PSICOLOGÍA

Secuelas espirituales del Covid 19

UNA EXPERIENCIA DE CRISIS Y ESPERANZA

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Una gran catástrofe puede condicionar el modo de pensar de una generación, bien lo saben los niños que nacen después de un conflicto bélico, las madres que ven a sus hijos huir del hambre o los millones de refugiados que hay actualmente en el mundo. Las guerras, las pandemias y las hambrunas aparecen frecuentemente en la Historia de la humanidad, y requieren una buena comprensión de las causas y de las consecuencias, porque si no hay un riesgo alto de repetir errores, de perder el rumbo y de volver a naufragar.

En el caso particular de las pandemias las consecuencias pueden llegar a ser aún más dañinas, porque el culpable no está en el vecino malvado o en la falta de lluvia, el verdugo además de invisible está muy dentro, y si ya es complicado de curar, aún lo es más de comprender. Los libros de historia[1] destacan la peste negra de 1348[2] como gran referente. No obstante, conviene señalar que este tipo de calamidades no solo han ocurrido en la estigmatizada Edad Media, qué decir de la viruela en el siglo XVI, el cólera en el XIX o la mal llamada gripe española hace casi un siglo.

Pese a que los virus y las bacterias no entienden de economía, los grupos más castigados eran los más pobres, y aquellos que los intentaban socorrer. Cuando la población se diezmaba se producían movimientos demográficos, escasez de alimentos y alza de precios, alterando el orden social en cuestión de meses. Y quizás el ámbito con más impacto era el religioso y existencial. Evidentemente, no contaban con nuestra tecnología, y cada generación trataba de responder a los interrogantes que surgían con sus propias herramientas, encontrando así en el castigo divino la causa favorita. Y sobre todo se alteraba el modo de comprender el mundo, de tal manera que en pocos años podía cambiar la percepción de Dios y del hombre, de la muerte y, por tanto, de la vida. En ocasiones la realidad supera la ficción, y las pandemias se pueden convertir en auténticos puntos de inflexión[3].

A diferencia de otras pandemias, en esta crisis desde bien temprano han corrido ríos de tinta sobre las secuelas físicas y psicológicas. Para numerosos pacientes que han sobrevivido al Covid-19 este no se ha quedado en una historieta para contar a sus nietos o en la ya clásica pérdida de cabello. Las secuelas físicas pueden ser graves, como la alteración de la coagulación o la fibrosis pulmonar, entre otros muchos. No son una broma. Tampoco lo son las secuelas psicológicas, como el estrés post traumático de aquellos que pasaron semanas en terapia intensiva o la tendencia a la depresión durante el confinamiento, por no hablar de la adicción a las redes sociales o los trastornos de alimentación entre adolescentes. Y sabiendo por experiencia cómo es esta pandemia y cómo lo fueron las anteriores, resulta oportuna la siguiente pregunta: ¿cuáles son las secuelas espirituales del Covid-19?

Las cifras de muertos, el sonido de las ambulancias y la preocupación por los nuestros no tardarán en cobrarse su factura, esto nos recuerda que no somos máquinas. En este punto conviene ir más allá, porque lo espiritual no es solo lo psicológico, aunque a veces nos cueste distinguirlo. Hay aspectos compartidos, pero insisto: no es lo mismo. No es emocionarse con una canción bonita, disfrutar de un atardecer junto al mar o sentir ansiedad ante un examen. La espiritualidad tiene que ver con cómo nos relacionamos con la trascendencia. Por lo tanto es una relación, hay una alteridad. Y en función de cómo sea este vínculo nos relacionamos con nuestra realidad -los otros, el entorno, la naturaleza, el tiempo, el espacio, la sociedad o la cultura- y con nosotros mismos. Por eso todo está interrelacionado y nos afectan tanto los cambios, y principalmente porque nos jugamos nuestro modo de estar en el mundo y de percibir nuestra identidad, nuestra libertad y nuestra existencia.

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Curiosamente, las secuelas espirituales tienen una particularidad: se pueden convertir en oportunidad. Un ejemplo claro y recurrente es la experiencia de san Ignacio de Loyola[4]: el mismo cañonazo que le destrozó la pierna también propició un cambio de vida y una conversión espiritual que aún sigue dando que hablar. Por tanto, cada una de estas secuelas tiene un lado bueno, y aunque no sabemos cómo, algún día darán fruto, como le pasa a la vid cada vez que la podan.

La imagen de Dios

En la vida son más importantes las preguntas que las respuestas, sencillamente porque nos permiten avanzar. Y cuando la incertidumbre irrumpe en nuestro camino se multiplican exponencialmente. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Por qué Dios lo consiente? Y estas solo son el principio. Cuestiones lícitas y que conviene hacerse a menudo, porque nos permitirán crecer aunque la respuesta sea el silencio. El problema surge cuando todo lo atribuimos a la voluntad de Dios, responsabilizándole de todo lo que pasa en el mundo sin ningún criterio, de lo bueno y de lo malo. Esto responde a todas nuestras preguntas, pero al momento nos conduce a un callejón sin salida: ¿en qué tipo de Dios creemos que quiere nuestro dolor?

Esta secuela tiene una parte teológica y pastoral, ya que si no se explica bien puede condicionar nuestro modo de acercarnos a Dios. Dios nunca quiere nuestro mal, y conviene decirlo alto y claro. Puede ser fácil y recurrente culpar a Dios, pero no es ni justo ni conveniente. No es un castigo[5] de Dios ni una venganza de la naturaleza que un virus pase de un animal al ser humano y se multiplique por todo el mundo cobrándose la vida de cientos de miles de personas[6]. Todo lo contrario, Dios está con el que sufre en cada cama de hospital, acompañando en la soledad, animando al investigador o consolando a las familias. Cualquier desliz pastoral que promueva la imagen de un Dios castigador puede propiciar un daño espiritual al que lo escucha, pues el modo de entender y de relacionarse con Dios cambia cuando hay miedo de por medio.

Puede ser que en este aspecto de comprensión teológica -y en consecuencia espiritual y pastoral- nos pueda ayudar la figura de Job, que en medio de su sufrimiento extremo se dio cuenta que el mal no procedía ni de Dios ni de sus propios actos. Se trata de una sabiduría, que a través de la fe, pretende acercarse de una forma auténtica a Dios. No nos abandona en el dolor, Dios sigue haciendo posible el encuentro[7]. La salvación solo pasa por Él, por mucho que millones de preguntas, silencios y dudas resuenen en nuestra cabeza, el dolor no tiene la última palabra.

La «desacramentalización» de la fe

No sin cierta polémica, en casi todos los países del mundo el confinamiento ha impedido a millones de fieles celebrar la Eucaristía, algo que no había ocurrido jamás. Algunos sacerdotes celebraron la misa en privado y la transmitieron de forma virtual, ayudando con la palabra y la imagen a la comunión espiritual y manteniendo así ciertos vínculos comunitarios. No obstante, a pesar del intento de minimizar el efecto, el pueblo de Dios ha tenido que sobrevivir espiritualmente sin la práctica habitual de los sacramentos, al menos de forma continuada. Aquí no solo está en juego la relación con Dios, también lo está con la Iglesia, con la comunidad y con uno mismo.

Cuando todas las restricciones hayan concluido, es posible que bastantes cristianos vuelvan a los templos fortalecidos con una fe que se alimenta de los sacramentos, y este particular ayuno les habrá servido para darse cuenta de su importancia. Lamentablemente, esta «desacramentalización» temporal supondrá ciertos problemas para algunas comunidades cristianas y unos cuantos fieles se desengancharán por el camino, sencillamente porque el hábito forja la virtud. Pienso en parroquias cuyos feligreses tienen una salud delicada y que salir a la calle y estar con gente se puede convertir en una actividad de riesgo. También en el caso de los padres que tratan de educar a sus hijos en la fe con cierta dificultad, y tienen que volver a convencerles de la importancia de cuidar la Eucaristía tras varios meses de ausencia. Qué decir de las comunidades de jóvenes que se están formando y que pierden las rutinas que favorecen la práctica sacramental o algunas personas -tal vez con dudas de fe, miedo o sobrecarga de trabajo- que han perdido el sano hábito de celebrar los sacramentos cada semana y ahora se cuestionan su pertenencia a la Iglesia.

Además, conviene señalar que la dificultad no se reduce solo a la celebración de la Eucaristía. La actividad pastoral requiere una gran inversión de tiempo y de imaginación, porque se pretende crear procesos en las personas. Con esta pandemia este trabajo se puede haber visto interrumpido, y en algunos casos tocará recomenzar de cero. Asimismo, habrá que repensar las liturgias, encuentros y celebraciones sin el calor de la muchedumbre -procesiones, grupos, retiros, oraciones multitudinarias, conferencias, Jornadas Mundiales de la Juventud…- que hasta dentro de un tiempo no podrán celebrarse como siempre se ha hecho y alimentaban la fe de mucha gente.

Sabiendo que nuestra fe católica pivota sobre una vida sacramental, estamos ante la urgencia de rediseñar nuevas propuestas pastorales que satisfagan la vida espiritual del Pueblo de Dios y que entretejan de nuevo lazos comunitarios, y esto supone un sobreesfuerzo y una exigencia creativa para agentes pastorales que en ocasiones no dan abasto. Esto ya ocurre en algunas partes del mundo debido a la escasez de sacerdotes, el matiz es que hoy por hoy muchas comunidades tienen que actualizarse a marchas forzadas tras varios meses de ausencia de celebraciones presenciales. Afortunadamente todavía queda tiempo, motivos y creatividad suficiente para celebrar la vida.

La muerte

A lo largo de estos meses hemos visto cómo las cifras de fallecidos se disparaban en casi todos los países. Una tragedia convertida en estadística, pero no por ello menos dolorosa. La misma cultura global que tiende a ocultar la muerte se ha golpeado de bruces con números de guerra. Quizás lo más cruel ha sido acostumbrarse a ella, soslayando que detrás de una curva aséptica hay millares de personas agonizando en hospitales y otras tantas familias rotas. Esto tiene sus secuelas a todos los niveles. La cercanía de la muerte nos recuerda nuestros límites y nuestra vulnerabilidad cuando el mundo de la imagen proclama lo contrario. La vida es un don, sin embargo no sabemos cuánto nos va a durar. Y aunque tratemos de mirar para otro lado, forma parte de la vida, afectando a nuestra existencia y, por tanto, a nuestra espiritualidad.

La muerte genera dolor, culpabilidad y vulnerabilidad, y no se reduce solo a los enfermos que han sobrevivido al Covid-19 o a las personas que han perdido un familiar. Cada sociedad tiene que llorar las pérdidas, aceptar el dolor sufrido y terminar un duelo necesario. Y creo personalmente que a los cristianos nos corresponde acompañar este camino en lo personal y en lo comunitario, tanto a creyentes como a no creyentes. Primero, mirando al pasado y dando espacio a la memoria, que con su sabiduría es capaz de incluir a los que se fueron en la vida de una comunidad. Segundo, en el hoy: para escuchar, reconciliar, celebrar los logros, servir y curar las heridas. Y por último, invitar a mirar el mañana, pues en la fe en Cristo encontramos la promesa de la resurrección y un futuro esperanzador[8].

Y esta secuela también tiene una parte positiva: la función catártica de la muerte. Asomarnos al final de nuestra vida nos cuestiona cómo queremos vivir, diferenciamos mejor lo profundo de lo superficial, lo importante de lo accesorio. Así lo entendió el propio san Ignacio de Loyola, cuando invita al ejercitante a contemplar su último día de vida y cuestionarse cómo habría deseado vivir[9]. Decía el premio Nobel francés Albert Camus «que por las noches es cuando se medita»[10], por eso este tiempo de oscuridad personal y comunitaria -en el que hemos palpado con dolor nuestros límites- debe de ir acompañado de una reflexión que nos ayude a vivir más desde Dios y a discernir qué es lo importante en nuestra vida y cómo queremos realmente vivir.

La confianza

Cuentan que durante la peste justiniana en el siglo VI algunos habitantes de París buscaron remedios en sus antiguas divinidades. En cuestión de semanas nuestro mundo se ha tambaleado, como si de un terremoto se tratase. Hablamos de crisis económica, social, política y, sobre todo, sanitaria. Básicamente, casi todo lo que nos daba confianza, seguridad y nos permitía mantener una vida estable. En contrapartida se ha disparado lo contrario, una inseguridad ante la vida que nos lleva a bandearnos en la incertidumbre. Esta sensación de miedo a vivir y vértigo existencial se acentúa en las personas que han padecido el Covid-19 en sus propias carnes, pues han sentido que incluso su vida ya no estaba en sus manos.

No solo se han resquebrajado vidas, familias, proyectos o empleos, en algunos casos es la propia fe la que ha entrado en crisis. La espiritualidad nos pone en relación con nuestro entorno, y si todo queda afectado a nuestro alrededor podemos acabar confundidos, y pensar que Dios -que guiaba nuestras vidas cuando todo funcionaba bien- nos ha abandonado. Pienso en la desesperación del que está al borde de la ruina, del político comprometido que busca soluciones por doquier o del familiar pendiente del teléfono. Al fin y al cabo, forma parte de nuestra lógica humana, y en la zozobra nos planteamos si la roca donde apoyamos nuestra vida es lo suficientemente resistente, por eso aquellos parisinos del siglo VI optaban por volver a los ídolos que antes les daban confianza, porque de primeras lo tangible siempre nos va a parecer más seguro.

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Debemos asumir que en determinadas ocasiones nuestra realidad será tan compleja e inestable que solo podremos apoyarnos en Dios, como le pasó a Job y a tantos enfermos de Covid-19. Si observamos la vida de los místicos vemos cómo las situaciones de abandono son momentos de entrega y unión máxima con Dios, donde la desesperación se abraza a la confianza más auténtica[11]. Así lo vivían san Juan de la Cruz, santa Teresa de Calcuta o Etty Hillesum[12] entre otros muchos. Parecido es el caso de los discípulos en la barca[13] y qué decir del propio Jesús de Nazareth rezando en el huerto de los olivos[14] o abandonado en la Cruz[15]. Aquí, en el abismo de esta pandemia, nos pueden servir las palabras inspiradoras del padre Pedro Arrupe[16]: «Tan cerca de nosotros no había estado el Señor, acaso nunca; ya que nunca habíamos estado tan inseguros».

La soledad

Una de las particularidades de este virus es que ha transformado profundamente nuestro modo de relacionarnos[17]. Ya nadie se atreve a dar un abrazo ni a toser en público. El contacto humano y la cercanía han pasado de ser un gesto de cariño y cercanía a convertirse en un serio peligro para la salud pública, de manera que la mejor forma de frenar la pandemia es mantener la distancia y el aislamiento social. No es exagerado afirmar que una de las secuelas más duras es la soledad. Los ejemplos son numerosos: el enfermo luchando por su vida lejos de los suyos, los hijos solos en el cementerio, el sanitario ahogado en un mar de emociones, el anciano confinado lejos de los suyos y así tantas situaciones que muestran cómo hemos perdido algo tan natural como nuestro modo de relacionarnos.

Conviene señalar que en ningún caso este aislamiento puede confundirse con el apartamiento voluntario de un retiro espiritual, por mucho que haya parte de desierto. Es una soledad forzada que duele, cuestiona e incluso atormenta. Aunque la cultura global imperante propugne un individualismo exacerbado, el ser humano es un ser social, pues a través de los otros descubrimos quiénes somos realmente, y esto también nos afecta espiritualmente.

En esta misma línea, como consecuencia de las medidas protectoras hemos perdido bastantes de nuestros rituales sociales, que siempre muestran y ayudan más de lo que nosotros creemos. Asimismo, esto también ha tenido su repercusión en las comunidades cristianas que debían mantenerse unidas a pesar de la distancia, pues Dios está presente en la comunidad, especialmente cuando está reunida[18]. Sin embargo, este aislamiento forzoso nos ha mostrado la necesidad que tenemos de los otros, de sentirnos comunidad y de formar parte de algo más grande. Además, la soledad y la compasión han propiciado un interés por el prójimo y la búsqueda de nuevas formas de relacionarnos y de sumar juntos. Los homenajes a los sanitarios, los proyectos de ayuda a los más necesitados o las llamadas a las personas que están solas, por citar algunos casos, muestran que la «cultura del cuidado» es más que posible[19].

Este deseo de estar con otros y de valorar lo colectivo nos puede ayudar a ubicarnos en una nueva crisis social que todavía no ha llegado a su punto álgido. En este tiempo de reconstrucción tenemos una oportunidad para compartir vida, reconstruir relaciones y fortalecer un nuevo tejido social, porque así acolcharemos mejor los golpes. El papa Francisco lo explica claramente en Fratelli Tutti, cuando insiste en recuperar en nuestro horizonte la fraternidad como actitud vital y cristiana. No como un idealismo clásico, más bien para compartir tiempo, esfuerzo y bienes, pues ahora más que nunca se ha demostrado que no nos podemos salvar solos[20].

La nostalgia

Durante el período de aislamiento se han manifestado en las personas actitudes de nostalgia. Por otra parte, ha aumentado el consumo de medicamentos relacionados con la ansiedad, insomnio y la depresión[21], así como las consultas psicológicas[22]. Y conviene señalar que la desolación[23] se ha instalado por momentos en la vida espiritual de muchas personas debido al cansancio por una situación a la que no nos logramos acostumbrar.

No obstante, solazarse en una nostalgia casi adictiva no es sólo algo propio de esta situación, ya el pueblo de Israel añoraba las cebollas de Egipto[24], obviando que precisamente huían de una situación considerablemente peor. Una muestra más de que la vivencia del tiempo también influye en la espiritualidad. Por eso a veces el arte y la política buscan inspiración en el pasado, pues consideran que el presente está agotado y necesitan referentes donde apoyarse. En esta pandemia, además del cansancio, el miedo y la soledad, se une la quietud y la imposibilidad de vislumbrar un futuro claro, ya que cualquier proyecto será sometido al arbitrio de un virus que no logramos controlar. Igualmente resulta complicado sentirse cómodo en un presente desagradable y anodino, por tanto el regreso de nuestra imaginación a los idílicos tiempos pasados se presenta como algo más lógico y habitual de lo que parece, así como la pregunta de si de verdad escogimos el camino apropiado.

Una cosa es estar triste y cansado y otra perder el ánimo, convirtiendo así la nostalgia en un estado habitual[25]. No es una depresión, no obstante si nos rendimos podemos pasarlo realmente mal, y es necesario poner todos los medios para recuperar la alegría. Las malas mociones[26] hay que desecharlas, sin embargo antes es preciso hacernos conscientes de dónde estamos y querer salir de ahí. Para cambiar este estado del alma, nos toca[27] examinar nuestra vida desde Dios y aceptar nuestra situación. Tan sencillo y a la vez tan complicado. Eso sí, nunca desde las decisiones pasadas o desde las vidas paralelas que no nos permiten avanzar, más bien se trata de recuperar la perspectiva del tiempo y reconocer que el presente también ofrece posibilidades y que el mañana será bueno, sencillamente porque es de Dios. Al fin y al cabo, que aún no se vea el final del túnel, no significa que no haya una salida.

Todos en la misma barca

Como ya he señalado al principio, aunque es la humanidad entera la que ha recibido el golpe, no todos sufren las consecuencias de la misma manera, ni todos tienen que padecer siempre las mismas secuelas, porque depende mucho de las personas, de cómo les haya afectado la enfermedad y del contexto. No es lo mismo vivir la pandemia en una casa confortable a las afueras de una capital europea que en un barrio humilde de América Latina. Tampoco es lo mismo vivirlo siendo joven o anciano, teletrabajar o estar en trinchera de un hospital, aceptarlo desde la confianza en Dios o desde la superstición más primitiva, y qué decir de la diferencia entre haber estado sano o enfermo. Y así tantas historias de las que no tenemos noticias y para los que esta pandemia se ha convertido en un infierno. Por ello es necesario estar atentos y preparados para no dejar a nadie atrás.

Habrá tiempo para que la sociedad en su conjunto analice las consecuencias con más perspectiva, porque surgirán otros problemas -no sólo espirituales- y también nuevas soluciones. En esta reflexión, como cristianos debemos insistir en que esta pandemia también es una experiencia de crisis y de aprendizaje, de poda necesaria y de renovación urgente, y principalmente de esperanza, pues sin duda va a marcar el devenir de la humanidad en los próximos años.

Y sobre todo, estamos ante el gran reto de convertir esta desgracia en una ocasión para acercarnos más a Dios, de forma que cada persona y cada pueblo puedan percibir la salvación y la misericordia de Cristo en su propia historia. Si conseguimos que esta relación con Dios se haga más profunda, auténtica y sólida, se reforzarán también los vínculos con los otros, con el entorno, con la Iglesia y con uno mismo, porque es algo propio de la espiritualidad e imprescindible en este extraño momento.

El 27 de marzo de 2020, Francisco se dirigía así al mundo entero en una plaza de San Pedro completamente vacía: «El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar».

Una vez más, como cristianos, nos toca la tarea de acompañar y servir a la humanidad entera en esta difícil navegación hasta un puerto seguro, y recordar que aunque avance rugiente la tormenta, Dios nos sigue llamando, guiando y sosteniendo.

  1. Cfr E. Mitre Fernández, Fantasmas de la sociedad medieval: enfermedad, peste, muerte, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2004. A lo largo de esta obra se desglosa el impacto de las catástrofes sanitarias en la mentalidad de la Edad Media.

  2. Se estima que hubo entre un 40 y 60% de mortalidad.

  3. Cfr P. Rodríguez López, «Los jesuitas en las epidemias, entre la incertidumbre y la enfermedad», en Manresa, vol. 92, 291-300. Es este artículo, el historiador se refiere a las pandemias como puntos de inflexión o bisagras de la Historia.

  4. En este caso y en alguno más me referiré a él para ubicar mejor algunas claves de la espiritualidad, en este caso ignaciana.

  5. «No quiero decir que se trata de una suerte de castigo divino. Tampoco bastaría afirmar que el daño causado a la naturaleza termina cobrándose nuestros atropellos. Es la realidad misma que gime y se rebela» (Francisco, Fratelli Tutti, n. 34).

  6. Cfr Á. Cordovilla, «Teología en tiempos de pandemia» en Vida Nueva, n. 3178, 2020, 23-30.

  7. «Suplicará a Dios y él lo atenderá, le mostrará su rostro con júbilo, restituirá al hombre su salvación» (Job 33,26).

  8. Cfr 1 Cor 15.

  9. «Tercera regla: considerar como si estuviese en el artículo de la muerte, la forma y medida que entonces querría haber tenido en el modo de la presente elección, y reglándome por aquella, haga en todo la mi determinación». (Ignacio de Loyola, s., Ejercicios Espirituales, n. 186).

  10. A. Camus, Lettres à un ami allemand, Paris, La Pléiade, 1965. La cita proviene de la segunda carta del autor a un supuesto amigo alemán, publicada en un periódico francés. Aunque este filósofo se declara no creyente, utiliza esta expresión de «noche» para referirse a otra catástrofe global como fue la II Guerra Mundial.

  11. Cfr L. M. García Domínguez, «Tercera semana de Ejercicios y pandemia», en Manresa, vol. 92, 2020, 235-246.

  12. Así se refirió Benedicto XVI, en Audiencia General el 13 de febrero de 2013, a Etty Hillesum: «En su vida dispersa e inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la gran tragedia del siglo XX, la Shoah».

  13. Cfr Mc 4, 27-41.

  14. «Decía: “Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”». Mc 14,36.

  15. «A esa hora Jesús gritó con voz potente: “¡Eloí, Eloí!, ¿lemá sabajtaní?”, que significa: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”» (Mc 15,34).

  16. P. Pedro Arrupe fue Prepósito general de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1983.

  17. Cfr A. Lobo, «Se nos había olvidado sufrir: claves ignacianas para acercarse a la crisis del Covid-19», en Manresa, vol. 92, 2020, 253-262.

  18. «Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos» (Mt 18, 20).

  19. «En este marco, junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica» (Francisco, Laudato Si’, n. 231).

  20. «Si no logramos recuperar la pasión compartida por una comunidad de pertenencia y de solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes, la ilusión global que nos engaña se caerá ruinosamente y dejará a muchos a merced de la náusea y el vacío» (Francisco, Fratelli Tutti, n. 36).

  21. Cfr E. de Benito, «El consumo de medicamentos para ansiedad, depresión y problemas de sueño subió un 4% durante la primera ola», en El País, 3 de diciembre de 2020.

  22. No pretendo señalar secuelas psicológicas, ya que el impacto sobre la salud mental requiere un estudio de más recorrido.

  23. «Llamo desolación todo el contrario a la tercera regla; así como escuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas baxas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y seperada de su Criador y Señor» (Ignacio de Loyola, s., Ejercicios Espirituales, n. 317).

  24. «Cómo nos acordamos del pescado que comíamos de balde en Egipto, y de los pepinos, y melones, y puerros, y cebollas, y ajos» (Nm 11,5).

  25. Cfr A. Cano Arenas, «Discernir en el dolor», en Manresa, vol. 92, 2020, 301-304.

  26. San Ignacio señala en el n. 319 de los Ejercicios Espirituales la necesidad de instar a la oración, examinarse y hacer penitencia.

  27. «El único modo de no paralizarnos, como he dicho, es mirar de frente nuestra propia vulnerabilidad. Hoy, a diferencia del tiempo de Ignacio, no es de cobardes decir y decirme “tengo miedo de esto, esto y esto”» (T. Catalá Carpintero, «No quedar atrapados por el miedo y por los ídolos», en Manresa, vol. 92, 215-226).

Álvaro Lobo Arranz
Jesuita desde 2011 en la provincia de España. Su primera formación fue Enfermería, para luego continuar con Antropología y un Máster en Política y Democracia. Actualmente prepara la Licencia en Teología Moral en el Centro Sèvres. Sus principales áreas de interés son el mundo de la educación y la escritura. Colabora de forma regular en la Pastoral SJ y en otros espacios religiosos y laicos.

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