«¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?». Esta es la principal pregunta de la Carta Encíclica del Papa Francisco Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (LS). No es una pregunta ideológica, ni «técnica», sino una interrogación fuerte que plantea la cuestión ecológica como un punto central para nuestra humanidad. Y así continúa el Pontífice: «Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes» (LS 160; cursivas nuestras). Y digámoslo de inmediato: la perspectiva de esta encíclica no es exclusivamente «ecológica», en el sentido de que su contenido no se limita a fenómenos como el cambio climático, por lo demás, muy importantes. Laudato si’, como veremos, es real y verdaderamente una encíclica social integral.
El documento: estructura, interrogantes, líneas temáticas y perspectiva global
La perspectiva holística, global, amplia, de una creación entendida como «casa común», ambiente de vida y no simple «objeto» de uso, caracteriza la propuesta del Pontífice, más allá de cada particularidad. Estamos frente a un universo descrito como lugar en el que convergen «multiplicidad y variedad», donde todo está relacionado, unido por vínculos invisibles y «conectados» (cfr LS 16; 86; 89; 92; 138). El mundo es una red de relaciones.
Las preguntas que motivan la escritura de la encíclica son, por lo tanto, aquellas sobre el sentido de la vida y de nuestro modo de habitar la tierra: «¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra?» (LS 160). En este sentido, Francisco recoge y vuelve a lanzar la propuesta de sus antecesores, fundada en el hecho de que un Pontífice no solo puede, sino que debe ocuparse de la ecología. «En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de “crear” el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios», había escrito San Juan Pablo II en la Centesimus annus, el 1º de mayo de 1991. Por lo tanto, la cuestión ya no es si los católicos deben enfrentar problemas de ecología desde la perspectiva de la fe. La verdadera pregunta es como deben enfrentarlos. Esta es la pregunta que el Papa quiere responder.
«Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba». Es la invocación de San Francisco de Asís en su Cántico de las criaturas. El énfasis en la alabanza confirma la perspectiva global e indica la actitud de espíritu que debe guardarse. Nos recuerda que la tierra «es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos» (LS 1). Nosotros mismos «somos tierra» (cfr Gen 2,7). «Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura» (LS 2). San Francisco nos ha dado un testimonio cristiano de ecología integral, que nos conecta con la esencia del ser humano: «Así como sucede cuando nos enamoramos de una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas» (LS 11).
Sin embargo, desde el escenario luminoso de la alabanza, prácticamente al inicio del gran fresco que abre esta encíclica, emerge de lo profundo el grito de la madre tierra, que protesta contra el daño que le provocamos, uniéndose al grito de los pobres, interpelando nuestras conciencias e «invitándonos a reconocer los pecados contra la creación» (LS 8). Nos lo recuerda el Papa retomando las palabras del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomeo, que de esta manera pasan a formar parte del magisterio de la Iglesia Católica: «Que los seres humanos destruyan la diversidad biológica en la creación divina; que los seres humanos degraden la integridad de la tierra y contribuyan al cambio climático, desnudando la tierra de sus bosques naturales o destruyendo sus zonas húmedas; que los seres humanos contaminen las aguas, el suelo, el aire. Todos estos son pecados» (LS 8). El juicio duro y dramático del Patriarca es pronunciado, en todo caso, desde una visión del mundo como «sacramento de comunión, como modo de compartir con Dios y con el prójimo en una escala global. Es nuestra humilde convicción que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta» (LS 9).
El recorrido de la encíclica Laudato si’ se desarrolla en torno al concepto de «ecología integral», que se describe casi al comienzo (LS 15) como una suerte de «mapa», de guía de lectura. En primer lugar, el Pontífice realiza «un breve recorrido por distintos aspectos de la actual crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se indica a continuación». De esto da cuenta el primer capítulo.
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Desde esa panorámica, el Pontífice retoma «algunas razones que se desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente»: será la materia del segundo capítulo.
A continuación, el Papa dedica el tercer capítulo a intentar alcanzar «las raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino también las causas más profundas. Así podremos proponer una ecología que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea».
A la luz de esta reflexión, en el cuarto capítulo el Pontífice da un paso adelante «en algunas líneas amplias de diálogo y de acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional».
Y desde esta base, el Papa Francisco propone, en el quinto capítulo, «algunas líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana», pues está «convencido de que todo cambio necesita motivaciones y un camino educativo».
La encíclica concluye ofreciendo el texto de dos oraciones: la primera para compartir con los creyentes de otras religiones y la segunda con los cristianos, retomando así la actitud de contemplación con la que comenzaba.
Cada capítulo aborda un tema particular, con su método específico, pero el texto en su globalidad está atravesado por algunas líneas temáticas fundamentales que le confieren una fuerte unidad. El mismo Pontífice las resume y las presenta así: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida» (LS 16).
Si bien la ciencia es el instrumento privilegiado para escuchar el grito de la tierra, el método de Francisco está transido fuertemente por la búsqueda de un diálogo amplio. Ante todo, por uno colegiado. Hay muchas referencias al magisterio de sus antecesores y a otros documentos vaticanos (en particular, al Pontificio Consejo de la Justicia y de la Paz). Sin embargo, así como sucedió con Evangelii gaudium (EG), se citan posturas de numerosas Conferencias episcopales de todos los continentes. Pero el diálogo es también ecuménico y religioso. Por ello, además del Patriarca Bartolomeo, el Papa dialoga con el gran pensador protestante francés Paul Ricœur (cfr LS 85) y con el místico islámico Ali Al-Khawwas (cfr LS 233). Notemos, finalmente, la referencia al padre Pierre Teilhard de Chardin, pensador jesuita que había recibido una «Advertencia» del Santo Oficio en 1962, pero que Juan Pablo II y Benedicto XVI ya habían citado en textos de menor relevancia magisterial (cfr LS 83).
¿Qué le está sucediendo a nuestra casa común?
El primer capítulo de la encíclica hace suyos los más recientes avances del pensamiento científico en materia medioambiental para escuchar el grito de la creación. Para el Papa es necesario «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (LS 19). Es necesario ver con los propios ojos y reconocer los síntomas.
Contaminación, basura y cultura del descarte (LS 20-22). «La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería» (LS 21). En la raíz de esta dinámica encontramos la «cultura del descarte», que debemos contrarrestar adoptando modelos de producción basados en la reutilización y el reciclaje, limitando el uso de recursos no renovables. En cambio, «La falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda sociedad civil» (LS 25). Y, lamentablemente, «los avances en este sentido son todavía muy escasos» (LS 22).
El cambio climático. El cambio climático es «un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad» (LS 25). Si bien «el clima es un bien común, de todos y para todos», el mayor impacto de su alteración recae sobre los más pobres. «Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas» (LS 26).
La cuestión del agua. El escenario descrito por el Pontífice es dramático: poblaciones enteras, especialmente los niños, se enferman y mueren por el consumo de agua no potable, mientras prosigue la contaminación de las napas acuíferas causada por los vertederos de fábricas y ciudades. Para Francisco, «el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos» (LS 30). Privar a los pobres del acceso al agua significa negar «el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable» (ibid).
La pérdida de biodiversidad en la conexión global del cosmos. «Porque todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser valorada con afecto y admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a otros» (LS 42), escribe el Pontífice dando cuenta de una imagen del cosmos que rehúye un antropocentrismo estrecho, y apunta a una visión armónica e interconectada de la creación. Las diversas especies no son posibles «recursos» explotables: tienen un valor en sí mismas y no en función del ser humano. A pesar de ello, «Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extinguen por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho» (LS 33). A menudo los intereses económicos transnacionales obstaculizan esta tutela de la armonía cósmica (cfr LS 38).
Deterioro de la calidad de la vida humana y degradación social. La experiencia urbana del Pontífice cuando era arzobispo de Buenos Aires debe haber influido mucho en su adecuada percepción de la vida en las grandes metrópolis y de la degradación urbana por causa de las emisiones tóxicas, pero también del caos urbano, de los problemas de transporte y de la contaminación visual y acústica (cfr LS 44). El modelo de desarrollo que conocemos condiciona directamente la calidad de vida de la mayor parte de la humanidad y muestra que «el crecimiento de los últimos dos siglos no ha significado en todos sus aspectos un verdadero progreso integral» (LS 46). «Muchas ciudades son grandes estructuras ineficientes que gastan energía y agua en exceso» (LS 44), lo que las vuelve invivibles desde un punto de vista sanitario, al tiempo que ofrecen un contacto con la naturaleza limitado, con excepción de los espacios reservados a unos pocos privilegiados (cfr LS 45).
Inequidad planetaria. El deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan especialmente a los más débiles y a los excluidos (cfr LS 48). Ellos no son un «mero daño colateral» (LS 49). El clamor de la tierra es el mismo clamor de los pobres (ibid). La solución no es la reducción de la natalidad, sino contrarrestar «el consumismo extremo y selectivo» de una minoría de la población mundial (LS 50). De aquí emerge la exigencia de estar dispuestos a cambiar estilos de vida, de producción y de consumo (cfr LS 59).
La luz que ofrece la fe
Tras haber «visto» los síntomas de la crisis ecológica, el Pontífice busca meditar y reflexionar desde la perspectiva de la fe. Para ello, en el segundo capítulo de la encíclica relee los relatos de la Biblia y ofrece una visión global proveniente de la tradición judeocristiana. Está convencido de que la complejidad de la crisis ecológica requiere un diálogo multicultural y multidisciplinario, que incluya la espiritualidad y la religión. La fe ofrece «grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los hermanos y hermanas más frágiles» (LS 64). Los deberes frente a la naturaleza son, por tanto, parte integrante de la fe cristiana.
El universo, lenguaje del amor de Dios. En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo» (LS 73). El relato de la creación nos ayuda a reflexionar sobre la relación entre el ser humano y las demás criaturas, pero también sobre el valor en sí mismo de cada criatura: «Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios» (LS 84). Con san Juan Pablo II «podemos decir que, “junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche”» (LS 85). En el conjunto del universo y en su complementariedad se expresa la inagotable riqueza de Dios; este es lugar de su presencia y nos invita a la adoración.
El mundo y el encuentro con Dios. Pero el Papa no habla solo en términos generales. Quiere precisar que el mundo es el lugar de nuestro encuentro con Dios, en el cual Él trabaja. Nos ayuda incluso a realizar, según los Ejercicios Espirituales ignacianos, una suerte de «composición viendo el lugar» de nuestro encuentro con Dios: «La historia de la propia amistad con Dios siempre se desarrolla en un espacio geográfico que se convierte en un signo personalísimo, y cada uno de nosotros guarda en la memoria lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien jugaba en una plaza de su barrio, cuando vuelve a esos lugares, se siente llamado a recuperar su propia identidad» (LS 84).
El pecado rompe el equilibrio de toda la creación en su conjunto. Los relatos bíblicos sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales, estrechamente conectadas: la relación con Dios, la relación con el prójimo y la relación con la tierra. «Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado» (LS 66).
La creación: don que debemos custodiar, no posesión que debemos dominar. El Papa lamenta el hecho de que «algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras» (LS 67), trazando la imagen de un hombre como señor absoluto, un dominador despótico del mundo. Hoy debemos, en cambio, «rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas» (LS 67). «No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada», y al ser humano cabe la responsabilidad de «“labrar y cuidar” el jardín del mundo (cfr Gn 2,15)» (ibid).
La creación no es una posesión y «sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos» (LS 76). «De las obras creadas se asciende “hasta su misericordia amorosa”» (LS 77). «El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor» (LS 77). Y la creación en Cristo resucitado marcha hacia la plenitud de Dios (cfr LS 83). En esta comunión universal, el ser humano, dotado de inteligencia e identidad personal, representa «una novedad no explicable plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos» (LS 81). Es responsable de la creación confiada a su cuidado, y su libertad es un misterio que puede promover el desarrollo o causar la degradación.
Todas las criaturas avanzan hacia Dios. «El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios» (LS 83). En estas palabras hay una inversión de perspectiva. No se ve el universo como convergente hacia el hombre ni se entiende en función suya, sino que se ve al hombre dentro de una red de realizaciones globales entre todas las criaturas. En efecto, todo en el mundo está íntimamente conectado. Si acaso, el hombre tiene un valor peculiar y una responsabilidad fundamental de «proteger su fragilidad» (LS 90). Desde esta perspectiva, cada maltrato a cualquier criatura «es contrario a la dignidad humana». Si en el corazón no existe «ternura, compasión y preocupación por los seres humanos» (LS 91), el compromiso ecológico queda manco, ideologizado, esquizofrénico. Se requiere tomar consciencia de una comunión universal: «creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal», que nos impulsa a prodigar «un respeto sagrado, cariñoso y humilde» (LS 89).
El valor social de esta visión bíblica es claro: «la tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben beneficiar a todos», y quien posee una parte está llamado a administrarla respetando la «hipoteca social» que grava cualquier forma de propiedad (LS 93).
El destino de toda la creación pasa por el misterio de Cristo. Concluye el capítulo el corazón de la revelación cristiana: «Jesús terreno», con su «relación tan concreta y amable con todo el mundo», está presente, «resucitado y glorioso», «en toda la creación con su señorío universal» (LS 100). «Vivía en armonía plena con la creación» (LS 98). Por tanto, el destino de la creación «pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de todas las cosas» (LS 99), y al final de los tiempos, entregará al Padre todas las cosas. «De ese modo, las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud» (LS 100). Sorprende el énfasis que el Papa Francisco pone en el misterio de la paternidad de Dios, que se manifiesta en su relación con su creación. Jesús mismo invitaba a «reconocer la relación paterna que Dios tiene con todas las criaturas» (LS 96). Así, «el poder infinito de Dios no nos lleva a escapar de su ternura paterna, porque en él se conjugan el cariño y el vigor» (LS 73).
Raíces de la crisis ecológica
El tercer capítulo de la encíclica presenta un análisis de la situación actual, de manera de recoger no solo los síntomas – ya identificados en el primer capítulo –, sino también las causas más profundas, en un diálogo con la filosofía y las ciencias humanas. Los dos núcleos de la reflexión son: primero, la relación entre la globalización del paradigma tecnocrático y el poder (cfr LS 102-114), y luego, las consecuencias del antropocentrismo moderno, tales como el relativismo práctico, la crisis del trabajo y el desafío que plantea la innovación biológica (cfr LS 115-136).
Tecnología y poder. El Papa valora y reconoce los beneficios del progreso tecnológico por su contribución a un desarrollo sostenible. Con gratitud reconoce el aporte que realizan para mejorar las condiciones de vida (cfr LS 102-103). La tecnociencia, afirma Francisco, está en condiciones de producir cosas que mejoran la calidad de vida del ser humano (objetos domésticos útiles, medios de transporte, puentes, edificios, espacios públicos…). Y no solo eso, «También es capaz de producir lo bello y de hacer “saltar” al ser humano inmerso en el mundo material al ámbito de la belleza. ¿Se puede negar la belleza de un avión, o de algunos rascacielos?» (LS 103).
Pero el Pontífice reconoce el tremendo impacto que la tecnología tiene en la vida. Esta da «a quienes tienen el conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero» (LS 104). La mentalidad tecnocrática dominante concibe toda la realidad como un objeto que se puede manipular sin límites. Es un reduccionismo que involucra todas las dimensiones de la vida. La tecnología no es neutral: conlleva «elecciones acerca de la vida social que se quiere desarrollar» (LS 107). El paradigma tecnocrático domina incluso la economía y la política; en particular, «la economía asume todo desarrollo tecnológico en función del rédito» (LS 109). Pero el mercado por sí mismo «no garantiza el desarrollo humano integral y la inclusión social» (ibid). Confiar solo en la técnica para resolver todos los problemas significa «esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial» (LS 111), pues «el avance de la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la historia» (LS 113). Se necesita una «revolución cultural» (LS 114) para recuperar los valores. La humanidad requiere «una ética sólida, una cultura y una espiritualidad» (LS 105).
Consecuencias del antropocentrismo moderno. Siguiendo con el razonamiento sobre las causas de la crisis, el Papa reconoce en la época moderna un exceso de antropocentrismo (cfr LS 116): el ser humano ya no reconoce la propia justa posición respecto al mundo y asume, en cambio, una posición autorreferencial, centrada exclusivamente en sí mismo y en su propio poder. Pierde de vista su papel de «administrador responsable» (ibid). La consecuencia del antropocentrismo desviado es que «todo se vuelve irrelevante si no sirve a los propios intereses inmediatos» (LS 122), cuyos frutos son la degradación del medio ambiente y la degradación social, «porque, cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar» (LS 123). La rectificación del antropocentrismo desmedido es una antropología que mantenga en primer plano «el valor de las relaciones entre las personas» (LS 119) y la defensa de cada vida humana (cfr LS 120).
Es necesario frenar la desbocada cultura del descarte y su lógica de «usa y tira», que justifica todo tipo de relaciones utilitarias del hombre o del medio ambiente. Es esta lógica del descarte la que lleva a la explotación de niños, al abandono de los ancianos, a reducir a otros a la esclavitud, a sobrevalorar la capacidad de autorregulación del mercado, a practicar la trata de seres humanos, el comercio de pieles de animales en vía de extinción y de «diamantes ensangrentados» (LS 123). Es la misma lógica de muchas mafias, de los traficantes de órganos, del narcotráfico y del descarte de los niños porque no corresponden a los deseos de sus padres (cfr ibid).
En la ecología integral todos deben poder acceder al trabajo, porque el trabajo es «parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal» (LS 128). El Pontífice llama a defender el trabajo, precisamente porque este vence al descarte. Y agrega que, para que todos puedan beneficiarse realmente de la libertad económica, «a veces puede ser necesario poner límites a quienes tienen mayores recursos y poder financiero» (LS 129).
Otro problema crucial para el mundo de hoy es la innovación biológica a partir de la investigación. Se hace referencia principalmente al tema de los organismos genéticamente modificados (OGM). Si bien «en algunas regiones su utilización ha provocado un crecimiento económico que ayudó a resolver problemas, hay dificultades importantes que no deben ser relativizadas» (LS 134). El Papa Francisco piensa en particular en los pequeños productores y en los trabajadores rurales, en la biodiversidad, en la red de ecosistemas. Por lo tanto, es necesaria «una discusión científica y social que sea responsable y amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de llamar a las cosas por su nombre» (LS 135).
La propuesta: una «ecología integral»
El cuarto capítulo de la encíclica contiene el corazón de la propuesta: una ecología que sea el nuevo paradigma de justicia y «que incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea» (LS 15). La visión de Francisco, lo hemos destacado varias veces, es global, holística: no podemos «entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida» (LS 139). Es una visión antropológica, pero no antropocéntrica. El Papa ve un vínculo fuerte entre las cuestiones medioambientales y las cuestiones sociales y humanas, que nunca deben separarse: «el análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma» (LS 141); en consecuencia, es «fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental» (LS 139).
Por esto Francisco articula una propuesta que tiene en consideración una ecología ambiental, económica y social (LS 138-142); una ecología cultural (LS 143-146) y una ecología de la vida cotidiana (LS 147-155) a la luz del principio del bien común (LS 156-158) y del principio de justicia entre generaciones (LS 159-162).
Ecología ambiental, económica y social. La visión global y unitaria de Francisco, para quien todo está conectado, restituye una imagen del cosmos según la cual tiempo y espacio, y los componentes físicos, químicos y biológicos del planeta, forman una red que nunca terminaremos de entender: «En este universo, conformado por sistemas abiertos que entran en comunicación unos con otros, podemos descubrir innumerables formas de relación y participación» (LS 79).
Tampoco el estudio debe fragmentarse, atomizarse: los conocimientos deben integrarse en una visión más amplia, que considere «una interacción entre los ecosistemas y entre los diversos mundos de referencia social» (LS 141) e invierta también a nivel institucional, porque «la salud de las instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el ambiente y en la calidad de vida humana» (LS 142).
Ecología cultural. Si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus causas, debemos «acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad» (LS 63). En efecto, la ecología «supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad» (LS 143) en su diversidad y en su significado más amplio. «Hace falta incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas, y así entender que el desarrollo de un grupo social supone un proceso histórico dentro de un contexto cultural y requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura» (LS 144).
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Ecología de la vida cotidiana. El problema ecológico es un problema de vida cotidiana, no solamente de grandes sistemas. La encíclica concede una atención específica al ambiente urbano, al que el Papa está fuertemente ligado desde su nacimiento y por experiencia. En este contexto, «las megaestructuras y las casas en serie expresan el espíritu de la técnica globalizada, donde la permanente novedad de los productos se une a un pesado aburrimiento» (LS 113). Sin embargo, el ser humano tiene una gran capacidad de adaptación y tiende a la belleza y la armonía. El Papa queda sorprendido y admirado por «la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son capaces de revertir los límites del ambiente, modificando los efectos adversos de los condicionamientos y aprendiendo a orientar su vida en medio del desorden y la precariedad» (LS 148). Francisco observa cómo, incluso ahí donde «las fachadas de los edificios están muy deterioradas, hay personas que cuidan con mucha dignidad el interior de sus viviendas, o se sienten cómodas por la cordialidad y la amistad de la gente» (ibid). La humanidad, la calidez humana, el sentido de comunidad pueden provocar que cualquier lugar deje de ser un infierno y se convierta en el contexto de una vida digna. No obstante, un desarrollo auténtico supone una mejora integral de la calidad de vida humana: espacios públicos, viviendas, transportes, etc. (cfr LS 150-154).
El principio del bien común y de la justicia entre las generaciones son los puntos de referencia de la propuesta del Pontífice. La ecología integral, de hecho, «es inseparable de la noción de bien común» (LS 156). Y comprometerse con el bien común significa tomar medidas solidarias sobre la base de «una opción preferencial por los más pobres» (ibid); pensar en las generaciones futuras: «no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional» (LS 159).
¿Cómo proceder? La importancia del diálogo
El quinto capítulo de Laudato si’ plantea la pregunta sobre la acción: ¿qué podemos y debemos hacer? Los análisis no pueden ser suficiente: se requieren propuestas «de diálogo y de acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional» (LS 15), y que «nos ayuden a salir de la espiral de autodestrucción en la que nos estamos sumergiendo» (LS 163). No se necesitan propuestas ideológicas. El Pontífice sabe muy bien que «hay discusiones sobre cuestiones relacionadas con el ambiente donde es difícil alcanzar consensos» (LS 188). Por otra parte, afirma Francisco que «la Iglesia no pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir a la política, pero invito a un debate honesto y transparente, para que las necesidades particulares o las ideologías no afecten al bien común» (ibid). Por lo tanto, es indispensable el diálogo, pilar de la acción. Pero ¿diálogo en base a qué elementos? En la encíclica se señalan al menos cinco áreas de discusión: el diálogo sobre el medio ambiente en la política internacional (LS 164-175); diálogo hacia nuevas políticas nacionales y locales (LS 176-181); diálogo y transparencia en los procesos decisionales (LS 182-188); política y economía en diálogo para la plenitud humana (LS 189-198); Las religiones en el diálogo con las ciencias (LS 199-201). Aquí la encíclica no teme ser explícita ni hacer denuncias.
El diálogo sobre el medio ambiente en la política internacional. El Papa escribe: «La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo», proponiendo soluciones «desde una perspectiva global y no sólo en defensa de los intereses de algunos países» (LS 164). La encíclica no teme formular un juicio severo sobre las dinámicas internacionales recientes: «las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los últimos años no respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos ambientales globales realmente significativos y eficaces» (LS 166; las cursivas son nuestras). Y se pregunta con decisión: «¿Para qué se quiere preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?» (LS 57). Se requieren, por lo tanto, modos e instrumentos eficaces de governance global (cfr LS 175): «necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de gobernanza para toda la gama de los llamados “bienes comunes globales”» (LS 174).
Diálogo hacia nuevas políticas nacionales y locales. El Papa pone el dedo en la llaga política: «Respondiendo a intereses electorales, los gobiernos no se exponen fácilmente a irritar a la población con medidas que puedan afectar al nivel de consumo o poner en riesgo inversiones extranjeras. La miopía de la construcción de poder detiene la integración de la agenda ambiental con mirada amplia en la agenda pública de los gobiernos» (LS 178). A nivel local se necesita promover «una mayor responsabilidad, un fuerte sentido comunitario, una especial capacidad de cuidado y una creatividad más generosa» (LS 179) para la propia tierra. De esta forma, la sociedad, «a través de organismos no gubernamentales y asociaciones intermedias, debe obligar a los gobiernos a desarrollar normativas, procedimientos y controles más rigurosos» (ibid). La participación de los ciudadanos es presentada como algo indispensable.
Diálogo y transparencia en los procesos decisionales. Es necesario favorecer el desarrollo de procesos decisionales honestos y transparentes, para poder «discernir» qué políticas e iniciativas de emprendimiento podrían llevarnos «a un verdadero desarrollo integral» (LS 185). En particular, el estudio del impacto ambiental de un nuevo proyecto «requiere procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo, mientras la corrupción, que esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores, suele llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente» (LS 182). En cada discusión sobre iniciativas de emprendimiento – escribe el Pontífice – se deben plantear preguntas claras que permitan discernir si conllevarán un verdadero desarrollo integral: «¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Para quién? ¿Cuáles son los riesgos? ¿A qué costo? ¿Quién paga los costos y cómo lo hará?» (LS 185).
Política y economía en diálogo para la plenitud humana. «El ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente» (LS 190). En consecuencia, es necesario desarrollar «una nueva economía más atenta a los principios éticos», y debe ponerse en práctica «una nueva regulación de la actividad financiera especulativa» (LS 189). De manera más radical: debemos «redefinir el progreso» (LS 194), ligándolo a una mejora real de la calidad de vida de las personas. Al mismo tiempo, «no se puede justificar una economía sin política» (LS 196), y esta está llamada a asumir una nueva perspectiva integral.
Las religiones en el diálogo con las ciencias. Como se dijo desde el inicio, la ciencia no basta para comprender la vida del hombre, ofreciéndole soluciones técnicas, las que resultan ineficaces «si se olvidan las grandes motivaciones que hacen posible la convivencia, el sacrificio, la bondad» (LS 200). Y es en este nivel que se manifiesta la importancia de las religiones, así como el diálogo entre estas y las ciencias. Las religiones – escribe el Papa – deben entrar en «un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad» (LS 201), al tiempo que el diálogo entre las ciencias ayuda a superar el aislamiento disciplinar.
«La gravedad de la crisis ecológica nos exige a todos pensar en el bien común y avanzar en un camino de diálogo que requiere paciencia, ascesis y generosidad, recordando siempre que “la realidad es superior a la idea”» (ibid).
Educación y conversión ecológica
El sexto y último capítulo de la encíclica del Papa Francisco apunta al corazón de la «conversión ecológica». Las raíces de la crisis cultural actúan subterráneamente, y no es fácil rediseñar costumbres y comportamientos. La educación y la formación siguen siendo desafíos centrales: «todo cambio necesita motivaciones y un camino educativo» (LS 15) que involucre «la escuela, la familia, los medios de comunicación, la catequesis» (LS 213).
El Papa escribe: «Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración» (LS 202).
En consecuencia, en este capítulo el Pontífice se expresa con un llamado decidido a apuntar a otro estilo de vida (LS 203-208), educando en la alianza entre humanidad y medio ambiente (LS 209-215). Luego de haber definido en qué consiste la «conversión ecológica» (LS 216-221), expresa los frutos del gozo y de la paz (LS 222-227), del amor civil y político (LS 233-237), de la Trinidad y la relación entre las criaturas (LS 238-240), concluyendo con María, Reina de toda la creación (LS 241-242), hasta contemplar la vida eterna «más allá del sol» (LS 243-246).
Apostar por otro estilo de vida. No obstante el relativismo práctico y la cultura consumista, «no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan» (LS 205). Y «cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad» (LS 208).
Educación para la alianza entre la humanidad y el ambiente. La enseñanza de la educación ambiental es capaz de incidir en gestos y costumbres cotidianas: reducción del consumo de agua, separar los tipos de residuos, apagar las luces que no se usan (cfr LS 211). «Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo» (LS 230). Es la actitud interior la que produce el cambio: «la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo» (LS 220).
La conversión ecológica. El título de la encíclica es claro en su referencia franciscana. El Pontífice reafirma que «la gran riqueza de la espiritualidad cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y comunitarias, ofrece un bello aporte al intento de renovar la humanidad» (LS 216). La fe y la espiritualidad cristiana ofrecen profundas motivaciones para alimentar una pasión por el cuidado del mundo, y «no será posible comprometerse en cosas grandes sólo con doctrinas sin una mística que nos anime» (ibid). En consecuencia, «la crisis ecológica es un llamado a una profunda conversión interior» (LS 217). Exige una verdadera conversión ecológica, «que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (ibid).
Esta conversión genera un «modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo» (LS 222). Por otra parte, nadie puede madurar una feliz sobriedad si no está en paz consigo mismo: « La paz interior de las personas tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común, porque, auténticamente vivida, se refleja en un estilo de vida equilibrado unido a una capacidad de admiración que lleva a la profundidad de la vida» (LS 225). Este estilo de vida se concreta en «simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo» (LS 230).
La invitación del Papa es a una fraternidad universal (LS 228) que lleva a intervenir en la dinámica social con la cultura del cuidado (LS 231). Incluso los pequeños gestos de cuidado recíproco tienen un valor civil y político. Es interesante que el Papa Francisco proponga el ejemplo de Santa Teresa de Lisieux, que «nos invita a la práctica del pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad. Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos» (LS 230). Y junto a ella, el Papa nos recuerda también a San Benito de Nursia (LS 126) y al beato Carlos de Foucauld (LS 125), además de Francisco de Asís, por supuesto.
Los signos sacramentales y el descanso celebrativo. No solo encontramos a Dios en la intimidad, sino también en los sacramentos, que muestran de manera privilegiada cómo la naturaleza ha sido asumida por Dios. El cristianismo no rechaza la materia y la corporeidad, sino que la valoriza plenamente: «A través del culto somos invitados a abrazar el mundo en un nivel distinto. El agua, el aceite, el fuego y los colores son asumidos con toda su fuerza simbólica y se incorporan en la alabanza» (LS 235). En particular, en la Eucaristía «lo creado encuentra su mayor elevación» (LS 236). Una de las páginas espirituales más densas de la encíclica es precisamente la dedicada a la Eucaristía. Con énfasis que traen a la memoria a Pierre Teilhard de Chardin y su Misa sobre el mundo, Francisco escribe: « El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios» (LS 236). Y prosigue: «La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a Él en feliz y plena adoración» (ibid). Es por esto que «la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado» (ibid).
Más allá del sol. A partir de la Eucaristía el discurso de Francisco se convierte en ascensión: un recorrido que tiene tonos que evocan a Dante Alighieri, por lo demás citado explícitamente (cfr LS 77). Mirando a la Trinidad, el Papa afirma que también la persona humana está llamada a asumir «ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad» (LS 240).
Es en el cuerpo glorificado de María, Madre y Reina de lo creado, junto a Cristo resucitado, que «parte de la creación alcanzó toda la plenitud de su hermosura» (LS 241). A su lado, José aparece en el Evangelio como un hombre justo y trabajador, lleno de esa ternura de los que son verdaderamente fuertes. «Él también puede enseñarnos a cuidar, puede motivarnos a trabajar con generosidad y ternura para proteger este mundo que Dios nos ha confiado» (LS 242). María y José pueden enseñarnos y motivarnos a proteger este mundo que Dios nos ha entregado.
En una perspectiva escatológica, al final nos encontraremos frente a la infinita hermosura de Dios: «La vida eterna será un asombro compartido, donde cada criatura, luminosamente transformada, ocupará su lugar y tendrá algo para aportar a los pobres definitivamente liberados» (LS 243).
Al final de su reflexión, que el Papa mismo define como «gozosa y dramática a la vez», se nos proponen dos oraciones. La primera puede ser compartida con todos los que creen en un Dios creador omnipotente. La segunda se propone para que los cristianos «sepamos asumir los compromisos con la creación que nos plantea el Evangelio de Jesús» (LS 246). Y se concluye de esta manera, cerrando la encíclica: «Señor, tómanos a nosotros con tu poder y tu luz, para proteger toda vida, para preparar un futuro mejor, para que venga tu Reino de justicia, de paz, de amor y de hermosura. Alabado seas. Amén».
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Uniendo su voz a la de sus predecesores – y en la forma específica de la encíclica –, el Papa Francisco plantea interrogantes y razonamientos sobre la casa común que es la creación. Confiamos que muchos, acogiendo el desafío en términos de fe y de opciones operativas, se sentirán profundamente inspirados a la acción, por el hecho de que un líder mundial, como lo es el Papa Francisco, haya tenido el coraje de llamar a todos a ser parte de un futuro más sostenible e inclusivo.
La encíclica muestra hasta qué punto la preocupación por la ecología humana y ambiental es una dimensión importante de la fe tal como se vive hoy para la salvación del hombre y la construcción del vivir social. Ella es por tanto parte de la doctrina social de la Iglesia. Y es por esto por lo que ya era tiempo de tener una Carta encíclica entera sobre el tema ecológico entendido como parte de la doctrina social de la Iglesia.