfecta), afirmando su completitud e independencia respecto a las autoridades seculares[3]. Esta tipificación, basada en analogías políticas, la representaba como una sociedad visible, similar a las entidades civiles. Encontramos esta visión en teólogos como Roberto Belarmino, quien describía a la Iglesia como una sociedad visible, al igual que cualquier comunidad política[4]. Sin olvidar las exigencias y el contexto histórico-político de aquella época, se puede observar que esta manera de percibir la naturaleza de la Iglesia privilegiaba los aspectos externos y jerárquicos en detrimento de las dimensiones teológicas y espirituales.
Con la publicación de la encíclica Mystici Corporis Christi (1943) de Pío XII, se destacó a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Este modelo pretendía compendiar los aspectos espirituales y comunitarios de la Iglesia, resaltando su unión mística con Cristo. A pesar de esta nueva orientación, Pío XII sostenía que el cuerpo místico de la Iglesia tenía elementos visibles, y que el papa y los obispos eran sus miembros principales. Los laicos eran vistos como participantes en la difusión del reino de Dios, aunque ocupaban posiciones inferiores en la jerarquía eclesiástica.
El Concilio Vaticano II, al pasar de una visión estática y jurídica de la Iglesia a una concepción más dinámica e inclusiva, marcó un desarrollo significativo en la eclesiología. Los documentos de ese Concilio, en particular Lumen gentium y Gaudium et spes (GS), presentaron a la Iglesia como un misterio arraigado en la Trinidad y como un pueblo de Dios peregrino, trascendiendo las expresiones institucionales. Este cambio de perspectiva tenía como objetivo superar la eclesiología excesivamente jerárquica anterior al Vaticano II, poniendo en plena luz la participación activa de todo el pueblo de Dios (laicos, religiosos y clero) en la misión de la Iglesia.
El Papa Francisco se basa en esta eclesiología y promueve una visión de la Iglesia misionera y centrada en las personas. Él subraya que la Iglesia es una realidad teológica arraigada en la iniciativa de Dios, no una mera entidad sociológica. Esta perspectiva se alinea con la tradición bíblica del qahal YHWH, la asamblea convocada y reunida por Dios. La Iglesia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se representa como una comunidad de creyentes en misión, que avanza continuamente bajo la guía de Dios[5].
La eclesiología del Papa Francisco está profundamente influenciada por la «teología del pueblo», surgida en Argentina como alternativa a la radical teología de la liberación latinoamericana[6]. Esta teología resalta las dimensiones culturales y espirituales de la fe del pueblo, enfocándose en el ethos y la devoción, que son su patrimonio común. Su eclesiología se centra en el pueblo, pero no descarta en absoluto la herencia y las tradiciones de la Iglesia, cuya imagen, para el Papa Francisco, se perfila como un pueblo de Dios compuesto no por miembros pasivos, sino por protagonistas activos de su propia historia, guiados por el Espíritu Santo. Esta Iglesia peregrina es dinámica, en continuo movimiento hacia su meta escatológica. El Papa la describe como una comunidad misionera llamada a salir y evangelizar, superando las trampas de la autorreferencialidad y del clericalismo. Para él, una Iglesia cerrada en sí misma y en el pasado, atenta solo a minuciosas reglas de comportamiento y actitud, traiciona su propia identidad.
Con la intención de enriquecer la noción de Iglesia como pueblo de Dios, el Papa Francisco ha vinculado posteriormente otros dos conceptos: los del sensus fidelium y la sinodalidad, ambos centrados en una Iglesia discerniente que está abierta al impulso del Espíritu. Antes de adentrarnos en la eclesiología del discernimiento, observemos brevemente estas dos importantes nociones y cómo influyen en el discernimiento de los espíritus con vistas a una eclesiología relevante para el mundo actual.
«Sensus fidelium»
El concepto de sensus fidei tiene profundas raíces en la tradición de la Iglesia católica y se refiere a la idea de que los fieles no pueden equivocarse en cuestiones de fe. Este principio fue reforzado por los textos del Concilio Vaticano II, en los que se afirma que los fieles, guiados por el Espíritu Santo y bajo la dirección del Magisterio, poseen un instinto espiritual que les permite percibir y adherirse a la verdad de la tradición apostólica. Este instinto espiritual no es un don reservado a unos pocos elegidos, sino que se otorga a todos los bautizados y les permite discernir y rechazar los errores contrarios a la fe.
El sensus fidei puede entenderse en dos dimensiones: sensus fidei fidelis (el instinto sobrenatural del individuo) y sensus fidei fidelium (el discernimiento colectivo de la comunidad). Estos conceptos están interconectados con el sensus fidelium (el instinto de los fieles) y el consensus fidelium (la convergencia de los fieles)[7]. El Concilio Vaticano II afirma que este don de la gracia es una cualidad intrínseca de todos los creyentes, que facilita un discernimiento colectivo y sin error en cuestiones de fe (cf. LG 12).
Históricamente, después del Concilio Vaticano II, el Magisterio ha abordado con cautela el sensus fidei, diferenciándolo de la opinión pública y garantizando su autenticidad mediante la supervisión pastoral. Esta vigilancia tenía como objetivo prevenir la interpretación errónea del sensus fidei como mero consenso sociológico o estadístico.
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El Papa Francisco se basa en lo propuesto por el Vaticano II en LG 12. Además, subraya la importancia de considerar el sensus fidei en la misión de la Iglesia. Coloca el sensus fidei no simplemente como un concepto teológico, sino como una componente práctica de la misión evangelizadora. En Evangelii gaudium (EG), especifica su naturaleza y propósito: «Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión» (EG 119).
En pocas palabras, el enfoque del Papa Francisco está en línea con la visión del Concilio, pero la amplía, integrándola en la misión evangelizadora de la Iglesia. Él subraya que el sensus fidei es crucial para la evangelización, destacando que todos los bautizados participan activamente en la misión de la Iglesia. Insiste en que la evangelización no es solo responsabilidad de los ministros ordenados, sino una misión compartida por todos los fieles. Esta inclusividad asegura que cada miembro, guiado por el Espíritu Santo, contribuya a los esfuerzos evangelizadores de toda la Iglesia.
Además, el Papa Francisco ha buscado hacer del sensus fidei una realidad eclesial en la práctica, especialmente a través del proceso sinodal. Ha destacado la importancia de escuchar a los fieles, como lo demuestra su iniciativa de recoger una amplia retroalimentación de los laicos antes de los Sínodos. Este enfoque refleja su compromiso de aprovechar la sabiduría colectiva de los fieles como un recurso vital para la misión de la Iglesia.
En resumen, la integración realizada por el Papa Francisco del sensus fidei en la misión evangelizadora de la Iglesia marca un desarrollo significativo en la eclesiología. Al subrayar la participación activa de todos los bautizados en la misión de la Iglesia y valorar el instinto de los fieles, él continúa la visión establecida por el Vaticano II. Se preocupa por destacar en todo momento la naturaleza dinámica y participativa de la fe, alentando una práctica responsable y comprometida entre todos los creyentes, lo que podría llevar a una eclesiología sinodal.
Una Iglesia sinodal
La sinodalidad, aunque no es una novedad en la tradición cristiana, ha emergido con el Papa Francisco como un término eclesiológico moderno para indicar la dimensión constitutiva de la Iglesia. Históricamente, se ha utilizado para describir las asambleas de la Iglesia en las que los obispos se reunían habitualmente para discutir cuestiones doctrinales, litúrgicas, canónicas y pastorales de las comunidades cristianas. Etimológicamente, la palabra «sínodo» denota la manera en que el pueblo de Dios «camina junto». El término griego synodos se traduce al latín como synodus o concilium, términos que significan ambos una asamblea convocada por la autoridad eclesiástica. La comprensión eclesiológica en evolución actualmente equipara dicho término con el hebreo qahal, una asamblea de Dios, sinónimo del griego ekklesia, la asamblea de la Iglesia[8].
El nuevo Código de Derecho Canónico de rito latino de 1983 hace una distinción, atribuyendo el término «concilio» a las asambleas particulares (plenarios o provinciales) o ecuménicas de la Iglesia, y el término «sínodo» a la reunión de los obispos y a una asamblea diocesana[9]. Aunque no se menciona explícitamente en el Concilio Vaticano II, podemos decir que la sinodalidad abarca los esfuerzos de renovación del Concilio, exaltando la misión común y la dignidad de todos los bautizados en la vida y misión de la Iglesia. Con el Papa Francisco, la sinodalidad ha pasado a ser un tema eclesial importante, pues él la considera una dimensión esencial que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio[10].
Hasta hace poco, en los círculos teológicos, el concepto de sinodalidad no se discutía en ninguno de los principales tratados eclesiológicos. Más bien, se hablaba de colegialidad. Aunque la colegialidad y la sinodalidad son conceptos relacionados, representan aspectos diferentes de cómo la Iglesia funciona y toma decisiones. Mientras que la colegialidad (cf. LG 22-23) se refiere a la responsabilidad compartida en la misión y autoridad universal de la Iglesia que ejercen los obispos colectivamente como sucesores de los apóstoles para gobernarla, la sinodalidad indica el involucramiento y la participación activa de todos los miembros – laicos, religiosos, clero y obispos – en la vida y misión de la Iglesia. En otras palabras, la sinodalidad es la encarnación de la idea del caminar juntos de todos los miembros de la Iglesia como pueblo de Dios. Por ello, el Papa Francisco apoya una Iglesia sinodal arraigada en el Evangelio, que podría dar nuevo impulso a los esfuerzos misioneros y ecuménicos. Esta perspectiva involucra a todos los miembros de la Iglesia como participantes activos en la evangelización y requiere unidad y relaciones recíprocas entre los cristianos.
El documento de la Comisión Teológica Internacional parece situar la colegialidad dentro del marco de la sinodalidad: «La colegialidad, por lo tanto, es la forma específica en que se manifiesta y se realiza la sinodalidad eclesial a través del ministerio de los Obispos en el nivel de la comunión entre las Iglesias particulares en una región y en el nivel de la comunión entre todas las Iglesias en la Iglesia universal»[11]. El documento continúa diciendo que una auténtica manifestación de la sinodalidad implica naturalmente el ejercicio del ministerio colegial del obispo. Si se sigue esta línea de razonamiento, como ciertamente es posible, existe el riesgo de que la sinodalidad pueda ser absorbida o confundida con la colegialidad. Al discutir las implicaciones de la colegialidad para la sinodalidad, Rafael Luciani señala que la primera se refiere a la naturaleza y la forma que pertenecen propiamente al episcopado, mientras que la sinodalidad es una característica constitutiva de toda la vida eclesial[12]. Aunque tanto la colegialidad como la sinodalidad tienen como objetivo el fortalecimiento de la unidad y la misión de la Iglesia, sería prudente aclarar sus respectivos roles y funciones, para que una no comprometa a la otra en lo que respecta a la misión eclesial.
El papa Francisco insta a la Iglesia a mirar más allá de la colegialidad y a acoger la participación de todos en su misión. Considera que la sinodalidad implica escuchar e incluir las voces de todos los miembros de la Iglesia, no solo de los obispos. Promueve el diálogo y la responsabilidad compartida a todos los niveles. La sinodalidad supone que todos los bautizados tienen el derecho y el deber de participar en los procesos de toma de decisiones que perfeccionan la misión de la Iglesia. Además, para el papa Francisco, la sinodalidad permite que cada miembro de la Iglesia se comprometa en el discernimiento de lo que el Espíritu de Dios desea para ella en el mundo de hoy. El trasfondo del Papa, profundamente influenciado por la espiritualidad de san Ignacio, moldea su comprensión del discernimiento. Por lo tanto, es útil explorar brevemente qué significa el discernimiento de los espíritus desde una perspectiva ignaciana.
Discernimiento de los espíritus
El discernimiento ignaciano es una contribución distintiva a la espiritualidad cristiana[13]. Tiene sus raíces en los Ejercicios Espirituales (EE) de san Ignacio de Loyola. No se trata simplemente de un manual de instrucciones, sino de una experiencia dinámica de compromiso profundo con Dios a través de una oración intensa ejercida durante un retiro ignaciano. En esta experiencia de diálogo dinámico con Dios, se le habla «como cuando un amigo habla al amigo» (EE 54). San Ignacio destacó la importancia de que Dios se comunique directamente con la persona que se compromete profundamente a buscar su voluntad.
La experiencia que cada individuo vive en los Ejercicios Espirituales es única, pero todos están invitados a participar en el reino de Dios en la tierra. Esta espiritualidad se abraza cuando se recita el Suscipe (cf. EE 234) y se elige adherirse con la propia vida al reino de Dios. El diálogo entre Dios y la persona es iniciado por Dios, que viene a nosotros en el amor a través de Jesucristo y establece el fundamento para nuestra relación con Él[14]. Esta iniciativa de Dios se vuelve muy clara en la meditación que conduce a la elección, especialmente en la primera modalidad de discernimiento: «cuando Dios nuestro Señor mueve y atrae la voluntad, que sin dubitar ni poder dubitar, la tal ánima devota sigue a lo que es mostrado; así como San Pablo y San Mateo lo hicieron en seguir a Cristo nuestro Señor» (EE 175)[15]. Esto es lo que cree el papa Francisco cuando afirma que la vida cristiana surge del principio fundamental de que Dios nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,19): «Porque Dios está primero, Dios siempre está primero, Dios primerea»[16], da el primer paso. San Ignacio luego subraya el primado de Dios en las «Reglas para discernir los espíritus»: «sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación a la ánima sin causa precedente; porque es propio del Creador entrar, salir, hacer moción en ella, trayéndola toda en amor de la su divina majestad. Digo sin causa, sin ningún previo sentimiento o conocimiento de algún objecto, por el cual venga la tal consolación mediante sus actos de entendimiento y voluntad» (EE 330).
El discernimiento, en la espiritualidad ignaciana, es un proceso que implica la búsqueda en oración para comprender la presencia y las acciones de Dios en la propia vida y responder a ellas. A diferencia del razonamiento humano, que a menudo se basa en el intelecto personal y en el análisis racional, el discernimiento se centra en los movimientos espirituales y en la guía divina. Aquí san Ignacio subraya la importancia de reconocer los estados o condiciones espirituales, como la «consolación» y la «desolación», en particular «cuando la consolación es sin causa» (EE 336). Este proceso de discernimiento implica la identificación de las experiencias espirituales y sus orígenes, distinguiéndolas de la evaluación de situaciones mediante análisis racionales o deducciones hechas por conveniencia personal o comunitaria. Se trata de estar abiertos a lo que el Espíritu Santo está comunicando, en lugar de tratar de alcanzar los resultados deseados mediante los propios esfuerzos.
Aquí Ignacio reconoce el papel de la Iglesia jerárquica en facilitar el proceso de discernimiento de la voluntad de Dios. En sus «Reglas para sentir con la Iglesia» afirma: «Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia» (EE 365).
Esta regla refleja la profunda confianza de Ignacio en la autoridad de la Iglesia y su convicción de que el Espíritu Santo guía tanto el discernimiento individual como las decisiones eclesiales. A diferencia de Erasmo, que elevaba el discernimiento de los espíritus de una cuestión privada a pública, y de Martín Lutero, que insistía en que todos los espíritus debían ser puestos a prueba por las Escrituras, Ignacio creía que no podía haber ningún conflicto entre la experiencia espiritual personal y la fe institucional, porque ambas fluyen del mismo Espíritu de Verdad. Ignacio sometió entonces sus percepciones personales al discernimiento público de la Iglesia, creyendo en la unidad del Espíritu entre el creyente individual (sensus fidei fidelis) y la comunidad de creyentes (sensus fidei fidelium), la Iglesia. Según Marjorie O. Boyle, san Ignacio veía en su absolución por parte de la Inquisición la prueba de que las experiencias que son objeto de un discernimiento correcto están en armonía con la Iglesia[17]. En otras palabras, para él, la Iglesia jerárquica tenía un papel importante, indispensable para orientar a los cristianos en el proceso de discernimiento y en la certeza de la fe.
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Iglesia sinodal y subsidiariedad
La reflexión que hemos hecho sobre algunos de los temas eclesiales actuales muestra cuán compleja es la realidad de la Iglesia y cuán necesario es que todos hagan su parte para realizar su pleno potencial. Cada individuo posee dones y talentos únicos que pueden ayudar a edificar la Iglesia. Como nos recuerda san Pablo, «tenemos dones diferentes según la gracia que nos ha sido dada» (Rm 12,6). Hoy en día, una Iglesia sinodal ofrece el modelo más eficaz para realizarse como una realidad plenamente participativa, que lleva adelante su misión de evangelización y promueve el crecimiento integral de todos.
Sin embargo, utilizar los dones que Dios ha dado a todos los creyentes para servir a la Iglesia sigue siendo un desafío. Si adherimos a la eclesiología tradicional, en la que las decisiones son tomadas exclusivamente por aquellos que ocupan cargos ministeriales, los fieles se convierten en destinatarios pasivos y no pueden ejercer la corresponsabilidad que Dios desea: no serán discípulos misioneros de Jesucristo. Por otro lado, si la sinodalidad se entiende como un proceso de toma de decisiones democrático y con un enfoque de «todo vale», resultará en el caos. En un escenario así, la motivación para actuar podría no derivar de la caridad cristiana, sino de un deseo insaciable de poder y estatus, lo que se traduciría en manipulación y envidia. Esto nos lo recuerda la parábola de los obreros enviados a la viña (cf. Mt 20,1-16). Es también esencial recordar que cualquier sistema socialmente organizado requiere un orden institucional-jerárquico: «A nivel de significado, el orden institucional representa un escudo contra el terror […]. El universo simbólico protege al individuo del terror supremo al conferir legitimación suprema a las estructuras protectoras del orden social»[18].
En toda sociedad religiosa sustentada en principios espirituales, una organización estructurada es esencial para su funcionamiento óptimo. En una Iglesia sinodal, el concepto de subsidiariedad es valioso, porque presupone un orden jerárquico y, al mismo tiempo, subraya el importante papel de cada persona para el buen funcionamiento del sistema.
La subsidiariedad es un principio de la doctrina social católica que enfatiza la importancia de abordar los asuntos en el nivel más pequeño y menos centralizado por parte de los individuos o entidades competentes. Etimológicamente, el término «subsidiariedad» proviene del latín subsidium, que significa «ayuda». Se refiere a una actitud de apoyo, promoción del bienestar y del desarrollo[19]. Fue Pío XI quien propuso por primera vez el concepto de subsidiariedad en su encíclica Quadragesimo anno de 1931. En su visión, una comunidad de orden superior no debería interferir en la vida interna de una comunidad de orden inferior ni apropiarse de sus funciones. En cambio, debería apoyar a la comunidad de orden inferior en momentos de necesidad y ayudarla a coordinar sus actividades con el resto de la sociedad, siempre teniendo en cuenta el bien común. Según el Papa, «sigue en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos»[20].
Por lo tanto, este principio exige abordar las cuestiones sociales y estructurales al nivel más inmediato posible, otorgando poder a las autoridades locales o comunidades antes de involucrar a las autoridades superiores. En esencia, el principio de subsidiariedad afirma que ninguna organización social debe asumir los deberes y funciones de las organizaciones más pequeñas, siempre que estas últimas sean capaces de cumplir con sus funciones necesarias; se fundamenta en la dignidad humana y protege la libertad inalienable, los derechos y las responsabilidades de los individuos. En otras palabras, la subsidiariedad respalda la autonomía de los individuos y de los grupos más pequeños, y al mismo tiempo afirma una estructura jerárquica sin una centralización excesiva[21].
Este principio ha generado un acalorado debate dentro de la Iglesia católica, especialmente desde mediados de los años ochenta, cuando personajes como los cardenales Ratzinger y Kasper discutieron su posible papel en el ámbito eclesial. El debate surgió a raíz de un informe del Sínodo de los Obispos de 1985, que planteaba la duda de si el principio de subsidiariedad, tal como se aplica en la sociedad secular, era o no adecuado para la estructura y el ministerio de la Iglesia[22]. En cualquier caso, en la historia reciente de la Iglesia, este principio ha encontrado reacciones contrastantes.
Los críticos de la subsidiariedad podrían argumentar que la Iglesia, como una entidad espiritual y social única, no debería ser gobernada por un principio derivado de la filosofía social en lugar de la teología. Para ellos, la aplicación de la subsidiariedad amenazaría la unidad de la Iglesia y podría conducir a la fragmentación. Afirman que la naturaleza divina de la Iglesia la distingue de las instituciones seculares y la exime de la necesidad de la subsidiariedad para mantener el orden y la cohesión.
Por otro lado, los defensores de la subsidiariedad podrían argumentar que esta forma parte de los principios teológicos y de las realidades sociales de la Iglesia. Aunque no es un principio teológico per se, refleja la misión y la naturaleza espiritual de la Iglesia desde una perspectiva encarnacional. En apoyo de su posición, recurren al documento del Concilio Vaticano II Lumen gentium, donde la Iglesia se describe como una compleja unión de elementos divinos y humanos. Esta doble naturaleza, sostienen, permite asumir la subsidiariedad sin comprometer el misterio divino de la Iglesia.
Aunque el debate sobre la aplicabilidad del principio de subsidiariedad a la estructura eclesial sigue vigente, históricamente la Iglesia ya ha mostrado cierta aceptación. Cabe recordar que fue Pío XI quien lo promovió sistemáticamente por primera vez en 1931. Sus sucesores Pío XII y Pablo VI continuaron apoyando esta idea, incorporándola en las líneas y reformas de la Iglesia, como en el Código de Derecho Canónico. Dado que la sinodalidad es un tema teológico en evolución dentro de la Iglesia católica, es importante seguir reflexionando y perfeccionando las ideas antes de integrar plenamente la subsidiaridad en la eclesiología sinodal. Como se mencionó anteriormente, algunas voces dentro de la Iglesia se han opuesto a considerar este principio como un concepto eclesiológico.
De hecho, incluso hoy en día, la subsidiariedad puede practicarse eficazmente a nivel parroquial, diocesano y universal. A nivel de comunidad o parroquia, la formación de consejos parroquiales con representantes de diversos grupos puede permitirles proponer e implementar iniciativas adaptadas a las necesidades específicas de la comunidad. Los laicos pueden ser alentados a contribuir con su experiencia e ideas, asumiendo roles de liderazgo en actividades y ministerios parroquiales. A nivel diocesano, la organización de sínodos o asambleas regionales puede facilitar las discusiones sobre cuestiones comunes. A nivel universal, la exploración de un enfoque más descentralizado en la toma de decisiones puede permitir a los obispos y conferencias locales abordar cuestiones específicas de la región con mayor autoridad, siempre a la luz del Magisterio.
Desde la perspectiva de una Iglesia sinodal, el principio de subsidiariedad es un recurso valioso. Este principio fomenta la toma de decisiones en todos los niveles, la libertad y la participación mediante la asunción de responsabilidades por parte de cada miembro de la Iglesia. También afirma la igualdad bautismal de todos los creyentes y su capacidad para contribuir a la Iglesia como un organismo vivo animado por el Espíritu Santo. Cada uno actúa según los dones que Dios le ha dado, como afirma san Pablo: «Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común» (1 Cor 12,4-7).
Observaciones finales
El camino de la Iglesia a lo largo de la historia, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha estado marcado por un desarrollo en la comprensión de su naturaleza y misión. Pasando de un modelo jerárquico rígido a una visión más dinámica, la Iglesia busca encarnar los principios de sinodalidad y subsidiariedad. Estos conceptos enfatizan la participación activa de todos los cristianos en la misión de la Iglesia, ya que reconocen que cada individuo aporta consigo diversos dones y talentos.
Una Iglesia sinodal, tal como la concibe el papa Francisco, es una comunidad que escucha, discierne y «camina junta», guiada por el Espíritu Santo. Este enfoque promueve un sentido más profundo de corresponsabilidad entre los fieles, asegurando que las decisiones se tomen de manera colaborativa y reflejen la sabiduría colectiva del pueblo de Dios. Esto también se alinea con el principio de subsidiariedad, que prescribe abordar los problemas al nivel más inmediato, fortaleciendo a las comunidades locales y manteniendo, no obstante, la unidad dentro de la estructura general de la Iglesia.
Sin embargo, la aplicación de estos principios presenta desafíos. Es necesario encontrar un equilibrio para evitar los extremos, ya sea un retorno a un enfoque de arriba hacia abajo que sofoca el papel de los laicos, o un sistema caótico que ponga en peligro la unidad y la misión de la Iglesia. La clave está en promover una cultura del discernimiento en la que todos los miembros sean alentados a buscar la guía del Espíritu Santo y a responder a ella en su vida y en la vida de la Iglesia.
En resumen, los principios de sinodalidad y subsidiariedad proporcionan un marco positivo para la misión que la Iglesia está llevando a cabo. Fomentan una comunidad participativa, inclusiva y capaz de discernir, que respeta el aporte único de cada miembro, preservando al mismo tiempo la unidad y coherencia necesarias para una evangelización eficaz y un crecimiento espiritual. Al abrazar estos principios, la Iglesia camina como una comunidad de fe, esperanza y amor, plenamente comprometida en su misión de llevar la Buena Nueva a todas las partes del mundo.
- Cf. A. Dulles, Models of the Church, New York, Image – Doubleday, 2002. ↑
- Cf. R. P. McBrien, The Church: The Evolution of Catholicism, New York, HarperOne, 2008, 142-145. ↑
- Para una sintética contextualización socio-histórica del concepto, cf. P. Granfield, «Nascita e declino della “societas perfecta”», en Concilium 18 (1982/7) 17-26. ↑
- Cf. A. Dulles, Models of the Church, cit., 26. ↑
- Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, nn 19-49; J. Xavier, «Spalancando il dinamismo ecclesiale: l’identità ritrovata», en H. M. Yáñez (ed.), Evangelii gaudium: il testo ci interroga. Chiavi di lettura, testimonianze e prospettive, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2014, 39-52. ↑
- Para profundizar en este tema, cf. J. C. Scannone, «Papa Francesco e la Teologia del popolo», en Civ. Catt. 2014 I 571-590; Id., «Lucio Gera: un teologo “dal” popolo», en ibid. 2015 I 539-550. ↑
- Para un resumen esquemático e informativo del desarrollo de este concepto en la tradición de la Iglesia, cf. Comisión Teológica Internacional (CTI), Sensus fidei in the life of the Church (2014) https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20140610_sensus-fidei_en.html ↑
- Cf. CTI, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia (2018), n. 4 (https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20180302_sinodalita_sp.html). ↑
- Cf. Ibid. ↑
- Cf. Francisco, Conmemoración del 50º aniversario de la institución del Sínodo de los obispos, 17 de octubre de 2015, 8. ↑
- CTI, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, cit., n. 7. ↑
- Cf. R. Luciani, Synodality: A new way of proceeding in the Church, New York, Paulist Press, 2022, 66. ↑
- Cf. M. C. A. Astorga, «Ignatian Discernment: A Critical Contemporary Reading for Christian Decision Making», en Horizons 32 (2005/1) 73. ↑
- Cf. J. A. Tetlow, Handing on the Fire, Chestnut Hill, MA, Institute of Jesuit Sources – Boston College, 2021, 15-17. ↑
- Sobre la importancia de las primeras dos modalidades de discernimiento en los Ejercicios espirituales de San Ignacio,cf. K. Rahner, Theological Investigations, vol. 2. London, Darton, Longman & Todd, 1971-1992, 231 s. ↑
- A. Spadaro, «Intervista a papa Francesco», en Civ. Catt. 2013 III 449-477. ↑
- Cf. M. O. Boyle, «Angels Black and White: Loyola’s Spiritual Discernment in Historical Perspective», en Theological Studies 44 (1983/2) 252. ↑
- P. L. Berger – T. Luckmann, The Social Construction of Reality: A Treatise in the Sociology of Knowledge, Londres, Penguin Books, 1991, 119 s. ↑
- Cf. G. Guitián, «The Principles of Catholic Social Teaching», in M. Schlag (ed.), Handbook of Catholic Social Teaching: A Guide for Christians in The World Today, Washington, DC, Catholic University of America Press, 2017, 45. ↑
- Pío XI, encíclica Quadragesimo anno (1931), n. 80. ↑
- C. M. A. Clark, «Economic Life in Catholic Social Thought and Economic Theory», en D. P. Sullins – A. J. Blasi (edd.), Catholic Social Thought: American Reflections on the Compendium, Plymouth, Lexington Books, 2009, 93. ↑
- Para una discusión detallada de su significado eclesiológico, cf. M. Böhnke, «Theological Comments on the Validity of the Principle of Subsidiarity in the Catholic Church», en ET-Studies 5 (2014/1) 57-73. ↑
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