PSICOLOGÍA

Las características de la belleza

© luciandachman / unsplash

¿Qué es la belleza?

¿Qué es la belleza? ¿Es algo subjetivo, relativo? A menudo, se la considera simplemente como un sinónimo de placer, de modo que decir que algo es bello sería simplemente afirmar que agrada, al menos a alguien. La belleza sería, entonces, algo meramente subjetivo, dependiente de las diferentes culturas, tradiciones, modos de sentir, hábitos y concepciones de la vida.

Sin embargo, investigaciones realizadas en el ámbito psicológico han mostrado que personas extremadamente diversas por contexto geográfico, grupo de edad, profesión y extracción social evalúan de manera muy similar algo o a alguien como «bellos». El sentido de la belleza parece ser algo innato, no aprendido, sino presente en el ser humano desde la más temprana edad. Los niños, desde los seis meses, manifiestan claramente su atracción o rechazo, así como sus preferencias, hacia rostros que continúan siendo juzgados bellos incluso en edades posteriores: «Niños y adultos presentan criterios de juicio similares. En conjunto, estos resultados parecen presuponer la existencia de estándares de belleza no aprendidos […]. Nuestros juicios sobre la belleza de las personas no están influenciados por el contexto; si, por ejemplo, se nos muestran imágenes de individuos poco atractivos, no por ello tendemos a elevar nuestro criterio de juicio. Lo mismo ocurre en sentido contrario»[1]. Estas conclusiones, respaldadas también por otras investigaciones[2], desmienten así un lugar común.

¿Pero es posible especificar qué hace que algo o alguien sea bello? Los antiguos asociaban la belleza con la «armonía» y la «proporción» entre el todo y las partes, como puede observarse en las esculturas (por ejemplo, la estatua de Policleto) y en las obras arquitectónicas (como el Partenón). Esta armonía y proporción estaba indicada por la llamada «sección áurea», es decir, la relación entre la longitud total de un segmento y una de sus partes, expresada concretamente por un intervalo numérico comprendido entre 0,618 y 1,618. Lo que vale para un monumento aplica del mismo modo para un rostro, que se percibe como armonioso y bello cuando manifiesta dicha proporción.

La intuición de los antiguos ha perdurado hasta nuestros días, lo que confirma el carácter sustancialmente innato de la belleza: incluso objetos que no tienen nada de artístico, como las tarjetas magnéticas y las tarjetas de crédito, presentan las mismas proporciones de la sección áurea. Investigaciones realizadas entre sujetos de las más diversas procedencias culturales y geográficas sobre la percepción de la belleza, tanto arquitectónica como más generalmente artística, llegan a las mismas conclusiones sobre su carácter innato y no aprendido: «Los modelos de lo sublime parecen proporcionar una experiencia estética más intensa y placentera, y no solo a los ojos de observadores expertos y competentes»[3].

El carácter múltiple de la belleza

En la reflexión filosófica clásica y medieval, la belleza, aunque no se encuentra enumerada entre los llamados «trascendentales» (las propiedades esenciales del ser en cuanto tal: unidad, verdad y bondad), suele asociarse a ellos[4]. En efecto, aunque no figura materialmente en esta lista, es capaz de expresar estos tres aspectos fundamentales de la vida de la manera más sugestiva, porque posee un poder atractivo único, sublime y, al mismo tiempo, extremadamente concreto.

La belleza, de hecho, está relacionada con la sensibilidad, pero a la vez tiene un poderoso vínculo simbólico: presenta valores e ideales que conquistan precisamente por ser bellos. Lo que se percibe sugiere, al mismo tiempo, otro mensaje que fascina tanto más cuanto más se mantiene alusivo, no explícito, como una invitación a entrar en un camino no definido, pero que conmueve el corazón e introduce en una dimensión diferente.

Además, al estar vinculada a los sentidos – principalmente a la vista –, la belleza tiene una relación privilegiada no solo con los afectos, sino también con la corporeidad. De aquí surge su compleja peculiaridad de poder dirigirse de manera igualmente sugestiva tanto hacia lo alto como hacia lo bajo; los dos pilares de la belleza se apoyan firmemente en las dos dimensiones del ser: el cuerpo y el espíritu. Su frágil equilibrio expresa el misterio siempre esquivo de la belleza y su característica como valor encarnado. Debido a esta complejidad, siempre inestable y nunca definitiva, la belleza es capaz de hablar de lo divino como ninguna otra cosa, mostrándolo al mismo tiempo accesible a la experiencia humana.

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El mundo griego, además de definir una medida de la belleza, manifestada en sus magníficas obras de arte, la convirtió en objeto de reflexiones sugestivas, considerándola ante todo como un llamado dirigido al hombre por parte del mundo suprasensible: este se da a conocer de manera discreta, mediante signos que tocan el corazón y encienden el deseo de una plenitud de algún modo experimentada y vivida.

Para Platón, la belleza tiene un vínculo privilegiado con el eros, cuya función es atraer al hombre hacia las realidades supremas. Eros es definido como un daimón, es decir, un ser intermedio entre dos mundos, el humano y el divino, y puente de comunicación entre ambos: «Eros es un gran daimón, porque todo daimón ocupa el medio entre los dioses y los hombres. […] Los daimones pueblan al intervalo que separa al Cielo de la Tierra y son el lazo que une el gran todo. […] Como la naturaleza divina no entra jamás en comunicación directa con los hombres, es por medio de los daimones cómo los dioses alternan y hablan con ellos, sea en el estado de vigilia o durante el sueño» (El Banquete, 202 E – 203 A). También podemos recordar la célebre imagen del auriga en el Fedro, donde el eros se representa como uno de los caballos que el cochero (el alma) debe dominar y dirigir para conducir el carro a buen término. El eros, para Platón, contiene en sí este elemento trascendente, un camino hacia lo divino. En esta ardua lucha por el gobierno del alma, el eros puede ser sometido, «domado», si encuentra nuevamente el camino hacia el cielo, y precisamente esto es lo que está en juego en la belleza.

También para Aristóteles, Dios, suma belleza, atrae al hombre con el amor, haciéndolo partícipe, aunque de manera provisional, de su beatitud: «Lo bello y lo deseable por sí mismo pertenecen a la misma categoría […]. De tal Principio dependen el cielo y la naturaleza. Y su modo de vivir es el más excelente: es aquel modo de vivir que a nosotros solo se nos concede por breve tiempo. Y en ese estado Él siempre permanece» (Metafísica, XII, 7, 1072 a 34 – 1072 b 13-17). Aunque Aristóteles critica a Platón, termina llegando a una conclusión similar: para él, el arte es esencialmente una imitación de la verdad, una expresión verosímil del ser, característica de la poesía y de la representación teatral. Además, posee la capacidad de educar y formar en el conocimiento del bien y de la verdad, gracias a esa concepción «circular» de la belleza que la conecta estrechamente con las otras propiedades del ser (cf. Poética, 1448 b).

Plotino retoma y culmina el recorrido especulativo de la tradición clásica griega. En las Enéadas encontramos uno de los tratados más célebres sobre la belleza. En consonancia con lo visto hasta ahora, Plotino considera la belleza como una participación en lo Absoluto, al que el sabio está llamado a unirse en un camino de ascenso, semejante al trabajo de esculpir una estatua: un proceso indispensable para que pueda emerger la belleza del alma oculta en su interior: «Vuelve a ti mismo y mira: si aún no te ves interiormente bello, haz como el escultor de una estatua que debe volverse hermosa. Él quita, raspa, alisa, pule, hasta que en el mármol aparece la imagen bella. Como él, elimina lo superfluo, endereza lo que está torcido, purifica lo opaco y hazlo resplandecer; no dejes de esculpir tu propia estatua interior hasta que no se manifieste en ti el esplendor divino de la virtud, y contemples la templanza sentada en un trono sagrado […]. El ojo no podría nunca ver el Sol si no fuese ya semejante al Sol, ni un alma vería la belleza si no fuese bella. Por lo tanto, cada uno debe volverse primero deiforme y bello, si desea contemplar a Dios y la Belleza» (Enéadas, I, 6, 9). La belleza, percibida sensiblemente a través del arte, atrae hacia la dimensión suprasensible: mediante ella, el hombre puede experimentar la eternidad dentro del tiempo.

La polaridad entre alma y cuerpo en la belleza expresa así el doble canal de tensión entre cielo y tierra, entre cuerpo y espíritu, entre tiempo y eternidad, entre lo finito y lo infinito. Incluso las experiencias aparentemente más simples o dolorosas manifiestan esta tensión, unida a la esperanza de vivir de forma distinta las propias potencialidades. Por ello, los antiguos veían en la belleza un reflejo de la virtud, de la perfección del alma que se manifiesta sensiblemente: «Así como en el cuerpo existe una armonía de formas proporcionadas, unidas a un color agradable, que llamamos belleza, también en el alma la uniformidad y coherencia de opiniones y juicios, unidas a una cierta firmeza e inmutabilidad que deriva de las virtudes o que contiene la esencia misma de la virtud, se llama belleza» (Cicerón, Tusculanae Disputationes, IV, 13, 31).

La belleza atrae hacia lo divino; de hecho, es uno de sus nombres más apropiados: es su origen y garantía de estabilidad. La belleza creada, incluso la más cautivadora, se marchita con el tiempo, pero manifiesta un deseo de sentido y duración que es, en realidad, una aspiración a participar de la Belleza eterna.

La dimensión «democrática» de la belleza

La belleza posee también la capacidad, única en su género, de interpelar y fascinar a cualquier persona «sensible» (es decir, dotada de sentidos y, si estos son educados, de sensibilidad), independientemente de su concepción de la vida, categoría económica y social, nivel educativo o religión profesada. Al mismo tiempo, tiene la facultad de manifestar, como se ha señalado en varias ocasiones, un mundo distinto del que los sentidos perciben, abriendo la puerta a una dimensión invisible. El artista logra, así, dar forma, sonido y palabra a esta dimensión solo aludiendo a ella, haciendo que lo invisible se vuelva visible. La belleza involucra, pero no obliga; estimula, pero no necesita; interpela la inteligencia, la libertad, el afecto y la voluntad.

Esto es lo que podría llamarse el carácter «democrático» de la belleza, ya que se presenta como una meta atractiva para cualquiera, capaz de reconciliar a personas provenientes de posiciones especulativas antagónicas, quienes se encuentran en el asombro ante algo percibido como bello: «El hombre llega al arte recorriendo una infinidad de caminos y partiendo de teorías totalmente diferentes, a menudo incluso opuestas. La historia de la estética muestra cómo los artistas, influidos en distintas épocas por ideas sobre el arte muy diversas e irreconciliables entre sí, han creado igualmente obras de arte a pesar de las teorías, demostrando no tanto que estas sean irrelevantes, sino que el arte es un fenómeno que, aunque se apoya en el orden cultural e intelectual de su tiempo, debe buscarse fuera de las argumentaciones lógicas»[5]. Incluso quienes han pretendido rechazar el arte no han podido prescindir de él, al menos como medio expresivo de su propio pensamiento.

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En este sentido, Platón sigue siendo un caso ejemplar. En el libro X de La República, critica severamente la poesía y la mitología, considerándolas «imitaciones de una imitación», puesto que el arte imita las cosas, las cuales no son más que una imitación de las Ideas, la verdadera realidad. Sin embargo, cuando debe hablar de las verdades más elevadas, Platón no se apoya en el rigor del logos, sino en el poder sugestivo de las imágenes y los relatos, donde quizás se encuentran sus páginas más sublimes y conmovedoras. Pensemos en el mito de la caverna, el vuelo loco del alma, la balsa que concluye el Fedón o la carroza alada del Fedro. Se puede afirmar con razón que fue artista incluso sin quererlo, porque el arte se apoderó de él, de manera similar a lo que Aristóteles dice de la filosofía, refiriéndose a esta como una concepción crítica de la totalidad que subyace a toda afirmación (cf. Metafísica, I, 1). Del mismo modo, la capacidad de unificar armónicamente una realidad en una forma luminosa y atractiva, propia del arte, es algo indispensable cuando se trata de la belleza.

Aun cuando no se desee reconocer el valor artístico, se terminaría, muy a pesar de uno mismo, como Platón, enfrentándose a algo que lleva «más allá», incluso de las propias concepciones e ideas: «El artista es tal más allá de sus convicciones filosóficas, ideológicas o prácticas; el arte es algo que escapa a su propio control y va más allá de sus intenciones y planes. Dante expresa su poesía arraigándola en la concepción medieval del mundo, apoyándose en la física, la astronomía, la ciencia e incluso la astrología de su época, y, por supuesto, en la teología. Kafka, prescindiendo de casi todo el universo dantesco, crea a su vez obras de arte sublimes, profundamente enraizadas en su tiempo y en la visión relativa del mundo que este ofrecía […]. De ahí la inmensa potencia de la obra de arte: esta trasciende las barreras ideológicas, las divisiones mentales prácticas, las murallas levantadas por el interés, para adentrarse, a pesar de quien la crea y de quien la observa, lee o escucha, en los espacios incontrolables de la realidad humana, donde todo está en cuestión y todo es posible […]. Un necio egoísta como Don Abbondio o un loco como Don Quijote se vuelven comprensibles, y por tanto infinitamente amables, porque se los conoce no en función de a qué se refieren, sino en función de lo que son»[6].

La trascendencia de la belleza

De aquí se desprende el carácter trascendente de la belleza artística, irreductible a cualquier marco teórico o deseo de posesión. Esta invita a esa Trascendencia que no desprecia nada y es accesible a cualquiera que se deje cautivar por su encanto[7]. Incluso el artista subordinado a un sistema o partido se encuentra pronto frente a un dilema crucial: servir a la ideología o dejarse guiar por su inspiración artística, sin saber adónde lo llevará. Los escritos destinados a justificar el poder son siempre estéticamente mediocres (un ejemplo de ello es el arte del realismo, ya sea soviético o fascista, tan celebrado en sus inicios como rápidamente olvidado), mientras que, cuando alcanzan genialidad, suelen poner en aprietos al régimen establecido. El caso del Doctor Zhivago es emblemático en este sentido.

Como señaló Johan Huizinga, la expresión artística necesita libertad e imponderabilidad; es desestabilizadora porque es misteriosa e impredecible. Cuando se intenta someterla a un contenido «ajeno», que no sea la vida y el espíritu (lo que el autor denomina «la santidad de las cosas»), esta degenera y muere. En este sentido, la religiosidad, entendida como el horizonte mostrado por «la santidad de las cosas», es esencial para el arte, incluso si el autor no se considera religioso:

«El símbolo conserva su valor sentimental solo en virtud de la santidad de las cosas que representa: en el momento en que el simbolismo pasa del terreno puramente religioso al exclusivamente moral, degenera irremediablemente»[8].

Pero incluso sin la imposición de la censura, el escritor experimenta en sí mismo la imposibilidad de encerrar la inspiración en programas y esquemas predeterminados. Cuando lo intenta, algo dentro de él se rebela: «Tenemos un ejemplo clarísimo de un poeta libremente subordinado a un sistema filosófico: Lucrecio lo fue respecto al epicureísmo. La defensa de esta filosofía, profundamente sentida y practicada, enaltece la poesía en lugar de mortificarla y se funde plenamente con ella. Sin embargo, ocurre constantemente incluso a Lucrecio que pierde el control de las riendas de su programa y hace poesía más allá de este: el poema De rerum natura, en lugar de ser el himno a la serenidad del alma conquistada a través del epicureísmo, es el drama de la inquietud, de la desesperación, la representación de pesadillas de muerte: precisamente aquello que el poeta pretendía exorcizar con su poesía»[9].

Algo similar se percibe en la obra de Sade. A pesar de sus reiteradas declaraciones de adhesión al manifiesto libertino, a medida que avanza la trama de sus novelas se hace evidente un frío angustiante, que el autor intenta por todos los medios avivar, pero que lo conduce a la conclusión opuesta. El cuerpo se rebela contra la pretensión de convertirse en un absoluto o de ser considerado un mero objeto de disfrute: «Al profundizar en la lectura, se nota que, a pesar de las convulsiones de los protagonistas en el escenario, el trasfondo gana terreno de manera irresistible; que, a pesar de los formidables esfuerzos por reavivar el fuego de la voluptuosidad, el frío penetra y se extiende. En el mundo fisicalista-pasional de Sade dominan, en última instancia, no los sujetos libertinos absolutos, sino más bien Fuerzas impersonales con mayúscula: la Carne, el Mal, el Destino, la Muerte, que, no tan paradójicamente, evocan de cerca las “Dominaciones” de la cosmología y antropología del Nuevo Testamento»[10].

Nacido como una celebración de la vida, el movimiento libertino se transforma, precisamente, en sadismo, víctima de la ansiedad de no poder apoderarse de la presa anhelada, degenerando finalmente en violencia y muerte como expresión de la insatisfacción hacia el placer en sí mismo. Al final, hace su inquietante aparición, como en el ciclo de Don Giovanni, el Convidado de Piedra[11].

El gran escritor reconoce con humildad que, si desea describir a un personaje, debe darle libertad, debe «dejarlo vivir», separarlo de sí mismo y de sus ideas: «Los personajes son creación del autor, dependen de él en su ser, en su actuar, en su hablar; pero, a su vez, el novelista depende de sus personajes, debe respetarlos. Algunos escritores explican cómo escuchan internamente la conversación de sus personajes, como si fueran más espectadores que autores; paradójicamente, escuchan hablar a su propia imaginación. Un novelista me confesó que tuvo que hacer morir a uno de sus personajes, porque estaba creciendo tanto en fuerza que amenazaba con devorar toda la novela […]. Nadie como Pirandello ha descrito el crecimiento de los personajes en la mente del autor: no es el autor quien busca a sus personajes, sino los “seis personajes” quienes buscan a su autor para poder vivir, actuar, hablar […]. Es famosa la respuesta de Flaubert: “Madame Bovary c’est moi”»[12].

Esta es también la experiencia de Dante al describir el Infierno: aunque representa a personajes condenados a la pena eterna, a los que querría reprobar, deja entrever el encanto y la grandeza de sus personalidades. Pensemos en Ulises y su célebre elogio al conocimiento, en la tierna y conmovedora descripción del amor de Paolo y Francesca, o en la «digna altivez» del conde Ugolino. Como en Pirandello, un personaje, cuando es descrito de manera genial y lograda, adquiere una identidad y autonomía propias que escapan a las intenciones del autor; este se ve, al final, obligado a dejarse guiar por sus propias criaturas. De lo contrario, los personajes serían una mera extensión de sus opiniones, un megáfono o escaparate de su pensamiento, pero nunca algo que pudiera transformarse en poesía, narración o arte.

Esta capacidad y necesidad, por parte del artista, de «dejar ir» sus obras, casi como si elaborara el duelo por ellas, sin violentarlas encerrándolas en esquemas predeterminados, es lo que se ha llamado el carácter «ético» del arte. Este encuentra su verdad en el dejar ser, en la renuncia a la posesión. El artista experimenta así la trascendencia de la inspiración respecto a sí mismo, que le revela un camino desconocido e imprevisible: solo podrá descubrirlo si se deja envolver por ella, paso a paso.

  1. M. Costa – L. Corazza, Psicologia della bellezza, Florencia, Giunti, 2006, 5.

  2. Cf. J. H. Langlois et Al., «Maxims or myths of beauty? A meta-analytic and theoretical review», en Psychological Bulletin, vol. 126, 2000, 390-423; B. G. Bardy – R. J. Bootsma – Y. Guiard (edd.), Studies in Perception and Action III, Londres, Routledge, 1995, 389-392; E. Hatfield – S. Sprecher, Mirror, Mirror…: The Importance of Looks in Everyday Life, Albany, State University of New York Press, 1986; M. S. Mahler, «On the first three subphases of the separation-individuation process», en International Journal of Psychoanalysis 53 (1972) 333-338.

  3. M. Vannucci – H. Mühlmann, «Le architetture del sublime. Un viaggio tra arte e scienza», en Psicologia contemporanea 39 (2012) 57. Cf. M. Livio, La sezione aurea. Storia di un numero e di un mistero che dura da tremila anni, Milán, Rizzoli, 2017.

  4. Sin embargo, Tomás de Aquino remonta explícitamente la belleza a una característica propia de la bondad, entendida como armonía entre el todo y las partes: «Lo bueno y lo bello en el objeto son la misma cosa, puesto que se fundan en la misma cosa, es decir, en la forma» (Sum. Theol., I, q. 5, a. 4).

  5. C. Lapucci, Estetica e Trascendenza, Siena, Cantagalli, 2011, 10.

  6. Ibid., 10 y 50.

  7. Cf. G. Cucci, «La belleza, un camino hacia el absoluto», en La Civiltà Cattolica, 14 de junio de 2024, https://www.laciviltacattolica.es/2024/06/14/la-belleza-un-camino-hacia-el-absoluto/

  8. J. Huizinga, L’autunno del Medio Evo, Florencia, Sansoni, 1966, 291.

  9. C. Lapucci, Estetica e Trascendenza, cit., 11.

  10. L. Lombardi Vallauri, Corso di filosofia del diritto, Padua, Cedam, 1981, 607 s.

  11. Para profundizar en este tema, cf. G. Cucci, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, AdP, 2012, 287-296.

  12. L. Alonso Schökel, La parola ispirata. La Bibbia alla luce della scienza del linguaggio, Brescia, Paideia, 1987, 73 s. También merece la pena citar la famosa página de Pirandello en la que describe su relación con sus personajes: «Criaturas de mi espíritu, aquellos seis vivían ya una vida que era suya y ya no mía, una vida que ya no estaba en mi mano negarles. Tanto es así que, mientras yo persistía en mi voluntad de desterrarlos de mi espíritu, ellos, desprendidos casi por completo de todo soporte narrativo, personajes de una novela que había surgido milagrosamente de las páginas del libro que los contenía, seguían viviendo por su cuenta; Tomaban ciertos momentos de mi jornada para reaparecer ante mí en la soledad de mi estudio, y ahora uno u otro, o dos juntos, venían a tentarme, a proponerme tal o cual escena para representar o describir, los efectos que podían obtenerse de ella, el nuevo interés que podía suscitar cierta situación insólita» (L. Pirandello, Maschere nude, Milán, Mondadori, 1930, I, 7 f).

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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