SOCIOLOGÍA

Religión y violencia

© Vatican News / AFP or licensors

Desde los ataques del 11 de septiembre de 2001, el mundo —y no solo Occidente— vive en el tiempo del terrorismo de inspiración islámica. Tras los ocurridos en Nueva York vinieron los de Madrid, Londres, París y Niza, por no hablar de la lacerante serie de atentados y masacres perpetrados en Siria, Pakistán, Nigeria y Sri Lanka. Esta realidad ha contribuido fuertemente a asociar en la mente de muchos de nuestros contemporáneos religión con violencia. Pero esta asociación ya había sido formulada hace mucho tiempo, y el papa Juan Pablo II, en el Encuentro interreligioso de Asís de 1986, quiso oponerse con vigor a esa idea y mostrar el deseo de paz de las grandes religiones del mundo. Este deseo de oponerse de forma decidida al lugar común que asocia religión con conflictos también se manifiesta en la reciente declaración firmada el 4 de febrero de 2019, en Abu Dabi, por el papa Francisco y el gran imán de Al-Azhar, Ahmed al-Tayeb, en la que se dice: «Declaramos —firmemente— que las religiones nunca incitan a la guerra, no instan a sentimientos de odio, hostilidad o extremismo, ni invitan a la violencia o al derramamiento de sangre»[1].

En efecto, el problema de tal asociación tiene fuentes culturales e intelectuales que se remontan a mucho antes del comienzo del siglo XXI. Basta recordar las famosas «guerras de religión» en la Europa de los siglos XVI y XVII y el modo en que se construyó una tradición de filosofía política sobre cierta lectura de tales acontecimientos. Y se podría llegar incluso más atrás, con las cruzadas o la expansión del islam.

Así pues, la cuestión no es nueva y la acusación es antigua. Pero ¿tiene de verdad fundamento este lugar común? Necesariamente, se impone una investigación que sea multidisciplinar. Si en realidad la historia es central, la pregunta también tiene que ver con la antropología, la sociología, el derecho y la psicología. Se puede observar, por ejemplo, que el axioma de la sabiduría popular que dice «el bien no hace ruido» resulta pertinente de modo particular a este respecto. Los miles de religiosos y religiosas, sin olvidar los innumerables fieles laicos, que a lo largo de la historia —y todavía hoy— se han dedicado en muchos países al bien de los niños y de los enfermos, de los sintecho o de los detenidos nunca se mencionan en los periódicos, mientras que algunos individuos armados con fusiles Kaláshnikov y que, a veces, han «redescubierto» su religión tan solo pocas semanas antes tienen una resonancia mediática mundial por algún minuto de horror. Todos somos conscientes de esta diferencia, pero en ocasiones no llegamos a valorar hasta qué punto condiciona nuestros imaginarios y nuestras representaciones y reacciones espontáneas.

No es fácil distinguir entre «política» y «religión»

Comencemos con algunas observaciones de carácter histórico. Una primera consideración se impone desde el comienzo: no es fácil distinguir entre «política» y «religión». En cierto sentido, esa distinción es bastante reciente en la historia de la humanidad. Los grandes imperios —el de Roma, por ejemplo— fueron sistemas de dominio político-religioso en los cuales resulta difícil decidir dónde comienza y dónde termina el aspecto religioso. Por otra parte, este aspecto es el que ha tornado la actitud de Roma frente al movimiento cristiano en una cuestión compleja y variable en particular.

Cuando en el siglo XVI da comienzo la Modernidad en Europa, las cosas no necesariamente son más sencillas. A menudo se afirma que la naturaleza encarnizada y permanente del conflicto confesional entre católicos y protestantes está en el origen de una nueva visión del derecho público europeo. Pero algunos autores han podido demostrar que los Estados nacionales europeos en plena expansión se sirvieron de tal pretexto «religioso» para llevar a la práctica ambiciones muy terrenas y muy poco religiosas. Asimismo, desacreditar las confesiones cristianas formaba parte de una estrategia para reforzar el poder de los Estados y de sus Gobiernos con el fin de minar la autoridad de las Iglesias[2].

Del concordato de Francisco II en 1516 al «josefinismo» austríaco de finales del siglo XVIII los conocidos como reyes «católicos» se esforzaron durante largo tiempo en implementar una política orientada a establecer de facto las Iglesias «nacionales», estrictamente sometidas a su autoridad. Pero ¿quién puede negar que, en realidad, muchos conflictos presentados como «religiosos» tenían motivaciones del todo terrenas?

Los intereses materiales en la base de los conflictos humanos

Aun sin tener una visión marxista del mundo, debemos constatar que a menudo los seres humanos entran en conflicto entre sí debido a intereses materiales como la búsqueda de tierras o de petróleo, de oro o de plata, el acceso al agua, etc. Como se afirma en el documento de Abu Dabi, las causas de los conflictos a menudo son «la injusticia y la falta de una distribución equitativa de los recursos naturales —de los que se beneficia solo una minoría de ricos, en detrimento de la mayoría de los pueblos de la tierra—». En tiempos de los romanos las hordas bárbaras buscaban tierras. En Dacia, el emperador Trajano iba en busca de minas de oro, del mismo modo que más tarde quiso acceder al golfo Pérsico para controlar la ruta de la seda y limitar el déficit con el exterior. Los hunos y los mongoles iban en busca de tierras y de botín, igual que sucedió en el caso de buena parte de los cruzados y de las expediciones musulmanas (norte de África, norte de India, Balcanes, etc.).

Desde luego, no se trata de negar que muchos líderes políticos han sabido emplear la cuestión religiosa para lograr un aumento de la movilización bélica. Recordemos a Stalin, quien, al final, movilizó la fe ortodoxa por la defensa de la santa Rusia contra los invasores nazis. Sin duda, también se puede afirmar que la mayor parte de las guerras de conquista o de los conflictos armados entre los Estados fue provocada por las disputas sobre bienes materiales. Y muchos de los conflictos que han sido —y siguen siendo— presentados como oposiciones de naturaleza intrínsecamente religiosa son, en realidad, de naturaleza étnica o, por decirlo con un término un poco anticuado, «colonial». Algunos ejemplos resultan ilustrativos al respecto.

¿Cuántas veces se ha mencionado el conflicto de Irlanda del Norte como una oposición entre católicos y protestantes? En realidad, se trata de un problema que hunde sus raíces en el período de la colonización británica de Irlanda. Los protestantes de la República de Irlanda han mantenido sus iglesias (las viejas iglesias católicas) y viven perfectamente en paz. Si los unionistas del Norte siempre defienden la unión con Reino Unido no es, en primer lugar, porque sean protestantes.

Recordemos también que, durante el desmembramiento de Yugoslavia, los bosnios de Bosnia y Herzegovina, a veces con gran sorpresa para ellos, de inmediato fueron recalificados como «musulmanes».

El 21 de abril de 2019, domingo de Pascua, Sri Lanka fue escenario de ocho explosiones que provocaron 253 muertos y más de 500 heridos. El blanco de los atentados se situó en cuatro hoteles, un complejo residencial y tres iglesias católicas. El terrible ataque trajo a la memoria el letal conflicto que dividió el país durante cerca de treinta años (1983-2009). Este conflicto a menudo fue interpretado como un enfrentamiento entre budistas e hinduistas, cuando, en realidad, se desató entre una minoría —los tamiles, relativamente privilegiados durante la colonización británica— y una mayoría cingalesa que buscaba un estatuto, así como reconocimiento. Al contrario de lo que suele pensarse, los atentados suicidas modernos no constituyen una invención de los extremistas musulmanes, sino un arma de guerra utilizada entre 1987 y 2006 por el caudillo guerrillero Velupillai Prabhakaran (1954-2009), fundador del movimiento guerrillero de los denominados «Tigres de Liberación del Eelam Tamil», o Tigres tamiles. La mezcla de resentimiento cultural y de competición social explica el origen del conflicto mejor que la dimensión religiosa, incentivada de manera innegable en la esfera pública por algunos monjes, en especial durante la última fase del conflicto.

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Un último ejemplo de los tiempos actuales resulta evidente; nos referimos a la situación de los rohinyás en Birmania. Aquí el conflicto a menudo se presenta como un choque entre budistas y musulmanes, pero para la junta que está en el poder sobre todo se trata de retomar el control de una zona limítrofe habitada por una población que llegó al lugar en tiempos relativamente «recientes» (entre 1780 y mediados del siglo XIX). Los musulmanes birmanos, que viven en todas las principales ciudades del país y que hablan la lengua birmana, no se hallan en el punto de mira. Para el Gobierno se trata de la reconquista de una región estratégica ocupada por personas todavía hoy consideradas «extranjeras». Ciertamente, su religión es parte del problema, aunque no su punto central. Más bien, se trata de una lógica de Estado que quiere tener el máximo control sobre esas áreas limítrofes. En efecto, resulta casi imposible disociar una población y su cultura de la dimensión religiosa que las envuelve.

El conflicto israelí-palestino

Una situación tan emblemática merece ser examinada aparte: el conflicto israelí-palestino, particularmente complejo, a menudo se presenta de manera simplificada. Al respecto, podemos decir que se trata de un problema territorial entre dos comunidades nacionales, desde el momento en que la identidad nacional palestina se fue constituyendo de forma refleja a medida que se iba afirmando la realidad nacional sionista. El proyecto sionista fue promovido como una cuestión nacional y realizado por hombres que no situaron la religión en el centro de sus ideas. En los años sesenta y ochenta los terroristas palestinos con frecuencia eran representados como combatientes nacionalistas, y ellos, por su parte, pertenecían a organizaciones marxistas. Aunque habían nacido como cristianos o musulmanes, la religión no era su motivación primaria.

Por lo que respecta a los sionistas, la mayor parte de ellos eran ateos o indiferentes a la religión, ya fuesen de izquierda (el movimiento laborista) o de derecha (el movimiento revisionista). Solo en los últimos quince años se ha ido subrayando cada vez más el factor religioso. Frente al fracaso político y militar de las organizaciones nacionalistas palestinas se desarrollaron los movimientos de ideología islámica. Pero lo que se encuentra en el centro del conflicto es, ante todo, una tierra reivindicada por dos poblaciones. Que la religión constituye un poderoso factor de movilización identitaria y de apego a esa tierra (en la que se hallan los lugares santos, en particular Jerusalén) es, por demás, evidente. No obstante, aunque mañana una varita mágica transformara a todos los protagonistas en ateos convencidos, las causas concretas del enfrentamiento seguirían existiendo.

Por otra parte, hay que observar que algunos partidos políticos religiosos israelíes son más bien favorables a la paz, mientras que los halcones de derecha no necesariamente son religiosos. Por tanto, cuanto más describan los medios dicho conflicto como un enfrentamiento entre judíos y musulmanes, tanto más tenderá a convertirse en eso en realidad, siguiendo la lógica de las profecías autocumplidas. También está claro que el estatus religioso de Jerusalén para tres religiones que representan el 55 % de la población mundial contribuye de manera notable a dar un eco planetario a esta particular contienda. Pero, ante todo, se trata de un conflicto entre dos comunidades políticas humanas por una tierra determinada.

Si se examina más de cerca el siglo pasado se puede constatar que lo que provocó el mayor número de víctimas derivadas de la violencia de los tiempos modernos fueron las ideologías —conjuntos de ideas que forman un sistema cerrado—. En concreto, dos ideologías ateas —el nazismo y el comunismo— que querían suprimir toda religión. Ambas pretendían ser sistemas perfectamente racionales basados, el uno, en un análisis científico de la economía y, el otro, en una visión evolucionista darwinista. Desde ciertos puntos de vista estas ideologías pueden haberse contemplado como caricaturas de las religiones, con sus dogmas, sus jerarquías y sus excomuniones, pero lucharon con fanatismo contra las religiones. Las masacres y abominaciones cometidas superaron todo lo que la historia de la humanidad había conocido hasta entonces. Y esto no sucedió en nombre de Dios o de una religión.

La instrumentalización de las religiones

Por lo tanto, hay que reconocer que no es la religión —cualquiera que sea— la que se halla en el origen de casi todos los conflictos humanos, si bien es cierto que, a menudo, les da su tinte. Algunos líderes se esfuerzan por movilizar en su propia ventaja la fuerza social del fenómeno religioso. Como afirma el documento de Abu Dabi en una densa formulación: «Estas desgracias son fruto de la desviación de las enseñanzas religiosas, del uso político de las religiones y también de las interpretaciones de grupos religiosos que han abusado —en algunas fases de la historia— de la influencia del sentimiento religioso en los corazones de los hombres para llevarlos a realizar algo que no tiene nada que ver con la verdad de la religión, para alcanzar fines políticos y económicos mundanos y miopes. Por eso, nosotros pedimos a todos que cese la instrumentalización de las religiones para incitar al odio, a la violencia, al extremismo o al fanatismo ciego» (la cursiva es nuestra). Este pasaje clave del documento muestra la innegable fuerza cultural y espiritual de la religión y, al mismo tiempo, cómo algunos políticos se sirven de ella para fines bien alejados del ser religioso.

Veamos ahora algunos ejemplos contemporáneos. Describir el conflicto tibetano como «religioso» no es apropiado. En otro contexto, la posibilidad de que el actual Gobierno ruso encuentre en la Iglesia «nacional» una manera de influir en la vida política ucraniana no convierte el conflicto entre Rusia y Ucrania en un asunto «religioso». Además, cuando algunos elementos del partido que en la actualidad ocupa el poder en India recurren a una retórica y a símbolos hindúes, lo hacen según una vieja estrategia política orientada a favorecer el acaparamiento del poder. Sin embargo, la mayor parte de los indios y de los hindúes mantiene una relación pacífica y tranquila con la propia tradición religiosa.

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Vale la pena mencionar un último tema. Los atentados reivindicados por los fundamentalistas islámicos que se han perpetrado en las grandes ciudades europeas en los últimos veinte años —y, no lo olvidemos, en muchas ciudades de los países musulmanes— han suscitado una inmensa cobertura mediática. Cuando se analiza el itinerario de los autores de los atentados, así como su formación religiosa y espiritual, se constata que casi ninguno de ellos puede considerarse en realidad educado en los principios de su religión y respetado por sus pares. Con frecuencia, se trata de delincuentes con un estilo de vida muy secular o de personas convertidas hace poco tiempo que tienen sed de reconocimiento. No encontramos entre ellos grandes especialistas de la religión —imanes, sacerdotes o académicos—, sino, por el contrario, autodidactas o incluso analfabetos en el plano religioso. Algunos comentarios han constatado que, en suma, los autores de estos atentados muestran síntomas de las carencias de una sociedad materialista que ya no sabe ofrecer motivaciones para vivir y para morir. En cierto sentido, ellos revelan la necesidad de una «verdadera» religión más que sus «excesos».

La contribución de las religiones a la pacificación de la humanidad

Hasta ahora hemos procurado mostrar que en la base de los grandes conflictos de los últimos siglos hay, en esencia, motivos materiales, lógicas de poder político y de imperialismo. Además, si es verdad que en la historia algunos líderes políticos han sabido movilizar los afectos religiosos de una humanidad en gran parte creyente, es falso afirmar que la motivación religiosa suscite un gran número de conflictos específicos. A lo sumo, puede ofrecer un fácil combustible para líderes sin escrúpulos.

Pero tenemos que ir más allá. No basta con afirmar que la religión no necesariamente alimenta conflictos humanos. En efecto, se puede constatar que contribuye en profundidad a la pacificación de la humanidad y a una vida más feliz para cientos de millones de personas. La religión se opone de manera fundamental a las «tendencias individualistas, egoístas, conflictivas» (documento de Abu Dabi) de los seres humanos. Para buena parte de los creyentes, la fe religiosa y la comunidad de pertenencia constituyen recursos positivos cuando llegan las pruebas y las dificultades, pues los alientan a ser mejores, a realizar actos concretos de caridad hacia el prójimo, a encontrar la fuerza de perdonar, a mostrar paciencia, gentileza, a compartir, a la paz, a la apertura a los demás.

Muchísimos fieles de todas las religiones encuentran en su fe una fuerza que los estimula e inspira. Esta lógica de caridad y de apertura está presente en el cristianismo en particular, si bien es cierto que no se limita a él. El budismo asiático, como, por ejemplo, en Corea del Sur, anima a poderosas instituciones de beneficencia. El zakat es uno de los cinco pilares del islam y contribuye a muchas iniciativas caritativas que se desarrollan en el mundo musulmán. Lo mismo vale para la tzedaká judía. En todos los continentes, cientos de miles de religiosas católicas actúan en hospitales y escuelas, visitan a los enfermos y encarcelados y no son noticia. En todo caso, lo son en mucha menor medida que algunos terroristas. ¿Por qué no se las menciona cuando se habla de religión? La red de Caritas de la Iglesia católica es, sin duda, una de las organizaciones más activas del mundo. Y hay muchos ejemplos de grandes personalidades espirituales que, desde la madre Teresa hasta sor Emmanuelle, se han puesto al servicio de la humanidad sin ningún tipo de discriminación.

Además, si se consideran las grandes figuras religiosas de los últimos siglos —sin remontarse demasiado en el pasado— se observa que las personas más instruidas en su religión y más respetadas en su seno han tenido una influencia de paz y de diálogo. Bastan algunos ejemplos. Gandhi, el mahatma («la gran alma») de India, se hizo famoso en todo el mundo por haber permitido a la nación alcanzar la independencia a través de una lucha que, en esencia, era no violenta. Como hombre profundamente religioso y apegado a su tradición, Gandhi también conocía los Evangelios y las otras tradiciones religiosas.

En Estados Unidos durante los años setenta, el rabino Abraham Joshua Heschel, uno de los más grandes maestros de la tradición del judaísmo ortodoxo, se adhirió a la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, realizando las marchas junto a Martin Luther King, que era un pastor bautista.

Otra figura ilustre es la del emir Abd al-Qádir (1808-1883) en Argelia. Hombre muy devoto, asumió el mando en la defensa de su tierra contra las tropas coloniales francesas. Aunque derrotado y exiliado, afectado personalmente y a nivel familiar por soldados que se declaraban «cristianos», siempre se negó a entrar en una lógica de odio y contribuyó a salvar a muchos cristianos durante los desórdenes de Damasco de 1860.

Siempre en la vertiente musulmana, y tomando como ejemplo a un personaje aún vivo, podemos evocar la figura del ayatolá Ali al-Sistani. Aunque de origen iraní, se trata de la más alta autoridad religiosa chiita en Irak y pidió de manera incansable el rechazo de la violencia en el conflicto entre chiitas y sunitas y, en particular, el rechazo de la venganza, mientras semana tras semana se multiplicaban los atentados en los barrios chiitas. Asimismo, exigió el respeto por la minoría cristiana. Es una pena que sea menos conocido que algunos pseudoteólogos de mucha menos fuerza humana y espiritual.

Conclusiones

Ayudando a los seres humanos a vivir con más interioridad y solidaridad, subrayando los lazos que los unen más que los que los separan, invitándolos en general a llevar una vida más sobria, menos materialista y más altruista, es indudable que las religiones contribuyen a crear un clima más pacífico. Sin embargo, a la par que todas las realidades universales, buenas de por sí, de la vida humana —como el trabajo (convertido en un infierno en las minas romanas o inglesas de los siglos pasados, por no hablar de las fábricas clandestinas de Asia contemporánea), la patria, la cultura o la familia—, también las religiones pueden ser instrumentalizadas. Este concepto clave ha sido retomado en el documento de Abu Dabi: «El terrorismo execrable que amenaza la seguridad de las personas, tanto en Oriente como en Occidente, tanto en el Norte como en el Sur, propagando el pánico, el terror y el pesimismo, no es a causa de la religión —aun cuando los terroristas la utilizan—, sino de las interpretaciones equivocadas de los textos religiosos, políticas de hambre, pobreza, injusticia, opresión, arrogancia» (la cursiva es nuestra).

Bien pensado, la analogía con la familia resulta bastante significativa. En la mayor parte de los casos, la familia constituye un lugar que ofrece amor y protección, que promueve el acto de compartir y la autoestima, que provee de identidad y sentido de pertenencia; en suma, una realidad fundamentalmente positiva. Sin embargo, como todos sabemos, también puede convertirse en un lugar funesto, en un espacio de violencia y de opresión. No obstante, la existencia de estas perversiones no exige su pura y simple supresión, y lo mismo vale para la religión. Si su mortal instrumentalización llena las pantallas no debe hacer olvidar los profundos recursos espirituales y humanos que movilizan al bien. Según la sensata frase de Montaigne, hábilmente retomada por san Francisco de Sales, «là où il y a de l’homme, il y a de l’hommerie»[3] (que podría traducirse como: «donde hay seres humanos, hay bajezas humanas»).

Parece que nos olvidamos con rapidez del nazismo y del comunismo, así como de la responsabilidad que han tenido las élites intelectuales europeas en el nacimiento y el desarrollo de estas dos ideologías letales y ateas. Si es legítimo denunciar con fuerza la instrumentalización de la religión y los malos servicios prestados por algunos de sus presuntos defensores, sería insensato creer que, liberándose, de manera hipotética, de toda religión, se puede entrar ipso facto en un reino de paz. Dios nos invita a actuar ahora con los valores del reino: estima, humildad, conocimiento recíproco, solidaridad, ayuda recíproca. Como concluye el documento de Abu Dabi: «Dios nos ha creado para conocernos, para cooperar entre nosotros y para vivir como hermanos que se aman».

  1. Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, disponible en http://w2.vatican.va/content/francesco/es/travels/2019/outside/documents/papa-francesco_20190204_documento-fratellanza-umana.html. También las citas que siguen están tomadas de este documento.

  2. 2 W. Cavanaugh, El mito de la violencia religiosa: ideología secular y raíces del conflicto moderno, Granada, Nuevo Inicio, 2010.

  3. La expresión hommerie es la caricatura de humanité, en la que la humanidad, es decir, la esencia del ser humano, es privada de todos los aspectos positivos del modo de actuar humano. Por tanto, la hommerie expresa la bajeza, el poder de corrupción, el egoísmo del que el ser humano es capaz.

Marc Rastoin
Es un jesuita francés. Luego de obtener su título en Ciencias Políticas, entró a la Compañía de Jesús en 1988. Defendió su tesis sobre la Epístola a los Gálatas. Comprometido desde la infancia en el diálogo judeo-cristiano, es delegado del Padre General de la Compañía para las relaciones con el judaísmo desde 2014. Enseña el Nuevo Testamento en el Centro Sèvres de París y en el Institut Biblique de Rome.

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