La Navidad es el misterio de la encarnación y el anuncio de nuestra salvación: «Hoy, en la ciudad de David, [n]os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). «Pues se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que […] llevemos desde ahora una vida sobria, justa y piadosa» (Tit 2,11-12).
Con la Navidad, el cielo ha descendido a la tierra, y la liturgia del tiempo de Navidad nos invita a contemplar la luz que viene de lo Alto: Dios se hace hombre, el Eterno entra en el tiempo, el Omnipotente se hace pobre, el Altísimo se hace pequeño, el Fuerte se hace débil, el Incorruptible asume nuestra misma carne, el Hijo de Dios llega a ser uno de nosotros, naciendo como un niño. Y junto al Hijo de Dios encarnado está aquella a la que con alegría llamamos «Madre de Dios», la Virgen María, «de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16) (cf. CEI, La preghiera del mattino e della sera, Roma, 2005, p. 92).
Se realiza así la profecía del Enmanuel, del que habla Isaías: «Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel» (Is 7,14). El nombre es el cumplimiento de la profecía, porque «Enmanuel» significa «Dios con nosotros»: la Navidad es Dios que nace en la historia del hombre, Dios para nosotros. A partir de ese momento, la historia se ha transformado, y Jesús, al nacer, la ha cargado sobre sí, la ha aceptado, la ha amado, la ha redimido. Porque solo se puede redimir lo que se ama de verdad.
La vida asume así un significado nuevo: la Navidad no es solo un misterio que tiene que ver con la historia pasada, sino que viene a arraigarse en el tiempo presente. El hecho de que Jesús haya nacido en un lugar geográfico determinado, en el seno y en los brazos de una mujer cuyo nombre conocemos, en una familia cuyo origen, residencia y hasta genealogía se conocen, se ofrece a nuestra contemplación, poniéndonos ante un acontecimiento que ha transformado el mundo y ha marcado de forma indeleble la vida de los hombres.
No es casual que los años se computen a partir del nacimiento de Jesús: la Navidad marca, en efecto, una divisoria de aguas entre un antes y un después, entre lo que sucedió antes de Cristo y después de Cristo. Ahora ya no es verdad lo que proclamaba el antiguo sabio Qohélet: «Nada hay nuevo bajo el sol» (Ecl 1,9), ni tampoco lo que afirmaban los primeros filósofos, con el eterno retorno de todas las cosas. En la historia se ha hecho presente ahora la novedad absoluta de la Navidad. A partir de aquí y hasta el fin del mundo no habrá otros acontecimientos importantes, porque la historia ha alcanzado su culminación, ha emprendido su trayectoria final.
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El acontecimiento «Jesús» está históricamente certificado, y como prueba de ello están las informaciones extrabíblicas que lo confirman (véase Plinio el Joven, Epistulae 10, 96: carta a Trajano; Tácito, Annales 15, 44, 2-5; Suetonio, Claudius 25) y dan testimonio de la fe de las generaciones, que se apoya en los hechos. A nosotros nos interesa mencionar aquí los datos que resultan de los evangelios, que, sin embargo, deben leerse a la luz de la investigación histórico-crítica, que resalta su carácter teológico. Luego se los deberá reelaborar en una lectura de fe.
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¿Cuáles son los hechos documentados en el Evangelio? Ante todo, la genealogía —que para los antiguos tenía valor de documento de identidad—, que sitúa a Jesús dentro de la difícil historia del pueblo de Dios. La narran Mateo (1,1-16) y Lucas (3,23-32), aunque de maneras diferentes. También está documentado el nacimiento de Jesús en tiempos de Herodes, en Belén de Judá (Mt ,21.6; cf. Miq 5,1-3), en razón de que César Augusto había ordenado censar toda la tierra; y también que Quirino era en ese tiempo gobernador de Siria (Lc 2,1-2).
Otros hechos: José, descendiente de la casa de David, tiene que dirigirse de Nazaret a Judea, a Belén, para hacerse censar; y, para la familia de José y María, este desplazamiento significa una pérdida de equilibrio y el comienzo de penosas y peligrosas oscilaciones (Lc 2,1-7,39), de las que hablan los evangelios de la infancia y que solo acabarán con retardo y dificultad.
María está encinta y, justamente en la ciudad de David, llega para ella el momento del parto (Lc 2,5-6). Da a luz a su hijo primogénito, lo envuelve en pañales y lo acuesta en un pesebre, pues no había espacio para ellos en ningún albergue del lugar (Lc 2,7). Así pues, Jesús nace en una gruta, o en un establo, donde se refugian los animales en caso de frío o de lluvia. Nada se dice de la fecha de su nacimiento: ni el día, ni el año, ni la estación. El tiempo y el lugar no definidos del nacimiento del Mesías constituyen aspectos críticos notables. El Hijo de Dios es «un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). El reinado de Herodes representa una grave insidia para el Mesías que acaba de nacer. En efecto, Herodes procura dar muerte a Jesús cuando se entera de que ha nacido el «rey de los judíos» (Mt 2,16). Por tanto, la plenitud del tiempo (cf. Gal 4,4; 1 Pe 1,20) parece coincidir, de hecho, con un contexto inusitado e inquietante.
Juan —cronológicamente, es el último evangelista que escribe— presenta una visión propia de la Navidad, que es contemplación: «El Verbo [Lógos] se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El Verbo, que abraza y reúne la realidad toda, se revela para manifestar la gloria del Hijo unigénito que se regala a los hombres como «Vida» (14,6), como «Luz» (8,12), como «Camino y Verdad» (14,6). La luz que brilla en medio de las tinieblas no es reconocida ni acogida, aunque las tinieblas no la vencieron.
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La revelación de los evangelios pide una reflexión de fe, según la cual el Jesús histórico es el Hijo de Dios. El hecho de que Jesús haya elegido esta modalidad para entrar en la historia revela hasta lo más profundo la naturaleza del amor del Padre por el ser humano: un amor que es compartir, participar, solidaridad, comunión. La historia de los hombres ya no le es extraña, le interesa vivamente y está impregnada de su amor.
Una lectura superficial del Evangelio nos fija en una atmósfera de alegría «pastoril» en la que no parece haber sombras ni contrastes. Y sin embargo, en la Navidad se desarrolla un drama a varias voces: el drama que la aceptación de Jesús como hijo provoca en la vida de María, perturbándola; el desconcierto de José, que se entera del misterio que cobra vida en el seno de su esposa.
José es «un hombre justo» —dice el Evangelio (Mt 1,19)— y ha comprendido que se encuentra ante un designio divino que lo supera. Él sabe que no tiene derecho alguno sobre el niño que habrá de nacer, ni siquiera el derecho de insertarlo en la ascendencia davídica, como se haría con un hijo varón nacido bajo su techo conyugal. Parece que todo lo que queda por hacer es retroceder ante una manifestación de Dios que parece no estar dirigida a su persona. En este niño todo es exclusiva iniciativa de Dios. Pero ¿qué debe hacer José, concretamente? ¿Qué camino debe tomar en semejante situación?
Piensa repudiar a María en secreto. No quiere acusarla públicamente para protegerla y no crear escándalo. De hecho, la intervención angélica es necesaria para que José sea encaminado por la voz misma de Dios: junto a la maternidad divina —y, por tanto, virginal— de María hace falta una paternidad legal para que el hijo acceda a la herencia del trono de David y sea insertado en la sociedad de la época.
Por tanto, al reflexionar y orar sobre la Navidad hay que regresar al estupor y a la turbación de María en el momento de la anunciación, como también a las angustiosas dudas de José frente al misterio. Recorrer tales situaciones dramáticas puede ayudarnos a medir la distancia que nos separa del pesebre de Belén.
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Los primeros que acogen a Jesús que nace son María y José. El nacimiento del niño no puede no haberlos turbado. Ellos aceptan vivir la paradoja del querer de Dios en una situación que, de todos modos, no los exonera de ninguno de los compromisos y de las responsabilidades que tienen que ver con la vida cotidiana. Son padres pobres, como muchos otros, en lucha con los problemas que los hacen semejantes a todos los padres del mundo. En Nazaret prepararon lo necesario para recibir el nacimiento de un bebé; las pequeñas cosas que ordinariamente se preparan en una familia: los pañales, las fajas, la cuna. Ahora, en Belén, todo parece haberse trastornado: nada de lo que habían preparado está a su disposición.
No obstante, María y José son personas en actitud de escucha, disponibles para el plan de Dios que entra en su vida. Tal vez no eran estos sus deseos, sus proyectos, el futuro que habían pensado juntos y acariciado en su corazón.
Entre los que reciben al Señor están después los pastores. Un ángel les anuncia una gran alegría: «Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,11-12). Los pastores son personas sin morada fija, marginadas: personas sencillas, humildes, pobres; personas sin historia y sin un rostro preciso como no sea el del trabajo, el del esfuerzo diurno y nocturno. No saben leer ni escribir, pero saben ordeñar las ovejas, reconocer si la hierba del campo es buena, cuál es el tiempo de la esquila y cómo se lleva a hombros a un corderito recién nacido. Y, sin embargo, son personas que velan y acuden presurosas.
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Por último están los magos: hombres pudientes y eruditos, aunque, así parece, alejados de toda forma de suficiencia. Su sabiduría los ha llevado a conocer los libros del pueblo judío —para ellos, extranjero— y a seguir con atención los fenómenos del cielo. Sobre todo, son capaces de ponerse en camino después de haber descubierto un cometa que les indica una dirección. Y tras un largo viaje, cuando han perdido su ciencia y su saber, también ellos encuentran al Señor.
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El evangelista Juan pone el acento en la luz y en las tinieblas de la Navidad. Para una humanidad en medio de la cual Dios ha venido a habitar no puede no haber un mañana. El Señor, viandante como nosotros, frágil y fatigado como nosotros, sufriente en un camino similar al nuestro, da sentido a nuestro peregrinar, es decir, a nuestra precariedad, a nuestro sufrimiento y pobreza.
Nuestra vida es la vida de Dios, es la luz de Dios; es portadora del significado de Dios y adquiere sentido a la luz de Dios. La alegría de vivir no es para el cristiano una fuga emocional, sino que tiene su profunda raíz teológica: el mundo es bello, a pesar de todo; hay belleza en el corazón del hombre; hay luz de Dios en todo lo que somos y hacemos. No es esta una mera certeza poética, sino el signo de la luz de Dios que resplandece entre las tinieblas.
Se trata de un mensaje de esperanza: la luz de Dios brilla de una manera imprevisible y en un lugar inesperado. Justamente el profeta es el que sabe reconocerla y dar testimonio de ella a los hermanos. Para el cristiano reconocer la luz es un compromiso, es una responsabilidad, es comunión con Dios y con los hermanos.
«Y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,5). Hay tinieblas, y hay momentos de la vida de cada uno de nosotros y de la historia de la humanidad que parecen signados por las tinieblas. Esa es nuestra experiencia de hoy. En un momento en que, más allá de nuestras insuficiencias y angustias personales, no parece haber un mañana digno de vivirse, cuando las pocas cosas bellas que se alcanzan a ver todavía parecen superadas por la corrupción y el egoísmo, por el descompromiso, la mentira y la hipocresía, este mensaje lo sentimos particularmente nuestro: las tinieblas no han logrado sofocar la luz.
«Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). La Navidad es el Señor que viene a su casa. Pero, en Belén, ese día, Jesús nació fuera de casa: no había lugar para él. Las esperas apuntaban a otra parte. Todos esperaban un mesías glorioso, poderoso, libertador de los romanos. Así pues, los suyos no fueron capaces de reconocerlo y de recibirlo.
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La Navidad nos interroga y nos provoca acerca de nuestro modo de vivir y de acoger a los hermanos. Dijo el papa Francisco: «Al nacer en Belén hace dos mil años, el Omnipotente se hizo Niño. Eligió venir al mundo en la precariedad, lejos de los reflectores, de las seducciones del poder, de los fastos de la apariencia. La revolución de la ternura del Dios que “derribó a los potentes de los tronos y elevó a los humildes” sigue interpelándonos: para encontrarlo hay que inclinarse, agacharse, hacerse pequeños. La paz, la alegría, el sentido de la vida se encuentran si nos dejamos sorprender por ese Dios Niño que aceptó sufrir y morir por amor. La paz y la justicia se construyen día a día, reconociendo la insuprimible dignidad de cada vida humana, empezando por la más pequeña e indefensa, reconociendo a cada ser humano como nuestro hermano» («No dejemos que el mal nos robe la esperanza», publicado en el suplemento «Vatican insider» del diario La Stampa, 9 de febrero de 2017).
A propósito de la omnipotencia de Dios que se revela en la fragilidad y en la debilidad de un bebé que nace se ha escrito: «El hecho de ser un poder que habla a través de la debilidad dice que es un poder divino, infinito: solo Dios es omnipotente y capaz de hablar mediante el lenguaje de la debilidad. Ese lenguaje —lenguaje de acontecimientos antes que de palabras— no es solo una exhibición de poder, no expresa, justamente, un juego de contrastes, sino que es la condición para llegar al hombre desde abajo, desde las raíces. La salvación no te llega desde alguien que lo tiene todo y da algo o mucho de ese todo, avasallándote con la abundancia; al contrario, es el poder de alguien que se pone a tu nivel y, a partir de tu nivel más bajo, te eleva, te hace distinto; alguien que te hace partícipe de su plenitud después de haber participado de tu miseria y que, en esta comunión afectiva con una impotencia y una miseria que te son bien conocidas, que no imaginarias, sufridas día tras día, te garantiza la real consistencia de esa plenitud suya que quiere compartir contigo» (S. Corradino, Il potere nella Bibbia, Roma, 1977, p. 4).
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Así pues, la Navidad es un regalo para el que tenemos que permanecer abiertos, aunque, tal vez, nuestra vida esté destinada a ser un largo «adviento», una continua espera, una pregunta cuya respuesta tarda en llegar. Pero esperar no quiere decir permanecer pasivos. El Enmanuel, el Dios que viene en medio de nosotros para sanar los conflictos que nos dividen, para devolvernos el sentido de la fraternidad y de la filiación, nos pide de todos modos que ya desde ahora pongamos manos a su obra. La Navidad nos llama a hacer una tentativa siempre nueva de renovarnos, de sentirnos solidarios y partícipes, más allá de la devoción convencional.
La Navidad se convierte así para el creyente en una vocación: nos llama cada vez a buscar, entre mil dificultades, el camino que nos conduce al otro, al hermano. Si Jesús se hace uno de nosotros, naciendo pobre y solo, haciéndose nuestro hermano y nuestro prójimo, también nosotros debemos hacernos prójimos de los otros y ser hermanos suyos. Si la vida cristiana es un camino y una asimilación progresiva de la vida del Señor Jesús, ¿qué indica a nuestra conciencia la experiencia de pobreza y de soledad que signa la entrada de Cristo en la historia? ¿Cómo nos interroga acerca de todo aquello que tiene que ver con la acogida del otro, con la solidaridad con el hermano, con la sencillez y la esencialidad en nuestra vida?
Angelus Silesius, místico alemán del siglo XVII, escribe:
«Aunque Cristo hubiera nacido mil veces en Belén,
pero no en ti, estarías perdido para siempre»
(El peregrino querúbico, libro I, n. 61, Madrid, 2005, p. 70).