Espiritualidad

La «luz de la fe»:

Una palabra en el contexto de la modernidad

© zoltan-tasi / unsplash

La palabra «luz» está muy presente en el lenguaje cristiano. Suele indicar la iluminación que llega desde Dios hacia nosotros. Invita a reflexionar sobre los distintos aspectos que intervienen en dicha iluminación: el origen de la luz, qué es lo que debe ser iluminado, el medio a través del cual se produce la iluminación, la perspectiva que la rige y la manera en que se da. De hecho, cuando leemos los documentos del magisterio de la Iglesia en las últimas décadas, no encontramos un único uso de la palabra «luz». La encontramos, más bien, en diversas expresiones que pueden aportar algo unas a otras, aunque en parte se superpongan. Tres, en particular, parecen constituir un buen ejemplo en conjunto: «luz de Dios», «luz de la fe» y «luz del Evangelio». En la primera expresión se hace referencia a la fuente de la iluminación, a la entidad que nos la proporciona y comunica. En la segunda, se señala el contexto que hace posible la iluminación, el canal a través del cual nos llega la luz. En la tercera, se precisa la perspectiva de dicha iluminación, el marco de lectura que debe aplicarse a lo que ha de ser iluminado. En cuanto a las demás expresiones, no será difícil remitirlas a una de estas; es el caso de «luz de Cristo», «luz del amor» y «luz de la Palabra». En nuestra reflexión, daremos prioridad a la expresión «luz de la fe».

Principales líneas de acción de la «luz de la fe»

Comencemos enunciando las principales líneas que orientan la acción de la «luz de la fe». La primera es la inserción en las realidades de la existencia humana, manteniendo al mismo tiempo un cierto distanciamiento. Se busca comprender estas realidades de cerca, o incluso desde dentro, sin dejar de observarlas con un espíritu crítico.

Ser «luz» requiere proximidad con aquello que se desea iluminar, para conocerlo y ponerse en condiciones de intervenir correctamente. Al mismo tiempo, presupone una alteridad con respecto a lo iluminado, para poder confrontarlo y añadirle algo. Es la idea presente en la conocida fórmula joánica: «estar en el mundo» (Jn 17,11) «sin ser del mundo» (Jn 17,14). Aquí se presupone una «doble fidelidad»: en primer lugar, «a Dios, que nos llama a adoptar nuevos comportamientos de vida»; luego, «al mundo, fuera del cual parece difícil manifestar la novedad cristiana»[1].

Esto significa que deben evitarse dos tendencias opuestas. Una es el «progresismo vacío», en el que caemos en una adaptación conformista al mundo hasta el punto de no añadirle nada. La otra es el «conservadurismo aburrido», en el que ya no somos capaces de afrontar el mundo de manera creativa, porque no logramos extraer fuerza innovadora de la tradición cristiana[2]. No debe considerarse como una incompatibilidad lo que es, en realidad, una tensión constitutiva de la vida cristiana: comprometerse con el mundo, pero mirándolo desde la perspectiva de Dios.

La segunda línea principal es el interés por la sociedad en su conjunto, sabiendo que se es solo una parte de ella. Afirman los obispos franceses: «Si la Iglesia católica no abarca a toda la sociedad, si ha renunciado a toda posición dominante, sigue siendo misionera, es decir, orientada a todos y abierta a todos»[3]. No en vano se declara que la Iglesia debe ser un signo en medio del mundo. Con las palabras del Concilio Vaticano II, ella es, «en Cristo, de algún modo, el sacramento […] y el instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»[4].

Esto significa que, como parte de un todo, la Iglesia se propone la construcción de una unión que abarque ese todo e incluso lo trascienda. Es una unión en la que Dios está involucrado y en la que todos los seres humanos tienen un lugar. Esto se aplica precisamente a partir de la situación en la que ellos se encuentran. Enfrentamos las realidades concretas que nos afectan y actuamos desde ahí. Se comienza con una «simpatía de principio» que evita considerarlas de manera destructiva y, en cambio, lleva a acercarse a ellas con la intención de comprenderlas. Uno se sumerge en tales realidades, asumiendo la responsabilidad de transformarlas. Siguiendo el paradigma de la Encarnación, se cree que el Espíritu de Dios está presente en el mundo actual tal como es[5].

La tercera gran línea que guía la acción de la «luz de la fe» es la mirada dirigida a la realidad en su totalidad. En consecuencia, la Iglesia, movida por la fe que porta, busca pronunciarse sobre cualquier ámbito de la existencia. Quiere mantener abierto el camino que permite ver el mundo en su conjunto y también más allá de él. Subraya que el ser humano es radicalmente trascendente y camina siempre tras las huellas de la alteridad que está más allá de él y del mundo.

Así, la Iglesia defiende el carácter ilimitado de la búsqueda humana, a la que no desea que se le impida avanzar más allá. Invita a toda la sociedad a ampliar sus horizontes sobre la vida y el mundo, desafiándola a explorar más profundamente aquello que concierne a la realización del ser humano[6]. De hecho, «la Iglesia no puede abandonar esta misión [de interrogarse]. Si tantas veces ha luchado para que el hombre no cayera en la esclavitud, deberá, hoy y en el futuro, luchar para que el progreso y la finalidad racional, funcional y técnica no consuman toda la humanidad del ser humano»[7]. Se trata de salvar nuestra verdadera libertad para que podamos llegar tan lejos en nuestro conocimiento y realización como nos lo sugiere nuestra propia estructura.

La cuarta línea principal es, precisamente, la defensa del humanismo. Pablo VI la afirma en la encíclica Populorum Progressio (PP) de 1967: «Promover a todos los hombres y a todo el hombre» (n. 14). Él tenía presentes dos problemas percibidos en aquel momento. Uno era el liberalismo desenfrenado, que agravaba el desequilibrio entre países ricos y países pobres. Era importante subrayar que el progreso debía alcanzar a todos, sin excepciones. Otro problema era el colectivismo forzado, que ponía en peligro los derechos fundamentales de la persona humana. El Papa debía defender los valores del espíritu y la apertura a Dios. Por ello, sostenía la idea de «promover a todos los hombres y a todo el hombre», para llegar al «humanismo pleno» (PP 42).

Este es un problema que la Iglesia ha profundizado conforme a los desafíos históricos. Se nota, por ejemplo, en la encíclica Laudato si’ (LS), sobre el cuidado de la casa común, publicada por el papa Francisco en 2015. El trasfondo ya no está constituido solo por los avances de la civilización que deben distribuirse, sino también por el daño causado por la falta de cuidado ligado a tales avances. Se insiste en el «desarrollo integral» (LS 157), que nunca justifica un «antropocentrismo despótico» (LS 68). La intervención humana sobre la creación no puede ser meramente utilitaria: debe estar animada por la sabiduría, porque «todo está conectado»[8].

La quinta gran línea que orienta la acción de la «luz de la fe» es el diálogo con los otros componentes de la sociedad. De hecho, la Iglesia ya no puede comportarse como la única poseedora de la verdad moral. Debe aceptar la dinámica del pluralismo, en la que se propone en lugar de imponer, en la que escucha del mismo modo en que habla. Ciertamente, la Iglesia debe poder hablar en nombre de Cristo y de sus convicciones. Debe permitírsele presentar su visión del ser humano y, en consecuencia, sus valores. Pero también debe aceptar discutir, debe comportarse como interlocutora ante quienes también son interlocutores. Debe iniciar un proceso de búsqueda junto con quienes no piensan como ella. La Iglesia no puede pretender establecer la única solución posible a los problemas de la sociedad. Puede, en cambio, comprometerse a suscitar el deseo de una búsqueda común, así como el ejercicio de libertades responsables. Puede esforzarse por cultivar conciencias que no caigan en el relativismo, sino que se esfuercen por juzgar correctamente[9].

Por último, la sexta línea principal, en consonancia con la anterior, es la disposición a justificar lo que se defiende. En realidad, confrontarse con quienes piensan de manera diferente obliga a explicar por qué se dice lo que se dice; obliga a presentar la razón de la perspectiva desde la que se aborda el objeto de discusión. La Iglesia debe «aceptar, por tanto, las reglas del debate racional y […] situarse en el terreno de la razón»[10].

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Por un lado, es evidente que debe enraizar lo que afirma en la fe y en el flujo de vida y pensamiento que constituye la tradición cristiana: es asumiendo posiciones propias de un contexto interpretativo como se justifica el mismo acto de justificar. Por otro lado, la apertura a lo que la Iglesia sostiene dependerá del conocimiento que muestre respecto al tema del debate. En otras palabras, detrás de la justificación de una determinada posición se encuentran tanto la conciencia de la especificidad de sus raíces como el sentimiento de la necesidad de exponer lo que técnicamente tiene que decir al respecto[11].

La perspectiva de la «luz de la fe»

El papa Benedicto XVI, en el discurso preparado para la visita que debía realizar a la Universidad «La Sapienza» de Roma en enero de 2008, se preguntaba qué podría y debería decir en aquella ocasión. Sostenía: «El Papa habla como representante de una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido habla como representante de una razón ética»[12].

El Papa, en efecto, considera que la Iglesia ha aprendido mucho en su camino a través de la historia. Se refiere al aprendizaje que ha tenido lugar en el encuentro entre la revelación de Dios, de la cual es testigo, y la presencia y experiencias que la historia le ha impuesto. Es precisamente de este encuentro continuo a lo largo del tiempo de donde proviene lo que la Iglesia llama «la luz de la fe». Esta no es, por tanto, una luz que solo tenga detrás la conciencia de las implicaciones que derivan de la revelación de Dios realizada en Jesucristo. Es una luz que también lleva consigo la memoria de las experiencias humanas —concretamente, del sufrimiento— que la Iglesia ha atravesado y a partir de las cuales ha madurado su percepción de lo que realmente significa ser humano. Se trata, por lo tanto, de una luz que se presenta como una «cultura de lo humano», ampliada y enriquecida con el tiempo[13].

La luz de la fe, efectivamente, se perfecciona constantemente. Se muestra cada vez más instruida por las novedades que la historia le plantea sin cesar. Por lo tanto, progresa en su capacidad de iluminación. Sin embargo, esta luz de la que la fe cristiana es portadora no siempre ha sido valorada. Ciertamente, la fe fundamenta su responsabilidad de ser luz en la manera en que Jesús mismo se dio a conocer: «Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas» (Jn 12,46). Pero hay quienes consideran la fe como una luz ilusoria. Algunos la ven como un obstáculo para el progreso del conocimiento; entienden el «creer» como lo opuesto a «indagar» y, en consecuencia, asocian la fe con la oscuridad. No la consideran necesaria, ya que es posible actuar con las facultades naturales. Se confía en lo que estas facultades pueden proporcionar y, de este modo, se depende de los límites que ellas experimentan. En efecto, llega un momento en que las certezas ya no pueden alcanzarse solo con tales facultades.

Una posible reacción sería relegar el papel de la fe a un papel meramente residual. Otra reacción podría llevar a esas mismas facultades naturales a renunciar a su intención de iluminar. De este modo, se deja de desear una luz grande y se tienen solo luces pequeñas. Se renuncia a una luz global y persistente para conformarse con luces parciales y momentáneas. No se busca una luz que ilumine verdaderamente el futuro de la existencia, sino que solo quedan luces adecuadas para una visión de corto alcance[14].

Por ello, es importante reavivar el carácter de luz que es propio de la fe cristiana. Se trata de una luz capaz de iluminar globalmente la existencia del ser humano. Es una luz que no puede tener origen en nosotros mismos: debe provenir de una fuente más originaria, es decir, de Dios. De hecho, nuestra existencia implica inevitablemente una dimensión de misterio: le son inherentes tanto un grado de plenitud como un potencial de sorpresa que impiden a la inteligencia humana comprenderla plenamente. Somos fruto de una intención, de un amor más grande que nosotros, y que, por lo tanto, nos llama a horizontes más amplios. Es un amor que nos da nuevos ojos y una visión distinta del futuro. En efecto, la fe, que no es una ley de la naturaleza humana sino un don de Dios, se nos presenta como una luz capaz de orientar los pasos que debemos dar a lo largo de la vida. Es una luz que confiere al momento presente una profundidad que los ojos físicos no pueden abarcar. Por un lado, incide en el presente a partir del pasado: la fe «es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte». Por otro lado, ilumina el presente desde el futuro: «Como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes» (LF 4).

Así, la lectura del presente desde la perspectiva de lo que Dios ha hecho en Jesucristo se presenta como la convergencia entre la comprensión del pasado y la del futuro. Esto significa que no se trata solo de actualizar retrospectivamente la obra redentora de Cristo, sino también de entrar en la dinámica escatológica que de ella se desprende. En efecto, la fidelidad de quien debe leer y, en consecuencia, vivir los sucesivos momentos de la historia no implica simplemente repetir lo que ha sucedido antes. También implica una apertura a lo que Dios puede señalar en el presente como camino de realización. Debemos reconocer lo que la obra redentora de Cristo nos permite percibir en un momento histórico determinado como una tarea de perfeccionamiento de la existencia humana y del mundo. En la realidad, el presente aparece siempre, simultáneamente, como «lugar de la tradición experiencial» y como «apertura de perspectivas futuras». Debe descubrirse como «punto de encuentro entre una “tradición” […] y un futuro en suspenso»[15]. Por lo tanto, leer el progreso de la historia desde la obra redentora de Cristo es un acto de fidelidad creativa. El enraizamiento en el pasado es el presupuesto para un futuro renovado.

Hoy se puede pensar que este criterio de lectura del presente histórico no está bien comprendido. Vivimos en la era del «presente sin espesor»: el presente está desconectado tanto del pasado como del futuro. Se pierde el sentido de la extensión temporal y solo se considera el momento actual. Parece que no hay ninguna noción de procedencia, ni ninguna capacidad de expectativa. Ya no se comprende de dónde se viene, ni se es capaz de esperar lo que podría suceder. En la percepción del tiempo ha ocurrido un repliegue, que va acompañado también de un retroceso en la percepción del espacio: ya no nos ocupamos de lo colectivo y nos concentramos solo en lo individual. El hecho mismo de no ver más allá del momento presente nos lleva a centrarnos únicamente en nuestros intereses inmediatos. Por lo tanto, debemos despertar a las ideas de construcción, de espera, de perseverancia y de promesa. Debemos comprender que muchos aspectos de la vida toman forma a partir de un pasado que condiciona, pero que al mismo tiempo abre posibilidades. Debemos darnos cuenta de que muchas cosas se realizan porque hemos creído que, en el camino de la fidelidad a aquello a lo que hemos sido llamados, se nos darían las oportunidades para llevarlas a cabo[16].

En efecto, la fe cristiana corrige la tendencia a privar al presente del espesor que le confiere su conexión con el pasado y el futuro. Está atenta al poder de lo que Dios ha obrado en Cristo. Conoce esa manifestación particular de la vida que es propia de la siembra del Reino de Dios. Se rebela contra el desaliento de las voluntades y contra la indiferencia hacia los lazos sociales. El cristiano, de hecho, cree en la obra discreta e incluso oculta de Dios dentro de lo que acontece en la historia. Conoce la fuerza de la resurrección de Cristo, que no elimina su pasión, sino que la integra y la supera. Sabe que la resurrección va de la mano de la pasión, otorgándole un significado nuevo. Es consciente de que la victoria de la vida sobre la muerte, realizada en Cristo, no permite que las contradicciones de la historia tengan la última palabra en la lectura de la misma. De hecho, son características de la fe cristiana tanto la lucha por lo que queremos como la confianza ante lo que va más allá de las fuerzas humanas. La fe cristiana educa a dar tiempo al tiempo. Sabe esperar a que aparezcan los frutos. Cree que mucho puede nacer de lo poco. Es consciente de que el Reino de Dios, aunque encuentre dificultades, siempre halla el modo de progresar[17].

La interacción entre la luz de la fe y la luz de la razón

La idea de la coexistencia entre la fe cristiana y la razón humana está presente en el cristianismo desde sus orígenes. La conciencia de que debe haber un diálogo entre ambas se remonta a aquel tiempo. Muy pronto, la palabra de Dios se encontró en debate con las corrientes filosóficas. Ya el apóstol Pablo se enfrentó en Atenas con epicúreos y estoicos (cf. Hch 17,18). De hecho, los primeros cristianos hallaron en la sed de verdad del mundo griego una buena razón para dialogar con él. Este encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico griego constituyó un momento decisivo para la futura difusión del Evangelio, fortaleció su comprensión de sí mismo y lo abrió a la comunicación con el mundo. Inauguró una relación práctica entre fe y razón que se reveló fecunda con el tiempo (cf. Lumen Fidei 32). Juan Pablo II afirmó que fe y razón «son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad»[18]. Explicó que estas «“se ayudan mutuamente”, ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización» (FR 100)[19].

Por lo tanto, está profundamente arraigado en el modo de pensar cristiano el hecho de que la fe y la razón deben operar juntas. La fe no obstaculiza ni reduce el ejercicio de la razón; al contrario, lo fomenta. La fe desea que la razón llegue hasta donde pueda llegar precisamente en cuanto razón. En este sentido, Juan Pablo II exhortó a «no perder la pasión por la verdad última» (FR 56). Y animó a los filósofos «a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar» (ibíd.). Afirmó que «la fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero» (ibíd.). Declaró que, en última instancia, «la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón» (ibíd.).

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En el mismo sentido se expresó también Benedicto XVI, al reflexionar sobre el funcionamiento de las sociedades. Lamentó que se renuncie a la búsqueda común de la objetividad respecto a la existencia y que se proceda solo con el acuerdo de opiniones cambiantes. En su encuentro con las autoridades civiles en Londres, dijo: «¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? […] Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil»[20].

El problema actual de la relación entre fe y razón no deriva propiamente de la diferencia constitutiva que existe entre ambas, sino más bien de la manera en que se comporta la razón[21]. Esta se ha alejado de un discurso que responda a la totalidad, que incluso abra a la realidad absoluta como fundamento de todo lo que existe. Al mismo tiempo, parece haber renunciado a la pretensión de verdad, es decir, al compromiso de formular verdades definitivas. Se puede constatar que en la ciencia, en ocasiones, el progreso avanza sin que haya certeza sobre la validez teórica y la justicia ética de lo que se está haciendo. Estos dos defectos parecen derivar del hecho de que no se aborda la realidad en su totalidad y, por lo tanto, se bloquea el camino a afirmaciones de carácter absoluto[22].

En este sentido, sería beneficioso que la razón volviera a ser metafísica. Deberíamos estar dispuestos a afrontar la realidad con audacia, honestidad y responsabilidad. Esto llevaría a la razón a una visión no solo más amplia, sino también más cercana a los fundamentos. Una postura de este tipo le permitiría establecer las condiciones de la verdad y asumir su defensa. La haría capaz de emitir juicios siempre que fuera necesario investigar sobre la verdad o la falsedad de las cosas[23].

Por parte de la fe cristiana, en efecto, existe el deseo de que la convivencia con la razón recupere su fuerza. Sin duda, la dificultad inherente a dicha convivencia no puede minimizarse. No basta con afirmar que fe y razón son dos caminos que cooperan en el esfuerzo por contemplar la verdad. En primer lugar, existe el riesgo de que una se sustraiga a la interacción con la otra: un emblema de ello son las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, así como los violentos fundamentalismos de los últimos tiempos. Estos son síntomas de un alejamiento de la razón y, por lo tanto, del hecho de que esta no los acompaña. También podemos considerar los regímenes políticos que han causado grandes desgracias en el siglo XX o los procesos económicos que generan injusticias. Son síntomas de una razón que se cree autosuficiente y no reconoce sus propios límites; peca por un exceso de seguridad.

En segundo lugar, no se puede olvidar cuán diferentes son la fe y la razón. No es correcto hablar de la relación entre ellas tratándolas como abstracciones. En efecto, fe y razón implican dos formas de estructurar la existencia. Ciertamente, en ambas hay reflexión, pero la fe tiene como presupuesto la revelación de Dios, mientras que la razón no. En la fe, se reflexiona sobre la existencia en el contexto de la revelación que Dios ha hecho de sí mismo. En la razón, se reflexiona sobre la existencia simplemente a partir de su propia interioridad[24].

Es necesario destacar esta diferencia en el momento en que reconocemos que la fe debe ser respetada en cuanto tal. No es adecuado considerarla tomando como criterio la razón, pues ello llevaría a concebirla como un no-saber o un conocimiento disminuido. Sin embargo, tampoco debe considerarse la fe como un conocimiento del mismo tipo que la razón. Se trata, por así decirlo, de un conocimiento de un orden distinto. La fe es capaz de pronunciar una palabra pertinente sobre la existencia humana, al igual que la razón. Precisamente por ello, es conveniente que a la razón se le otorgue la libertad de escrutar qué es verdaderamente la existencia humana y que se espere lo mismo de la fe. De hecho, así como la fe no puede limitarse a la actitud de creer, tampoco la razón puede conformarse únicamente con argumentar. Así como la fe necesita explicar sus convicciones y argumentar ante quienes piensan de manera diferente, la razón debe entrar en un registro más narrativo[25].

Si, en efecto, se presta atención a las dinámicas que la existencia humana es capaz de asumir, se podrá abordar la razón en un sentido más amplio y abierto. Así, es posible recrear la relación entre fe y razón y establecer una interacción fructífera entre razón crítica y logos religioso. De este modo, se reconoce que las religiones contienen recursos de sentido que la racionalidad rigurosa no puede alcanzar. Se logra percibir en ellas un potencial semántico que es importante traducir para un público ya secularizado. En efecto, el logos religioso permite el acceso a profundidades de significado no suficientemente exploradas. Escarba en lo más hondo de la experiencia vivida, tocando ámbitos delicados y quizás poco claros de la existencia. Aporta una palabra que ayuda a la razón crítica a afrontar cuestiones difíciles, aquellas preguntas sobre las cuales no se sabe bien qué pensar[26].

El horizonte de la verdad, la motivación del amor

Benedicto XVI reúne la luz de la razón y la de la fe bajo una única luz: la de la verdad[27]. Es esta la luz que iluminará el camino de quien se atreva a ir más a fondo en el descubrimiento de lo que es la existencia humana. En esta luz deben buscarse las respuestas cada vez que se da un nuevo paso en el acto de interrogar. El Papa también vincula la verdad con el amor, advirtiendo que estas realidades deben educarse mutuamente. Subraya tanto la veritas in caritate (cf. Ef 4,15) como la caritas in veritate. Afirma: «Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la “economía” de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad» (CV 2).

Por un lado, existe el peligro de renunciar a la cuestión de la verdad. Se ignora que el camino que el ser humano debe seguir nunca puede considerarse concluido. Se permanece estancado en el conocimiento que ya se posee o en el poder que se detenta. Se cae en la ilusión de haber alcanzado una meta definitiva y se pierde la libertad de seguir buscando con humildad[28]. Por otro lado, existe el riesgo de que el amor sea malinterpretado: se convierte en un «cascarón vacío» que puede llenarse arbitrariamente, o incluso se devalúa y se excluye de la vida ética. Se olvida que el impulso que mueve al ser humano a avanzar necesita clarificarse y ser guiado de manera adecuada (cf. CV 2-3).

Es importante recordar que tanto la «verdad sin amor» como el «amor sin verdad» pueden ser causa de deshumanización. En primer lugar, una cultura sin respeto por la verdad cede fácilmente ante la presión de los intereses. Pierde la capacidad de sostener un diálogo serio y sereno entre distintas visiones de la realidad y termina convirtiéndose en la simple expresión de las relaciones de poder establecidas en un momento dado. Quienes tienen mayor peso social, poder económico o dominio político imponen sus ideas a los demás. Pero una cultura sin verdad también puede sucumbir a la atracción de la utilidad, perdiendo el interés por el bien común y desviándose de la búsqueda de respuestas más amplias a los problemas. Se vuelve indiferente a los resultados a largo plazo, incapaz de mirar más allá del individuo o del grupo y, por lo tanto, de seguir un camino verdaderamente colectivo[29].

En segundo lugar, una cultura que deja de preocuparse por el amor pierde fácilmente la noción de las consecuencias de sus actos y paga el precio de sus errores. Si bien la verdad es necesaria para iluminar el amor, también el amor es esencial para dar cuerpo a la verdad (cf. CV 2). Aquello que buscamos solo puede afirmar su razón de ser si se manifiesta a través de la intención del amor. Es con el amor que nuestras iniciativas, esfuerzos y compromisos pueden demostrar que avanzamos en la dirección correcta. Como ha señalado el papa Francisco, si falta el amor, la verdad, en cuanto tal, «la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona» (LF 27).

La unión de verdad y amor está claramente en el centro de lo que nos enseña el Evangelio. Es esa novedad que la luz de la fe puede aportar a la sociedad y, por lo tanto, a la humanidad entera. Naturalmente, son muchas las actividades que la Iglesia puede llevar a cabo. En ocasiones, incluso, puede llegar a percibirse a sí misma como una presencia útil y funcional. Pero no debemos olvidar que «su contribución más decisiva y eficaz proviene del hecho de que vive de la fuerza del Evangelio que le ha sido confiado»[30].

Debemos, por tanto, tener siempre presente el mandato de Jesús: «Vayan por todo el mundo» (Mc 16,15). Este es el «dinamismo de “salida”», el «coraje de alcanzar todas las periferias», del que habla el papa Francisco[31]. Se trata de llegar a situaciones y problemas que no estamos acostumbrados a mirar y que, en efecto, necesitan la luz del Evangelio. Sin embargo, el Papa advierte contra la tentación de querer «“adoctrinar” el Evangelio»[32]. No debemos olvidar que nadie puede imponerle al Evangelio lo que debe decir. Sin duda, el Evangelio está abierto a las preguntas que surgen de las situaciones y los problemas que afectan al ser humano, pero las respuestas que ofrece llegan de manera libre y soberana.Francisco recuerda también que no debe obstaculizarse la fuerza vivificante del Evangelio. Subraya que no se puede ver el Evangelio solo como una fuente normativa y que, sobre todo, de él recibimos vida, siempre que respetemos tanto la verdad que transmite como el amor que lo impregna.

  1. P. Valadier, La condition chrétienne. Du monde sans en être, París, Seuil, 2003, 32.

  2. Cf. K. Lehmann, «L’Église et la foi dans une société pluraliste», en Conseil des Conférences Épiscopales Européennes (CCEE), La religion, fait privé et réalité publique. La place de l’Église dans les sociétés pluralistes, París, Cerf, 1997, 73.

  3. Conférence des Évêques de France, Proposer la foi dans la société actuelle. Lettre aux catholiques de France, París, Cerf, 1997, 35.

  4. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 1.

  5. Cf. P. Valadier, Un christianisme d’avenir. Pour une nouvelle alliance entre raison et foi, París, Seuil, 1999, 215 s.

  6. Cf. K. Lehmann, «L’Église et la foi dans une société pluraliste», cit., 74.

  7. Ibid.

  8. Cf. P. Valadier, «L’humanisme intégral selon le pape François», en Études, n. 4265, noviembre 2019, 86.

  9. Cf. Id., L’Église en procès. Catholicisme et société moderne, París, Flammarion, 1989, 139-142.

  10. Ibid., 144.

  11. Cf. ibid.

  12. Benedicto XVI, Alocución para el encuentro con la Università degli Studi di Roma «La Sapienza», previsto para el 17 de enero de 2008 y posteriormente cancelado.

  13. Cf. Id., Presentazione degli auguri natalizi alla Curia Romana, 21 de diciembre de 2012.

  14. Cf. Francisco, Encíclica Lumen fidei (LF), 29 de junio de 2013, nn. 1-3.

  15. H. Waldenfels, Teología fundamental contextual, Salamanca, Sígueme, 1994, 543 s.

  16. Cf. P. Valadier, «Un présent sans épaisseur», in Études, n. 4191, luglio 2013, 57-61.

  17. Cf. ibid., 61 s.

  18. Juan Pablo II, s., Encíclica Fides et ratio (FR), 14 de septiembre de 1998, párrafo inicial.

  19. La expresión «se ayudan mutuamente» viene de: Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, IV.

  20. Benedicto XVI, Encuentro con las autoridades civiles, Parlamento de Londres, 17 de septiembre de 2010.

  21. Cf. L. Devillairs – J.-L. Marion, «Foi et raison», en Études, n. 4202, febrero 2014, 70.

  22. Cf. ibid., 67 s; 70 s.

  23. Cf. ibid., 71 s.

  24. Cf. M. Neusch, Les traces de Dieu. Éléments de théologie fondamentale, París, Cerf, 2004, 50.

  25. Cf. N. Sarthou-Lajus, «Raison et foi: des rapports revitalisés», en Études, n. 4271, mayo 2020, 84.

  26. Cf. ibid., 82-84.

  27. Cf. Benedicto XVI, Encíclica Caritas in veritate (CV), 29 de junio de 2009, 3.

  28. Cf. Benedicto XVI, Alocución para el encuentro con la Università degli Studi di Roma «La Sapienza», cit.

  29. Cf. ibid.

  30. CCEE, La religion, fait privé et réalité publique…, cit., 118.

  31. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, n. 20.

  32. Id., Exhortación apostólica postsinodale Amoris laetitia, 19 de marzo de 2016, n. 49.

Domingos Terra
Se licenció en Medicina en 1982. Obtuvo su segunda licenciatura canónica en Teología en 1993 por la Jesuit School of Theology de Berkeley . Se doctoró en Teología Fundamental en el Centre Sèvres - Facultés Jésuites de París en 2003. Su tesis dio lugar al libro Devenir chrétien aujourdhui: un discernement avec Karl Rahner (L’Harmattan, 2006). El autor enseña actualmente Teología Fundamental y Teología Espiritual en la Universidad Católica Portuguesa de Lisboa. Es investigador del Centro de Investigación en Teología y Ciencias de las Religiones.

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